Los chicos estaban en casa cuando Sam e India llegaron. Todos lo habían pasado bien y se alegraron de verlos. Sam contó cosas acerca de Paul, del velero y de las aventuras en el bote. Sus hermanos lo escucharon con cariño, aunque con poco interés. Para Sam los barcos eran lo que los aviones o los tanques para otros críos. A sus hermanos les traían sin cuidado. Mientras hablaban India fue a la cocina para ocuparse de la cena.
Preparó pasta, ensalada, pan de ajo y metió en el horno pizzas congeladas. Sospechaba que se sumarían varias bocas más a la cena y no se equivocó. A las siete se sentaron a la mesa y en ese momento se presentaron cuatro chicos, dos amigos de Jason y dos de Aimee. Era típico del estilo de vida estival. La actividad era informal y relajada y a India no le preocupaba que los niños invadiesen la casa. Formaba parte de la vida en la playa, era lo que cabía esperar y le gustaba.
Cuando terminaron de cenar Jessica la ayudó a recoger la mesa mientras los demás jugaban. Doug telefoneó justo cuando pusieron el lavavajillas en marcha. Sam le contó a su padre las aventuras vividas en el Sea Star. Describió la embarcación como si fuese el transatlántico más grande del mundo y precisó con todo lujo de detalles la complejidad de las velas y el programa informático para izarlas y arriarlas. Era evidente que Sam había aprendido muchas cosas y había prestado mucha atención a lo que Paul le explicaba.
Cuando India se puso al teléfono Doug se mostró sorprendido por el entusiasmo del pequeño.
– ¿Qué es lo que ha alegrado tanto a Sam? ¿El barco es tan grande como dice o sólo se trata de una cáscara de nuez del club náutico?
– Es una hermosa cáscara de nuez – respondió India con una sonrisa, recordando la deliciosa jornada que habían pasado -. El propietario es amigo de Dick y Jenny. He oído hablar de él y estoy segura de que lo conoces. Se llama Paul Ward y está casado con la escritora Serena Smith. Serena está en Los Ángeles supervisando una película, y Paul y un grupo de amigos han venido en el velero a pasar una semana aquí. Puede que todavía esté cuando vengas.
– Prefiero ahorrármelo – repuso Doug y le bastó pensarlo para marearse -. Ya sabes que los barcos me desagradan. De todos modos, me gustaría conocer a Paul Ward. ¿Cómo es? ¿Es un hombre infernalmente arrogante, cuya máscara encubre a un auténtico cabrón?
Era lo que Doug esperaba de una persona con influencias y éxito en Wall Street. Le resultaba inconcebible que alguien pudiera ostentar tanto poder y siguiese siendo un ser humano íntegro.
– De hecho parece muy humano. Fue muy comprensivo con Sam y le enseñó a navegar en el bote – explicó India, molesta porque Doug había supuesto que Paul era un cabrón.
– Tengo entendido que es implacable. Tal vez se las da de bueno ante sus amigos. Parece la clase de persona que devora sus crías y las de cuantos lo rodean.
India no estaba dispuesta a discutir sobre el tema.
– No se comió nuestras crías y Sam quedó encantado.
Iba a contarle que al día siguiente volverían a navegar con Paul, pero recapacitó y decidió no mencionarlo.
– ¿Cómo estás?
Doug cambió de tema e India se abstuvo de dar más explicaciones sobre Paul. No había mucho más que decir, salvo que le parecía una persona fuera de lo común que opinaba que ella debía volver a trabajar lo antes posible. India estaba segura de que a Doug le habría encantado oír esos comentarios.
– Estoy bien, muy ocupada con los chicos. Las mismas caras de los amigos de siempre. Para variar, Jenny y Dick se han portado de maravilla. Los niños han recuperado a sus compinches. Aquí no hay nada nuevo. – Era precisamente lo que le gustaba de Cape Cod, la uniformidad y la familiaridad sempiternas. Era como abrazar la almohada de toda la vida arropada con tu camisón preferido -. Y tú, ¿cómo estás?
– Cansado y con mucho trabajo. Desde que os fuisteis no he podido descansar. Pensaba hacer un esfuerzo y tomarme tiempo libre, pero no podré estar ahí para el Cuatro de Julio.
– Lo imaginaba, ya me lo habías dicho.
India no dejó traslucir sus sentimientos pues seguía afectada por la conversación sostenida durante la fatídica cena.
– No quiero que los niños o tú os llevéis una desilusión – dijo Doug a modo de disculpa.
– Descuida. Iremos a la barbacoa de los Parker.
– Tomad filetes, es lo único que Dick no quema.
India sonrió al recordar otras barbacoas y contó a su marido que habían contratado un servicio de catering.
– Os echo de menos – dijo Doug.
Se había referido a todos, no le había dicho «te echo de menos», que era lo que a ella le habría gustado oír. De todas maneras, India tampoco le dijo que lo añoraba. Lo cierto es que no lo echaba de menos. Aún albergaba sentimientos contradictorios hacia Doug.
India tuvo la sensación de que Doug se había olvidado de todo. No era consciente de hasta qué punto la había trastornado ni de lo herida que se había sentido cuando le explicó sus ideas acerca del matrimonio. Por momentos, India ya no sabía quién era: su amiga, su ama de llaves o su compañía de confianza. No estaba dispuesta a desempeñar esos papeles, sólo deseaba ser su amante. Pero no lo era. Se sentía como una asalariada, una esclava, algo conveniente, un objeto cuya existencia Doug daba por supuesta, como el vehículo con el que transportaban a los niños. Sentía que para Doug era tan importante como la camioneta con que habían ido hasta Cape Cod. Aquella situación le provocaba sensación de vacío y creaba una distancia que India jamás había experimentado.
– Llamaré mañana – concluyó Doug impersonalmente -. Buenas noches, India.
Ella esperó a que le dijese que la quería o la añoraba, pero Doug guardó silencio. Al colgar se preguntó si ésa era la forma en que Gail había llegado al estado en que desde hacía años estaba instalada y en el que se sentía usada, aburrida, vacía y sin amor. Por eso necesitaba citarse con otros hombres en habitaciones de hotel. Era un punto final al que India no deseaba arribar. Haría lo que fuera antes de acudir con hombres a moteles o acostarse con casados. No había recorrido un camino tan largo para llegar a esa situación. Se dirigió ensimismada al cuarto oscuro y se preguntó para qué había recorrido ese camino.
Preparó los productos químicos e inició el proceso de revelado mientras reflexionaba sobre la charla con su marido. Miró las cubetas con las fotos y vio a Paul, que le son reía, se divertía con Sam y agachaba la cabeza en el bote, indescriptiblemente apuesto con el horizonte de fondo. Todos los retratos eran sorprendentes y narraban la historia de la tarde mágica que el hombre y el niño habían compartido. Parecían las fotos de un héroe y ella las estudió largo rato sin dejar de pensar en Paul y Serena. El magnate había empleado una curiosa combinación de palabras para describir a su esposa. En algunos aspectos semejaba una mujer aterradora y en otros fatalmente seductora. India comprendió que Paul estaba enamorado y fascinado a la vez; además, aseguraba ser feliz con Serena. Por su descripción, India supo instintivamente que aquella escritora era cualquier cosa menos una mujer de trato fácil. Lo que compartían sugería intensas emociones. Esta realidad la llevó a cuestionarse su relación con Doug. ¿Qué significaba? Y, aún más importante, ¿cuáles eran los elementos imprescindibles de un buen matrimonio? Ya no lo sabía. Doug había precisado que los ingredientes que ella consideraba necesarios carecían de importancia y las afirmaciones de Paul sobre Serena – que era difícil de tratar, obstinada, desafiante y por momentos agresiva – correspondían a lo que, aparentemente, hacía que la amase. India llegó a la conclusión de que, de momento, era incapaz de descifrar las relaciones y lo que permitía que funcionasen. Ya no tenía respuestas a lo que hasta hacía poco había estado tan segura.
Puso a secar las fotos, salió del cuarto oscuro y fue a ver a los niños. Sam se había dormido en el sofá viendo un vídeo y los demás jugaban fuera, a la luz de las linternas; Jessica y uno de los Boardman comían pizza fría en la cocina. Todo estaba en orden y discurría sobre ruedas en su pequeño y cerrado mundo.
Llevó a Sam a la cama y logró desvestirlo sin que se despertara. El niño estaba agotado. India lo miró y pensó en Paul y en las fotos que había tomado.
Cuando apagó la luz y se encaminó lentamente a su dormitorio la asaltó una idea muy extraña. De pronto se preguntó qué significaría hacer todo aquello sola, en el caso de que Doug y ella ya no estuviesen casados. ¿Tan distinto sería? Ahora se encargaba de todo. Cuidaba de los niños y atendía la casa; asumía todas las responsabilidades, realizaba las tareas, educaba a los chicos, afrontaba los problemas, cocinaba y limpiaba. Únicamente le faltaba ocuparse de la manutención. La asustaba pensarlo, pero ¿qué sucedería si Doug la abandonaba? ¿Y si moría? ¿Cambiaría tanto su vida? ¿Se sentiría más sola, sabiendo que para él no era más que un instrumento, alguien conveniente? ¿Qué le ocurriría si lo perdía? Años antes, cuando los chicos eran pequeños, el tema la había preocupado pues sentía que no podía vivir ni una hora sin él. Era lo que experimentaba cuando pensaba que Doug la amaba. Ahora sabía que no estaba enamorado y que no necesitaba estarlo. Se preguntó qué significaría quedarse sin su marido. Este pensamiento la llevó a sentirse culpable, como si hubiera esgrimido la varita mágica y lo hubiese hecho desaparecer. Reflexionar sobre este asunto le pareció una especie de traición. Claro que nadie sabía lo que discurría por su cabeza. Jamás se habría atrevido a expresarlo verbalmente, ni siquiera habría sido capaz de comentarlo con Gail, y menos aún con Doug.
Se tumbó un rato y al final cogió un libro, pero le resultó imposible concentrarse; en su mente retumbaban mil preguntas a la vez, y la que más oía era la más temida: ¿qué significado tenía ahora su matrimonio? Ya sabía qué pensaba Doug y eso lo modificaba todo, como el sutil giro del sintonizador que convierte la música de una balada en una inquietante estática que hiere los oídos. No estaba dispuesta a fingir que lo que oía era música. No lo era, hacía semanas que no, tal vez incluso más tiempo. Quizá nunca había sido música. Esa era su pesadilla. ¿Acaso habían compartido algo muy tierno y lo habían perdido? Supuso que sí. Cabía la posibilidad de que, a la larga, a todos los matrimonios les ocurriera lo mismo. Con el paso del tiempo la magia se perdía… y te amargabas, te enfadabas por nada o, como Gail, intentabas llenar un océano de soledad con un vaso. Tuvo la impresión de que se encontraba en un callejón sin salida.
Cerró el libro, salió a la terraza a echar un vistazo a los niños jugando, pero vio que se habían reunido en la sala y charlaban tranquilamente con el sonido de la televisión de fondo. Permaneció en la terraza, contempló las estrellas y se preguntó qué sería de su vida. Probablemente nada cambiaría. Iría y vendría en coche nueve años más, hasta que Sam tuviese edad para conducir o quizá se vería libre de esa obligación tres años antes, cuando Jason fuera lo bastante mayor para llevar en el coche a Aimee y a su hermano pequeño. Y después, ¿qué? Haría más coladas y prepararía más comidas hasta que sus hijos asistiesen a la universidad y luego esperaría a que regresaran a casa en vacaciones. ¿Qué sería de la relación entre Doug y ella? ¿Qué se dirían? De repente, el futuro le pareció solitario y vacío. Se sentía hueca, rota, engañada… A pesar de todo debía seguir adelante como un engranaje más de la rueda, tenía que darle la vuelta a la manivela y producir lo que esperaban de ella hasta que la máquina se averiara definitivamente. No se trataba de una perspectiva esperanzadora ni atractiva. Mientras reflexionaba contemplaba el océano y, repentinamente, avistó el Sea Star. El glorioso velero tenía encendidas las luces del salón principal y de los camarotes y en el palo mayor titilaban las luces rojas en su recorrido nocturno. Fue la visión más bella de su vida y le pareció la escapatoria ideal. Era una especie de alfombra mágica que te transportaba allá donde te apeteciese. Comprendió por qué Paul navegaba por el mundo. ¿Existía mejor modo de explorar sitios nuevos? Era como llevar la casa contigo, tu pequeño y privado mundo te acompañaba a todas partes. A India no se le ocurrió nada mejor y fugazmente pensó que le encantaría esconderse en el velero. Consideró que Paul Ward era afortunado al contar con el Sea Star. El barco pasó majestuosamente ante su vista y ella lamentó que Sam estuviese dormido y no lo viera. Claro que por la mañana volvería a subir a bordo, ya que el niño estaba ansioso por repetir la experiencia.
A las once mandó a todos a la cama y al cabo de unos minutos apagó la luz de su dormitorio.
India despertó a Sam a las siete y media de la mañana. El pequeño se levantó en el acto pues estaba desesperado por ponerse en marcha.
India ya se había duchado y se había puesto camiseta azul celeste, tejano blanco y las zapatillas azul claro que Gail le regaló el verano anterior. Se trenzó el pelo y entró en la cocina para preparar el desayuno.
Había prometido a sus hijos mayores pastelitos de arándanos y macedonia de frutas. También les dejó cuatro paquetes de cereales. La víspera los chicos le habían contado sus planes, que incluían comer en casa de amigos, y sabía que podían prescindir de ella. Si surgía algún problema recurrirían a los vecinos. Paul le había dado el número de teléfono del velero y lo anotó para sus hijos. Todo estaba bajo control y a las ocho y media pedaleaban rumbo al club náutico.
Cuando llegaron Paul estaba en cubierta y los invitados a punto de desembarcar. Habían alquilado una furgoneta y se disponían a visitar a sus amigos de Gloucester con quienes pasarían la noche.
El niño subió al velero con una sonrisa de oreja a oreja y Paul lo abrazó.
– Apuesto a que ayer dormiste como un tronco después de la travesía en el bote – dijo Paul y rió cuando Sam asintió con la cabeza -. Yo también. Da mucho trabajo, pero es muy divertido. Hoy será más fácil. Creo que nos dará tiempo de navegar hasta New Seabury, bajar a comer y regresar. – El magnate se dirigió a India -: ¿Estás de acuerdo?
– Me parece maravilloso – dijo India.
Paul preguntó si ya habían desayunado.
– Sólo cereales – contestó Sam contrito como si su madre le hubiese puesto a dieta.
Ella sonrió.
– No es suficiente para un navegante – declaró Paul con expresión comprensiva -. ¿Te gustan los waffles? Acaban de prepararlos.
– Me encantan.
Paul pidió a India que dejara sus cosas en uno de los camarotes para invitados. Ella bajó la escalera, encontró enseguida el camarote y al abrir la puerta se sorprendió. La estancia era más hermosa que la habitación de un hotel de lujo. Las paredes estaban revestidas de caoba y los armarios y cajones contaban con tiradores de bronce. El camarote era espacioso, ventilado, disponía de varias portillas, de un amplio armario y un fabuloso cuarto de baño de mármol blanco, que incluía bañera y ducha. Era todavía más lujoso de lo que India había imaginado e incluso más bonito que su casa de Westport. Todos los cuadros llevaban la firma de artistas famosos.
Dejó el bolso en la cama y vio que la manta era de cachemira y llevaba el emblema del velero. Sacó del bolso el sobre con las fotos que había revelado.
Cuando India regresó al comedor Sam se había atiborrado de waffles y en la barbilla tenía restos de jarabe de arce. Paul y su hijo sostenían una interesante charla sobre la navegación a vela.
– India, ¿te apetecen unos waffles?
– No, gracias. – Sonrió ligeramente incómoda -. Creerás que no doy de comer a Sam.
– Los navegantes necesitamos un desayuno suculento – explicó Paul y sonrió -. India, ¿quieres café?
A Paul le encantaba el sonido de su nombre y lo repetía a menudo. El día anterior le había preguntado por qué se llamaba así, a lo que ella respondió que, cuando nació, su padre estaba destinado en aquel país. El magnate dijo que le gustaba mucho y lo encontraba realmente exótico.
Una camarera sirvió a India un humeante café en una taza de Limoges decorada con estrellitas azules. La vajilla y la cristalería del velero lucían el logotipo del Sea Star o estrellitas.
Eran más de las nueve cuando Sam terminó de desayunar y Paul propuso subir al puente de mando. Hacía un día perfecto y soplaba una ligera brisa, las condiciones ideales para navegar. Paul echó un vistazo al cielo y habló con el capitán. Saldrían del club náutico navegando a motor y en cuanto se alejaran izarían las velas. Le explicó a Sam todos los pasos. Los marineros soltaron amarras y arrojaron las maromas a cubierta mientras las camareras bajaban y guardaban los objetos frágiles.
India disfrutó con el ajetreo que la rodeaba. Sam no se apartó de Paul y estuvo pendiente de sus explicaciones. En pocos minutos se alejaron del muelle y salieron del puerto.
– ¿Preparado? – preguntó el magnate y apagó el motor.
Antes de abandonar el club náutico bajaron hidráulicamente la quilla.
– Preparado – respondió Sam muy emocionado.
Se moría de ganas de navegar.
Paul le mostró los botones que debía accionar para desplegar las velas. Orientó el foque, la vela de estay, la enorme vela mayor, la sobremesana y, por último, la mesana, formando un perfecto ángulo recto. El velamen sólo tardó un minuto en hincharse y de pronto el velero se inclinó con elegancia y no tardó en ganar velocidad. Fue una experiencia extraordinaria y Sam no cabía en sí de alegría. India pensó que la vista era magnífica a medida que se internaban mar adentro a toda vela y ponían rumbo a New Seabury.
Paul y Sam ajustaron las velas y observaron con atención los mástiles. El magnate volvió a explicarle la función de cada botón e India los observó. Permanecieron juntos al timón y, sin apartarse, Paul permitió que Sam gobernase un rato el velero. Finalmente entregó el timón al capitán, con el que Sam quiso quedarse.
Paul se acercó a India y se sentó a su lado.
– Lo convertirás en un niño malcriado. Ya no le gustarán otros veleros. El Sea Star es fabuloso.
India estaba radiante. Navegar con Paul era una experiencia maravillosa y disfrutaba casi tanto como Sam.
– Me alegro de que te guste. – Él se mostró ufano. Evidentemente el barco era la niña de sus ojos y el lugar donde, según había confesado, se sentía más feliz y a gusto -. El velero me encanta. He pasado muchísimos momentos buenos en el Sea Star.
– Supongo que como todos los que han estado aquí. Me divertí mucho con los comentarios de tus amigos.
– Imagino que la mitad se referían a Serena abandonando el barco o amenazando con desembarcar cada vez que se mueve. No es precisamente una gran navegante.
– ¿Se marea? – India sentía curiosidad por la escritora.
– A decir verdad, no. Sólo se mareó una vez. Pero detesta la navegación y las embarcaciones.
– Debe de ser difícil, porque a ti te apasionan.
– Significa que no estamos juntos tanto como deberíamos. Se inventa todas las excusas que puede para no venir y es difícil discutir con ella. Nunca sé si de verdad tiene que ir a Los Ángeles o a la editorial o si busca pretextos para no poner pie en el Sea Star. Antes intentaba convencerla de que viniese, pero ahora dejo que haga lo que quiera.
– ¿Te molesta que no te acompañe?
India sabía que era una pregunta un tanto osada, pero Paul la hacía sentir tan cómoda que supuso que podía planteársela. Quería saber qué permitía el funcionamiento de otros matrimonios y cuál era el secreto de su éxito. De pronto se convirtió en una cuestión fundamental. Tal vez aprendiera algo que le sería de gran utilidad.
– A veces me molesta – reconoció Paul mientras un miembro de la tripulación les ofrecía un Bloody Mary a pesar de que eran las once de la mañana -. Me siento solo sin ella, pero me he acostumbrado. No puedes obligar a nadie a hacer lo que no quiere. Si te impones pagas un precio, en ocasiones un precio muy alto. Aprendí esa lección con mi primera esposa. Me equivoqué en todo y prometí que, si volvía a casarme, las cosas cambiarían. Y así ha sucedido. Mi matrimonio con Serena es todo lo que no ha sido el primero. Esperé mucho antes de volver a casarme. Quería cerciorarme de que era la mujer adecuada.
– ¿Y has acertado?
Planteó la pregunta con tanta delicadeza que Paul no se sintió incómodo. Por extraño e inesperado que parezca, su amistad avanzaba a pasos agigantados.
– Creo que sí. Serena y yo somos muy distintos. No siempre deseamos lo mismo de la vida, pero cuando estamos juntos lo pasamos bien. La respeto, y sé perfectamente que el respeto es mutuo. Admiro su éxito, su tenacidad y su fuerza. Es una mujer muy valiente. Aunque también debo añadir que a veces me vuelve loco – añadió con una sonrisa.
– Lamento hacer estas preguntas, pero últimamente me las he planteado y creo que ya no conozco las respuestas. Pensaba que sí, pero está claro que las correctas no son las que yo pensaba.
– Tus palabras adoptan un mal cariz – repuso Paul con cautela.
Por la razón que fuese, en alta mar y con las velas desplegadas, tanto una como el otro sintieron que podían contárselo todo.
– Así es – reconoció ella. A pesar de que apenas lo conocía, se sentía segura al hablar con él -. Ya no sé qué hago, adónde voy o dónde he estado los últimos catorce años. Llevo diecisiete de matrimonio y de pronto me pregunto si mi vida tiene algún sentido. Pensaba que sí, pero a estas alturas ya no estoy segura.
– ¿A qué te refieres?
Paul deseaba oírla y tal vez ayudarla. Aquella mujer desprendía algo que lo impulsaba a ayudarla. No tenía nada que ver con traicionar a Serena, era algo muy distinto. Tuvo la impresión de que podían ser amigos y hablar sin tapujos.
– Hace catorce años renuncié a mi trabajo en el New York Times. Hacía dos años que colaboraba con el periódico, desde mi regreso de Asia, de África, Nicaragua, Costa Rica y Perú… He recorrido todo el mundo. Volví porque Doug me dijo que, si no lo hacía, nuestra relación había terminado. Hacía más de un año que me esperaba en Estados Unidos y me pareció justo. Nos casamos al cabo de unos meses y durante más de dos años continué mi trabajo en Nueva York, hasta que quedé embarazada. Entonces Doug insistió en que lo dejara. No quería que, cuando tuviésemos hijos, me dedicara a hacer fotos en guetos y callejones, y seguir a las pandillas callejeras para obtener la foto genial. Fue el pacto que hicimos cuando nos casamos. En cuanto fuéramos padres dejaría mi trabajo. Y lo dejé. Nos mudamos a Connecticut, he tenido cuatro hijos en cinco años y desde entonces no me ocupo de otra cosa. Mi vida la conforman los desplazamientos en coche y los pañales.
– ¿Te desagrada?
Paul sospechaba que sí. India estaba demasiado llena de vida para esconderse catorce años tras los pañales o dedicarse a trayectos en coche. No podía entender que un hombre estuviera tan ciego para obligarla a tomar esa decisión. Estaba más que claro que Doug se había impuesto en la relación.
– A veces la detesto – respondió sinceramente -. No puede ser de otra manera. No es precisamente con lo que soñaba cuando estudiaba. En mis tiempos de reportera me acostumbré a una vida muy distinta, pero hay momentos en que me gusta incluso más de lo que imaginé. Adoro a mis hijos, me encanta estar con ellos y saber que contribuyo a que sus vidas merezcan realmente la pena.
– ¿Y qué beneficios te reporta?
Paul entornó los ojos y la observó.
– Experimento algunas satisfacciones. Me siento bien cuando estoy con mis hijos, me gustan y son buenos.
– Como su madre. – Sonrió -. ¿Qué harás? ¿Continuarás con los desplazamientos en coche hasta que no puedas conducir o decidirás volver a trabajar?
– Ése es el quid de la cuestión. Se ha planteado hace poco. Mi marido se opone tajantemente a que vuelva a trabajar. Este asunto ha provocado muchas tensiones entre nosotros. Hace poco hablamos largo y tendido y Doug me explicó qué espera del matrimonio – apostilló India y pareció deprimirse.
– ¿Qué es lo que espera?
– No mucho. Ése es el problema. Por su descripción espera una criada, una conductora que cocine y limpie. Si no me equivoco, dijo que quería una buena compañía, alguien fiable que se haga cargo de los niños. Es prácticamente lo único que espera.
– No suena muy romántico – ironizó Paul.
India sonrió. Le gustaba hablar con él y se animó. Hacía un mes que estaba en ascuas a causa de las palabras de Doug y, sobre todo, por lo que no había expresado.
– No me hago muchas ilusiones sobre la imagen que tiene de mí. De pronto vuelvo la vista atrás y me doy cuenta de que no ha habido otra cosa, al menos desde hace mucho tiempo. Quizá fue siempre así. Tal vez solo he sido una acompañante que incluye servicio de habitaciones y un ama de llaves competente. He estado tan ocupada que no me percaté. Supongo que podría soportarlo si volviera a trabajar, pero él no quiere. – Miró a Paul a los ojos -. En realidad, me lo ha prohibido.
– Actúa de un modo muy temerario. En el pasado jugué a ese juego y perdí. Mi primera esposa era jefa de redacción de una revista y yo aún estudiaba en la universidad. Ella desempeñaba una labor magnífica y supongo que sentí celos. Cuando me licencié quedó embarazada. Conseguí trabajo y la obligué a dejar el suyo. Por aquel entonces los hombres solíamos cometer esta clase de disparates. A partir de ese momento me odió. Jamás me lo perdonó. Sintió que le había arruinado la vida y que la había condenado a correr detrás de nuestro hijo. Nunca ha sido muy maternal y no quiso más hijos. Al cabo de un tiempo, me dejó. El matrimonio se rompió en medio de un gran dolor. Cuando nos separamos volvió a trabajar. En la actualidad es una de las jefas de redacción más antiguas de Vogue pero todavía me odia. Es peligrosísimo intentar cortar las alas a una mujer, y por eso ahora no me meto con el trabajo de Serena. Aprendí la lección. Jamás le he exigido que tengamos hijos. Tampoco tendría que haberlo hecho con Mary Anne, mi primera esposa. En cuanto volvió a trabajar, nuestro hijo Sean quedó a cargo de diversas niñeras, a los diez años ingresó en el internado y a los trece vivía conmigo. Sigue sin tener una buena relación con su madre. Por lo menos tú has educado como corresponde a tus hijos. – Paul veía en Sam el amor que su madre le prodigaba y estaba seguro de que había actuado igual con sus hermanos -. No puedes imponer a nadie que haga lo que no quiere, no le resultará natural y no dará resultado. Me sorprende que tu marido lo ignore.
– Durante muchos años mis deseos coincidieron con los suyos. Adoro a mi familia y me encanta estar con los chicos. No quiero hacerles daño y volver a trabajar a jornada completa. Ya no puedo recorrer el mundo como en el pasado, pero estoy segura de que sobrevivirían si un par de veces al año me fuera una o dos semanas o si realizara reportajes cerca de casa. De pronto, tengo la sensación de que he renunciado a mi identidad y de que a nadie le importa, sobre todo a mi marido. No aprecia los sacrificios que he hecho. Les resta importancia y logra que parezca que, antes de casarnos, yo sólo perdía el tiempo y me divertía.
– Por lo poco que sé no es así. Según Dick Parker te han concedido muchos galardones.
– Sólo cuatro o cinco, pero para mí son muy importantes. Ahora necesito trabajar y mi marido ni siquiera quiere oír hablar del tema.
– ¿Qué opción te queda? ¿Qué harás? ¿Aceptarás lo que dice o defenderás tus anhelos con uñas y dientes?
Paul sabía que Serena haría esto último sin titubear, pero India era muy distinta.
– No lo sé – repuso ella y miró a su hijo. Sam era feliz y no se había apartado del capitán -. La discusión quedó en ese punto cuando vine a Cape Cod. Doug me pidió que me diese de baja en la lista de colaboradores de la agencia.
– Ni se te ocurra – aconsejó Paul. Aunque no la conocía demasiado, sabía que destruiría algo importante si abandonaba por completo esa faceta de su personalidad. Para India era un modo de expresarse, de comunicarse, de ser y de existir. Ambos eran conscientes de que no debía renunciar a la fotografía -. Por cierto, ¿dónde está tu marido?
– En nuestra casa de Westport.
– ¿Sabe hasta qué punto te han afectado sus palabras?
– Lo dudo. Me temo que no les atribuye importancia.
– Creo que ya te he dicho que es muy temerario. Tres años después de desquitarse de manera insidiosa y soterrada, un día mi ex esposa se plantó ante mí como un huracán. En cuanto logró exteriorizar su ira acudió directamente a los abogados. Ni siquiera reaccioné y no supe qué me había golpeado.
– Creo que sería incapaz de hacer algo así, pero mi perspectiva ha cambiado. Ha bastado un mes para que tenga la sensación de que mi vida se cae a pedazos y no sé qué hacer. No sé qué decir, pensar o creer. Ni siquiera estoy segura de quién es mi marido y, peor aún, quién soy yo. Hasta hace dos meses mi felicidad consistía en ser ama de casa. Y de repente me encierro en el cuarto oscuro a llorar. Ah, antes de que lo olvide, te he traído algo. – India había dejado el sobre en el sofá, a su lado, y al entregárselo sonrió cohibida -. Algunas son magníficas.
Paul sacó las fotos del sobre y las miró con atención. Se sintió halagado y sonrió al ver los retratos de Sam. Quedó sorprendido por la profesionalidad de India y por las imágenes obtenidas con el teleobjetivo y de manera casi espontánea. Ciertamente no había perdido sus cualidades mientras se ocupaba de sus hijos en Westport.
– Eres extraordinaria – musitó -. Son fotos realmente hermosas.
Paul iba a devolvérselas pero India le dijo que las conservara. Sólo se había quedado una foto en la que estaba con Sam y otra en la que aparecía solo.
– No es justo que sigas desperdiciando tu talento – declaró el magnate.
– Debes pensar que estoy loca al oír mis tonterías.
– Nada de eso. Creo que confías en mí y estás en lo cierto. India, jamás diré nada que pueda traicionarte. Supongo que lo sabes.
– Me ha costado contarte todo esto, pero tengo la sensación de que podemos hablar… Respeto tu valoración de las cosas.
– Yo también he cometido errores. – La última vez no se había equivocado y sabía que su matrimonio con Serena era estable -. Ahora soy feliz. Serena es una mujer extraordinaria y la respeto precisamente porque conmigo no tiene demasiados miramientos. Me parece que es lo que tendrías que hacer. Habla con tu marido y dile lo que quieres. Tal vez le ayude escucharte con atención.
– Lo dudo. Lo intenté antes de las vacaciones y le restó importancia. Se comporta como si hace diecisiete años yo hubiera empezado a trabajar para él. Establecimos un pacto y ahora tengo que estar a la altura de las circunstancias. Lo más terrible es que ya no sé si me quiere – reconoció y miró a Paul con lágrimas en los ojos.
– Probablemente te quiere pero es tan insensato que no lo reconoce. Por doloroso que sea, si no te ama es fundamental que lo sepas. Eres muy joven y hermosa para desperdiciar tu vida y tus posibilidades con un hombre que no te ama. Intuyo que lo sabes y por eso eres tan desgraciada. – India asintió con la cabeza y él le cogió la mano y la apretó -. India, es una verdadera lástima. Aunque apenas te conozco estoy seguro de que no mereces lo que te está ocurriendo.
– ¿Qué puedo hacer? ¿Debería dejarlo? No ceso de preguntármelo. – Era lo que había hecho la víspera cuando imaginó que Doug no volvería y que se quedaba sola con los niños -. ¿Cómo me las ingeniaré? No podré trabajar la jornada completa y cuidar de mis hijos.
– Espero que no tengas que trabajar la jornada completa, sino cuando te apetezca y en los reportajes que te interesen. Creo que después de veinte años tu marido te debe algo y tiene que mantenerte – dijo Paul algo enfurecido.
– Aún no me he puesto a pensar en esos términos. Tal vez debería darme por satisfecha con lo que tengo y seguir adelante.
– ¿Por qué?
India se sintió confundida.
– ¿Por qué no?
– Porque renunciar a la persona que eres, a lo que haces y necesitas es lo mismo que matar tus sueños. Si los abandonas, tarde o temprano te marchitarás. Te garantizo que sucederá. Te encogerás como una uva pasa, te amargarás, te volverás antipática y desagradable y se te revolverán las entrañas. Mira alrededor, seguro que conoces gente así. Verás a seres amargados, enfadados y desdichados a quienes la vida les ha jugado una mala pasada, por lo que detestan a todo el mundo. – Con creciente sensación de pánico India se preguntó si él percibía esas características en ella. El magnate lo advirtió y sonrió para tranquilizarla -. No me refería a ti. Claro que si lo permites puede llegar a ocurrirte. A cualquiera puede sucederle. Empecé a comportarme de este modo durante mi primer matrimonio. Me comporté como un cerdo con todos porque me sentía desgraciado, sabía que mi esposa me odiaba, acabé por detestarla y fui demasiado cobarde para decírselo o para romper. Gracias a Dios ella puso fin al matrimonio, porque de lo contrario nos habríamos destruido. Afortunadamente Serena y yo nos llevamos bien y me gusta lo que hace. Me desagrada que no me acompañe a navegar, pero no me detesta a mí, sino al barco. Ésa es la diferencia. – Paul no sólo era inteligente y sensible, sino muy perspicaz, algo de lo que India ya se había percatado -. Te suplico que actúes. Averigua qué quieres y no tengas miedo de buscarlo. El mundo está lleno de seres aterrados e infelices. No queremos más desgraciados. Eres demasiado preciosa y encantadora para ser infeliz. No lo permitiré.
Ella se preguntó cómo se lo impediría. ¿Qué haría? Aunque había conocido a Paul el día anterior, ya le había contado su vida y los problemas que estaban afectando a su matrimonio. Era la experiencia más peculiar de su vida, pero confiaba totalmente en él y le encantaba que hablasen. Supo con certeza que no se equivocaba al confiar en Paul.
– No sé cómo salir de donde he pasado tantos años. ¿Qué harías tú?
Ante todo llama a tu representante y dile que quieres volver a trabajar. El resto vendrá solo. Si estás dispuesta, todo llegará a su debido tiempo. No hace falta que lo fuerces.
Le bastaba escuchar a Paul para sentirse libre e irreflexivamente se inclinó y lo besó en la mejilla, como habría hecho con un amigo de toda la vida o con un hermano.
– Gracias. Me parece que eres la respuesta a mis plegarias. Hace un mes que me siento perdida y no sabía cómo salir del atolladero.
– India, no estás perdida. Por suerte empiezas a encontrarte. Concédete tiempo y paciencia. No es fácil dar con el camino de regreso después de tantos años, pero tienes la fortuna de que tu talento sigue intacto.
La pregunta que más la atormentaba era si todavía contaba con su marido.
En ese momento, Sam se acercó corriendo. Estaban a punto de llegar a New Seabury y el niño quería saber si atracarían en el club náutico.
– Echaremos el ancla y entraremos con el bote – respondió Paul.
El pequeño se mostró muy ilusionado.
– ¿Después de comer regresaremos al velero y nos daremos un baño?
– Por supuesto. Si quieres también saldremos con el bote.
Sam asintió con la cabeza y sonrió de oreja a oreja. Todo le parecía perfecto. India estaba contenta de haber conocido a Paul y consideraba que Serena era muy afortunada. Aquel hombre era un ser humano extraordinario y experimentó la sensación de que con ella se había portado como un gran amigo. Parecía que se conocieran de toda la vida.
Dos marineros bajaron el bote y uno se quedó para trasladarlos hasta el club náutico. Paul lo abordó, cogió de la mano a India para ayudarla y Sam siguió los pasos de su madre.
Mientras comían hablaron de diversos temas. Se centraron sobre todo en la navegación y Sam abrió desmesuradamente los ojos cuando Paul contó algunas de sus aventuras y se refirió al huracán que había atravesado en el Caribe y al ciclón que se le había cruzado en el océano Índico.
Después de la comida regresaron al velero. Sam se dio un baño y después navegó con Paul en el bote mientras India hacía fotos de ambos y el barco. Lo pasó muy bien. Paul y Sam la saludaban de vez en cuando agitando los brazos y por fin regresaron. Paul cogió la tabla de windsurf e India le hizo más fotos. No era un deporte fácil y quedó impresionada por la habilidad y la fuerza con que se deslizaba sobre el agua.
Durante el regreso a Harwich el viento amainó y decidieron dar marcha a los motores. Sam se llevó un chasco. De todos modos, estaba muy cansado y se quedó dormido en la cabina de mando. Paul e India lo miraron y sonrieron.
– Puedes estar satisfecha con tu hijo. Me encantaría conocer a los otros – comentó Paul y la miró con afecto.
– Un día de éstos los conocerás – repuso ella mientras el camarero jefe les servía una copa de vino blanco.
Paul la había invitado a cenar a bordo.
– Tal vez convirtamos a tus hijos en buenos navegantes.
– Es posible, aunque de momento lo único que les interesa es estar con sus amigos.
– Recuerdo que cuando Sean teñía su edad estuvo a punto de volverme loco.
Intercambiaron una sonrisa mientras Sam se acurrucaba junto a su madre. El pequeño siguió durmiendo cuando India le acarició la cabeza mientras con la otra mano sostenía la copa de vino.
A Paul le encantaba verla con su hijo. Hacía mucho tiempo que no trataba a una persona tan cariñosa. Desde hacía años los niños no formaban parte de su vida y las salidas de esa tarde y del día anterior con Sam eran lo que habría querido compartir con Sean, pero su hijo jamás había mostrado el menor interés por los veleros.
– ¿Pasarás todo el verano en Harwich? – preguntó Paul.
India asintió con la cabeza y repuso:
– Doug estará con nosotros tres semanas de agosto. Luego regresaremos a Westport. Supongo que tendremos que hablar largo y tendido. – Paul abrigó la esperanza de que tomase decisiones positivas, ya que ella se lo merecía -. Y tú, ¿dónde estarás?
– Supongo que en Europa. Solemos pasar agosto en el sur de Francia y en septiembre participo en una regata en Italia.
El magnate llevaba una vida que a India le pareció, ante todo, divertida. Al cabo de un rato le preguntó si Serena lo acompañaría.
– Si encuentra una excusa válida no vendrá – dijo él y rió.
Llegó la hora de cenar e India despertó a Sam. Estaba amodorrado, pero sonrió radiante de felicidad. Había soñado que surcaban los mares en el Sea Star y al ver a Paul su mirada se iluminó y se lo contó.
– Un bonito sueño. Yo también sueño con el velero, sobre todo cuando hace mucho que no navego, lo que no ocurre con mucha frecuencia.
Por la tarde le había contado a India que pasaba largas temporadas en el velero y se ocupaba de sus negocios por teléfono y fax.
El cocinero había preparado vichyssoise fría, pasta primavera y ensalada. Para Sam cocinó patatas fritas y una hamburguesa con queso al punto que India le indicó. De postre tomaron sorbete de melocotón y deliciosas galletas que se deshacían en la boca.
Fue una cena elegante y ligera, durante la cual charlaron como en la comida. Después de cenar, el capitán entró lentamente el velero en el club náutico. Costaba creer que la jornada había terminado. Habían compartido trece horas con Paul y les habría gustado quedarse una eternidad.
– ¿Quieres venir a casa a tomar una copa? – lo invitó India mientras los tres permanecían en cubierta, apenados por tener que separarse.
– Será mejor que me quede aquí. Tengo trabajo y tus hijos querrán hablar contigo porque no te han visto en todo el día. Seguramente piensan que te has fugado y no volverás. – Eran casi las nueve de la noche -. Sam, espero que volvamos a vernos muy pronto. Te echaré de menos.
– Yo también.
Madre e hijo tenían la sensación de haber pasado unas largas vacaciones más que un día en el velero. Y todo, gracias a la calidad humana de Paul. La jornada había sido única e India agradeció los consejos que Paul le había dado. La había ayudado mucho, hacía varias semanas que no estaba tan tranquila y así se lo expresó.
– No tengas miedo de lo que debes hacer – dijo él -. Simplemente, hazlo.
– Eso espero. Te enviaré las fotos.
Paul la besó en la mejilla y estrechó la mano de Sam. Ambos desembarcaron agotados, contentos y con la certeza de que tenían un nuevo amigo.
India ignoraba si volverían a verse, pero estaba segura de que, pasara lo que pasase, jamás lo olvidaría. Tenía la intuición de que, hasta cierto punto, Paul había cambiado para siempre su vida. Le había proporcionado el don del valor. Y el valor conlleva la libertad.