Cuando entró en su casa – a las cinco y cuarto de la tarde del viernes -, India encontró a sus hijos en la cocina. Comían golosinas, jugaban, se incordiaban y el perro no dejaba de ladrar. Le bastó verlos para tener la sensación de que no había estado fuera. Londres se trocó en una especie de sueño, los reportajes se volvieron irreales y su amistad con Paul pareció inexistente. Ésta era su vida, su realidad y su existencia.
En cuanto la vieron Aimee soltó un grito, Jason y Sam se acercaron corriendo y Jessica la saludó con la mano y sonrió de oreja a oreja sin dejar de hablar por teléfono con una amiga. De repente se vio rodeada de niños y descubrió que los había echado mucho de menos. Durante una semana había llevado una vida estrictamente de adulta, muy independiente y libre. Había sido emocionante, pero ésta era todavía mejor.
– ¡Cuánto os he añorado! – reconoció.
Abrazó a sus hijos, que finalmente se apartaron. Los cuatro a la vez le contaron lo sucedido a lo largo de la semana. Sam había marcado el gol de la victoria en el partido, a Aimee se le habían caído dos dientes, a Jason le habían quitado el aparato de ortodoncia y, según ellos, Jessica tenía un nuevo amigo. India los escuchó como siempre y, al cabo de diez minutos de celebrar su retorno, los chicos subieron a realizar las tareas escolares, telefonear a los amigos y ver la tele. A las seis de la tarde India se sentía como si nunca hubiera salido de su casa.
Llevó la maleta al dormitorio, se sentó en la cama y paseó la mirada en derredor. Nada había cambiado. Era el mundo seguro y cerrado de siempre y los hijos habían sobrevivido. Ella también seguía viva. De una manera peculiar el viaje se volvió irreal, como si sólo fuese producto de su imaginación.
Pero recuperó su realidad cuando, a las siete de la tarde, vio la expresión de Doug al llegar del trabajo. Tenía muy mala cara y apenas la saludó antes de sentarse a cenar. La niñera estaba en casa y se marchó poco antes de que apareciera Doug. De cena tomarían bistec con puré de patatas y judías. Hasta la cocina parecía ordenada cuando India se acercó para besarlo. Todavía no se había quitado la ropa con la que había viajado: pantalón negro de lana y un jersey grueso para no pasar frío en el avión. Intentó besarlo y Doug se apartó. Hacía ocho días que no hablaban, desde la mañana de la fiesta de Acción de Gracias. Cada vez que había llamado los chicos le dijeron que Doug estaba fuera u ocupado, y él no había telefoneado.
– ¿Cómo ha ido el viaje? – preguntó Doug formalmente cuando se sentaron a la mesa.
Los niños percibieron la tensión soterrada que existía entre sus padres.
– Fantástico – contestó India con afabilidad.
Les contó la boda con todo lujo de detalles. A las chicas les encantó. Hasta Jason y Sam quedaron impresionados cuando comentó que habían asistido reyes, reinas, primeros ministros y el presidente y la primera dama.
– ¿Has saludado al presidente de mi parte? – bromeó Sam.
– Desde luego. – India sonrió a sus hijos -. El presidente me pidió que enviara recuerdos a su amigo Sam.
Sam rió. Con excepción de Doug, que durante la cena permaneció ceñudo, todos estaban de excelente humor.
La crisis estalló cuando subieron al dormitorio.
– Por lo visto lo has pasado bien -la acusó Doug.
No había percibido el menor remordimiento en su esposa por haberlos abandonado. Por si esto fuera poco, no la asustaban las incomodidades que le había causado ni las consecuencias de su decisión. Ése era el don que Paul le había transmitido. Por primera vez en muchos años India estaba cómoda en su piel e incluso orgullosa de lo que había conseguido. Al notar que Doug la miraba furibundo experimentó un ligero temblor.
– He realizado un buen trabajo – comentó impávida y sin disculparse. Lamentaba que Doug no compartiese su satisfacción -. Los chicos están bien.
Los hijos eran el vínculo compartido, lo único a lo que podían aferrarse ya que no se tenían el uno al otro. Doug no la había tocado, abrazado ni besado. Evidentemente estaba muy enfadado.
– Pues no es precisamente gracias a ti – espetó como respuesta al comentario sobre los chicos -. Me parece significativo que estés dispuesta a hacer a tus hijos lo que tu padre hizo contigo. ¿Has pensado en la cuestión a lo largo de esta semana?
Pretendía que se sintiera culpable pero, de momento, no lo había conseguido.
– Una semana en Londres no es lo mismo que seis meses en Da Nang o un año en Camboya. Es muy distinto.
– Poco a poco todo se andará. Estoy seguro de que sólo es cuestión de tiempo.
Doug se mostraba cada vez más desagradable.
– Pues no lo es. Tengo muy claro lo que estoy dispuesta a hacer.
– ¿De veras? ¿Qué estás dispuesta a hacer? ¿Por qué no me lo explicas?
– Sólo aceptaré algún encargo ocasional como el de Londres – respondió sin darle más vueltas a la cuestión.
– ¿Tiene que ver con tu vanidad y con tu orgullo? ¿No te alcanza con quedarte en casa y cuidar de tus hijos? Necesitas salir al mundo y pavonearte, ¿verdad?
Doug habló como si ella fuera una exhibicionista.
– Adoro mi trabajo y os quiero muchísimo. Una cosa no excluye la otra.
– Tal vez sí. No está muy claro si son o no excluyentes.
Las palabras de su marido encubrían una amenaza y el tono enfureció a India. Estaba cansada del viaje, para ella eran las dos de la madrugada y desde su llegada Doug había sido implacable.
– ¿A qué te refieres? ¿Intentas amenazarme?
– Ya sabías a qué te exponías cuando te largaste la víspera de Acción de Gracias.
– Doug, yo no me largué. La noche antes preparé la cena y a los niños les pareció bien.
– Pues a mí no me gustó y lo sabes.
– El mundo no gira a tu alrededor. – Eso era lo que había cambiado entre ellos. Ahora al menos una parte del mundo giraba alrededor de ella -. ¿Por qué no lo dejas estar? Yo ya lo he olvidado. Los niños están bien y seguimos adelante. Sólo se trata de una semana en nuestras vidas y me ha sentado de maravilla. ¿No lo notas?
India aún intentaba que le hiciera caso pero, por mucho que la escuchase, lo cierto es que su felicidad no le importaba.
– Lo único que noto es que se trata de un estilo de vida que no me va. India, éste es el fondo del problema.
Ella comprendió que su marido sólo pretendía controlarla. Estaba rabioso por lo que consideraba insubordinación y traición. Pero no estaba dispuesta a dejarse controlar. Quería que la amase y empezaba a pensar que no era así. Mejor dicho, hacía tiempo que lo intuía.
– Lamento que le des tanta importancia. No tiene por qué ser así. ¿Qué tal si lo dejas estar una temporada a ver qué ocurre? Si se complica demasiado, si afecta en exceso a los chicos y no podemos soportarlo, ya lo hablaremos
India intentaba hacerlo entrar en razón, pero no hubo caso. Su propuesta era racional, característica que él no poseía.
Sin más, Doug cogió una revista y se puso a leer. Así terminó la conversación. La había descartado. En lo que a Doug se refería, ni siquiera merecía la pena discutirlo con su esposa.
India deshizo la maleta, se acostó y lamentó no poder hablar con Paul. Era materialmente imposible y para el magnate eran las cinco de la mañana dondequiera que estuviese, en Sicilia, en Córcega o rumbo a Venecia. Parecía formar parte de otra vida, de un sueño lejano que para India jamás adquiriría realidad. Paul era una voz por teléfono y Doug la persona con la que tenía que convivir.
Al día siguiente India llevó a Sam al fútbol. Hasta el fin de semana Doug y ella no se dirigieron la palabra. Se encontró con Gail, que habló de las compras navideñas. Después de dejar a Sam, India llevó los carretes a Raúl López. Comieron juntos y le dio todos los detalles de los reportajes. Raúl se interesó, sobre todo, por la red de prostitución de menores, ya que sabía que se trataba de una bomba informativa. A las cuatro de la tarde, cuando regresaba de Nueva York a Westport, se detuvo en una gasolinera. Sabía de memoria el número de Paul y en el aeropuerto había cambiado veinte dólares en monedas por si se le presentaba una oportunidad como ésa.
Una voz con acento británico respondió rápidamente:
– Buenas noches, aquí el Sea Star.
India reconoció al sobrecargo, lo saludó y preguntó por Paul. En el velero eran las diez de la noche y supuso que el magnate estaba leyendo en su camarote.
Paul respondió con rapidez y la fotógrafa tuvo la sensación de que se alegraba de oírla.
– Hola, India. ¿Dónde estás?
Ella miró alrededor y rió antes de replicar:
– A punto de congelarme en una cabina de una gasolinera. Me he acercado a la ciudad a entregar los carretes y regreso a Westport.
En ese preciso momento empezó a nevar.
– ¿Va todo bien?
Paul parecía preocupado.
– Más o menos. Los niños están muy bien, creo que ni siquiera me han echado de menos. – La infancia de sus hijos era muy distinta de la suya. India había estado sola con su madre, mientras que sus hijos se apoyaban unos en otros y llevaban una vida estable y feliz que ella se había encargado de proporcionarles -. Desde que he vuelto Doug no me ha dirigido la palabra, salvo para decirme lo mal que he hecho las cosas y cuestionar por qué me he ido. Aquí no ha cambiado casi nada.
India empezó a tomar conciencia de que nada cambiaría y de que ese paisaje yermo se había convertido en su existencia.
– ¿Qué tal las fotos?
Paul siempre mostraba entusiasmo por su trabajo y muy especialmente, por los reportajes que acababa de realizar en Londres.
– Todavía no lo sé. Me pidieron que no las revelara. Las grandes publicaciones se hacen cargo del revelado y montaje. Ya no están en mis manos.
– ¿Cuándo las publicarán?
– Las de la boda saldrán dentro de unos días. Raúl ha vendido las de la red de prostitución a una agencia internacional y las publicarán más adelante. ¿Cómo estás?
El frío había insensibilizado los pies de India y sentía que la mano con que sostenía el auricular se había congelado, pero no le importaba. Se alegraba de oír a Paul. Era una voz cálida y amistosa en las penumbras de su vida.
– Estoy bien. Pensé que no volverías a llamarme y empecé a preocuparme.
Paul había fantaseado con que, al regresar a casa, India tendría un cálido y romántico reencuentro con su marido, pero se había inquietado al darse cuenta de que tal posibilidad lo ponía nervioso.
– Desde que regresé no he parado un segundo. Esta mañana llevé a Sam a jugar a fútbol y luego me trasladé a la ciudad. Por la noche iré al cine con los niños. – Era algo que podía hacer mientras Doug la ignoraba. Habría preferido cenar con él y contarle sus experiencias en Londres, pero eso era una utopía. No le había quedado más remedio que llamar a Paul desde una cabina a fin de hablar con un adulto comprensivo -. ¿Dónde estás?
– Acabamos de dejar Córcega, nos dirigimos al estrecho de Mesina y después navegaremos en línea ascendente hasta Venecia.
– Me gustaría estar contigo.
India habló en serio y de pronto se preguntó qué había querido decir. A Paul le agradó el comentario. Habrían charlado toda la noche, jugado a los dados, escuchado música y navegado durante el día. Para ambos era una fantasía arrebatadora, aunque incluía facetas que ninguno había asumido todavía.
– A mí también me gustaría tenerte a mi lado – aseguró él con voz ronca.
– ¿Has dormido bien anoche?
Ella siempre se lo preguntaba pues sabía que tenía dificultades para conciliar el sueño. Paul se emocionó.
– Más o menos.
– ¿Vuelves a tener pesadillas?
Aún lo obsesionaban las visiones de Serena y la culpa de haber sobrevivido.
– Sí, algo así.
– Toma un vaso de leche tibia.
– Si tuviera tomaría somníferos.
Sus noches se habían convertido en una larga y agotadora batalla.
– Ni se te ocurra. Date un baño caliente o sube al puente y navega un rato.
– A sus órdenes – bromeó él, muy contento de oír su voz -. India, ¿te estás congelando? – preguntó con tono sensual y divertido.
– Sí, pero merece la pena. – Rió. La incomodaba hacer algo tan clandestino y detestaba actuar sigilosamente. De todos modos, era fabuloso charlar con Paul, y de pronto pensó que, en realidad, sus conversaciones eran inofensivas -. Está nevando pero no me hago a la idea de que solo faltan cuatro semanas para Navidad. Todavía no he organizado nada.
En cuanto las palabras brotaron de su boca se arrepintió de haberlas dicho. Sabía que ese año las fiestas navideñas serían terribles para Paul y que no iría a Saint Moritz, como había hecho siempre con Serena.
– Apuesto que a Sam le encanta la Navidad – comentó tranquilamente el magnate -. ¿Todavía cree en Papá Noel?
– Más o menos. Yo diría que no pero, para no correr riesgos, finge creer. – Ambos rieron y en ese momento la telefonista pidió que introdujera más monedas. India añadió apenada -: Tengo que colgar, se me han acabado las monedas.
– Llama siempre que quieras. Te telefonearé el lunes. Ah, India…
Paul parecía a punto de decir algo importante y a la fotógrafa le dio un vuelco el corazón. En algunos momentos ella tenía la sensación de que rozaban una frontera peligrosa y no sabía cómo reaccionarían cuando la alcanzaran o la cruzasen.
– Dime – murmuró valientemente.
– No bajes la guardia.
Aliviada y decepcionada, India sonrió al oír esas palabras. Seguían en terreno seguro y se preguntó si siempre se mantendrían allí. A veces le costaba esclarecer sus sentimientos. Estaba casada con un hombre que no parecía preocuparse por ella, pero desde una cabina telefoneaba a alguien que se encontraba a miles de kilómetros y se preocupaba de si dormía bien o no. De una manera extraña e inexplicable era como estar casada con dos hombres, con ninguno de los cuales tenía una relación tangible.
– Volveremos a hablar pronto – apostilló la fotógrafa mientras en el frío ambiente de la cabina se acumulaban bocanadas de vapor escarchado.
– Gracias por tu llamada – dijo Paul cariñosamente.
Colgaron y ambos permanecieron inmóviles unos minutos. India se preguntó a qué extremos sería capaz de llegar con tal de hablar con Paul. Por su parte, el magnate decidió alentarla para que siguiese llamando. Reanudaron sus actividades igualmente confundidos y satisfechos de haber conversado, aunque fuese por teléfono.
Al llegar a Westport, India vio que la esperaban para cenar mientras discutían qué película verían. Doug repasaba unos documentos y no le dirigió la palabra ni le preguntó dónde había estado. Un escalofrío de remordimiento la recorrió cuando su marido se sentó a su lado para cenar. Se preguntó si le gustaría que él llamara a otras mujeres desde una cabina. Claro que ésa no era su situación. Paul era su amigo, su confidente, su mentor. Lo grave no era lo que Paul proporcionaba a su vida, sino lo que Doug no le daba.
Después de muchas protestas, Doug decidió acompañarlos al cine. Fueron a un multicine de nueve salas y Doug y los chicos eligieron una película de acción mientras India y las niñas veían la última de Julia Roberts. Regresaron contentos y de buen humor.
Pese a las tensiones, el fin de semana transcurrió relativamente tranquilo, tanto como podían esperar. India descubrió que tenía que aplicar normas distintas si quería sobrevivir a la soledad de su vida. Siempre y cuando no tuviesen discusiones de fondo y Doug no amenazara con dejarla, el fin de semana discurriría más o menos bien. No se trataba precisamente de una situación perfecta.
Tal como había prometido, Paul telefoneó el lunes.
India le habló de la película que había visto y de la llamada de Raúl para comunicarle que las publicaciones estaban encantadas con sus fotos, y luego le preguntó si seguía teniendo pesadillas. Él respondió que la víspera había dormido a pierna suelta y le contó que no tardaría en aparecer el último libro de Serena, el que incluía el retrato que le había hecho. Se había deprimido al pensar en la publicación de la novela. Era como si Serena siguiera viva. India lo escuchó y asintió con la cabeza.
Después de conversar de diversos temas colgaron. Por la tarde India recogió a los chicos y compró varios regalos navideños.
Durante las dos semanas siguientes Paul la llamó para saber cómo estaba, contarle dónde se encontraba y cómo se sentía. Las Navidades comenzaban a pesarle y hablaba cada vez más de Serena.
India se manejó con Doug lo mejor que pudo, pese a que desde antes de Acción de Gracias la ignoraba y a que parecía que en el dormitorio les separaba una pared de cristal. Se veían, pero no se tocaban y apenas se dirigían la palabra. Ya no eran más que simples compañeros de piso.
India aún tenía expectativas de mantener vivo su matrimonio, pero no sabía cómo hacerlo. Estaba dispuesta a hacer las concesiones que hiciera falta siempre y cuando fuesen razonables, lo que ya no incluía el rechazo de todos los reportajes. Con un poco de suerte tal vez pasarían las Navidades en paz. Esperaba que así fuese por el bien de los niños.
En un par de ocasiones comentó su situación con Gail. A Gail no se le ocurrió otra cosa que aconsejarle una aventura para animarse y modificar las pautas reinantes. India todavía no le había contado sus charlas con Paul. Seguía siendo su secreto más íntimo. Sólo ellos lo conocían, lo que los convertía en cómplices y aliados.
India acababa de hablar con el magnate un día en que Doug regresó tarde del trabajo, entró hecho una furia y le pidió que subiera al dormitorio. No sabía por qué estaba tan frenético. Él dejó el maletín sobre la cama, lo abrió violentamente y, con un brutal ademán, arrojó una revista a sus pies.
– ¡Me has engañado! – chilló mientras India lo miraba sin comprender. Pensó que se refería a las llamadas a Paul, pero Doug no estaba alterado por esas llamadas; de hecho, no sabía que existían -. ¡Me dijiste que ibas a Londres a hacer un reportaje sobre una boda!
Señaló la revista que había arrojado al suelo e India notó que su marido temblaba de ira.
– Hice el reportaje de la boda real – confirmó, sorprendida y algo asustada. Nunca lo había visto tan enfadado -. Te mostré las fotos.
La semana anterior habían publicado el artículo y las fotos eran fabulosas. A los niños les habían encantado y su marido se había negado a mirarlas.
– ¿Y qué es esto? – inquirió Doug, recogiendo la revista del suelo y acercándosela a la cara.
India se percató de lo que ocurría. Seguramente había aparecido el otro reportaje. Cogió la revista, la hojeó y asintió lentamente con la cabeza.
– Cuando estuve en Londres cubrí otra noticia – explicó quedamente y le temblaron las manos.
Habían publicado el artículo antes de lo previsto. Tenía intención de decírselo a Doug, pero el momento oportuno no había llegado y ahora estaba hecho un basilisco, no sólo porque había realizado un reportaje sin su consentimiento, sino porque el tema le repugnaba.
– Es basura, es la peor porquería que he visto en mi vida. ¿Cómo pudiste tomar esas fotos y firmarlas? Es pornografía pura, basura sin paliativos y lo sabes. ¡Es repugnante!
– Claro que es repugnante… y terrible. Pero no son fotos pornográficas. Se trata de abusos a menores. Quiero que los lectores sientan lo mismo que tú al enterarse de lo ocurrido. Espero que queden asqueados y ultrajados. Ese es el objetivo de mi trabajo.
Doug acababa de demostrar que había hecho un buen trabajo. Lo cierto es que no estaba furioso con los jefes de la red, sino con ella por tratar ese tema. Tenía una perspectiva ligeramente tergiversada de la realidad.
– India, tienes que estar enferma para haber participado en esto. Piensa en tus hijos. ¿Qué opinarán cuando sepan lo que has hecho? Se avergonzarán de ti tanto como yo.
Hasta entonces India no se había percatado de lo cerrado, limitado y arcaico que era Doug. Al oírlo se deprimió.
– Espero que no – apostilló con voz queda -. Aunque a ti te resulte imposible, espero que comprendan que quería ayudar y evitar que vuelvan a cometerse delitos tan terribles. En esto consiste mi profesión, no sólo se trata de tomar fotos bonitas en las bodas. A decir verdad, esta clase de reportajes me van mucho más que el de un enlace real.
– Creo que estás enferma – aseguró Doug fríamente.
– Y yo creo que nuestro matrimonio está más grave que yo. No entiendo tu reacción.
– Me has engañado. No habría permitido que fueras a Londres a cubrir esta noticia. Seguramente por eso no me dijiste nada. Me mentiste.
– Por favor, crece de una vez. Existe un mundo real plagado de peligros, tragedias y malhechores. Si nadie los denuncia, ¿qué evitará que te hagan daño y que se metan con nuestros hijos o conmigo? ¿No lo entiendes?
– Lo único que entiendo es que me engañaste para fotografiar un montón de basura, prostitutas adolescentes y viejos verdes. India, si es lo que quieres de la vida, adelante. Pero si decides vivir en ese mundo no quiero saber nada de él ni de ti.
– Hace tiempo que recibo claramente tu mensaje – repuso ella y lo miró incrédula. Doug no estaba orgulloso, no la felicitaba ni reconocía lo que tal vez había conseguido con el reportaje. Todavía no lo había leído, pero por la reacción de Doug supo que era tan estremecedor como pretendía -. Pensé que lo superarías y que tal vez «me perdonarías» por querer de la vida algo más que llevar y traer a Sam de los partidos de fútbol, pero empiezo a pensar que nada cambiará y seguirás castigándome por lo que consideras mis múltiples delitos.
– India, ya no eres la mujer con la que me casé – la acusó mientras ella lo observaba afligida.
– Desde luego que lo soy. Soy exactamente la misma. Ocurre que hacía mucho tiempo que no era esa persona. Hasta ahora solo he sido la persona en que quisiste que me convirtiera. Lo intenté, vaya si lo intenté. Supuse que podría ser las dos, la que tú quieres y la que siempre he sido, la misma que era antes de casarme contigo. Y me lo impediste. Lo único que quieres es matar a esa persona y sólo te interesa aquello en que pretendes convertirme.
– Sólo quiero lo que me debes.
Por primera vez en diecisiete años, India sintió que no le debía nada.
– Doug, no te debo nada, sólo lo mismo que tú a mí. Lo que cada uno le debe al otro consiste en ser buenos con nuestros hijos y hacernos felices. Nadie debe al otro una vida desgraciada, la imposición de ser lo que no somos o, peor aún, la privación de algo que nos hace sentir mejor como seres humanos. ¿De qué clase de pacto hablas? Tu propuesta no es nada positiva.
India se expresó con gran dolor y tanto su postura como la manera de mirar a Doug indicaban que se sentía derrotada.
– Me voy – declaró él y la miró con furia. Hacía seis meses que su esposa le provocaba quebraderos de cabeza y estaba más que harto. En lo que a él se refería, India había violado todos los pactos establecidos cuando se casaron -. Estoy hasta el gorro de tus tonterías.
Doug sacó una maleta del altillo del armario, la arrojó sobre la cama y empezó a llenarla. Ni siquiera miró lo que metía; montones de corbatas, calcetines y ropa interior.
– ¿Piensas divorciarte? – preguntó ella muy apenada, pues era la peor época del año para separarse.
En realidad, no existía una época buena para divorciarse.
– De momento no lo sé – espetó y cerró la maleta -. Me iré a un hotel de la ciudad. Así no tendré que viajar todos los días en tren y al llegar a casa no te oiré protestar por lo injusto que soy contigo. ¿Para qué te casaste conmigo?
Bastó un puñado de palabras para mandar al garete los años que India había dedicado incansablemente a su marido y sus hijos. Con su actitud rabiosa Doug estaba dispuesto a echar por la borda diecisiete años de matrimonio. India no sabía qué hacer para calmarlo o modificar la situación. No podía renunciar a todo con tal de darle el gusto. Al final sería tan dañino como la actitud de Doug. Además, no estaba totalmente en desacuerdo: los seis últimos meses habían sido una pesadilla.
Doug bajó la escalera y franqueó la puerta sin dirigir la palabra a su esposa ni a sus hijos, que veían la tele en el salón. Cerró de un violento portazo.
India se asomó a la ventana y lo vio alejarse. Nevaba. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas mientras recogía la revista que Doug había arrojado nuevamente al suelo. Se dejó caer en el sillón, leyó el artículo, supo que era lo mejor que había hecho en su vida y que, por comparación, el reportaje de abusos a menores en Harlem parecía un cuento de hadas. La historia de Londres era brutal y lo que las pequeñas habían padecido se traslucía en sus miradas y expresiones. A medida que pasaba las páginas India se alegró de haber cubierto la noticia… pensara lo que pensase Doug.
La noche fue interminable y solitaria. Pensó en Doug y se preguntó dónde estaría. No la llamó para decirle en qué hotel se hospedaba. También pensó en todo lo ocurrido desde junio. Tuvo la sensación de que entre ellos se alzaba una montaña tan alta como el Everest y no supo cómo escalarla.
A las tres de la madrugada se giró para consultar el reloj. Hizo cálculos y concluyó que en Venecia eran las nueve de la mañana. Con un peso en el pecho marcó el número del Sea Star, preguntó por Paul y al oír su voz se tranquilizó.
– ¿Te encuentras bien? – inquirió Paul -. Tu voz suena fatal. India, ¿estás enferma?
– Más o menos – respondió, y se echó a llorar. Le resultaba extraño llamar a Paul para hablar de Doug, pero necesitaba un hombro en el que llorar y a las tres de la madrugada no podía apelar a Gail -. Anoche Doug me dejó. Mejor dicho, nos dejó. Se ha ido a un hotel de Nueva York.
– ¿Qué ha pasado?
– Publicaron el artículo de las menores de Londres. Es una maravilla. Se trata del mejor reportaje de mi vida. Pero a Doug le pareció repugnante, considera que es pornografía, dice que estoy enferma por haber cubierto esa noticia y, en consecuencia, no quiere saber nada más de mí. Dice que lo engañé en lo que al artículo se refiere. Así es, porque si le hubiera dicho la verdad no me habría permitido ir a Londres. – Suspiró -. Pero, Paul, sé que es terrible y a pesar de todo no me arrepiento de haber cubierto esa noticia.
– Hoy mismo compraré la revista. – Se trataba de una publicación internacional y Paul estaba seguro de que la encontraría -. Quiero ver el artículo. – A renglón seguido abordó el problema más acuciante -: ¿Qué harás respecto a tu marido?
– No lo sé. Esperaré a ver cómo reacciona. No sé qué decir a los chicos. Sería absurdo alterarlos si Doug recobra el sentido común. Si no cede, tarde o temprano se enterarán. – Empezó a llorar de nuevo -. Sólo faltan nueve días para Navidad… ¿Por qué se ha ido justo en estas fechas tan señaladas? Echará a perder las Navidades de los niños.
– Se ha ido ahora porque es un cabrón – declaró Paul con un tono que jamás había empleado ante India -. Desde que te conozco se ha dedicado a herirte. No sé cómo era antes vuestra relación, pero apostaría a que sólo funcionó porque siempre hiciste concesiones. – Hacía muy poco que India sabía que era así -. Por lo que me has contado, desde el verano pasado se ha portado muy mal contigo. Lo que has dicho durante los últimos meses alcanza y sobra para que lo dejes sin preocuparte de sus necesidades. – Paul estaba muy contrariado -. Con ese artículo has hecho algo muy importante y lo sabes. Eres un ser humano extraordinario, una gran madre y estoy convencido de que has sido una buena esposa. Doug no tiene derecho a ser tan cabrón. Eres una buena persona, honesta y con talento, y Doug no te merece como esposa.
Mientras lo escuchaba India tuvo la sensación de que un tren expreso pasaba por su lado. Paul estaba muy contrariado y prosiguió:
– Estoy harto de oírte decir que Doug te hace daño. No tiene derecho. Supongo que esta vez ha hecho lo correcto. Puede que a la larga sea una bendición para los niños y para ti. – Ella no estaba tan segura. Aún la embargaban la conmoción, la pérdida y la vergüenza de cuanto Doug había dicho. Jamás olvidaría su expresión cuando abandonó furioso el dormitorio -. India, préstame atención. Te irá bien. Saldrás adelante. Cuentas con tus hijos y tu trabajo. Y él tendrá que mantenerte. No puede abandonarte. La situación no es la misma que a la muerte de tu padre. – Sabía por ella que, al morir, el padre nada les había dejado porque nada tenía y que su madre se había visto obligada a hacer horas extras para llegar a final de mes. Nunca se quejó, pero durante meses las aterró la posibilidad de pasar hambre -. Nada cambiará. Tus hijos seguirán como siempre, estarás bien y os apoyaréis los unos en los otros.
Si Doug la dejaba ya no tendría marido. Hacía casi veinte años que su identidad estaba inseparablemente ligada a la de su esposo. Por muy desgraciada que Doug la había hecho, India tenía la sensación de que le habían arrancado una parte de su ser. Nada era fácil. Se dijo que tal vez habría sido más llevadero renunciar a su profesión, encogerse y secarse interiormente y acatar lo que Doug le exigía. Pero eso habría sido imposible. Sencillamente estaba asustada. Por suerte Paul la ayudaba.
Fugazmente se preguntó si seguiría contando con su amigo. El magnate no había dicho nada. Hablaban casi todos los días, se lo contaban todo y compartían los secretos más íntimos, pero jamás se habían referido al futuro, y ese no era el mejor momento para plantearlo.
– ¿Sabes dónde está? – preguntó Paul mientras India se sonaba la nariz.
– No tengo ni idea. No ha llamado.
– Ya lo hará. Tal vez sea mejor así. Te aconsejo que consultes a un abogado. – Ella todavía no estaba en condiciones de hacerlo. Existía una remota posibilidad de que Doug se tranquilizara y regresase. En ese caso avanzarían como pudieran hacia el futuro -. ¿Podrás dormir? – preguntó Paul.
Al magnate le habría gustado estar a su lado para consolarla. India se había expresado como una chiquilla asustada.
– Lo dudo mucho.
Ya eran las cuatro de la madrugada.
– Inténtalo antes de que tus hijos despierten. Te llamaré más tarde.
– Gracias – dijo India y de nuevo se le humedecieron los ojos de lágrimas.
Seguía abrumada por lo sucedido y Paul la comprendió perfectamente.
– Todo saldrá bien – aseguró él, convencido de la valía de su amiga.
En cuanto colgaron India permaneció tumbada un rato y pensó en Paul, en Doug y en los acontecimientos de los últimos seis meses. En plena oscuridad se repitió al infinito que ahora estaba sola.
A bordo del velero, Paul, apenado, contempló, el mar y pensó en India y en los constantes agravios de Doug. Estaba harto de aquello y le habría gustado decírselo a Doug y pedirle que no volviera a acercarse, pero sabía que no tenía derecho a reclamar algo así.
Al cabo de un rato cogió el bote, se dirigió al muelle de Cipriani y compró la revista en la que aparecían las fotos de India. Se quedó en el vestíbulo del hotel y la hojeó. Las fotos eran fabulosas y, en su opinión, Doug estaba mal de la cabeza si las criticaba. Se sintió muy orgulloso de India y a las nueve de la mañana – hora de Estados Unidos – la llamó para decírselo.
– ¿Realmente te han gustado? – preguntó ella, incrédula y muy ufana.
No había tenido noticias de Doug y estaba en la cocina, descalza y en camisón, preparando café. Sus hijos aún dormían.
– Nunca había visto algo tan conmovedor e impresionante. Cuando leía el artículo se me caían las lágrimas.
– A mí también me conmovió.
Pensó que Doug sólo había visto la sordidez de la red de prostitución, con la cual la había relacionado.
– ¿Has descansado? – preguntó Paul.
– Más o menos. He dormido aproximadamente una hora. Sobre las siete caí rendida.
– Procura dormir la siesta. Ah, date una palmada de mi parte en la espalda por este gran artículo.
– Muchas gracias.
Hablaron unos minutos más y colgaron.
Un rato después telefoneó Raúl y básicamente hizo los mismos comentarios que Paul.
– India, tendré que inventar un premio si por este artículo no te dan el Pulitzer. Son las fotos más fuertes que he visto en mi vida.
– Gracias.
– ¿Qué ha dicho tu marido? – preguntó el representante, convencido de que por fin le permitiría llevar a cabo la tarea para la que era tan competente y que tanto le importaba.
– Me ha dejado.
Se produjo una pausa muy larga.
– ¿Es una broma?
– No, claro que no. Se fue anoche. Ya te dije que hablaba en serio.
– Pues se ha vuelto loco. Debería pasearte a hombros.
– No seas ingenuo.
– India, lo siento.
El tono de Raúl era sincero. Apreciaba a la fotógrafa y jamás había entendido la oposición de su marido.
– Yo también lo siento – reconoció ella, apenada.
– Tal vez recobre el sentido común y vuelva.
– Eso espero.
En cuanto lo dijo se percató de que ya no sabía qué quería. Poco a poco Paul empezaba a formar parte de una situación cada vez más enmarañada. Ya no sabía si quería hacer las paces con Doug o si prefería creer que, de alguna manera y en algún rincón del planeta, Paul y ella superarían sus respectivas penas y se encontrarían. Por remota que fuese, esa expectativa le resultaba cada vez más atractiva. Paul jamás había aludido a que existieran posibilidades en ese aspecto y la mayoría de las veces India tenía la certeza de que no las había. No podía dejar diecisiete años de matrimonio a cambio de una fantasía confusa con un hombre que juraba que no volvería a enamorarse y que estaba decidido a pasarse la vida escondido en un velero. Fuera cual fuese su relación con Paul, lo cierto es que la consideraba muy importante, pero sólo se trataba de un débil junco al que aferrarse. A decir verdad, más que amor era amistad.
Después de hablar con Raúl pasó el día con los niños y les explicó que Doug había ido a la ciudad a ver a sus clientes. En todo el fin de semana no tuvo noticias de su marido ni de Paul.
El lunes por la mañana telefoneó a Doug al despacho.
– ¿Cómo estás? – preguntó apenada.
– Sigo pensando lo mismo, si te refieres a eso – replicó secamente -. Nada cambiará, eres tú la que tiene que cambiar.
A esas alturas ambos eran conscientes de que se trataba de algo improbable.
– ¿Dónde estamos?
– Yo diría que en aguas turbulentas – repuso él, inflexible.
– Nuestros hijos pasarán unas Navidades muy tristes. ¿Por qué no dejamos de lado la cuestión hasta después de las fiestas y entonces intentamos resolverla?
Era una propuesta razonable que, aunque no solucionaba el problema, al menos no aguaba las celebraciones que tanto ilusionaban a los niños.
– Lo pensaré – dijo él y le explicó que tenía una reunión con los clientes.
Durante dos días no tuvo noticias suyas. El miércoles telefoneó y, «por el bien de los niños», accedió a pasar las Navidades en casa. Como no se disculpó ni propuso una tregua, India dedujo que pasarían las fiestas muy tensos.
Esa semana habló todos los días con Paul. El magnate llamó la mayoría de las veces y ella lo hizo de vez en cuando en busca de apoyo moral.
El viernes por la noche, una semana después de su partida, Doug regresó a Westport. Sólo faltaban cuatro días para Navidad y los chicos preguntaban por qué no había vuelto desde el fin de semana anterior. La excusa de las reuniones con los clientes ya no daba resultado y los cuatro se alegraron de ver a su padre.
El regreso de Doug complicó las cosas. Como Paul ya no podía llamarla, el sábado y el domingo India le telefoneó desde una cabina. El lunes era Nochebuena y al volver del supermercado lo llamó a cobro revertido desde una cabina. Paul estaba tan deprimido como su amiga y añoraba a Serena. India se sentía mal por la presencia de Doug, que se dedicaba a complicarle la vida, de modo que rogó que sobrevivieran a las Navidades aunque solo fuera por los niños.
– Estamos hechos un lío, ¿no te parece? – Paul sonrió nostálgico. Ni siquiera se alegraba de estar en el velero. Se regodeaba con los recuerdos e incluso había mirado las cosas de Serena que había en el camarote -. Me resulta imposible pensar que ya no está – comentó desconsolado.
India seguía sin creer que su matrimonio estaba a punto de romperse. Le costaba entender que a veces la vida se complica demasiado y que las personas enredan las cosas. Paul no tenía nada que reprocharse ni de lo que sentirse culpable, pero su caso era distinto. Doug estaba tan empeñado en responsabilizarla de todo que a veces India se consideraba culpable.
– ¿Harás algo especial en las fiestas? – preguntó la fotógrafa con el deseo de darle ánimos. Como Paul vivía en el velero ni siquiera había tenido la posibilidad de enviarle un regalo. En su lugar, redactó un poema, y esa misma mañana se lo había enviado por fax desde la oficina de correos. Al magnate le había encantado. Los graves problemas de ambos seguían sin resolverse -. ¿Irás a misa?
India pensó que Venecia era la ciudad ideal para asistir a la iglesia.
– Últimamente Dios y yo tenemos problemas. Yo no creo en Él y Él no cree en mí. De momento guardamos las distancias.
– Será agradable y te sentirás bien – opinó ella, y movió los pies porque en la cabina hacía un frío polar.
– Probablemente me enfadaré y me sentiré peor – se empecinó él. En su opinión, si Dios existiera no habría perdido a Serena -. ¿Qué harás? ¿Acudirás a la misa del Gallo?
– Siempre lo hacemos. Vamos a la misa del Gallo con los niños.
– Doug debería reflexionar a fondo y preguntarse por qué te ha tratado tan mal últimamente. – No añadió que no era una situación nueva, y sin venir a cuento exclamó -: India, la echo tanto de menos que me resulta insoportable. A veces pienso que el dolor me desgarrará el pecho.
– No dejes de pensar en lo que Serena habría dicho. No lo olvides. Escúchala… Jamás habría querido que te sintieras siempre así.
India sabía que no se sentiría siempre mal y que estaba pasando el momento más álgido. Habían transcurrido menos de cuatro meses desde la muerte de Serena y era Navidad. Estaban tan lejos que se sintió impotente ante el dolor de su amigo. Si hubieran estado juntos lo habría abrazado y consolado pero, dada la situación, Paul ni siquiera hallaba consuelo en sus palabras.
– Serena siempre tuvo más agallas que yo.
– No te equivoques. Creo que en este aspecto estabais a la par. Si te lo propones puedes afrontarlo. No te queda otra alternativa. Tendrás que superarlo. Hay luz al final de ese túnel – afirmó para animarle.
Le habría gustado añadir que ella lo estaría esperando, pero era imposible saber qué depararía el futuro, carecía de certezas.
– ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué luz hay al final de tu túnel?
Ella nunca lo había notado tan deprimido.
– Todavía no lo sé, pero no estoy tan lejos del final. Sólo espero que haya alguna luz.
– Y la habrá. En algún momento hallarás lo que buscas.
¿Lo encontraría? India tenía sus dudas y Paul no parecía dispuesto a decir que la estaría esperando. Continuaba inmerso en el pasado y en Serena.
La fotógrafa se sobresaltó cuando el magnate declaró: – India, me encantaría decir que te estaré esperando al final del túnel. Ojalá pudiera, pero sé que no estaré. No seré la luz al final de tu túnel. Si ni siquiera soy capaz de estar al final del mío, menos aún del de otra persona. – Le resultaba imposible iluminar a una mujer catorce años más joven, una mujer con cuatro hijos que tenía toda la vida por delante. Lo había pensado infinidad de veces y, por mucho que la apreciara y que se necesitaran mutuamente, sabía que no tenía nada que ofrecerle. Finalmente había llegado a esa conclusión. Lo había comprendido por la mañana mientras desde el Sea Star contemplaba la plaza de San Marcos -. Ya no tengo nada que ofrecer. Se lo he dado todo a Serena.
– Te comprendo – musitó ella -. Me parece bien. Paul, no espero nada de ti. De momento lo único que podemos hacer es ayudarnos. Espero que en el futuro estemos mejor y nos arreglemos cada uno por nuestra cuenta.
Ambos eran conscientes de que necesitaban la mano del otro para superar los obstáculos que afrontaban. Sin duda él había sido muy claro: no estaría esperándola al final del túnel. No quería estar allí. Para ella fue un brutal golpe de realidad y se hizo muy pocas ilusiones. Le gustara o no, no se trataba de lo que deseaba, pero Paul había sido muy franco.
Hablaron un rato más e India dijo que tenía que volver a casa. Estaba muerta de frío y la charla no había sido alegre. Le deseó felices fiestas con lágrimas en los ojos.
– India, lo mismo te deseo. Espero que el año que viene nos vaya mejor. Nos lo merecemos.
Teniendo en cuenta lo que Paul había dicho no tenía motivos para hacerlo, pero le habría encantado decirle que lo amaba. Se contuvo porque habría sido una locura. Ambos necesitaban afecto y tenían muy poco, salvo el mutuo y compartido. Aunque esas palabras no se pronunciaron, quisieran o no enterarse, el tiempo, el cariño y la ternura que se habían proporcionado eran muy elocuentes.
India regresó a casa con el corazón en un puño. Paul le había dicho lo que durante meses se había preguntado y no quería oír, pero al menos ya no podía engañarse con respecto al futuro o a lo que ella significaba para el magnate. Era precisamente lo que se había repetido un millón de veces: una amistad extraordinaria. No podía convertirlo en la red que amortiguara su caída y salvarse de las llamas de su matrimonio fracasado. En el fondo supo que Paul tenía razón al no poder desempeñar ese papel.
Como todos los años, Doug e India fueron a la misa del Gallo con sus hijos. Cuando regresaron, ella acomodó los últimos regalos al pie del árbol mientras Sam dejaba galletas para Papá Noel y zanahorias y sal para los renos. Sus hermanos no quisieron frustrar sus ilusiones.
Por la mañana la casa se llenó de exclamaciones de alegría a medida que abrían los regalos. India los había elegido a conciencia, y a Doug le compró una chaqueta, que necesitaba urgentemente, y un bonito maletín de piel. No se trataba de regalos ingeniosos, pero le iban como anillo al dedo y le gustaron realmente. Él le regaló una pulsera de oro que India encontró muy bonita. Lo que no le agradó fue la persistente actitud hostil que reinaba entre ellos.
El alto el fuego duró poco y por la noche, cuando se dirigieron al dormitorio, ella percibió que la tensión iba en aumento. Temió que Doug volviese a dejarla en cuanto pasase Navidad. Planteó el tema con ansiedad y su marido respondió que había decidido quedarse hasta después de Año Nuevo, pues se había tomado una semana de vacaciones. India pensó que el descanso sería positivo, pero las cosas iban de mal en peor y se peleaban cada día.
Siempre que podía llamaba a Paul, aunque un par de veces no lo encontró porque había desembarcado. Ya le había dicho que no telefonease a su casa hasta pasado Año Nuevo.
Poco después del comienzo del nuevo año Doug entró en la cocina con un sobre en la mano, echando chispas por los ojos. Acababa de recoger el correo y se detuvo delante de India, que doblaba toallas. Agitó la carta en sus narices. Ella pensó que se trataba de la factura telefónica.
– ¿Te molestaría explicarme qué es esto? – preguntó furibundo y le arrojó la carta.
– Parece la factura del teléfono.
India se preguntó si subía demasiado y, presa del pánico, repentinamente recordó que durante la semana que Doug había pasado en la ciudad había llamado varias veces a Paul.
– Y lo es, ya lo creo que lo es. – Doug caminó de un lado a otro como un león enjaulado -. ¿De esto se trata? ¿Con que éstas tenemos? ¿La pesadilla de los últimos tiempos ha tenido que ver con tu profesión? India, ¿cuánto hace que te acuestas con él? ¿Compartís la cama desde el verano pasado?
La fotógrafa repasó la factura y comprobó que había cinco llamadas al Sea Star.
– No me acuesto con él, sólo somos amigos – repuso quedamente, aunque tenía la sensación de que le estallaría el corazón. No había manera de explicárselo a Doug. Era evidente que inducía al equívoco y comprendía la reacción de su esposo. En realidad, se trataba de amistad y el propio Paul lo había confirmado -. Quedé muy afectada cuando me dejaste. Paul llamó un par de veces para hablar de su esposa. Sabe que yo la apreciaba y se siente muy desgraciado. Eso es todo. Dos seres desdichados que buscan un hombro en el que llorar.
Le costó reconocerlo, pero no había mucho más que decir.
– No te creo – insistió Doug fuera de sí -. Estoy seguro de que te acuestas con él desde el verano pasado.
– No es cierto y lo sabes. Si así fuera nuestra situación no me afectaría tanto ni haría lo imposible por comunicarme contigo.
– ¡Déjate de tonterías! Lo único que has hecho es luchar por tu trabajo con la intención de abandonarnos y largarte de aquí. ¿Te has visto con él en Londres?
– Por supuesto que no – replicó serenamente a pesar de que no las tenía todas consigo.
Se sentía apenada, asustada y algo culpable. Tuvo la sensación de que los jirones de su relación con Doug se esfumaban. No quedaba nada por lo que luchar. No había nada que hacer.
– ¿Te ha llamado?
– Sí.
– ¿A qué os dedicáis? ¿Practicáis el sexo por teléfono? ¿Os excitáis a distancia?
Las palabras de Doug la estremecieron.
– No. Paul llora la ausencia de su esposa y yo sufro por nosotros dos. No tiene nada de erótico.
– Estáis perturbados y sois tal para cual. No pienso soportar un minuto más. Se acabó. No te necesito y tampoco le serás de utilidad a él. Eres una mala esposa y una amante fatal – exclamó con malicia -. Sólo te interesa tu profesión, nada más. De acuerdo, es toda tuya.
Sonó el teléfono y los timbrazos resaltaron las palabras de Doug y aceleraron el pulso de India, que contestó con la esperanza de que no fuese Paul, ya que eso empeoraría las cosas. Se trataba de Raúl y parecía muy entusiasmado.
India explicó que en ese momento no podía hablar, pero el representante insistió. Notó que Doug la vigilaba y, como temió que pensase que era Paul, permitió que Raúl le explicara por qué llamaba.
Quería que hiciese un reportaje en Montana. Se trataba de una secta religiosa que había conseguido muchos adeptos y al parecer se había desmandado. Estaban asediados, tenían rehenes y el FBI los había rodeado. Se trataba de más de un centenar de personas y, como mínimo, la mitad eran niños.
– Será un bombazo informativo – aseguró Raúl.
– En este momento no puedo.
– Tienes que hacerlo. La revista quiere que vayas. Si no fuera importante no te hubiera llamado. ¿Aceptas?
– Te llamaré más tarde. Estoy hablando con mi marido.
– ¡Mierda! ¿Ha vuelto? De acuerdo, espero una respuesta antes de dos horas. Tengo que confirmarlo a los directores de la revista.
– Diles que no puedo y que lo siento.
India lo tenía muy claro. No estaba dispuesta a añadir leña al fuego que Doug acababa de encender ni a utilizar su matrimonio como madera.
– Llámame – insistió Raúl.
– Lo intentaré.
– ¿Quién era? – preguntó Doug receloso.
– Raúl López.
– ¿Qué quería?
– Encargarme un reportaje en Montana. Ya me has oído, le he dicho que no puedo.
– Me da igual. Se acabó. – Doug se expresó con tanto reconcomio que India supo que hablaba muy en serio -. Estoy harto. No quiero saber nada. No eres la mujer con la que me casé ni la que quiero. No me interesa seguir casado contigo. Así de sencillo. Díselo a Raúl López, a Paul Ward o a quien quiera oírlo. El lunes llamaré a mi abogado.
– No serás capaz – murmuró ella con los ojos anegados de lágrimas y pidió clemencia.
– Ya verás si lo soy. Tú ocúpate de tu reportaje. Ahora no tiene importancia.
– Ya lo creo que la tiene.
– Estuviste dispuesta a destrozar nuestro matrimonio por tu profesión. Es lo que querías. Y lo has conseguido.
– No hay por qué elegir una cosa u otra. Podría haber hecho ambas.
– Casada conmigo es imposible.
De pronto estar casada con Doug dejó de ser una opción que le interesara. Lo miró, vio que la observaba cabreado y supo que no la amaba. Por muy doloroso que fuese, tenía que afrontarlo. Se le quitaron las ganas de luchar, le volvió la espalda y lo dejó plantado.
Cogió el abrigo, salió, aspiró una bocanada de aire frío y notó que le quemaba los pulmones. Sintió que se le partía el corazón y, por muy aterrador que resultase, simultáneamente experimentó la imperiosa necesidad de ser libre. No podía seguir viviendo en medio de amenazas, con miedo a que la abandonase, con el manto de culpa que pretendía imponerle o con sus acusaciones constantes. Necesitaba que Doug la dejara sola y desnuda. Ya no tenía nada salvo sus hijos, su cámara, su vida y su libertad. El matrimonio que tanto había cuidado, al que se había aferrado con uñas y dientes y por el que había luchado estaba muerto y enterrado. Tan muerto como Serena. Tal como le había dicho a Paul con respecto a su vida, ahora le tocaba a ella resistir, ser fuerte y sobrevivir.