Capítulo 1

En el que nuestro héroe se enamora


Dos meses antes.


A diferencia de la mayoría de los hombres que conoce, Gregory Bridgerton cree en el verdadero amor.

Tendría que ser un tonto para no creer en él.

Teniendo en cuenta lo siguiente:

A su hermano mayor, Anthony.

A su hermana mayor, Daphne.

A sus otros hermanos, Benedict y Colin, sin mencionar a sus hermanas, Eloise, Francesca, y (aunque no lo crean) Hyacinth, todos -absolutamente todos- estaban completamente enamorados de sus respectivas parejas.

A la mayoría de los hombres, ese tipo de cosas solo les produciría un ataque de bilis, pero para Gregory, quien había nacido con una alegría incomparable, que de vez en cuando (según su hermana menor) era irritante, eso sencillamente significaba que no tenía otra opción, más que creer en lo obvio:

El amor existía.

Y no era una completa invención de la imaginación, diseñada para evitar que los poetas murieran de hambre. Podría ser algo que no se podía ver, oler o tocar, pero estaba allí, y era solo cuestión de tiempo antes de que él, también, encontrara a la mujer de sus sueños y se estableciera para ser fructífero, se multiplicara y asumiera aficiones como el papel maché y la colección de ralladores de nuez moscada.

Aunque, si quería ser claro en un punto, que parecía ser bastante necesario para ese concepto tan abstracto, sus sueños no incluían exactamente a una mujer. Bueno, no a una con atributos específicos e identificables. No sabía nada de la mujer que iba a ser suya, la única que supuestamente transformaría su vida completamente, convirtiéndolo en un pilar feliz de aburrimiento y respetabilidad. No sabía si sería bajita o alta, o morena o rubia. Le gustaba pensar que podría ser inteligente y poseer un gran sentido del humor, pero más allá de eso, ¿Cómo iba a saberlo? Ella podía ser tímida o franca. Tal vez le podría gustar cantar. O quizás no. Quizás era una amazona, con un cutis sonrosado por estar demasiado tiempo bajo el sol.

No lo sabía. Cuando esa mujer llegara, esa imposible, maravillosa y actualmente inexistente mujer, todo lo que en realidad sabía era que cuando la encontrara…

Lo sabría.

No sabía como lo sabría; solo sabía que lo sabría. Ocurriría algo muy importante, su mundo se estremecería, y la vida se alteraría… bueno, en realidad, no iba a llegar susurrando su paso por su existencia. Vendría pleno y poderoso, como una tonelada proverbial de ladrillos. La única pregunta era cuando.

Y mientras tanto, no veía ninguna razón para no pasarla bien mientras se anticipaba a su llegada. Después de todo, uno no tenía que comportarse como un monje mientras esperaba al verdadero amor.

Gregory era, según todos, un típico hombre londinense, con una cómoda -pero no extravagante- asignación, tenía muchos amigos, y el suficiente sentido común para saber cuando debía alejarse de una mesa de juegos. Era considerado lo suficientemente decente para ser tenido en cuenta en el Mercado Matrimonial, puede que no estuviera precisamente a la cabeza (los cuartos hijos nunca llamaban mucho la atención) y siempre estaba en demanda cuando las matronas de la sociedad, necesitaban a un hombre que llenara los requisitos para ser invitado a un buen número de fiestas.

Lo que hacía que su anteriormente mencionada asignación, se estirara un poco más, convirtiéndose en un beneficio.

Quizás debió haber tenido un poco más de propósito en su vida. Alguna clase de dirección, o incluso una tarea insignificante que realizar. Pero eso podría esperar, ¿no es verdad? Pronto, estaba seguro, todo se aclararía. Sabía que era lo que deseaba hacer, y con quien deseaba hacerlo, y mientras tanto, él tenía…

No tenía tiempo. Por lo menos, no en ese preciso momento.

Para explicar:

Actualmente Gregory estaba sentado en una silla de cuero, una muy cómoda por cierto, y no era que realmente tuviera que pensar en el asunto, más que en el hecho de que la falta de incomodidad conducía a las personas a soñar despiertas, lo que a su vez conducía a no escuchar a su hermano que, debe anotarse, estaba de pie, aproximadamente a un metro de distancia, hablando sobre algo o alguna cosa, casi seguramente relacionada con alguna variación de las palabras deber y responsabilidad.

En realidad, Gregory no le estaba prestando la debida atención. Raramente lo hacía.

Bueno, no, ocasionalmente lo hacía, pero…

– ¿Gregory? ¡Gregory!

Levantó la mirada, pestañeando. Anthony tenía los brazos cruzados, esa nunca era una buena señal. Anthony era el vizconde Bridgerton, y lo había sido durante más de veinte años. Y mientras que era -Gregory era el primero en insistir- el mejor de los hermanos, también hubiera podido ser un excelente señor feudal.

– Perdóname por entrometerme en tus pensamientos, de esta manera -dijo Anthony en una voz seca-, pero tú has, quizás -solo quizás- ¿escuchado algo de lo que te he dicho?

– Diligencia -repitió Gregory como un loro, mientras asentía con lo que juzgaba era un gesto de suficiente gravedad-. Dirección.

– En efecto -replicó Anthony, y Gregory se felicitó a sí mismo por lo que claramente había sido una excelente actuación-. Es tú última oportunidad de que le busques alguna dirección a tu vida.

– Por supuesto -murmuró Gregory, principalmente porque no había cenado, y tenía hambre, y había escuchado que su cuñada estaba sirviendo refrescos en el jardín. Además, nunca tenía sentido discutir con Anthony. Nunca.

– Debes hacer un cambio. Escoger un nuevo camino.

– Claro. -Quizás había bocadillos. Podía comerse cuarenta de esas ridiculeces cortadas por la mitad.

– Gregory.

La voz de Anthony tenía ese tono. Aquel que era imposible de describir, pero lo suficientemente fácil de reconocer. Y Gregory sabía que era el momento de prestar atención.

– Correcto -dijo, porque de verdad, era notable como una sola sílaba podría borrar a una frase apropiada-. Espero unirme al clero.

Eso hizo que Anthony se congelara. Muerto, helado, frío. Gregory hizo una pausa para saborear el momento. No le importaba que para ello, hubiera tenido que convertirse en un condenado vicario.

– ¿Discúlpame? -murmuró Anthony finalmente.

– No es que tenga muchas opciones -dijo Gregory. Y cuando esas palabras emergieron, comprendió que era la primera vez que las había dicho. Las hacía más reales, de algún modo, más permanentes-. Es el ejército o el clero -continuó-, y bueno, debo decir esto: Soy una bestia para disparar.

Anthony no dijo nada. Todos sabían que tenía razón.

Después de un momento de incómodo silencio, Anthony murmuró:

– Hay espadas.

– Sí, pero con mi suerte, me enviarían a Sudan. -Gregory se estremeció-. No debe ser demasiado terrible, pero en realidad, hace mucho calor. ¿Querrías ir?

Anthony objetó inmediatamente.

– No, claro que no.

– Y -agregó Gregory, empezando a disfrutarlo-, está Madre.

Se hizo una pausa. Entonces:

– Ella sabe algo de Sudan… ¿verdad?

– No le gustaría mucho mi partida, y entonces tú, sabes, serás el único que deberá sostener su mano cada vez que se preocupe, o tenga alguna pesadilla horrible sobre…

– No digas más -le interrumpió Anthony.

Gregory se permitió reír internamente. Realmente no era justo para su madre, quien, solo para señalar, nunca había dicho alguna vez que pronosticara el futuro con algo tan tonto como un sueño. Pero si odiaría que él se marchara a Sudan, y Anthony tendría que escucharla cuando se preocupara por eso.

Y como Gregory no estaba particularmente deseoso de partir de las orillas nubladas de Inglaterra, el argumento era muy discutible, de cualquier forma.

– Correcto -dijo Anthony-. Bien. Estoy feliz, entonces, de que finalmente hayamos podido tener esta conversación.

Gregory le echó un vistazo a su reloj.

Anthony se aclaró la garganta, y cuando habló, se escuchaba un filo de impaciencia en su voz.

– Y que hayas pensado finalmente en tu futuro.

Gregory sentía que algo se apretaba en la parte de atrás de su mandíbula.

– Solo tengo veintiséis años -le recordó-. Seguramente soy muy joven como para que tengas que repetirme la palabra finalmente.

Anthony simplemente arqueó una ceja.

– ¿Quieres que hable con el arzobispo? ¿Ver si puede encontrarte una parroquia?

El pecho de Gregory se sacudió con un espasmo de tos inesperado.

– Er, no -dijo, cuando fue capaz de hacerlo-. Por lo menos, todavía no.

Anthony levantó una esquina de la boca. Pero no mucho, y no, ese estiramiento no podría definirse como una sonrisa.

– Podrías casarte -dijo él suavemente.

– Podría -aceptó Gregory-. Y lo haré. De hecho, planeo hacerlo.

– ¿De verdad?

– Cuando encuentre a la mujer correcta. -Y entonces, ante la expresión de duda de Anthony, Gregory agregó-: Seguramente tú entre todas las personas, recomendaría un matrimonio por amor en lugar de uno por conveniencia.

Anthony era reconocido por estar enamorado de su esposa, que a su vez estaba inexplicablemente enamorada de él. Anthony también era celebre por estar consagrado a sus siete hermanos menores, por eso Gregory no debió haber sentido un salto tan inesperado de emoción cuando él le dijo suavemente:

– Te deseo la misma felicidad que yo disfruto.

Gregory se salvó de tener que contestarle, ya que su estómago retumbó ruidosamente. Le ofreció a su hermano una expresión de timidez.

– Lo siento. Me perdí la cena.

– Lo sé. Esperábamos que llegaras más temprano.

Gregory evitó hacer una mueca de dolor. Solo lo justo.

– Kate estaba un poco molesta.

Eso era lo peor. Cuando Anthony se decepcionaba era una cosa. Pero cuando decía que alguien le había causado algún disgusto a su esposa…

Bueno, allí era cuando Gregory sabía que estaba en problemas.

– Salí muy tarde de Londres -masculló. Era verdad, pero no era ninguna excusa para su mal comportamiento. Lo habían esperado en la casa para la cena, y él no había llegado. Casi dijo: «la contentaré», pero en el último momento se mordió la lengua. De algún modo sabía que eso podría empeorarlo todo, lo sabía, ya que sería como si se estuviera burlando de su tardanza, asumiendo que podía salir librado de cualquier trasgresión con una sonrisa y un comentario locuaz. Lo cual hacía muy a menudo, pero por alguna razón esta vez…

No quiso hacerlo.

En su lugar dijo:

– Lo siento. -Y quería decirlo, también.

– Ella está en el jardín -dijo Anthony con aspereza-. Creo que quiere hacer un baile en el patio. ¿Puedes creerlo?

Gregory podía creerlo. Eso sonaba exactamente como su cuñada. No era de las que permitían que un momento tan agradable pasara por ella, y con un clima tan raramente bueno, ¿por qué no organizar un baile al aire libre?

– Debes bailar con cualquiera que ella desee -dijo Anthony-. A Kate no le gustaría que ninguna de sus jóvenes damas se sintiera rechazada.

– Por supuesto que no -murmuró Gregory.

– Me reuniré contigo en un cuarto de hora -dijo Anthony, mientras regresaba a su escritorio donde varios montones de papeles lo esperaban-. Todavía tengo cosas que terminar aquí.

Gregory se puso de pies.

– Pasaré a saludar a Kate. -Y entonces, la entrevista claramente había llegado a su fin, y cuando salió del cuarto se dirigió al jardín.

Había pasado algún tiempo desde que había estado en Aubrey Hall, la casa ancestral de los Bridgertons. La familia se reunía allí en Kent para celebrar la Navidad, por supuesto, pero en realidad, no era la casa de Gregory, y nunca lo había sido. Después de que su padre había muerto, su madre había hecho algo poco convencional y había desarraigado a la familia, eligiendo pasar la mayoría del año en Londres. Nunca había explicado sus razones, pero Gregory siempre había sospechado que la elegante casa antigua le traía demasiados recuerdos.

Como resultado, Gregory siempre se había sentido más en casa en la ciudad que en el campo. Bridgerton House en Londres, era la casa de su niñez, no Aubrey Hall. Aún, disfrutaba de sus visitas, y siempre participaba en actividades y juegos bucólicos, tales como montar y nadar (cuando el lago estaba lo suficientemente caluroso para permitirlo), y aunque parezca extraño, le gustaba el cambio de clima. Le gustaba el aire silencioso y limpio después de pasar meses en la ciudad.

Y le gustaba la forma en la que podía dejar todo atrás cuando estaba demasiado callado y limpio.

Las festividades de la noche estaban celebrándose en el césped del sur, eso era lo que le había dicho el mayordomo cuando había llegado a casa esa noche. Parecía ser un buen lugar para una fiesta al aire libre, por el nivel del suelo, la vista al lago, y un patio enorme lleno de suficientes sillas para los menos enérgicos.

Cuando se acercó al enorme salón que conducía al exterior, pudo escuchar los murmullos bajos de las voces que zumbaban a través de las puertas francesas. No estaba seguro de cuantas personas habían sido invitadas a la fiesta, pero probablemente eran alrededor de veinte o treinta. Muy pocas para ser íntima, pero lo suficientes para que uno no pudiera escapar a algún lugar pacífico y callado sin dejar un agujero abierto en la reunión.

Cuando Gregory atravesó el salón, tomó una respiración profunda, intentando determinar la clase de comida que Kate había decidido servirles a sus invitados. No habría mucha, por supuesto; seguramente ya los había atendido bien en la cena.

Dulces, decidió Gregory, cuando percibió un suave aroma a canela, al llegar a las piedras de color gris claro del patio. Soltó una respiración de desilusión. Estaba muerto de hambre, y una enorme tabla de carne, parecía el cielo.

Pero había llegado tarde, y nadie tenía la culpa más que él, y Anthony tendría su cabeza si no se unía a la fiesta inmediatamente, entonces los pasteles y los bizcochos tendrían que esperar.

Una brisa calurosa se cernió sobre su piel cuando caminó hacia el exterior. Había hecho mucho calor en mayo; todos hablaban de eso. Era la clase de clima que parecía alegrar el humor, tan sorprendentemente agradable que uno no podía dejar de sonreír. Y de hecho, los invitados parecían estar muy felices; los zumbidos bajos de las conversaciones estaban sazonados con frecuentes ataques de risas.

Gregory echó una mirada alrededor, tanto para buscar los refrescos, como para buscar preferiblemente a su cuñada Kate, a quien según los buenos modales, debía saludar primero. Pero cuando sus ojos pasaron sobre la escena, en su lugar la vio…

A ella.

A ella.

Y lo sabía. Sabía que ella era la única. Estaba congelado, inmóvil. El aire no corría en su cuerpo; más bien parecía, escapar lentamente hasta no quedar nada, y se quedó allí, vacío, y ansioso por más.

No podía ver su cara, ni siquiera su perfil. Solo le veía la espalda, la impresionantemente perfecta curva de su cuello, un mechón de pelo rubio arremolinado en su hombro.

Y en todo lo que podía pensar, era: Estoy arruinado.

Para todas las mujeres, estaba arruinado. Esa intensidad, ese fuego, esa sensación tan aplastante de estar en lo correcto, nunca la había sentido.

Quizás era tonto. Quizás estaba loco. Probablemente ambas cosas. Pero había estado esperando. Por ese momento, tanto tiempo, lo había estado esperando. Y repentinamente todo se había vuelto tan claro, porque no se iba a unir a la milicia o al clero, o aceptar la oferta de su hermano de administrar una pequeña propiedad.

Había estado esperando. Era todo lo que había hecho. Infiernos, no había comprendido que no había hecho nada más que esperar por este momento.

Y allí estaba.

Ella estaba allí.

Y él lo sabía.

Lo sabía.

Se movió lentamente sobre el césped, olvidando a Kate y a la comida. Logró murmurar sus saludos a las personas que pasaron por su camino, mientras seguía avanzando. Tenía que alcanzarla. Tenía que ver su cara, respirar su olor, conocer el sonido de su voz.

Y entonces estaba allí, solo a unos metros de distancia. Estaba jadeante, intimidado, y de algún modo, logró ponerse frente a ella.

Estaba hablando con otra señorita, con suficiente animación para determinar que eran buenas amigas. Permaneció allí por un momento, solo mirándolas hasta que ellas se volvieron lentamente y comprendieron que él estaba allí.

Sonrió. Suavemente, solo un poco. Y dijo…

– ¿Cómo está?

Lucinda Abernathy, mejor conocida como, bueno, todo el mundo la conocía, como Lucy, sofocó un gemido cuando se volvió ante el caballero que se había acercado a ella, probablemente para hacerle ojos de ternero a Hermione, como lo hacían, bueno, todos aquellos que conocían a Hermione.

Era un riesgo profesional ser amiga de Hermione Watson. Ella coleccionaba corazones rotos, de la misma manera como el viejo vicario de Abbey coleccionaba mariposas.

La única diferencia, era, claro, que Hermione no pinchaba a su colección con desagradables agujas pequeñas. Siendo justos, Hermione no deseaba ganarse los corazones de los caballeros, pero con certeza nunca había querido romperle el corazón a ninguno de ellos. Eso solo… sucedía. Lucy estaba acostumbrada a eso. Hermione era Hermione, con el pelo rubio pálido como el color de la mantequilla, con la cara en forma de corazón, y un enorme par de ojos con el más sorprendente tono verde.

Lucy, por otro lado, era…bueno, no era Hermione, eso estaba bastante claro. Era simplemente ella misma, y la mayoría del tiempo, eso era suficiente.

Lucy era, en casi una forma visible, simplemente un poco menos que Hermione. Un poco menos rubia. Un poco menos delgada. Un poco menos alta. Sus ojos eran un poco menos vívidos en color, en realidad, eran azules grisáceos, muy atractivos cuando se comparaban con los de cualquier otra que no fuera Hermione, pero eso era muy difícil, ya que ella nunca iba a ningún lado sin Hermione.

Había llegado a esa estupenda conclusión un día, mientras no le prestaba la debida atención a sus lecciones de Composición y Literatura Inglesa en la escuela de la Srta. Moss, para Jóvenes Damas Excepcionales, donde ella y Hermione habían estudiado durante tres años.

Lucy era un poco menos. O quizás, si uno quisiera decirlo mejor, ella simplemente no era suficiente.

Era, suponía, razonablemente atractiva, en ese saludable y tradicional clase de rosa a la manera Inglesa, pero los hombres raramente (oh, más bien, nunca) se quedaban mudos en su presencia.

Hermione, sin embargo… bueno, era algo bueno que ella fuera una persona tan agradable. De lo contrario, habría sido imposible que fueran amigas.

Bueno, y que el hecho de que ella simplemente no pudiera bailar. Vals, contradanzas, minuetos, no importaba realmente. Si involucrara música y movimiento, Hermione no podía hacerlo.

Y eso era estupendo.

Lucy no se creía a sí misma una persona particularmente superficial, y habría insistido, si cualquiera le hubiese preguntado, en que voluntariamente se atravesaría delante de un carruaje por su más querida amiga, pero se sentía una clase de satisfacción imparcial en el hecho de que la muchacha más hermosa de Inglaterra tenía dos pies izquierdos, y que por lo menos uno de ellos era de palo.

Metafóricamente hablando.

Y ahora aquí estaba otro. Hombre, por supuesto, no pie. Guapo, también. Alto, aunque no demasiado, con un cálido cabello castaño y una sonrisa muy agradable. Y con un brillo en los ojos, de un color que no podía determinar en el borroso aire nocturno.

Sin mencionar que no podía ver sus ojos en realidad, porque él no la estaba mirándola a ella. Estaba mirando a Hermione, como lo hacían siempre todos los hombres.

Lucy sonrió educadamente, aunque no podía imaginar como podía él notarlo, y esperó a que se inclinara y se presentara a sí mismo.

Y entonces él hizo la cosa más asombrosa. Después de decir su nombre -debió haber sabido que era un Bridgerton con solo mirarlo- se inclinó y le besó su mano primero.

Lucy contuvo el aliento.

Luego, por supuesto, comprendió lo que él estaba haciendo.

Oh, era bueno. Era realmente bueno. Nada, pero nada haría que Hermione se fijara más rápidamente en un hombre, que ver que este le hacía un cumplido a Lucy.

Pero era muy malo para él, que el corazón de Hermione ya estuviera comprometido en otra parte.

Oh bueno. Sería muy divertido mirar toda la obra, por lo menos.

– Soy la Srta. Hermione Watson -estaba diciendo Hermione, y Lucy comprendió que las tácticas del Sr. Bridgerton eran doblemente diestras. Pues al besar la mano de Hermione en segundo lugar, podía demorarse más, y ella, realmente, sería la única que debía hacer las presentaciones.

Lucy estaba casi impresionada. Sin otra cosa más, eso lo marcaba ligeramente como más inteligente que la mayoría de los caballeros.

– Y esta es mi más querida amiga -continuó Hermione-. Lady Lucinda Abernathy.

Lo dijo de la manera en que siempre lo decía, con amor y devoción, y quizás con el toque más desnudo de desesperación, como si dijera: Por la gracia de los cielos, échale a Lucy una mirada, también.

Pero era claro que ellos nunca lo hacían. Excepto cuando querían un consejo sobre Hermione, y de cómo ganar su corazón. Cuando eso sucedía, Lucy era muy solicitada.

El Sr. Bridgerton -el Sr. Gregory Bridgerton, se corrigió Lucy mentalmente, porque allí había, hasta donde sabía, tres Señores Bridgertons en total, sin contar al vizconde, por supuesto- se volvió y la sorprendió con una brillante sonrisa y con ojos calurosos.

– Como le ha ido, Lady Lucinda -murmuró.

– Muy bien, gracias -y entonces, podría golpearse así misma porque realmente había tartamudeado la M muchísimo, pero por el amor de Dios, ellos nunca la miraban después de mirar a Hermione, nunca.

¿Será que él estaba interesado en ella?

No, imposible. Ellos nunca lo estaban.

Y en realidad, ¿eso que importaba? Por supuesto que sería algo muy bueno, que un hombre se enamorara loca y apasionadamente de ella esta vez. Realmente, no se molestaría por ese tipo de atenciones. Pero la verdad era, que Lucy prácticamente estaba comprometida con Lord Haselby y eso había sido así durante años y años, así que sería inútil tener a un admirador loco por ella. No era como si pudieran llegar a algo concreto.

Y además, seguramente Hermione no era culpable de haber nacido con la cara de un ángel.

Así que Hermione era la sirena, y Lucy era la amiga fiel, y de esa forma todo el mundo andaba bien. Y si no iba bien, por lo menos era bastante predecible.

– ¿Podemos contarlo a usted como uno de nuestros anfitriones? -preguntó Lucy finalmente, ya que nadie había dicho nada desde que habían terminado con el protocolo-. Es un placer conocerlo.

– Me temo que no -replicó el Sr. Bridgerton-. Aunque me gustaría mucho tomar algo de crédito en las festividades, yo tengo mi residencia en Londres.

– Es usted muy afortunado de tener a Aubrey Hall para su familia -dijo Hermione educadamente-. Aunque sea propiedad de su hermano.

Y allí fue cuando Lucy lo supo. El Sr. Bridgerton estaba encaprichado con Hermione. Que se olvidara que había besado su mano primero, o que la había mirado realmente cuando había dicho algo, lo cual la mayoría de los hombres nunca se molestaban en hacer. Uno solo tenía que ver la forma en la que él miraba a Hermione cuando le hablaba, para darse cuenta, que ahora era uno más de su legión de admiradores.

Sus ojos tenían esa expresión ligeramente empañada. Los labios separados. Y lucía tan concentrado, como si quisiera tomar a Hermione, salir corriendo con ella a cuestas, para mandar a la gente y a los modales al demonio.

En oposición a la forma en que la miraba a ella, que podía catalogarse fácilmente como desinteresadamente cortés. O quizás era una mirada del tipo: ¿Por qué estás atravesada en mi camino, impidiéndome así, tomar a Hermione en mis brazos y correr colina abajo con ella, para mandar a la gente y a los buenos modales al demonio?

Eso no era exactamente decepcionante. No… era… no-decepcionante.

Debía haber una palabra para eso. En realidad, tenía que haberla.

– ¿Lucy? ¿Lucy?

Lucy comprendió con un poco de vergüenza que no le había prestado la debida atención a la conversación. Hermione la miraba con curiosidad, tenía la cabeza inclinada de esa manera tan suya, que los hombres siempre parecían encontrar tan agradable. Lucy había tratado de imitarla una vez. Y eso la había mareado.

– ¿Sí? -murmuró, ya que algún tipo de expresión verbal parecía ser necesaria.

– El Sr. Bridgerton me ha pedido un baile -dijo Hermione-, pero le he dicho que yo no puedo.

Hermione siempre fingía que tenía los tobillos torcidos o que tenía un resfriado para mantenerse fuera de la pista de baile. Lo cual también era muy bueno y excelente, pero ella siempre le pasaba a todos sus admiradores a Lucy. Lo cual había sido muy bueno y excelente al principio, pero se había convertido en algo tan común que Lucy había empezado a sospechar que ahora los caballeros pensaban, que eran dirigidos hacia ella por lastima, lo cual no podía haber estado más lejos de la verdad.

Lucy era, si lo decía de sí misma, una muy buena bailarina. Y también una excelente conversadora.

– Sería un placer bailar con Lady Lucinda -dijo el Sr. Bridgerton, porque, en realidad, ¿qué más podía decir?

Lucy sonrió, no completamente cordial, pero sin embargo era una sonrisa, y le permitió conducirla hacia el patio.

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