22

Esa noche Paul fue en coche hasta Westport y cenó con India y sus hijos. Conoció a Jason, Aimee y Jessica, a los que encontró encantadores y divertidos.

Sam hizo el payaso durante la cena. Paul y Jason sostuvieron una sesuda conversación sobre la navegación a vela. Aimee coqueteó con el magnate y puso a prueba todos sus encantos; Paul pensó que era muy bonita, pues se parecía a su madre. Sólo Jessica se mostró reservada y en cuanto terminó la cena subió a hacer las tareas escolares.

– Te han aprobado – dijo India sonriente cuando se sentaron en la sala, después de que los chicos subieran a telefonear a sus amigos y ver la tele -. A Jason le has caído fenomenal. Aimee dice que le gustas y, como bien sabes, Sam te adora.

– YJessica me odia – declaró él con total sencillez.

– Te equivocas. No ha dicho nada, lo que significa que no te odia. Si te detestara te lo diría.

– ¡Vaya consuelo! – exclamó él divertido.

Los críos eran simpáticos e India había cumplido a la perfección su labor de madre. Eran espabilados, seguros de sí mismos y alegres. Durante la cena habían sostenido una charla muy animada.

En cuanto los niños se fueron a dormir, subieron la escalera de puntillas. La fotógrafa echó el cerrojo a la puerta e hicieron el amor en silencio. Paul se puso ligeramente nervioso.

– ¿Estamos actuando correctamente? – susurró cuando acabaron.

Se había dejado llevar por la pasión y no se lo había preguntado, pero India asintió con la cabeza.

– La puerta está cerrada y ellos duermen a pierna suelta.

– Afortunadamente existe la inocencia infantil. Pero no podremos engañarlos mucho tiempo. No puedo pasar la noche contigo, ¿verdad?

Paul ya conocía la respuesta.

– Todavía no. Mis hijos necesitan tiempo para acostumbrarse. Les afecta que Doug tenga una novia, y eso que pasan los fines de semana con ella.

Paul pensó que había tenido mala suerte al ser la segunda persona en la vida de India. La perspectiva de conducir hasta Nueva York a las cuatro de la madrugada no lo entusiasmaba.

Al final se quedó hasta las seis y durmió a intervalos. Soñó con aviones, pero no tuvo pesadillas en las que aparecía Serena. Bajaron la escalera sin hacer ruido e India prometió que por la noche iría a verlo.


Mientras conducía, el magnate comprendió que la situación no era nada fácil. Ante todo, la distancia y la falta de descanso lo matarían. De todas maneras, India merecía la pena.

Había quedado en verse con Sean el jueves por la noche. El fin de semana los chicos de India estarían con su padre y ella dormiría en el Carlyle. De momento todo estaba organizado, pero le parecía complicado ir y volver de Westport a noches alternas y ocultarse de los niños. Pensó en la perversidad del humor divino. A su edad, plantear un futuro con una mujer con cuatro hijos, un perro y casa en Connecticut sería todo un desafío. Claro que era la mujer más excitante que había conocido.


A las cuatro de la tarde Paul salió del despacho. Aunque fue a hacerse un masaje y descansó un rato, estaba agotado. No tenía muy buen aspecto cuando por la noche llevó a India a cenar a Gino's.

– ¿Cómo están los chicos? – preguntó -. ¿Han dicho algo? ¿Me oyeron esta mañana?

– Claro que no.

India sonrió y no se inmutó gracias a la flexibilidad adquirida tras catorce años de maternidad. Tuvo que reconocer que además tenía catorce años menos que Paul, aunque él ya había demostrado que en algunos aspectos la edad no suponía un problema.

Cuando regresaron al hotel estaban tan cansados que se quedaron dormidos viendo la tele.

India despertó a las siete de la mañana.

– ¡Dios mío! – exclamó al ver la hora -. ¡La canguro me matará! Dije que volvería a medianoche.

Cogió el teléfono y contó una historia sobre una amiga que había sufrido un accidente y a la que había acompañado toda la noche. Después llamó a Gail y le pidió que se ocupara de los niños. En pocos minutos resolvió el entuerto, volvieron a arrebujarse en la cama y con desmesurada energía compensaron lo que la víspera no habían practicado.

Paul pidió el desayuno por teléfono. India se sentó frente a él, cubierta únicamente con la camisa del magnate y con aspecto gloriosamente atractivo.

– ¿Alguna vez has pensado en tener un piso en la ciudad? – preguntó Paul.

India hojeó el Wall Street Journal. Siempre lo leía cuando Doug se marchaba a trabajar y después de la separación había mantenido la suscripción.

– Doug decía que nos mudaríamos cuando Sam ingresara en la universidad.

– Puede que yo no viva tanto – comentó él con ligereza.

India lo miró por encima del periódico.

– Supongo que esto es muy duro para ti – murmuró comprensiva.

Hacía sólo tres días que Paul había regresado y la situación aún no se había puesto difícil, aunque potencialmente podía resultar explosiva.

– Todavía no lo es, pero lo será. Además, no puedes ir y volver todas las noches.

A Paul le desagradaba que India circulara por la carretera a las cuatro de la madrugada, y a él tampoco le apetecía hacerlo. Todavía sería peor cuando llegara la temporada de nieve.

– Sólo quedan tres meses de curso escolar – observó India con pragmatismo.

En ese momento no estaban dispuestos a afrontar la realidad. La relación había pasado del nacimiento a la mayoría de edad. Se trataba de algo sobre lo que reflexionar y Paul fue consciente de que no había tenido en cuenta los problemas logísticos de India, que abarcaban desde la niñera hasta los traslados en coche. Su hijo tenía treinta y un años y hacía mucho que no se ocupaba de esos menesteres. También recordó que Sean nunca había aceptado sus relaciones sentimentales. Había detestado sistemáticamente a todas las mujeres con las que su padre salía. Paul conoció a Serena cuando Sean iba a la universidad. Tampoco le cayó bien y tardó años en establecer vínculos amistosos con ella. Para entonces Sean ya estaba casado. Paul recordó que esa noche cenaba con su hijo.

A partir del viernes India pasaría el fin de semana con él en Nueva York.

Desayunaron y se vistieron. Salieron juntos del hotel, ella rumbo a Westport y él al despacho.

Paul sonrió cuando India se sentó al volante y lo contempló con su cautivadora belleza rubia.

– Creo que estoy loco, pero te amo – declaró el magnate, y hablaba absolutamente en serio.

Paul la vio alejarse y se obligó a no pensar en Serena. Su peor momento llegaba cuando se separaba de India. Si estaba a su lado no pensaba en Serena: se había comprometido en cuerpo y alma en esta relación y no se arrepentía.


Por la noche, durante la cena con Sean, habló de India y le contó la relación que mantenían. Sean mostró poco entusiasrno y se expresó con cautela.

– Papá, ¿no es demasiado pronto?

– ¿Para salir con una mujer?

La reacción del hijo desconcertó a Paul. Aunque finalmente se hicieron amigos, Sean nunca había tenido debilidad por Serena. La consideraba demasiado ostentosa. India era todo lo contrario; se trataba de una mujer reservada, discreta, elegante y sin pretensiones, pero Sean no la conocía.

– Tal vez – repuso Sean -. Sólo han pasado seis meses y estabas muy enamorado de Serena.

– Lo estaba y lo estoy. ¿Crees que no tengo derecho a relacionarme con otra mujer?

Se trataba de una pregunta directa que merecía una respuesta ecuánime.

– ¿Para qué? A tu edad no es necesario que vuelvas a casarte.

– ¿Quién ha hablado de matrimonio?

Paul dio un respingo al oír las palabras de su hijo y reparar en su aguda capacidad de percepción. Por la mañana había pensado en casarse mientras evaluaba la posibilidad de ir y volver cada día de Westport, práctica que no podían mantener eternamente.

– Si no estás dispuesto a casarte, ¿para qué sales con una mujer? Tienes el Sea Star.

A Sean le parecía un trueque sensato y a Paul le hizo muy poca gracia que su hijo pensase que, con cincuenta y siete años, era demasiado viejo para citarse con una mujer.

– ¿Desde cuándo te interesan los barcos? Supuse que te gustaría saber qué hago. Un día de éstos te la presentaré.

– No es necesario, salvo que quieras casarte con ella – replicó Sean a bocajarro.

Paul pensó que si le presentaba a India estaría obligado a casarse con ella. Para cambiar de tema habló de su trabajo como fotógrafa y de su extraordinario talento.

– Muy interesante – dijo Sean por cortesía -. ¿Tiene hijos? – Paul pensó que era otra genialidad de su parte. Asintió discretamente con la cabeza y Sean fue al grano -: ¿Cuántos?

– Más de uno.

El pánico se apoderó de Paul y Sean lo percibió.

– ¿Cuántos? – insistió.

– Cuatro.

– ¿Pequeños?

– De los nueve a los catorce años.

El magnate pensó que ocultarlo no conducía a nada.

– ¿Es una broma?

– No.

– ¿Te has vuelto loco?

– Tal vez.

A esas alturas Paul dudaba de todo.

– Pero si no soportas más de diez minutos a mis hijos.

– Tus hijos son más pequeños y no paran de berrear. Los de ella son distintos.

– No vayas tan rápido. Acabarán en la cárcel, se emborracharán, tomarán drogas o dejarán preñadas a sus novias. Tal vez ella quede embarazada. Te encantará.

– No seas tan pesimista. Tú no hiciste nada de eso.

– Qué sabes tú. Además, me lo impediste. Papá, a tu edad lo que menos necesitas es una mujer con cuatro hijos. ¿Por qué no buscas una mujer más madura?

– ¿Qué te parece Georgia O'Keeffe? ¿Te parece lo bastante madura? Creo recordar que supera los noventa.

– Me parece que ha muerto – comentó Sean -. Venga, serénate. Regresa al velero y relájate. Creo que sufres la crisis de la edad madura.

– Agradezco tu optimismo – ironizó Paul, afectado. Era difícil que su hijo aceptara a India -. Si consideras que tengo esa crisis de que hablas, significa que esperas que viva el doble de mi edad actual, hasta los ciento catorce. Haré cuanto esté en mi mano para darte el gusto. Te garantizo que no estoy senil. Es una buena amiga, una mujer encantadora y me gusta mucho. Pensé que te agradaría saberlo, pero más vale que lo olvides.

– No – dijo Sean severamente y se desquitó de las peroratas que Paul le había dado a lo largo de su vida -. Será mejor que seas tú quien la olvide.

Abordaron otros temas y, cuando salieron del restaurante, Sean seguía preocupado. Dijo que durante el fin de semana lo llamaría para que viese a sus nietos y Paul no tuvo valor para responder que tenía otros planes. Se limitó a comentar que telefonearía si el fin de semana se quedaba en la ciudad. Sean comprendió en el acto a qué se refería.


Cuando llegó a casa, Sean comentó con su esposa, acosada por los mareos del embarazo y con mal semblante, que su padre había perdido la chaveta. Dicho sea en su honor, su mujer le aconsejó que no fuese tan envarado. Paul tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana. Sean replicó que se ocupara de sus asuntos.


Las pesadillas que padeció aquella noche fueron terribles. Soñó con Serena y con aviones que estallaban en pleno vuelo. En dos ocasiones la oyó preguntar a gritos qué le había hecho y sollozar porque le había sido infiel. Al despertar se sentía como un anciano de noventa años. Sean había hecho un comentario inquietante: ¿Y si India quedaba embarazada? La mera idea le provocaba escalofríos.

Cuando por la tarde India telefoneó al despacho y dejó dicho que llegaría al hotel a las cinco y media, Paul pidió a su secretaria que le avisase que allí estaría.


En cuanto la vio olvidó sus pesadillas y las advertencias de Sean. Le bastó besarla para derretirse. Terminaron en la cama antes de cenar y a medianoche solicitaron el servicio de habitaciones. Era la mujer más cautivadora que conocía¡ y, por muchos hijos que tuviera, Paul sabía que la amaba. Mejor dicho, estaba colado por ella. Pasaron un fin de semana realmente mágico.

Pasearon por Central Park cogidos de la mano, visitaron el Metropolitan y fueron al cine. Vieron una historia de amor trágica y lloraron. Compraron libros, leyeron y escucharon música. Compartían los gustos e India habló entusiasmada del crucero que realizarían a bordo del Sea Star. Hablaron de sus sueños y temores, como en el pasado habían hecho por teléfono.

El domingo por la tarde Paul se entristeció pues India tenía que irse, debía recoger a los chicos después de la cena. Cuando su amada se marchó le resultó insoportable la perspectiva de pasar la noche sin ella.

La noche del domingo fue peor que la del jueves. Soñó que estaba en brazos de Serena, quien le suplicaba que no la dejase morir y decía que deseaba permanecer siempre a su lado. A las tres de la madrugada despertó y lloró una hora seguida, acosado por los remordimientos. No consiguió conciliar nuevamente el sueño y por la mañana tuvo la certeza de que no debería haber sobrevivido a Serena. La situación se le tornó insoportable. Habló con India, que se mostró complaciente y preocupada por lo que le ocurría.

Cuando salió del hotel hacia el despacho se sentía como muerto. Había quedado en ir a Westport por la noche, pero a las seis telefoneó a India y le explicó que no podía. Era incapaz de mirarla a la cara. Necesitaba otra noche en solitario para pensar en Serena y en lo que estaba haciendo. Supuso que a la mañana siguiente se encontraría mejor e India quedó en desplazarse a la ciudad. Le había pedido a la canguro que pasase la noche en su casa y explicó a sus hijos que iba a visitar a una amiga enferma. ¿Cuánto tiempo podría mantener la farsa?


Cuando por la noche llegó al hotel, Paul la estaba esperando. Tenía mal aspecto e India se preocupó. Quiso saber si había comido y si tenía fiebre. Muy abatido, el magnate respondió que no.

– Cariño, pareces enfermo.

Paul se sintió como un asesino en serie. Tras tantos meses de hablar por teléfono la conocía muy bien, sabía qué pensaba, qué sentía y en qué creía. India creía en la esperanza, los sueños, la sinceridad, la fidelidad y las demás emociones humanas positivas. También creía en los finales felices… pero en este caso no lo había. En los dos días que no se habían visto Paul se había dado cuenta de que seguía enamorado de Serena y estaba convencido de que siempre lo estaría.

Se sentó en el sofá junto a India y la miró. A ella se le cayó el alma a los pies. Paul sólo vio la melena dorada, los ojos azules que a cada minuto que pasaba parecían más grandes y un rostro tan pálido que se asustó.

– Creo que sabes lo que voy a decir – murmuró con toda la tristeza del mundo.

– No quiero oírlo – repuso ella con voz quebrada -. ¿Qué ha pasado?

– India, me he despertado, he recobrado el juicio.

– No, no es cierto. Te has vuelto loco.

Ella sabía de antemano lo que él le diría, y el corazón le dio un vuelco. Perderlo le daba terror. Llevaba toda la vida esperándolo.

– Estaba loco cuando te dije que te amaba. Fue un error. Me excitabas… Quería que nuestra relación fuese todo lo que pensaba que debía ser. Eres la mujer más maravillosa que he conocido, pero estoy enamorado de Serena y siempre lo estaré. Sé que es así. No puedo seguir adelante.

– Te has asustado, eso es todo. El pánico te ha dominado – aseguró desesperada.

– Es ahora cuando el pánico me domina – reconoció él sinceramente y la miró a los ojos. No quería hacerse responsable de ella; mejor dicho, no podía. Sabía que no podía. Sean no se había equivocado: estaba senil -. India, tienes cuatro hijos y una casa en Westport.

– ¿Y qué tiene que ver? Los daré en adopción – bromeó, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. Paul hablaba en serio. Ella luchaba por el amor que compartían pero el magnate no quería saber nada -. Te quiero.

– Ni siquiera me conoces. Sólo soy una voz por teléfono un sueño, una ilusión.

– Claro que te conozco – afirmó a la desesperada -. Te conozco tanto como tú a mí. No es justo.

Rompió a llorar desconsoladamente.

Paul la estrechó entre sus brazos. Se sintió un canalla pero sabía que, para sobrevivir, tenía que escapar.

– Será mejor dejarlo, más adelante resultaría más doloroso. Nos uniremos más y ¿qué pasará? No puedo seguir adelante, Serena me lo impide.

– Serena ha muerto – puntualizó ella con delicadeza en medio de las lágrimas, pues no quería hacerle daño pese al dolor que Paul le causaba -. Ella no querría que fueras desgraciado.

– Sí lo querría, jamás me permitirá estar con otra mujer.

– Era inteligente y te quería… No puedo creer que me hagas esto. – Habían compartido una semana, siete días, India se había entregado totalmente y ahora Paul le decía que era el fin. Hacía una semana, hacía sólo dos días, le había dicho lo mucho que la amaba. Quería que se fuese a vivir a la ciudad y le gustaban sus hijos -. ¿No estás dispuesto a dar, una oportunidad a nuestra relación?

– No, no puedo. Por tu bien y por el mío. Volveré al velero. Mi hijo tiene razón, soy demasiado viejo. Necesitas un hombre más joven. No puedo asumir cuatro críos, es demasiado. A las edades que tienen tus hijos Sean estuvo a punto de volverme loco. Lo había olvidado. Han pasado veinte años, yo tenía treinta y siete. Y ahora tengo cien. No, India, es imposible – dijo severamente y la contempló llorar. Lo hacía por Serena, se lo debía por haber permitido que perdiera la vida en aquel accidente aéreo. No tendría que haber ocurrido, él debería haber muerto a su lado -. Será mejor que te vayas.

Paul se levantó y la ayudó a incorporarse. La fotógrafa sollozaba desconsoladamente. No esperaba que le hiciera algo así ni estaba preparada para asimilarlo. Jamás había imaginado que ocurriría. Paul la amaba y ella lo sabía.

– ¿Y las vacaciones en Antigua? – preguntó en medio del llanto, como si tuvieran importancia.

Sólo era un pretexto al que aferrarse. Paul también se lo arrebató. Quería recuperarlo todo: su corazón, su vida, su futuro.

– Olvídalas – replicó con frialdad -. Vete a otra parte. Vete con un buen hombre. Yo no soy la persona adecuada, lo mejor de mí murió con Serena.

– No es verdad. Amo lo mejor y lo peor de ti.

Paul ya no estaba dispuesto a oírla. No quería nada de India. Se había acabado. La fotógrafa lo miró con una expresión que le desgarró el corazón.

– ¿Qué le diré a mis hijos?

– Diles que soy un cabrón. Te creerán.

– No me creerán. Yo tampoco te creo. Simplemente estás asustado. Tienes miedo de ser feliz.

Aquello era más cierto de lo que India podía imaginar y de lo que Paul estaba dispuesto a reconocer.

– Vuelve a tu casa – dijo él y le abrió la puerta -. Regresa con tus hijos. Te necesitan.

– Tú también me necesitas – insistió convencida, ya que lo conocía a fondo -. Me necesitas más que mis hijos. – Se entretuvo en la puerta, sollozó lastimeramente y antes de partir dijo -: Te quiero.

Cuando India se marchó, Paul cerró la puerta y se dirigió al dormitorio. Se tumbó en la cama que habían compartido, pensó en ella y lloró amargamente. Deseaba que volviese y que formara parte de su vida, pero era imposible. Había aparecido demasiado tarde. Estaba muerto. Serena se lo había llevado consigo, por no haber muerto a su lado, por haberla dejado en la estacada. Él la había traicionado y no podía volver a hacerlo. No tenía derecho a coger lo que India quería darle.

Mientras Paul permanecía tumbado en la cama y lloraba, India conducía histérica y cegada por las lágrimas. No daba crédito a lo ocurrido ni a lo que Paul le había hecho. Era mucho peor que Doug. La diferencia radicaba en que se amaban. Estaba tan angustiada y afectada por la pena que no vio el coche que se salió del carril y se cruzó por delante. Chocó sin reparar en lo que ocurría. Rebotó contra la valla, se desvió a otro carril, dio una vuelta de campana y se golpeó la cabeza con el volante. Finalmente el vehículo se detuvo. Notó un gusto salado en la boca y vio manchas de sangre por todas partes. Alguien abrió la portezuela. India lo miró y se desmayó.

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