Gail telefoneó varias veces a India desde el regreso de las vacaciones, pero no habían conseguido hablar. Le dejaba alegres mensajes en el contestador, pero cuando India telefoneaba ella no estaba en casa. Habían hablado sólo dos veces desde su regreso de Europa. Gail intuía que su amiga estaba en crisis, pero siempre que se lo preguntaba India respondía que todo iba bien.
Gail comentó que el viaje por Europa había sido más divertido de lo que cabía esperar. Jeff se había mostrado muy animado y, por milagroso que pareciera, durante los largos trayectos en coche los chicos no se habían peleado. Había sido el mejor viaje de su vida.
Las amigas no pudieron verse hasta el comienzo del curso escolar. Se encontraron en el aparcamiento, después de que Sam y los gemelos de Gail entraran en la escuela. En cuanto avistó a India, supo que durante el verano le había sucedido algo terrible.
– ¿Qué te pasa?
India no había tenido tiempo de recogerse el pelo. Había hecho dos trayectos en coche y ya estaba agotada, despeinada y desarreglada.
– No he tenido tiempo de peinarme – explicó, sonrió y se mesó la rubia cabellera -. ¿Tan mal aspecto tengo?
– Sí – respondió Gail con franqueza y la examinó con preocupación -. Pero no tiene que ver con tu pelo. Has adelgazado mucho.
– ¿Y qué tiene de malo?
– Nada, salvo que pareces un cadáver.
India se sentía como muerta, pero no había querido inquietar a Gail.
– ¿Qué ha pasado? ¿Estuviste enferma? – insistió ésta.
– Más o menos – repuso India vagamente.
Intentó eludir la mirada de Gail y no lo consiguió. Cuando su amiga se proponía averiguar algo era toda una sabuesa.
– ¡Bendita seas! ¿Estás embarazada? – dijo Gail, pero no parecía preñada, sino triste e interiormente arrasada. Su problema era más grave que sufrir náuseas matinales -. ¿Tomamos un cappuccino?
– Sí, claro – aceptó India sin demasiado entusiasmo.
Tenía que organizar muchas cosas, hacer la colada y telefonear a varias madres para confirmar el reparto de los traslados en coche; el tiempo se le echaba encima.
– Nos vemos dentro de cinco minutos en el Caffe Latte.
Se dirigieron a sus coches. Cuando India llegó Gail ya había pedido para las dos. Sabía perfectamente que su amiga pedía el cappuccino con un chorrito de leche desnatada y dos terrones de azúcar. Poco después ocuparon una mesa apartada y pidieron dos raciones de bizcocho bañado con chocolate.
– Cuando te llamé a Harwich no comentaste nada. ¿Qué diablos te ha ocurrido este verano?
Gail nunca la había visto tan desgraciada ni carente de vida y rogó que no estuviese enferma. A su edad, ya entraban a formar parte de grupos de riesgo de padecer cáncer de mama. India bebió un sorbo de cappuccino y guardó silencio.
– ¿Sé trata de Doug y de ti? – inquirió Gail con una chispa de inquietud.
– Tal vez. En realidad se trata de mí. No estoy muy segura… La bola de nieve comenzó a rodar en junio y se ha convertido en una avalancha.
– ¿Qué bola de nieve? – Gail no sabía a qué se refería -. ¿Has tenido una aventura en Cape Cod?
Tenía la certeza de que era una pregunta absurda, pero merecía la pena plantearla. Nunca se sabe. A veces las mosquitas muertas como India daban la sorpresa. En el caso de que hubiera tenido una aventura, las cosas no habían ido bien.
– Antes de que terminase el curso tuvimos una charla y planteé la opción de volver a trabajar – explicó India con pesar -. Me refiero a la época en que rechacé el encargo en Corea. No lo sé muy bien… tal vez fue por eso… Francamente, ignoro qué lo desencadenó. Llegué a la conclusión de que me gustaría realizar un reportaje de vez en cuando, nada del otro mundo, una noticia como la que cubrí en Harlem.
– Fue un reportaje importante. Merecías un premio. Fue muy significativo.
– En resumen, pensé que podría cubrir noticias en Nueva York… como máximo dentro de Estados Unidos, siempre y cuando no requirieran demasiado tiempo o viajar muy lejos. Supuse que encontraría a alguien que cuidaría de los niños mientras yo trabajara.
– ¡Fantástico! – exclamó Gail entusiasmada, aunque era evidente que la cosa no acababa ahí -. ¿Y qué ocurrió?
– Doug rugió de cólera. En resumidas cuentas, amenazó con dejarme si lo hacía. Prácticamente no nos hemos dirigido la palabra en todo el verano ni hemos convivido como marido y mujer – reconoció sombría, y Gail comprendió la esencia de lo que decía.
– Por lo que cuentas, se comporta como un troglodita – dijo Gail sin miramientos.
– Más o menos. Lo planteó con toda claridad. Básicamente me ha prohibido aceptar trabajos. Me acusó de traicionarlo, de incumplir el pacto que hicimos cuando nos casamos, de querer destruir nuestra familia. Y añadió que no lo permitiría. Puedo elegir entre realizar un reportaje y que Doug me abandone o mantener la boca cerrada, seguir haciendo lo que he hecho durante catorce años y continuar casada. Así de simple.
– ¿Y cuál es tu recompensa? ¿Qué obtienes si sacrificas tu talento para aplacar su orgullo? Creo que se siente amenazado y atemorizado. ¿Qué te ofrece para dulcificar el pacto?
– Nada. Y hay algo más… – A India se le llenaron los ojos de lágrimas y apoyó la taza en el plato -. En junio fuimos a cenar y mantuvimos una charla delirante. Se refirió a mí como si fuera mano de obra que alquiló hace años. Espera que cuide de sus hijos y siga en casa. – Las lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas cuando añadió -: Sinceramente, a estas alturas ni siquiera estoy segura de que me quiera.
Los sollozos le impidieron continuar.
– Claro que te quiere. – Gail la miró conmovida y la compadeció -. Tal vez no quiere dar el brazo a torcer o no sabe cómo demostrarlo. No es tan distinto de Jeff. Mi marido cree que formo parte del mobiliario, pero si me perdiera probablemente se moriría.
– Yo no sé lo que siente Doug. Se expresó como si yo fuera un objeto de su propiedad, no como la mujer a la que ama. Dudo que me quiera. Además, estoy tan furiosa con él que, aunque me ame, ya no me importa. Me siento muy mal… Tengo la sensación de que este verano mi vida se ha desmoronado. – Gail la observó y se preguntó qué más había ocurrido. Sospechaba que la historia no acababa ahí, pese a que lo que había oído era suficiente para alterar a cualquiera. India se sentía ignorada e infravalorada por su marido -. Le he dicho que no aceptaré más reportajes, ni siquiera como el de Harlem. Mantendré mi nombre en la lista de la agencia pero rechazaré sus propuestas. De lo contrario Doug me dejará. La discusión ha durado dos meses y el verano ha sido una tortura. Si defiendo mis ideas echaré a perder nuestra relación, y no estoy dispuesta a destruirlo todo.
– ¿Y por eso renuncias a lo que quieres? – Gail se sulfuró pese a que comprendía bien la situación -. ¿Qué dijo Doug? ¿Te lo agradeció? ¿Te ha entendido?
– No. Tengo la sensación de que era lo que esperaba. La noche que se lo expliqué intentó hacerme el amor después de casi dos meses sin tocarnos. Estuve a punto de abofetearlo. No ha vuelto a acercarse desde entonces. Ya no sé qué camino tomar… ¿Qué puedo hacer? De pronto todo lo que hacía ha dejado de ser correcto. Siento que este verano he perdido parte de mi integridad y no sé cómo recuperarla. Me parece que le he entregado mi corazón y mis entrañas.
Gail la miró, muy preocupada. Lo ocurrido hacía que India se sintiese descorazonada y no supo cómo apoyarla. En su opinión, por esa razón las mujeres buscaban aventuras fuera del matrimonio, engañaban a sus maridos, iban tras alguien que les hiciese sentirse amadas, mimadas e importantes. Tal vez con más claridad que su amigo, Gail supo que Doug se había arriesgado muchísimo al adoptar esa postura. Quizá pensaba que había ganado, pero Gail no estaba tan segura pues India parecía terriblemente dolida.
– ¿Qué hiciste además de llorar y pelear con Doug? ¿Te has divertido? ¿Has paseado con tus hijos? ¿Has hecho nuevas amistades?
Gail intentó distraerla pues de momento no supo hallar mejor solución. India se animó al oír la última pregunta.
– He conocido a Serena Smith.
Se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz con una servilleta de papel.
India ofrecía un aspecto penoso, lo que confirmaba las sospechas de Gail: Doug Taylor era un troglodita.
– ¿Te refieres a la escritora? – Gail se mostró interesada, ya que había leído todas sus novelas -. ¿Cómo la has conocido?
– Fue compañera de habitación de una amiga en la universidad y su marido fue a Harwich en velero. Sam y yo salimos a navegar con él. Ha enseñado a mi hijo los secretos de la navegación. Lo conocimos antes de la llegada de Serena. Le hice fotos para la cubierta de un libro y quedó muy satisfecha.
Al mencionar a Serena recordó que había llevado a Westport la foto del matrimonio y todavía no la había enviado a la novelista.
– ¿Con quién está casada? – inquirió Gail mientras se terminaba el cappuccino.
– Con Paul Ward. Creo que es un financiero internacional – replicó con aire pensativo.
Gail abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Te refieres al famoso Paul Ward, al mago de Wall Street?
– Creo que sí. Es muy simpático. Serena ha tenido mucha suerte.
– Y guapísimo. El año pasado apareció en la portada de Time a raíz de un importante acuerdo que firmó. Seguro que nada en millones de dólares.
– Poseen un velero fabuloso, pero ella lo detesta.
Sonrió al recordar las explicaciones sobre la aversión de Serena al Sea Star y los comentarios jocosos de Paul.
– Vayamos por partes. – Gail entornó los ojos y miró a su amiga con creciente interés y recelo -. ¿Estás diciendo que saliste a navegar con él antes de que llegara su esposa?
– Serena estaba en Los Ángeles, enfrascada en la producción de una película.
Gail no tenía pelos en la lengua y hacía mucho que conocía a India. Así pues, preguntó:
– Te has enamorado de él ¿verdad? ¿Forma parte de lo ocurrido?
Gail era más lista de lo que India suponía.
– No digas disparates.
– Déjate de tonterías. Es tan apuesto como Gary Cooper o Clark Gable. La revista Time lo describió como un hombre «indecentemente guapo e ilegalmente atractivo». Lo recuerdo muy bien. ¿Sam y tú salisteis a navegar con él? ¿Qué pasó después?
– Nos hicimos amigos. Hablamos mucho. Es muy comprensivo con los demás y está locamente enamorado de Serena.
– Me alegro por ella. ¿Qué pasó contigo? ¿Se te insinuó en el velero?
– Por supuesto que no.
La pregunta le resultó ofensiva. Sabía que Paul jamás cometería semejante impertinencia. Tampoco se lo habría permitido. Al fin y al cabo, se respetaban.
– ¿Te ha llamado?
– Pues… en realidad, no.
La mirada de India desmentía sus palabras y Gail lo adivinó en el acto. Su amiga se protegía como si compartiera un secreto con Paul.
– Venga. ¿Te ha llamado o no te ha llamado? ¿Quieres decir que ha llamado y el teléfono comunicaba? ¿Te ha llamado? – insistió Gail.
India sabía que, pese a su curiosidad, Gail deseaba lo mejor para ella.
– Sí, me telefoneó una vez desde Gibraltar. Navegaba en el velero rumbo a Europa.
– Debe de ser un velero inmenso.
Gail estaba impresionada y a India se le escapó la risa.
– Es bastante grande y muy bonito. A Sam le encantó.
– ¿Y a ti? ¿También te encantó?
– Sí. Y Paul me cayó muy bien. Es muy interesante y le caigo bien. Pero está casado, como yo. Lo que ocurre es que mi vida se derrumba y no tiene nada que ver con él.
– Ya. Supongo que en un momento tan difícil podría aliviarte las penas. ¿Quiere volver a verte?
– Claro que no. Además, está en Europa.
– ¿Cómo lo sabes?
El financiero fascinaba a Gail, que se sorprendió de que su amiga conociera personalidades tan ilustres.
– Dijo que se quedaría en Europa hasta después del Día del Trabajo.
– ¿Con Serena?
– Tengo entendido que ella vuelve antes.
– ¿Paul te ha pedido que te reúnas con él?
– Para de una vez. Te aseguro que entre nosotros no hay nada. Sólo ha dicho que le gustaría que alguna vez visitara el velero con mis hijos. Es un amigo y nada más. Déjate de tonterías. No pienso liarme con nadie. Por mi marido acabo de renunciar definitivamente a mi profesión. Si quisiera deshacer mi matrimonio aceptaría un reportaje fotográfico. No me hace falta una aventura para complicar más la situación.
– Podría venirte bien – aseguró Gail pensativa.
Pero sabía que India no era la clase de mujer capaz de disfrutar de un lío amoroso. Era demasiado recta y cabal para enredarse en los juegos a que se dedicaba Gail, y ella la apreciaba precisamente por estas características. La respetaba, lamentaba verla tan triste y no sabía cómo ayudarla. En su opinión Doug era un cabrón tonto e insensible, pero si India quería seguir casada nadie podía evitarlo. No le quedaba más remedio que acatar las reglas de Doug.
– Tal vez vuelva a llamarte – añadió Gail.
India se encogió de hombros, pues sabía que Paul no era la solución a sus problemas.
– Lo dudo. Sería inútil. Nos entendemos a la perfección, pero es imposible profundizar esta amistad. Nuestras vidas son muy complejas y su esposa me cae muy bien. Tal vez le haga más fotos.
India había aceptado plenamente la situación.
– ¿Doug te lo permitirá?
Esos eran los límites de su vida y, le gustase o no, tenía que aceptarlos, como las paredes de una celda.
– Supongo que sí. No lo he consultado, pero dudo que se oponga. No entraña riesgos y sólo tendré que ir una tarde a la ciudad. Lo haría por Serena aunque no me incluyeran en los créditos.
– ¡Qué desperdicio! – exclamó Gail -. Eres una de las mejores fotógrafas del país y probablemente del mundo y lo echas todo por la borda.
Gail se enardeció todavía más, pues la depresión de su amiga era patente.
– Por lo visto es el pacto que establecí con Doug cuando nos casamos, aunque entonces no lo expresó con tanta claridad. Yo acepté dejar de trabajar, pero creo que nunca dije que quemaría las naves.
– En ese caso no las quemes. No borres tu nombre de la agencia. Puede que Doug afloje cuando se harte de golpearse el pecho como los monos. Su actitud tiene que ver con el orgullo, el dominio y otras actitudes desagradables que hacen que los hombres se sientan importantes. Es posible que dentro de uno o dos años cambie de opinión.
– Lo dudo.
India lo tenía muy claro: debía limitarse a colocar un pie delante del otro y hacer lo que Doug esperaba.
La fotógrafa hizo ademán de irse pues tenía muchas tareas pendientes. Ni siquiera había hecho la cama antes de desayunar. En los últimos tiempos tenía la sensación de que llevaba plomo en los zapatos y todo se retrasaba una eternidad. El mero hecho de vestirse la agotaba y no se peinaba ni maquillaba. Sentía que su vida estaba acabada y que todo era inútil.
Caminaron lentamente hasta los coches. Gail la abrazó y le dijo:
– India, no descartes totalmente tu relación con Paul Ward. Algunos hombres se convierten en buenos amigos y, aunque no puedo explicarlo, sospecho que hay más de lo que reconoces… o de lo que estás dispuesta a decir. Cuando hablas de él, tu rostro adopta una expresión peculiar. – La mirada de su amiga se animó y alegró la cara -. Sea lo que sea, no renuncies. Lo necesitas.
– Lo sé – murmuró India -. Creo que Paul me compadece.
– No lo creo. No puede decirse que, en general, seas una figura patética. Eres guapa, inteligente, divertida y graciosa. Probablemente lo atraes y es uno de esos escasos ejemplares que se mantiene fiel a su esposa. Por deprimente que resulte hay que tener en cuenta esta posibilidad.
Gail sonrió con complicidad e India soltó una risita:
– Eres incorregible. ¿Qué hay de ti? ¿Has encontrado nuevas víctimas con las que comer o recorrer moteles?
Las amigas no tenían secretos o, mejor dicho, no los habían tenido hasta entonces. India no estaba dispuesta a reconocer que encontraba muy atractivo a Paul. Le pareció mejor salvaguardar el secreto. Además, probablemente todo era fruto de su imaginación. Claro que la llamada desde Gibraltar sí había sido real. Tal vez Paul estaba aburrido o se sentía solo después de cruzar el Atlántico. Podría haber telefoneado a Serena, pero en cambio quiso hablar con ella. India le había dado vueltas y más vueltas al asunto, qué razón podía tener para llamarla y al final había llegado a la conclusión de que carecía de relevancia.
– Dan Lewison tiene novia – informó Gail -. Harold y Rosalie se casan en enero, en cuanto el divorcio sea definitivo. De momento no hay novedades.
– ¡Qué aburrido! Creo que debería darte el número de Paul – bromeó India y rieron.
– Me encantaría. Chica, tómatelo con calma y alegra el ánimo. Esta noche, cuando Doug llegue, patéale las pantorrillas. Te vendrá bien. Además, se lo merece.
India estuvo de acuerdo. Se despidió con un ademán mientras subía al coche. Se sentía mucho mejor después de ver a Gail y contarle sus penas. No era mucho lo que podía hacer para dar un giro a su vida, pero hablar con su amiga la había ayudado.
Recogió a los niños y, como de costumbre, llevó a Jason y a Aimee a clase de tenis. Sam fue a visitar a un amigo y regresó a la hora de cenar. Jessica estaba entusiasmada por iniciar el segundo año de instituto. Dos chicos del último curso la habían mirado y uno le había dirigido la palabra. Afortunadamente Doug se quedó en Nueva York por una cena de trabajo; India no estaba de humor para vérselas con él. Dormía cuando su marido regresó en el último tren y se acostó a su lado.
Doug ya se había levantado y estaba en la ducha cuando India despertó. Se puso el tejano y una camiseta y, sin cepillarse el pelo, bajó corriendo, abrió la puerta al perro y se dispuso a preparar el desayuno.
Dejó el Wall Street Journal y el New York Times en el sitio de Doug y preparó café. Mientras llenaba de cereales los cuencos de sus hijos echó un vistazo a los periódicos y vio a Serena en la portada. Se sorprendió al comprobar que era la foto que le había hecho en verano; además, el Times la publicaba con el copyright a su nombre y se quedó paralizada, dejando caer los cereales sobre la mesa.
Mientras leía los titulares tuvo la sensación de que se ahogaba. La noche anterior había ocurrido un accidente aéreo en un vuelo de Londres a Nueva York y el FBI sospechaba que la causa era una bomba colocada por terroristas, aunque de momento nadie se había responsabilizado del atentado. Serena viajaba en ese avión. No había supervivientes.
– ¡Dios mío! – exclamó suavemente mientras se sentaba y sostenía el periódico con mano temblorosa.
El artículo refería que el avión había despegado después de una ligera demora debida a un problema mecánico y había estallado al cabo de dos horas de abandonar Heathrow. Transportaba a 376 pasajeros, incluidos una congresista de Iowa, un parlamentario británico, un conocido periodista de la ABC que regresaba de un programa especial que una semana antes había realizado en Jerusalén, y Serena Smith, escritora de éxito y productora cinematográfica de fama mundial. Mientras contemplaba la foto, India pensaba en los comentarios de Serena durante la sesión. Habían transcurrido casi dos meses y supo sin el menor atisbo de duda que Paul tenía que estar destrozado.
No sabía qué hacer, se preguntaba si era mejor escribir o telefonear y de qué modo podía contactar con él. Imaginaba la desdicha que sentiría Paul. Serena había sido una mujer difícil, no le gustaba navegar, pero era extraordinaria y sin duda sabía, como el resto del mundo, que Paul estaba loco por ella. El artículo añadía que tenía cincuenta años y que la sobrevivían su marido Paul Ward y su hermana, que vivía en Atlanta. India seguía con el periódico en la mano cuando Sam bajó a desayunar.
– Hola, mamá. ¿Qué pasa?
La mesa estaba cubierta de cereales y dio la impresión de que India había visto un fantasma. Se había quedado pálida como el papel.
– Yo… bueno, acabo de leer una mala noticia. – Al final decidió explicarle lo que pasaba -. Te acuerdas de Paul, el dueño del Sea Star, ¿verdad? Bueno, su esposa ha fallecido en un accidente aéreo.
– ¡Caramba! – Sam se quedó impresionado -. Supongo que Paul estará muy triste. A ella no le gustaba navegar.
La aversión de Serena por el mar era muy importante para el pequeño e indicaba claramente que tenía algún defecto. De todos modos, lo lamentaba por Paul. Mientras hablaban aparecieron los otros chicos y Doug.
– ¿A qué se debe tanto alboroto? – inquirió Doug.
El nerviosismo, debido sobre todo al aspecto de India, embargó a los niños. Bastaba mirar a su madre para saber que había ocurrido una tragedia.
– La esposa de mi amigo Paul murió a causa de la explosión de una bomba – comunicó Sam dramáticamente.
– Es bastante insólito – murmuró Doug y se sirvió café -. ¿Cuál es el apellido de Paul?
– Ward, Paul Ward – respondió India -. Es el dueño del velero que visitamos este verano. Estaba casado con Serena Smith, la escritora.
Él se acordó enseguida y enarcó las cejas.
– ¿Qué ocurrió? – preguntó Doug estupefacto.
– Viajaba en el avión que anoche estalló dos horas después de despegar de Heathrow.
Doug meneó la cabeza y abrió el Wall Street Journal. No entendía la desazón de su esposa. Desayunó y diez minutos después se fue sin decir nada. Los niños aún hablaban del accidente cuando los recogieron para ir al colegio. India se alegró de no tener que llevarlos.
En cuanto se quedó sola se sentó, clavó la vista en el periódico y se acordó de Paul. Sólo podía pensar en él y en lo afectado que debía de estar. No se atrevió a llamarlo. Sonó el teléfono y al responder oyó la voz de Gail:
– ¿Has leído el periódico?
– Acabo de verlo y no puedo creerlo.
– Nunca se sabe lo que puede ocurrir, ¿verdad? Supongo que nadie sufrió. Dicen que estalló repentinamente.
Otro avión que volaba a mayor altura había sido testigo de la explosión.
– Supongo que Paul está desconsolado. La adoraba.
Pero Gail ya pensaba que cuando Paul se recuperara del golpe sería libre y la situación plantearía un dilema interesante a India.
– ¿Lo llamarás?
– Creo que no debo entrometerme.
De repente India recordó la foto que les había hecho y decidió enviársela a Paul. Era un precioso retrato de la pareja y tal vez querría tenerlo.
– Por lo menos podrías asistir al funeral. Estoy segura de que dentro de unos días ofrecerán un responso por su alma. Tal vez Paul quiera verte – añadió Gail solidaria y pragmáticamente.
– Es posible.
Hablaron unos minutos y colgaron. India fue a buscar la foto, oculta entre el montón de papeles que tenía intención de guardar en el cuarto oscuro. A pesar de lo prometido no la había enviado a Serena. La contempló largo rato y se concentró en los ojos de Paul y luego en los de Serena. La actitud corporal de ambos era muy significativa. Paul estaba apoyado en el respaldo del sillón que Serena ocupaba en el Sea Star y, muy sonriente, ella reposaba la cabeza en el torso de su esposo. Costaba creer que hubiera muerto. Sin duda para Paul era algo imposible de asimilar. En cuanto pensó en él, se dijo que probablemente seguía en Europa, a bordo del Sea Star, o había cogido un avión a Estados Unidos cuando le comunicaron la noticia. Llegó a la conclusión de que no era aconsejable telefonear.
Se sentó a la mesa de la cocina, entre los platos del desayuno, y escribió una breve carta de sentida condolencia. Incluyó la foto en el sobre y luego cogió el coche para ir a correos.
Durante la tarde India tuvo la sensación de que flotaba. Le costaba aceptar la tragedia y aún seguía conmocionada cuando fue a recoger a los niños.
Logró preparar la cena y todavía no se había peinado cuando Doug volvió del trabajo.
– ¿Qué te pasa? Tienes un aspecto horrible, como si te hubieran secuestrado.
– Estoy muy afectada por lo sucedido – replicó francamente pues necesitaba compartir la pena con su marido -. Lo que le ha ocurrido a Serena Smith me ha conmocionado profundamente.
– Pero si apenas la conocías. Sólo la viste una o dos veces, ¿no?
A Doug el tema lo traía sin cuidado y la actitud de su esposa lo desconcertaba.
– Hicimos una sesión fotográfica para la cubierta de su último libro. Es la foto que hoy publica el New York Times.
– No me habías dicho nada – apostilló Doug y apretó los labios con contrariedad.
– Seguramente se me olvidó. Paul estaba loco por ella y sin duda estará destrozado – explicó India afligida.
– Suele ocurrir – comentó Doug sin entusiasmo y se puso a charlar con Jason.
A ella se le cayó el alma a los pies. Ya no existía comprensión entre ellos. No quedaba nada salvo el persistente resentimiento del verano, semejante al olor acre después de un incendio. Llegó a la conclusión de que, desde entonces, todo había ardido.
En cuanto los niños se acostaron India encendió el televisor de su dormitorio para conocer más datos sobre el atentado. Había mucha cobertura sobre el avión estrellado y un comentario breve acerca de Serena. En el telediario entrevistaron a varios expertos y al portavoz del FBI. Cuando repitió que Serena viajaba en el avión, el presentador informó de que el viernes se celebraría el funeral en la iglesia neoyorquina de San Ignacio. India continuó largo rato sentada, con la vista fija en el televisor, mientras daban las noticias deportivas y el tiempo, pensando en el consejo de Gail de que asistiera al oficio.
– ¿No piensas acostarte? – preguntó Doug.
India no se había duchado ni peinado, actividades que no tenían la menor importancia comparadas con la trascendencia del accidente. Su mente sólo estaba concentrada en lo que le había ocurrido a Serena.
– Dentro de un rato – replicó distraída.
Entró en el baño, cerró la puerta y se sentó en la tapa del váter. Pensaba en Paul, en su esposa, en la convivencia truncada, en la vida que había estallado en mil pedazos sobre las aguas del Atlántico. Desde el fondo de su ser la asaltaban ideas sobre su marido y de que ya no deseaba acostarse con él. Incluso le desagradaba la idea de que compartieran la cama. La situación no podía continuar indefinidamente. No sabía qué hacer, aunque era más fácil llorar por Paul y por Serena que por Doug, por sí misma y por el fin de su matrimonio.
Estuvo una eternidad en la ducha y se lavó la cabeza con la esperanza de que al salir Doug estuviese dormido, pero estaba sentado en la cama y leía una revista. Su marido le dirigió una mirada llena de frialdad.
– India, ¿cuánto van a durar estos jueguecitos?
Su modo de hablar no lo volvía atractivo ni seductor. Ella lo consideraba un carcelero, lo que no fomentaba en modo alguno una activa vida sexual.
– ¿A qué juegos te refieres?
– Ya sabes de qué hablo. Si te quedas en la ducha un segundo más te hubieras escurrido por el desagüe. He captado el mensaje.
– Fuiste tú quien durante el verano lanzó el mensaje. – De repente se sintió enojada, arrinconada, cansada, deprimida. ¿Qué les había ocurrido en los últimos tres meses? Su matrimonio se había convertido en una pesadilla -. Dejaste muy claro tu finalidad para conmigo hasta que te dije que no aceptaría más trabajos. Entonces decidiste que podías volver a tocarme. No es una actitud precisamente erótica. Te has salido con la tuya y crees que soy de tu propiedad. De acuerdo, lo soy, pero tendrías que ser más sutil.
India jamás le había dicho algo semejante y él se volvió como si lo hubiera abofeteado.
– Me ha servido de gran ayuda saber tu opinión.
– Lo dejaste muy claro. Decidiste que podíamos volver a tener relaciones en cuanto conseguiste lo que pretendías. Ni siquiera te tomaste la molestia de agradecérmelo, reconocer que hice concesiones o tan sólo decir que me quieres.
A esas alturas India sólo necesitaba saber que Doug la quería y estaba dispuesto a cuidarla.
– No dejas de repetir lo que ya sé – puntualizó irritado -. Y estás equivocada si crees que esa clase de declaración fomenta un ambiente íntimo.
– Pues lo siento mucho – espetó ella con la mirada encendida. Estaba harta de todo, especialmente de la actitud de Doug hacia la vida sexual. Después de ignorarla dos meses había dado el pistoletazo de salida y le molestaba que ella no estuviese dispuesta. No hizo nada por reparar el daño que le había causado durante el verano -. Quizá tendrías que haber incluido en nuestro pacto que el sexo se practica cuando tú estas de humor y que lo que yo sienta da igual.
– De acuerdo, India, te he entendido. Olvídalo.
Doug apagó la luz y la dejó plantada en la oscuridad, rabiando de ira. Le dio la espalda y al cabo de dos minutos dormía a pierna suelta. La discusión no lo había afectado. India continuó despierta durante horas. Sabía que había pronunciado palabras hirientes, pero Doug se las merecía.
Por fin cerró los ojos e intentó pensar en Paul y transmitirle sentimientos de comprensión y amistad. Cuando se durmió soñó con Serena. La escritora intentaba decirle algo pero, por mucho que se esforzaba, India no la oía. A lo lejos veía llorar a Paul solo. Pese a los denodados esfuerzos que hizo, en el sueño India no consiguió llegar hasta él.