En el que la hermana de nuestro héroe hace los arreglos pertinentes.
Era el cielo.
Olvida a los ángeles, olvida a San Pedro y los clavicordios relucientes. El cielo era un baile en los brazos del verdadero amor de uno. Y cuando el uno en cuestión le faltaba solo una semana para casarse con alguien más en todo sentido, el uno previamente mencionado debía agarrar el cielo fuertemente con ambas manos.
Metafóricamente hablando.
Lucy sonreía abiertamente mientras se meneaba y se giraba. Ahora se lo imaginaba. ¿Qué diría la gente si se adelantaba y lo agarraba con ambas manos?
Para nunca soltarlo.
La mayoría diría que estaba loca. Algunos dirían que estaba enamorada. Un astuto podría decir que ambas cosas.
– ¿En qué está pensando? -preguntó Gregory. La estaba mirando… de una forma diferente.
Se dio la vuelta, dio un paso atrás. Se sentía atrevida, casi mágica.
– ¿Le importaría si no lo sabe?
Él caminó alrededor de la dama que estaba a su izquierda y volvió a su lugar.
– Me importaría -le contestó, sonriéndole como un lobo.
Pero ella apenas sonrió y agitó la cabeza. En ese momento quería pretender que era alguien más. Alguien un poco menos convencional. Alguien un tanto más impulsiva.
No quería ser la misma Lucy de siempre. No esta noche. Estaba harta de la planificación, harta de nunca hacer algo sin pensar primero en cada posibilidad y consecuencia.
Si hago esto, entonces pasará eso, pero si hago eso, entonces esto, esto, y lo otro pasará, que dará como resultado algo completamente diferente, lo que podría significar que…
Eso era suficiente para aturdir a una mujer. Era suficiente para hacerla sentir paralizada, incapaz de tomar las riendas de su propia vida.
Pero no esta noche. Esta noche, por alguna razón, o por algún milagro asombroso llamado la Duquesa de Hastings -o quizás por la viuda aristocrática Lady Bridgerton, Lucy no estaba segura- estaba vestida con la más exquisita seda verde, asistiendo al baile más glamoroso que hubiera podido imaginar en su vida.
Y estaba bailando con el hombre que estaba muy segura, amaría hasta el fin de sus días.
– Se ve diferente -dijo él.
– Me siento diferente. -Tocó su mano mientras cambiaban lugares el uno con el otro. Sus dedos agarraron los de ella, cuando en realidad, simplemente debían haberlos rozado. Ella levantó la mirada hacia él y se dio cuenta que la estaba mirando fijamente. Sus ojos eran calurosos e intensos y las estaba mirando de la misma manera…
Dios Santo, la estaba mirando de la misma manera en la que había mirado a Hermione.
Su cuerpo comenzó a estremecerse. Lo sentía en las puntas de sus pies, en lugares que no se atrevía a contemplar.
Cambiaron de lugares nuevamente, pero esta vez él se inclinó, quizás un poco más de lo que debía y dijo:
– Yo también me siento diferente.
Su cabeza dio un giro rápido, pero él ya se había dado la vuelta y su espalda estaba frente a ella. ¿Cómo es que era diferente? ¿Por qué? ¿Qué quería decir con eso?
Dio la vuelta alrededor del caballero que estaba a su izquierda, y luego se movió al lado de Gregory.
– ¿Está contenta de haber asistido esta noche? -murmuró él.
Ella asintió con la cabeza, ya que se había movido muy lejos, y no podía responderle sin gritar.
Pero entonces se juntaron nuevamente, y él susurró:
– Yo también.
Regresaron a sus lugares iniciales y permanecieron quietos mientras una pareja diferente empezaba el proceso. Lucy levantó la mirada. Hacia él. Hacia sus ojos.
Ellos nunca se apartaron de su rostro.
E incluso en la parpadeante luz de la noche -de los centenares de velas y antorchas que iluminaban el salón de baile- podía ver su brillo. La forma en que la miraba- era caliente, posesiva y orgullosa.
Eso la hizo estremecer.
La hizo dudar de su habilidad de estar en pie.
Cuando la música terminó, Lucy comprendió que había algunas cosas que de verdad debían ser inculcadas, porque estaba reverenciando, sonriéndole y asintiendo hacia la mujer que estaba a su lado, como si su vida entera no se hubiera alterado en el transcurso del baile anterior.
Gregory tomó su mano y la llevó al extremo del salón de baile, de regreso a donde las chaperonas esperaban, mirando a sus encargos sobre los márgenes de sus vasos de limonada. Pero antes de que llegaran a su destino, él se inclinó y le susurró en la oreja:
– Necesito hablar contigo.
Sus ojos volaron a los suyos.
– En privado -agregó él.
Ella sintió como ralentizaba su paso, probablemente para que les quedara más tiempo para hablar antes de que fuera devuelta al cuidado de su tía Harriet.
– ¿Sobre qué? -preguntó ella-. ¿Pasa algo malo?
Él agitó la cabeza.
– Ya no.
Y se permitió tener esperanza. Simplemente un poco, porque no podía soportar reflexionar lo angustioso que sería si estaba equivocada, pero quizás… quizás él la amaba. Quizás deseaba casarse con ella. Solo faltaba menos de una semana para su boda, pero todavía no había dicho sus votos.
Buscó pistas al examinar la cara de Gregory, buscó respuestas. Pero cuando trató de sacarle más información, él solo agitó la cabeza y susurró:
– En la biblioteca. Está a dos puertas del servicio de las damas. Encuéntrate conmigo allí, en treinta minutos.
– ¿Estás loco?
Él sonrió.
– Solo un poco.
– Gregory, yo…
Él miró fijamente sus ojos, y eso le impuso silencio. La manera en que estaba mirándola…
Le quitó el aliento.
– No puedo -susurró ella, porque no importaba lo que sentían el uno por el otro, aún seguía comprometida con otro hombre. Y aún cuando no lo estuviera, tal conducta solo los llevaría a un escándalo-. No puedo estar sola contigo. Lo sabes.
– Debes hacerlo.
Ella intentó negar con la cabeza, pero no pudo hacer ese movimiento.
– Lucy -dijo él-, debes hacerlo.
Ella asintió con la cabeza. Probablemente era el error más grande que podía cometer, pero no podía decirle que no.
– Sra. Abernathy -dijo Gregory, su voz sonaba demasiado fuerte mientras saludaba a la tía Harriet-. Traigo de vuelta a Lady Lucinda a su cuidado.
La tía Harriet asintió, aunque Lucy sospechaba que no tenía ni idea de lo que Gregory había dicho, ella se volvió hacia Lucy y le gritó:
– ¡Voy a sentarme!
Gregory se rió entre dientes y dijo:
– Debo bailar con otras damas.
– Claro -contestó Lucy, aunque sabía muy bien que no era conocedora de las muchas complejidades involucradas en la fijación de una reunión ilícita-. Veo a alguien que conozco -mintió, y para su gran alivio, en realidad si vio a alguien que conocía- un conocido de la escuela. No era un buen amigo, pero aún así, era una cara lo suficientemente familiar como para ofrecerle sus saludos.
Pero antes de que Lucy pudiera flexionar su pie, escuchó una voz femenina convocando el nombre de Gregory.
Lucy no podía ver quien era, pero sí podía ver a Gregory. Él había cerrado los ojos y parecía muy dolido.
– ¡Gregory!
La voz se había acercado, y por eso Lucy se volvió hacia ella para ver a una mujer joven que solo podía ser una de las hermanas de Gregory. Probablemente era la menor, ya que estaba notablemente bien conservada.
– Esta debe ser Lady Lucinda -dijo la mujer. Lucy notó que su cabello, era del mismo color del de Gregory -un rico y caluroso alazán. Pero sus ojos eran azules, afilados y agudos.
– Lady Lucinda -dijo Gregory, sonando como un hombre con una tarea muy difícil -. Permítame presentarle a mi hermana, Lady St. Clair.
– Hyacinth -dijo ella firmemente-. Debemos olvidarnos de las formalidades. Estoy segura que seremos grandes amigas. Ahora, debe hablarme sobre usted. Y después desearía escuchar sobre la fiesta de Anthony y Kate el mes pasado. Me hubiera gustado ir, pero tenía un compromiso previo. Escuché que fue inmensamente entretenida.
Sobresaltada por el torbellino humano que estaba frente a ella, Lucy miró a Gregory para pedirle un concejo, pero él se encogió de hombros y dijo:
– Esta es a la que estoy aficionado a torturar.
Hyacinth se volvió hacia él.
– ¿Discúlpame?
Gregory hizo una reverencia.
– Debo irme.
Y entonces Hyacinth Bridgerton t. Clair, hizo la cosa más extraña. Entrecerró los ojos, y miró a su hermano, luego a Lucy y lo volvió a hacer otra vez. Luego otra vez. Y después una vez más. Y entonces dijo:
– Ustedes necesitan mi ayuda.
– Hy… -empezó Gregory.
– La necesitan -lo interrumpió-. Ustedes tienen planes. No traten de negarlo.
Lucy no podía creer que Hyacinth hubiera deducido todo eso solo con una reverencia y un Debo irme. Abrió la boca para hacerle una pregunta, pero todo lo que dijo fue:
– ¿Como…? -Antes de que Gregory la interrumpiera con una mirada de advertencia.
– Sé que escondes algo bajo la manga -le dijo Hyacinth a Gregory-. De lo contrario no hubieras llegado a tales alturas para asegurar su asistencia esta noche.
– Él solo estaba siendo amable -intentó decir Lucy.
– No sea tonta -dijo Hyacinth, dándole una palmadita tranquilizadora en el brazo-. Él nunca haría eso.
– Eso no es verdad -protestó Lucy. Gregory podía parecerse un poco a un demonio, pero su corazón era bueno y confiable, y no apoyaría a nadie que dijera -incluso a su hermana- lo contrario.
Hyacinth la miró con una sonrisa encantada.
– Me caes bien -dijo ella lentamente, como si estuviera decidiendo que decir-. Estás equivocada, por supuesto, pero me caes bien, de todas maneras. -Se volvió hacia su hermano-. Ella me cae bien.
– Sí, ya lo has repetido muchas veces.
– Y tú necesitas mi ayuda.
Lucy observó como el hermano y la hermana intercambiaban una mirada que no podía empezar a entender.
– Necesitarás mi ayuda -dijo Hyacinth suavemente-. Esta noche, y después, también.
Gregory miró intensamente a su hermana y dijo, con una voz tan queda, que Lucy tuvo que inclinarse hacia delante para escucharlo:
– Necesito hablar a solas con Lady Lucinda.
Hyacinth sonrió. Solo un poco.
– Puedo encargarme de eso.
Lucy tenía el presentimiento de que podía hacer algo.
– ¿Cuándo? -preguntó Hyacinth.
– Cuando se presente la oportunidad -contestó Gregory.
Hyacinth echó un vistazo alrededor del cuarto, Lucy apostaba su propia vida, a que no podía imaginar que clase de información estaba acumulando, que pudiera ser utilizada posiblemente para tomar una decisión sobre el asunto que tenían entre manos.
– En una hora -anunció ella, con toda la precisión de un general militar-. Gregory, márchate y has cualquier cosa que acostumbres a hacer en este tipo de asuntos. Baila. Ve a buscar limonada. Ve con esa muchacha Wilthford, que sus padres han estado tratando de colgarte durante meses.
– Y tú -continuó Hyacinth, volviéndose hacia Lucy con un destello de autoridad en su mirada-. Te quedarás conmigo. Te presentaré a todos los que necesitas conocer.
– ¿Y a quien necesito conocer? -preguntó Lucy.
– Todavía no estoy segura. En realidad eso no importa.
Lucy solo podía mirarla fijamente atemorizada.
– En precisamente cincuenta y cinco minutos -dijo Hyacinth-. Lady Lucinda arruinará su vestido.
– ¿Lo haré?
– Lo hará -contestó Hyacinth-. Soy buena en esa clase de cosas.
– ¿Vas a arruinar su vestido? -preguntó Gregory dudosamente-. ¿Aquí en el salón de baile?
– No te preocupes por los detalles -dijo Hyacinth, haciendo un gesto despectivo con la mano hacia él-. Solo ve y haz tu parte, y encuéntrate con ella en el vestidor de Daphne en una hora.
– ¿En la alcoba de la duquesa? -ladró Lucy. Posiblemente no podría hacer eso.
– Ella es Daphne para nosotros -dijo Hyacinth-. Ahora, vamos, vete de aquí.
Lucy apenas la miró fijamente y parpadeó. ¿Acaso no debía quedarse al lado de Hyacinth?
– Eso es para él -dijo Hyacinth.
Y entonces Gregory hizo la cosa más sorprendente. Tomó la mano de Lucy. Allí, en mitad del salón de baile donde todo el mundo podía darse cuenta, tomó su mano y la besó.
– Te dejo en buenas manos -le dijo a ella, dando un paso atrás con una reverencia cortés. Le ofreció a su hermana una mirada de advertencia antes de agregar-: Esto es tan difícil como creer.
Se marchó, probablemente para hablar con alguna pobre mujer confiada, quien no tenía idea que no era más que un inocente peón en el plan maestro de su hermana.
Lucy volvió su mirada hacia Hyacinth, un poco agotada por todo el encuentro. Hyacinth le estaba sonriendo.
– Bien hecho -dijo, aunque a Lucy le sonó como si estuviera felicitándose-. Ahora -continuó-, ¿por qué mi hermano necesita hablar con usted? Y no me diga que no tiene ni idea, porque no le creeré.
Lucy reflexionó sobre la sabiduría de varias respuestas y finalmente eligió:
– No tengo ni idea -lo que no era precisamente cierto, pero no iba a divulgarle sus más secretas esperanzas y sueños a una mujer, que había conocido solo minutos antes, no importaba de quien fuera hermana.
Y eso la hizo sentir como si hubiera ganado el punto.
– ¿De verdad? -Hyacinth la miraba con sospecha.
– De verdad.
Hyacinth estaba claramente escéptica.
– Bueno, por lo menos, es inteligente. Le concederé eso.
Lucy decidió que no iba a quedarse sumisa.
– Sabe -dijo-, pensé que yo era la persona más organizada y eficiente que conocía, pero pienso que usted es mucho peor.
Hyacinth se rió.
– Oh, no soy organizada en absoluto. Pero lo estoy intentando. Creo que nos llevaremos muy bien. -Envolvió su brazo en el de Lucy-. Como hermanas.
Una hora después, Lucy había comprendido tres cosas sobre Hyacinth, Lady St. Clair.
Primero, conocía a todo el mundo. Y sabía todo sobre todo el mundo.
Segundo, era un tesoro de información sobre su hermano. Lucy no había necesitado hacer ninguna pregunta, pero cuando salieron del salón de baile, ya sabía el color favorito de Gregory (azul) y la comida (el queso, de cualquier clase), y que cuando era niño había hablado con un ceceo.
Lucy también había aprendido a que nunca debía cometer el error de infravalorar a la hermana menor de Gregory. No solo había roto el vestido de Lucy, sino que también había logrado con el suficiente don y destreza, que cuatro personas fueran conscientes de la desgracia (y la necesidad de repararla). Y le había hecho todo el daño al dobladillo, para preservar convenientemente, la modestia de Lucy.
Era realmente impresionante.
– He hecho esto antes -le confió Hyacinth cuando la guió para salir del salón de baile.
Lucy no estaba sorprendida.
– Es un talento útil -agregó Hyacinth, sonando excesivamente seria-. Aquí, por este camino.
Lucy la siguió por una escalera trasera.
– Hay muchas excusas disponibles para una mujer que desea escaparse de un acto social -continuó Hyacinth, desplegando un notable talento para pegarse en el tema elegido como la goma-. Nos toca dominar todas las armas que tenemos en nuestro arsenal.
Lucy estaba empezando a creer que había llevado una vida muy protegida.
– Ah, aquí estamos -Hyacinth empujó la puerta para abrirla. Se asomó adentro-. Él todavía no está aquí. Bien. Eso me dará tiempo.
– ¿Para qué?
– Para remendar tu vestido. Confieso que olvidé un detalle cuando formulé mi plan. Pero sé donde Daphne guarda las agujas.
Lucy la observó mientras caminaba hacia un tocador y abría un cajón.
– Justo donde pensé que estaban -dijo Hyacinth con una sonrisa triunfante-. Me encanta cuando tengo razón. Eso hace que la vida sea más conveniente, ¿no te parece?
Lucy asintió, pero en su mente estaba su propia pregunta.
– ¿Por qué estás ayudándome?
Hyacinth la miró como si fuera una tonta.
– Tú no puedes regresar con ese vestido roto. No después de que dijimos que nos íbamos a marchar, para remendarlo.
– No, no hablo de eso.
– Oh. -Hyacinth levantó una aguja y la miró pensativamente-. Esto funcionará. ¿Qué color de hilo debo utilizar?
– Blanco, y no has contestado mi pregunta.
Hyacinth arrancó un pedazo de hilo de la bobina y lo resbaló a través del ojo de la aguja.
– Me caes bien -dijo-. Y amo a mi hermano.
– Sabes que estoy comprometida para casarme -dijo Lucy con voz queda.
– Lo sé. -Hyacinth se arrodilló a los pies de Lucy, y con puntadas rápidas y descuidadas empezó a coser.
– En una semana. Menos de una semana.
– Lo sé. Fui invitada.
– Oh. -Lucy supuso que debió haberlo sabido-. Erm, ¿planea asistir?
Hyacinth levantó la mirada hacia ella.
– ¿Y tú?
Los labios de Lucy se separaron. Hasta ese momento, la idea de no casarse con Haselby era algo vaga e improbable, era un sentimiento del tipo oh-como-deseo-no-tener-que-casarme-con-él. Pero ahora, con Hyacinth mirándola tan cuidadosamente, eso empezó a sentirse un poco más firme. Todavía era imposible, claro, o por lo menos…
Bueno, quizás…
Quizás no era tan imposible. Quizás solo completamente imposible.
– Los papeles ya están firmados -dijo Lucy.
Hyacinth regresó a su costura.
– ¿Lo están?
– Mi tío lo escogió a él -dijo Lucy, preguntándose a quien estaba intentando convencer-. Ha sido arreglado hace mucho tiempo.
– Mmmm.
¿Mmmm? ¿Qué demonios significaba eso?
– Y él no me ha… Y tu hermano no me ha… -Lucy luchó con las palabras, mortificada de que estaba descargándose con una extraña, con la propia hermana de Gregory, por el amor de Dios. Pero Hyacinth no estaba diciendo nada; simplemente estaba sentada allí, con los ojos enfocados en la aguja que entraba y salía del dobladillo de Lucy. Y si Hyacinth no decía nada, entonces Lucy tenía que hacerlo. Porque… porque…
Bien, porque sí.
– Él no me ha hecho ninguna promesa -dijo Lucy, con la voz prácticamente agitada-. No me ha declarado sus intenciones.
Ante eso, Hyacinth levantó la mirada. Echó un vistazo alrededor del cuarto, como si dijera, Míranos, remendando tu vestido en la alcoba de la Duquesa de Hastings. Y murmuró:
– ¿No lo ha hecho?
Lucy cerró los ojos en agonía. Ella no era como Hyacinth St. Clair. Uno solo necesitaba un cuarto de hora en su compañía para saber que podría atreverse a todo, tomar cualquier oportunidad para asegurar su propia felicidad. Desafiaría el convencionalismo, se pondría de pie ante la más áspera de las críticas, y seguiría completamente intacta, en cuerpo y alma.
Lucy no era tan fuerte. No estaba gobernada por las pasiones. Su musa siempre había sido el buen sentido. El pragmatismo.
¿No había sido ella la que le había dicho a Hermione que tenía que casarse con un hombre al que sus padres pudieran aprobar?
¿Acaso no le había dicho a Gregory que no quería un amor violento y abrumador? ¿Qué simplemente no era de esa clase de mujer?
No era de esa clase de personas. No lo era. Cuando su institutriz había hecho dibujos con líneas para que ella los rellenara, siempre había coloreado entre las líneas.
– No creo que pueda hacerlo -susurró Lucy.
Hyacinth sostuvo su mirada por un momento agónicamente largo antes de regresar a su costura.
– Te he juzgado mal -dijo ella suavemente.
Eso golpeó a Lucy como una palmada en el rostro.
– ¿Qu… qu…?
¿Qué dices?
Pero los labios de Lucy no podían formar las palabras. No deseaba escuchar su respuesta. Y Hyacinth volvió a ser la misma rápidamente, porque levantó la mirada con una expresión de irritación cuando le dijo:
– No te muevas tanto.
– Lo siento -masculló Lucy. Y pensó: Lo he dicho de nuevo. Soy tan predecible, tan absolutamente convencional y falta de imaginación.
– Todavía te estás moviendo.
– Oh. -Dios santo, ¿Cómo es que no podía hacer nada bien esa noche?-. Lo siento.
Hyacinth la pinchó con la aguja.
– Todavía te estás moviendo.
– ¡No lo estoy! -Lucy casi gritó.
Hyacinth sonrió para sí misma.
– Eso está mejor.
Lucy bajó la mirada y frunció el ceño.
– ¿Estoy sangrando?
– Sí, lo estás -dijo Hyacinth, mientras se levantaba-. Y nadie más tiene la culpa sino tú.
– ¿Discúlpame?
Pero Hyacinth ya estaba en pie, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
– Allí -anunció, haciendo señas hacia su manualidad-. Seguramente no está como nuevo, pero pasará cualquier inspección esta noche.
Lucy se arrodilló para inspeccionar su dobladillo. Hyacinth había sido muy generosa en su auto alabanza. La costura era un desastre.
– Nunca he sido buena con la aguja -dijo Hyacinth con un indiferente encogimiento de hombros.
Lucy se incorporó, luchando contra el impulso de arrancar las puntadas y arreglarlas.
– Me lo podrías haber dicho antes -murmuró.
Los labios de Hyacinth se curvaron en una sonrisa lenta y maliciosa.
– Vaya, vaya -dijo-. Que espinosa te has puesto de repente.
Lucy la sorprendió al decirle:
– Me has hecho daño.
– Posiblemente -contestó Hyacinth, sonando como si no le importara de una manera u otra. Miró hacia la puerta con una expresión inquisidora-. Él debería estar aquí ahora.
El corazón de Lucy latió extrañamente en su pecho.
– ¿Todavía planeas ayudarme? -susurró.
Hyacinth se dio la vuelta.
– Espero -contestó, encontrándose con los ojos de Lucy con una tranquila evaluación-, que seas tú quien se juzgue mal.
Gregory llegó diez minutos después de lo que habían acordado. No pudo evitarlo; una vez había bailado con una joven dama, se había puesto claro que debía repetirle el favor a otra media docena. Y aunque era difícil mantener su atención en las conversaciones tenía que comportarse, sin preocuparse por el retraso. Eso significaba que Lucy y Hyacinth habían salido antes de que él saliera por la puerta. Pensó en encontrar la manera de convertir a Lucy en su esposa, pero no había necesidad de ir en busca de un escándalo.
Caminó hacia la alcoba de su hermana; había pasado incontables horas en Hasting House y sabía hacia donde se estaba dirigiendo. Cuando alcanzó su destino, entró sin golpear, las bisagras bien engrasadas de la puerta le permitieron entrar sin hacer ruido.
– Gregory.
Se escuchó primero la voz de Hyacinth. Ella estaba de pie al lado de Lucy, quien lucía…
Herida.
¿Qué le había hecho Hyacinth?
– ¿Lucy? -le preguntó, apresurándose hacia ella-. ¿Sucede algo?
Lucy negó con la cabeza.
– No es nada de importancia.
Él se volvió hacia su hermana con ojos acusadores.
Hyacinth se encogió de hombros.
– Estaré en el otro cuarto.
– ¿Escuchando en la puerta?
– Esperaré en el escritorio de Daphne -dijo ella-. Está a medio camino, del otro lado del cuarto, y antes de que hagas alguna objeción, no puedo ir más lejos. Si alguien llega, necesitarás de mi presencia inmediata para que todo sea respetable.
Su punto era válido, pero aunque Gregory estaba renuente a admitirlo, le ofreció una pequeña inclinación de asentimiento, la observó mientras salía del cuarto, y esperó por el clic del pestillo de la puerta antes de hablar.
– ¿Te dijo algo cruel? -le preguntó a Lucy-. Ella puede ser vergonzosamente indiscreta, pero su corazón está normalmente del lado correcto.
Lucy negó con la cabeza.
– No -dijo suavemente-. Creo que dijo exactamente lo correcto.
– ¿Lucy? -la miró inquisidoramente.
Sus ojos, que habían parecido antes tan nublados, ahora parecían enfocarse.
– ¿Qué tienes que decirme? -dijo ella.
– Lucy -dijo, preguntándose cual era la mejor forma de afrontar esto. Había estado ensayando los discursos en su mente todo el tiempo, mientras bailaba en el piso inferior, pero ahora que estaba aquí, no sabía qué decir.
O más bien, sí. Pero no sabía el orden, no sabía el tono. ¿Le iba a decir que la amaba? ¿Iba a desnudarle su corazón a una mujer que pensaba casarse con otro? ¿O quizás optaría por la ruta más segura y le explicaría la razón por la cual ella no podía casarse con Haselby?
Un mes atrás, la opción habría sido obvia. Era un romántico, aficionado a los grandes gestos. Le habría declarado su amor, seguro de una feliz recepción. Le habría tomado la mano. Se hubiera arrodillado.
La habría besado.
Pero ahora…
Ya no estaba tan seguro. Confiaba en Lucy, pero no confiaba en el destino.
– No puedes casarte con Haselby -dijo
Sus ojos se abrieron de par en par.
– ¿Qué quieres decir?
– No puedes casarte con él -contestó, evadiendo su pregunta-. Será un desastre. Será… debes confiar en mí. No debes casarte con él.
Ella agitó la cabeza.
– ¿Por qué me estás diciendo esto?
Porque te quiero para mí.
– Porque… porque… -luchó con las palabras-. Porque te has convertido en mi amiga. Y deseo tu felicidad. Él no será un buen esposo para ti, Lucy.
– ¿Por qué no? -su voz era baja, vacía, y dolorosamente contraria a lo que ella era.
– Él -Dios santo, ¿Cómo iba a decírselo? ¿Acaso entendería lo que le quería decir?-. El no… -tragó saliva. Tenía que haber una forma más suave para decirlo-. Él no… algunas personas…
La miró. Su labio inferior estaba temblando.
– Él prefiere a los hombres -dijo, soltando las palabras tan rápidamente como era capaz-. Que a las mujeres. Algunos hombres son así.
Y esperó. Por un buen rato, ella no reaccionó, solo se quedó allí como una estatua trágica. De vez en cuando pestañeaba, pero aparte de eso, nada. Hasta que finalmente dijo:
– ¿Por qué?
¿Por qué? No la entendía.
– ¿Por qué él es…?
– No -dijo ella enérgicamente-. ¿Por qué me lo dijiste? ¿Por qué tuviste que decírmelo?
– Te lo he dicho…
– No, no lo hiciste para ser amable. ¿Por qué me lo dijiste? ¿Solo para ser cruel? ¿Para hacerme sentir de la misma forma en la que te sientes, porque Hermione se casó con mi hermano y no contigo?
– ¡No! -la palabra explotó fuera de él, y la agarró, envolviendo las manos alrededor de sus antebrazos-. No, Lucy -dijo, de nuevo-. Nunca haría eso. Solo quiero que seas feliz. Yo quiero…
A ella. La quería a ella, y no sabía como decirlo. No en ese momento, no cuando estaba mirándolo como si él le hubiera roto el corazón.
– Hubiera podido ser feliz con él -susurró ella.
– No. No, no hubieras podido. No entiendes, él…
– Si, hubiera podido -gritó ella-. Quizás nunca lo hubiera amado, pero hubiera podido ser feliz. Era lo que yo esperaba. Entiendes, para eso fui preparada. Y tú… tú… -se apartó, volviéndose hasta que él no pudo verle más su rostro-. Lo arruinaste.
– ¿Cómo?
Ella levantó los ojos hacia los suyos, y la mirada en ellos era tan severa, tan profunda, que le quitó el aliento. Y dijo:
– Porque me hiciste quererte en su lugar.
Su corazón se cerró de golpe en su pecho.
– Lucy -dijo, porque no podía decir nada más-. Lucy.
– No se que hacer -confesó ella.
– Bésame. -Tomó la cara de ella entre sus manos-. Solo bésame.
Esta vez, cuando la besó, fue diferente. Ella era la misma mujer entre sus brazos, pero él no era el mismo hombre. Su necesidad por ella era más profunda, más elemental.
La amaba.
La besó con todo lo que tenía, con cada respiración, con cada latido de su corazón. Sus labios encontraron su mejilla, su frente, sus orejas, y todo el tiempo, susurraba su nombre como una oración…
Lucy… Lucy… Lucy.
La quería. La necesitaba.
La necesitaba como el aire.
Como la comida.
Como el agua.
Su boca se desplazó a su cuello, luego bajó hacia el borde del encaje de su corpiño. Su piel ardía debajo de él, y cuando sus dedos deslizaron el vestido de uno de sus hombros, ella jadeó…
Pero no lo detuvo.
– Gregory -susurró, sus dedos se enterraron en su cabello mientras los labios de él se movían a lo largo de su clavícula-. Gregory, oh Dios m… Gregory.
Su mano se movió reverentemente sobre la curva de su hombro. Su piel brillaba pálida y suave bajo la luz de la vela, y fue golpeado por un intenso sentido de posesión. De orgullo.
Ningún hombre la había visto así, y rezó para que ningún otro hombre lo hiciera alguna vez.
– No puedes casarte con él, Lucy -susurró urgentemente, sus palabras eran calientes contra su piel.
– Gregory, no -gimió ella.
– No puedes. -Porque sabía que no podía permitir que eso continuara así, se enderezó, presionando un último beso contra sus labios antes de dar un paso atrás, forzándola a que lo mirara a los ojos.
– No puedes casarte con él -dijo de nuevo.
– Gregory, que puedo…
Él le agarró los brazos. Fuertemente. Y le dijo:
– Te amo.
Sus labios se abrieron. Ella no podía hablar.
– Te amo -dijo otra vez.
Lucy tenía la sospecha -tenía la esperanza- pero realmente no se había permitido creer en ella. Cuando finalmente encontró sus propias palabras, dijo:
– ¿De verdad?
Él sonrió, y luego se rió, y después descansó su frente en la suya.
– Con todo mi corazón -le prometió-. Es solo que no me había dado cuenta. Soy un tonto. Un ciego. Un…
– No -lo interrumpió, mientras agitaba la cabeza-. No te lastimes. Nadie me nota cuando Hermione está cerca.
Sus dedos la apretaron más fuerte.
– Ella no te llega ni a los pies.
Un sentimiento caluroso empezó a extenderse a través de sus huesos. No era deseo, ni pasión, era simplemente pura felicidad.
– Estás hablando en serio -susurró ella.
– Lo suficiente para mover cielo y tierra para asegurarme de que no lleves a cabo tu boda con Haselby.
Ella empalideció.
– ¿Lucy?
No. Podía hacerlo. Debía hacerlo. Era casi cómico, en realidad. Había pasado tres años diciéndole a Hermione que tenía que ser práctica, obedecer las reglas. Se había mofado cuando Hermione le había hablado del amor, de la pasión, y de escuchar música. Y ahora…
Tomó una profunda y fortificante respiración. Y ahora iba a romper su compromiso.
El que se había arreglado hace años.
Con el hijo de un conde.
Cinco días antes de la boda.
Santísimo Dios, el escándalo.
Dio un paso atrás, levantando la barbilla para poder observar la cara de Gregory. Sus ojos la estaban mirando con todo el amor que ella sentía.
– Te amo -susurró ella, porque no se lo había dicho aún-. Yo también te amo.
Por primera vez iba a dejar de pensar en todos los demás. No iba a tomar lo que se le daba y hacer lo mejor con eso. Iba a alcanzar su propia felicidad, hacer su propio destino.
No iba a hacer lo que esperaban de ella.
Iba a hacer lo que ella quería.
Era el momento.
Apretó las manos de Gregory. Y sonrió. Esto no era algo tentativo, sino amplio y seguro, lleno de esperanzas, lleno de sueños -y el conocimiento de que ella podía lograrlos todos.
Sería difícil. Sería aterrador.
Pero valía la pena.
– Hablaré con mi tío -dijo, las palabras eran firmes y seguras-. Mañana.
Gregory tiró de ella y la puso contra él para darle un último beso, rápido, apasionado y lleno de promesas.
– ¿Puedo acompañarte? -preguntó-. ¿Puedo visitarlo para informarlo de mis intenciones?
La nueva Lucy, la atrevida y audaz Lucy, le preguntó:
– ¿Y cuales son tus intenciones?
Los ojos de Gregory se abrieron de par en par con la sorpresa, luego con aprobación y después tomó sus manos entre las suyas.
Ella sabía lo que él estaba haciendo antes de verlo con sus propios ojos. Sus manos parecían deslizarse a lo largo de su cuerpo mientras descendía…
Hasta que hincó una rodilla, mirándola como si no hubiera una mujer más hermosa en todo la creación.
– Lady Lucinda Abernathy -dijo, su voz era ferviente y segura-. ¿Me concedería el gran honor de convertirse en mi esposa?
Ella intentó hablar. Intentó asentir con la cabeza.
– Cásate conmigo, Lucy -dijo-. Cásate conmigo.
Y esa vez, ella lo hizo:
– Sí. -Dijo-. ¡Sí! ¡Oh, sí!
– Te haré feliz -dijo él, incorporándose para abrazarla-. Te lo prometo.
– No hay ninguna necesidad de que me lo prometas. -Agitó la cabeza, sofocando las lágrimas-. No hay manera de que no puedas hacerlo.
Él abrió la boca, probablemente para decirle algo más, pero se detuvo cuando escuchó un golpe en la puerta, suave pero rápido.
Hyacinth.
– Ve -dijo Gregory-. Deja que Hyacinth te lleve de vuelta al salón de baile. Yo iré después.
Lucy asintió, acomodando su vestido hasta que puso todo en su lugar.
– Mi cabello -susurró ella, sus ojos volaron a los suyos.
– Es encantador -le aseguró él-. Luces perfecta.
Se apresuró a ir a la puerta.
– ¿Estás seguro?
– Te amo -dijo con voz hueca. Y sus ojos dijeron lo mismo.
Lucy tiró de la puerta para abrirla, y Hyacinth se apresuró para entrar.
– Cielo santo, ustedes si que son lentos -dijo-. Tenemos que regresar. Ahora.
Caminó de la puerta al corredor, y se detuvo, mirando a Lucy primero, y luego a su hermano. Su mirada se clavó sobre Lucy, y levantó una ceja de forma inquisidora.
Lucy se mantuvo en alto.
– Tú no me juzgaste mal -dijo con voz queda.
Los ojos de Hyacinth se abrieron de par en par, y sus labios se curvaron.
– Bueno.
Y eso era, comprendió Lucy. Era muy bueno, en efecto.