India se recuperó lentamente. Los puntos se convirtieron en una cicatriz que seguía la línea del nacimiento del pelo a lo largo de la sien izquierda. Tres semanas después del accidente, la herida aún tenía un color rojo intenso, pero le aseguraron que en seis meses no se notaría y que podría haber sido peor, muchísimo peor. Había tenido mucha suerte, pues podía haber sufrido daños cerebrales irreversibles o morir. Aquella noche en urgencias había de guardia un cirujano plástico que le había cosido la herida. Tres semanas después la visitó y se mostró satisfecho de su trabajo. El brazo roto sólo tardó cuatro semanas en curarse y, como era el izquierdo, no quedó absolutamente imposibilitada. Lo que creó más problemas fue la contusión cervical y todavía llevaba collarín cuando en abril la llamó Raúl. Quería que cubriese un reportaje en la ciudad. Una revista publicaba un artículo sobre la víctima de una violación. El juicio despertaba mucho interés y necesitaban fotografías.
India lo pensó durante dos días y aceptó el encargo. Necesitaba salir de la rutina. Conoció a la víctima y le cayó bien. Se trataba de una famosa top model, de veinticinco años. El violador le había hecho cortes en la cara la noche en que había puesto fin a su carrera en un montículo de hierba de Central Park, donde la condujo a punta de pistola cuando ella se apeó de un taxi en la Quinta Avenida.
El reportaje requirió dos días de trabajo y lo único que le desagradó fue que el encuentro tuvo lugar en el Carlyle, lo que le recordó a Paul. Por lo demás, todo marchó sobre ruedas. Publicadas una semana después, las fotos provocaron gran revuelo.
Hacía un mes que no tenía noticias de Paul pero se abstuvo de llamarlo. Ignoraba dónde estaba e intentaba no pensar en él. Un mes después de la ruptura seguía en medio de una nube de confusión. Había sido como conseguir cuanto había soñado y luego perderlo. La única diferencia con la modelo consistía en que ésta estaba físicamente afectada. Las cicatrices de India eran igualmente profundas pero no se veían. Sólo ella sabía de su existencia.
Le costaba creer que no volvería a tener noticias de Paul pero en mayo no le quedó otro remedio que aceptarlo. Se había alejado de su vida, cargado con sus penas, sus heridas y sus recuerdos de Serena. India sabía que jamás recuperaría algo muy íntimo que Paul le había arrebatado. Tenía qué aprender a vivir con esto y con su fracaso matrimonial. Por algún motivo la ruptura con Paul le dolía más que la pérdida de Doug. Le resultaba más lacerante que todo lo que había vivido, salvo la muerte de su padre. Se trataba de la pérdida de las esperanzas en un momento vulnerable de su vida y estaba decepcionada. Sabía que el tiempo lo cura todo, aunque ignoraba cuánto tardaría. Tal vez le llevaría toda la vida, pero no tenía alternativa. Su sueño se había esfumado con Paul, lo mismo que su corazón y el amor que le había prodigado. Lo único que le quedaba era la certeza de que éste la había amado. Paul la amaba. Por mucho empeño que él pusiese en negarlo, durante un tiempo la había amado.
A principios de mayo comió con Gail. Todos los años almorzaban juntas el día del cumpleaños de India. Era una tradición. La víspera, India había comprado una camioneta nueva. Gail la contemplaba cuando de repente miró a su amiga. Hacía dos meses que deseaba hacerle una pregunta y hasta entonces no se había atrevido. Se armó de valor al comprobar que India estaba muy recuperada; además, la curiosidad la azuzaba. Se sentaron a comer y Gail se lo preguntó. India desvió la vista, luego miró a su amiga con expresión afligida. No tenía sentido guardar el secreto, ahora carecía de importancia.
– Sí, se trata de Paul. Durante mucho tiempo, casi desde el verano, nos hablamos por teléfono. Si quieres que sea exacta, a partir de la muerte de Serena. Al cabo de unos días me llamaba diariamente. Se convirtió en mi mejor amigo, en una especie de hermano… Durante una época lo fue todo para mí. Era la luz al final del túnel, aunque él se negaba a admitirlo. – Sonrió -. Después, regresó a Nueva York y me declaró su amor. Creo que la primera vez que lo vi me enamoré de él. A él le ocurrió lo mismo, incluso en vida de Serena, aunque nunca lo reconoció y creo que, en realidad, no se dio cuenta. Entre nosotros existía algo muy poderoso que lo asustó. Era más de lo que podía asimilar. Todo acabó en una semana. Dijo que era por mis hijos, por su edad y por una serie de tonterías que no vienen a cuento. En realidad lo hizo por él. Se sentía demasiado culpable debido a Serena, seguía enamorado de ella. Sea como fuere, puso fin a la relación la noche del accidente.
Miró a Gail con lágrimas en los ojos.
– ¿Aquella noche intentaste quitarte la vida?
La cuestión obsesionaba a Gail. India le recordaba mucho a su hermana; por suerte, se había salvado y parecía muy repuesta.
– Supongo que sí – reconoció ella con franqueza -. Tenía ganas de morir, pero me faltó valor. Sigo sin recordar qué ocurrió. Sólo sé que iba llorando y con la sensación de que mi vida estaba acabada. Cuando recobré el conocimiento ingresaba en el hospital. Recuerdo que después me llevaste a casa y me dolía mucho la cabeza. La verdad es que el corazón me dolía mucho más que la cabeza.
– ¿Has sabido algo más de Paul? – inquirió Gail con pesar, pues le parecía una historia terrible que había estado a punto de terminar en tragedia.
Su amiga negó con la cabeza.
– No sé nada ni creo que vuelva a tener noticias suyas. Se ha terminado. He tardado mucho en aceptarlo, pero ahora sé que es así. No le he llamado ni le llamaré. Estaba muy deprimido y sólo faltaría que yo lo torturara. Hemos pasado momentos realmente difíciles. Supongo que ha llegado la hora de olvidarlo.
Gail asintió con la cabeza, deseosa de que así fuera. Si Paul no la quería, a su amiga no le quedaba otra opción que aceptarlo. Por muy doloroso que hubiera sido, parecía que al fin lo reconocía.
Comieron en Fernando's Steak House y hablaron de otros temas: los hijos de India, el reportaje de la modelo violada y, por último, la novia de Doug. Aunque no demasiado, este último punto molestaba a India. Todavía se preocupaba por Doug, si bien la separación le producía alivio. Su vida actual era mucho más sencilla y tranquila. No le apetecía salir con nadie. Suponía que, después de la historia con Paul, tardaría mucho en volver a abrirse. Gail no mencionó el tema. India no estaba en condiciones de salir con un hombre, de asistir a citas a ciegas o encuentros casuales en un motel. Además, no era su estilo. Gail se percató de lo herida que estaba, mucho más de lo que demostraban las cicatrices, el brazo roto o el cuello resentido. Las verdaderas heridas eran profundas, se encontraban donde nadie podía verlas o tocarlas. Eran el regalo de despedida que Paul le había hecho e India estaba convencida de que recuperarse le llevaría toda la vida. Jamás había amado a nadie como a Paul y le resultaba imposible pensar en volver a vivir una historia parecida. Gail estaba segura de que algún día aparecería alguien, pero India jamás se abriría como lo había hecho con Paul Ward.
Raúl telefoneó al día siguiente de que le retiraran la escayola del brazo. India esperaba otro reportaje local, como el del juicio por violación, pues su representante estaba al tanto del accidente y suponía que le asignaría una labor tranquila.
– ¿Cómo te encuentras? – preguntó Raúl.
India sonrió.
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Piensas invitarme a bailar? Diría que estoy bien, aunque todavía no podría bailar claqué. Pero me atrevería con la samba. ¿Qué quieres que bailemos?
– ¿Te van los ritmos africanos? – India sintió que algo se encendía en su interior y recordó el pasado -. ¿Qué te parece Ruanda?
– Está muy lejos – replicó.
Raúl fue franco con ella:
– Está muy lejos y el trabajo será agotador. En medio de la selva hay un hospital que se ocupa de niños huérfanos. Algunos padecen secuelas terribles y están muy afectados por enfermedades y problemas que ponen los pelos de punta. No disponen de mucha ayuda. Un grupo de estadounidenses colabora con los misioneros de Francia, Bélgica y Nueva Zelanda. Hay voluntarios de todo el mundo. La historia es interesantísima pero no quiero presionarte. Sé que has estado en fase de recuperación y que tienes que pensar en tus hijos. Así pues, depende de ti. No insistiré. La decisión es tuya.
– ¿Cuánto tiempo requiere?
– Tres semanas, tal vez cuatro. Supongo que tú podrías hacerlo en tres.
Si aceptaba tendría que buscar a alguien que cuidara de sus hijos.
– Me encantaría cubrir la noticia – reconoció. Era precisamente la clase de reportajes a que aspiraba cuando volvió a trabajar. Se trataba de una región candente, pero no había muchos riesgos salvo las habituales enfermedades tropicales. Además, sus fotos de esa zona del planeta estaban anticuadas -. ¿Me das un par de días para pensarlo?
– Necesito la respuesta mañana mismo.
– Lo intentaré.
India continuó sentada junto al teléfono, pensó un buen rato y decidió coger el toro por los cuernos. No tenía nada que perder. Lo peor que podía ocurrir era obtener un no por respuesta.
Llamó a Doug al despacho y le preguntó si podía ocuparse de los chicos mientras estuviese fuera cubriendo un reportaje.
Él permaneció largo rato en silencio y al final le soltó una pregunta que India no esperaba pero que tenía mucho sentido.
– ¿Puedo quedarme en Westport?
La fotógrafa no oyó acusaciones, insultos ni amenazas. A Doug le daba igual lo que hiciese siempre y cuando fuera responsable con los hijos.
– Desde luego, me parece perfecto. Para nuestros hijos será mejor así.
Entonces él la sorprendió con una pregunta:
– ¿Puedo ir con Tanya?
Hacía varias semanas que Doug convivía con ella y sus dos hijos. Aunque había habitaciones de sobra, India no quería tenerlos a todos en su casa. Reflexionó, comprendió que el viaje a África dependía de que aceptara esa propuesta y, finalmente, cedió. No daba saltos de alegría pero, si era necesario, valía la pena dejar que Doug se instalara con Tanya y sus hijos. No tuvo muy claro cómo reaccionarían los muchachos. Sabía que detestaban a Tanya y sus críos.
– Pacto cerrado – declaró Doug.
India sonrió y recordó que era su concepto favorito, en el que creía a pies juntillas.
– Gracias – dijo -. Es un reportaje muy prometedor.
Entusiasmada, llamó inmediatamente a Raúl para darle la noticia.
– ¿Cuándo puedes partir?
– Te lo diré en cuanto lo sepa. Supongo que muy pronto.
– Cuanto antes mejor – dijo Raúl.
India debía tomar las fotos sin más tardanzas. Raúl le dijo que debía salir en menos de una semana y ella emitió un silbido de sorpresa. No le quedaba mucho tiempo para organizarse, pero lo conseguiría.
Volvió a telefonear a Doug y se lo explicó. Su ex marido no puso reparos y ella le dio nuevamente las gracias. Se habían convertido en desconocidos. Costaba creer que hubiesen compartido diecisiete años de vida. Su matrimonio había terminado brusca y definitivamente, por lo que se preguntó hasta qué punto había sufrido Doug y si había sido importante para él. Supuso que Tanya era más sumisa que ella para acatar sus normas. India sabía que Tanya nunca había trabajado, que su ex marido era médico y que, cuando le planteó el divorcio para casarse con su enfermera, accedió a pasarle una asignación elevadísima, por lo que Tanya era económicamente independiente y no representaba una carga.
Por la noche les explicó a sus hijos que se iba de viaje y que Doug se quedaría con ellos. Estaban encantados, aunque no tanto cuando supieron que Tanya y sus hijos lo acompañarían.
– ¿No hay otra solución? – preguntó Aimee.
Jason puso cara de disgusto.
– No pienso quedarme aquí – anunció Jessica, grandilocuente.
Ya había cumplido los quince, pero no tenía a donde ir.
– ¿Puedo quedarme en casa de Gail? – preguntó Sam.
– Ni soñarlo – contestó India -. Os quedaréis en casa y os portaréis educadamente. Papá me hace un favor al venir aquí para que yo pueda viajar para cubrir una noticia. Así son las cosas y no hay nada que hacer. Sólo estaré fuera tres semanas.
– ¿Tres semanas? ¿Tanto tiempo?
– Ruanda está muy lejos y necesito tres semanas.
Los chicos se vengaron: no le dirigían la palabra y discutían por todo, desde la ropa hasta los sitios a los que iban. India estuvo enferma la semana antes de partir. Las vacunas le produjeron náuseas y fiebre. Pero estaba dispuesta a hacer lo imposible para realizar ese viaje y cubrir la noticia.
La víspera de su partida los llevó a cenar fuera y logró que, a regañadientes, accedieran a ser amables con Tanya, pero los cuatro se juramentaron no dirigir la palabra a sus hijos.
– Espero que seáis educados, os lo pido por papá.
En plena noche Sam se metió en su cama. Acababa de cumplir diez años. Jason tenía trece y Aimee doce. El único que de vez en cuando se colaba en su cama era el pequeño. La echaría de menos, pero con Doug en casa los chicos estarían bien. Tanya había telefoneado para decirle que se ocuparía de los traslados en coche. India se percató de que su relación con Doug era estable. Le costaba asimilar que él había seguido adelante con su vida. Sin embargo, no guardaba rencor a Tanya, a quien los chicos encontraban horripilante pues les hablaba como si fueran bebés y se ponía demasiado maquillaje y perfume. India pensó que podría haber sido peor. Doug podría haberse liado con una veinteañera que odiara a sus hijos, pero Tanya no era así. Evidentemente se tomaba la situación con filosofía.
Se trasladarían a la casa de Westport el mismo día de la partida de India, que ya lo tenía todo preparado: listas, instrucciones y alimentos para una semana en la nevera y el congelador. Pensaba dejar cenas congeladas para calentar en el microondas, pero Doug le dijo que a Tanya le encantaba cocinar y que con mucho gusto prepararía la cena a los chicos.
Después de desayunar se marcharon a la escuela. India les dio un beso de despedida y les pidió que se portasen bien. Había dejado varios números de teléfono por si la necesitaban, aunque les advirtió que sería difícil contactar con ella. El hospital de campaña disponía de radio y le retransmitirían los mensajes. Sabía que para sus hijos lo más duro sería la imposibilidad de hablar con ella. Pero los dejaba en buenas manos y, gracias a Doug y Tanya, se quedaban en casa y sus vidas no se alterarían demasiado.
Telefoneó a Gail y le pidió que de vez en cuando echase un vistazo a los chicos. Gail le deseó suerte. Echaría de menos a su amiga, pero sabía que a ella le iría bien desconectar. Habían transcurrido dos meses desde la ruptura con Paul y desde entonces India parecía más muerta que viva, pero Gail abrigaba la esperanza de que el viaje la ayudara a recuperarse. Estaría tan ocupada, tan lejos y tan distante de todo que nada se lo recordaría.
India cubriría la primera etapa del viaje volando a Londres. Pernoctaría en un hotel del aeropuerto y al día siguiente cogería un vuelo a la ciudad ugandesa de Kampala. Una vez allí tomaría un pequeño avión para desplazarse a Kigali – la capital de Ruanda – y luego viajaría en jeep por la selva hasta Cyangugu, en el extremo meridional del lago Kivu.
Salió de casa vestida con tejano, botas y plumón; de su hombro colgaba la vieja bolsa con el equipo fotográfico y sólo llevaba un bolso pequeño. Una vez fuera se detuvo, miró alrededor, acarició al perro y rezó para que en su ausencia no pasara nada.
– Cuídalos por mí – dijo a Crockett.
El perro la miró y meneó la cola. India sonrió expectante y cogió el autobús que la conduciría al aeropuerto.
El viaje le resultó interminable. Las dos últimas etapas fueron peores de lo que Raúl había augurado. El avión de Kigali a Cyangugu era una minúscula huevera que sólo transportaba dos pasajeros y apenas había espacio para su bolso de mano. Despegó a duras penas, casi rozando la copa de los árboles, y aterrizó en un claro rodeado de arbustos ralos. El paisaje era increíble e India comenzó a disparar su cámara antes de que tomaran tierra. El jeep era, en realidad, un viejo camión ruso. Nadie sabía de dónde lo habían sacado y al cabo de media hora de trayecto se dio cuenta de que los dueños anteriores no lo revisaban porque dejó de funcionar. La media hora de recorrido se convirtió en dos horas y media. Se detuvieron varias veces para reparar el camión o para ayudar a sacar del barro a vehículos atascados. A mitad de trayecto India ya se había convetido en una experta en bujías.
Le habían asignado un conductor sudafricano que se presentó con Ian, un neozelandés que llevaba tres años en la zona. Este amaba África y le contó muchas cosas sobre las tribus hutus y tutsis, y la procedencia de los niños que vivían en el hospital de campaña,
– Será un reportaje estupendo – opinó el neozelandés.
Era muy atractivo e India se deprimió cuando advirtió que probablemente le doblaba la edad. En ese rincón del mundo había que ser joven para soportar las penurias. Con cuarenta y cuatro años, prácticamente era una anciana comparada con los demás integrantes del equipo. Claro que sólo se quedaría tres semanas.
– ¿De donde obtenéis las provisiones? – preguntó mientras avanzaban dando tumbos.
Hacía rato que había anochecido, pero tanto Ian com el conductor insistían en que no corrían peligro. Le explicaron que sólo debían preocuparse por la presencia ocasional de elefantes o leones. Ambos iban armados y aseguraron ser buenos tiradores.
– Obtenemos alimentos de donde podemos – respondió mientras traqueteaban.
– Espero que no los consigáis en el mismo sitio de donde procede el camión.
El joven rió y le explicó que las provisiones llegaban del extranjero y que las transportaban por puente aéreo. También contaban con ayuda de la Cruz Roja.
Llegaron a las dos de la madrugada y la acompañaron a su tienda de campaña. Era minúscula y parecía un desecho de guerra, pero a India no le importó. Le dieron un saco de dormir y un catre y le aconsejaron que no se quitara los zapatos por si los elefantes o los rinocerontes arrasaban el campamento y tenía que huir por piernas. También le advirtieron que había serpientes.
– ¡Fantástico! – exclamó.
No estaba en Londres sino en África, pero se encontraba tan agotada que habría dormido de pie.
Por la mañana la despertaron los sonidos del campamento. Salió de la tienda con la misma ropa que llevaba la noche anterior, sin peinarse ni lavarse los dientes, y divisó el hospital de campaña. Estaba instalado en una enorme cabaña que un grupo de australianos había construido hacía dos años. Todos parecían muy concentrados en lo que hacían. Tuvo la sensación de ser una perezosa pues aún estaba medio dormida.
– ¿Has tenido buen viaje? – preguntó una inglesa sonriente que le indicó dónde estaban los lavabos.
La cocina se encontraba detrás del hospital e India fue hacia allí después de lavarse los dientes y la cara, de cepillarse la melena y hacerse una coleta.
Era una mañana fantástica y el calor apretaba. Había dejado el plumón en la tienda y estaba hambrienta. En la cocina había una extraña mezcla de alimentos africanos para los nativos y una variedad poco tentadora de platos congelados para los demás. La mayoría de los presentes tomaban fruta. India sólo necesitaba un café antes de redactar la lista de las personas que tenía que entrevistar para el reportaje.
Estaba a punto de terminar la segunda taza de café y una tostada cuando entró un grupo de hombres en compañía del neozelandés que había conocido la víspera. Alguien comentó que eran pilotos. India contempló la espalda de uno de los recién llegados y le resultó ligeramente conocida. Llevaba chaqueta de vuelo y gorra de béisbol, pero no le vio la cara. De todos modos, no tenía importancia. No conocía a nadie, quizá era alguien con quien se había cruzado en los años en que deambulaba de un lado a otro del planeta. Le pareció harto improbable. Casi todas las personas con que trató se habían retirado ya, seguido su camino o muerto. En su profesión no existían muchas opciones y casi nadie perseveraba en esa clase de trabajo. Entrañaba demasiados riesgos y la inmensa mayoría de las personas cuerdas lo cambiaban encantadas por una mesa de despacho.
Aún miraba a los hombres cuando Ian la saludó con la mano y se acercó. Tres pilotos lo siguieron. El primero era bajo y corpulento y el segundo, negro. India miró al tercero y, atónita, lanzó una exclamación de sorpresa. Era Paul Ward. Se miraron fijamente, con una mezcla de miedo e incredulidad. El grupo llegó a la mesa que ocupaba la fotógrafa. El neozelandés los presentó y le resultó imposible pasar por alto la expresión de India. Su rostro de por sí pálido se había tornado blanco como el papel.
– ¿Os conocéis? – preguntó Ian, percatándose de que había un problema grave.
Si India hubiera sido capaz de imaginar la única escena de su existencia que no quería vivir, probablemente habría sido la que se estaba desarrollando ante sus ojos.
– No es la primera vez que nos vemos – atinó a decir India y estrechó la mano de los recién llegados.
Enseguida recordó que Paul le había contado que, antes de casarse con Serena, organizaba puentes aéreos a zonas necesitadas, y que después de su boda había limitado su participación a prestar apoyo económico. Por lo visto, volvía a desempeñar un papel más activo. Cuando los demás se fueron Paul se las ingenió para quedarse.
Miró a India, aún tan sorprendido como ella. No podían imaginar que se encontrarían en Ruanda. Para India se trataba de un fatídico percance.
– India, lo siento mucho – se disculpó él, notando que la fotógrafa estaba muy afectada. Había viajado a ese lugar perdido para recuperarse y olvidarlo pero increíblemente se habían encontrado. Era una pesadilla -. No sabía que…
– Por supuesto que lo sabías. – Intentó sonreír porque era lo único que podía hacer -. Lo has planificado para torturarme. Es lo que puedo esperar de ti.
Paul sintió alivio al ver que India aún era capaz de esbozar una sonrisa.
– Jamas haría semejante cosa. Supongo que lo sabes.
– Te creo muy capaz. – Aunque bromeaba a medias, sabía que ese encuentro era fortuito -. ¿Se trata de una escena de la peor película de tu vida? Para mí sí.
– Lo sé. ¿Cuándo llegaste?
– Anoche.
– Nosotros hace una hora, de Cyangugu.
– Eso me han dicho. ¿Cuánto tiempo te quedarás?
Le habría gustado que Paul permaneciera un solo día, pero no era lo que tenía previsto.
– Dos meses. Repartiremos provisiones, pero yo me quedaré aquí y utilizaré el hospital como base.
– ¡Qué bien! – exclamó ella con ironía, aún sin dar crédito a lo que ocurría.
– ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo te quedaras?
– Tres o cuatro semanas. Tendremos que soportarnos, ¿no te parece? – preguntó tensa.
Hasta mirarlo le producía dolor. Era como clavar una aguja en una herida reciente. Paul estaba mejor que nunca, si bien algo más delgado y estresado, pero seguía siendo sumamente atractivo y juvenil. Por lo visto, los meses transcurridos desde la ruptura no habían hecho mella en él.
– Haré lo imposible por no interponerme en tu camino – prometió.
Ninguno de los dos sabía lo estrechamente que se trabajaba en el hospital de campaña. Los colaboradores pasaban juntos todo el día. Formaban un verdadero equipo y nadie podía zafarse.
– Te lo agradezco.
India se levantó y dejó la taza en una bandeja. Al volverse vio que Paul la contemplaba con expresión dolida. No quiso preguntarle cómo llevaba lo de las pesadillas, pues desde marzo sus propios sueños habían sido espantosos y la mayoría de las veces lo incluían.
– ¿Cómo estás? – musitó Paul cuando la fotógrafa se alejaba.
– ¿A ti qué te parece? – le contestó ella hablando por encima del hombro.
El magnate asintió con la cabeza. Aún no podía precisar de qué se trataba, pero notaba algo distinto en el rostro de India. Cuando ésta se marchó advirtió que tenía una cicatriz reciente a lo largo de la sien. Quiso preguntarle a qué se debía, pero no le dio tiempo. Se reunió con los pilotos y experimentó un dolor conocido. En este caso no se trataba de Serena, sino de India y de lo que aún sentía por ella. No era consciente de lo mucho que todavía la quería.