27

India entró en su casa de Westport y vio que estaba inmaculada. La canguro estaba presente y sus hijos merendaban. Los chicos lanzaron gritos de alegría en cuanto la vieron. Sam movió frenético la escayola y los cuatro hablaron a la vez. Desde el punto de vista de los niños, esas tres semanas habían sido interminables. Claro que India había cumplido muchas metas, tanto en el plano profesional como en el personal.

Al comprobar que todo estaba perfecta y meticulosamente organizado, India se sintió agradecida con Tanya. Por la noche la telefoneó a Nueva York y se lo dijo. Sabía que Doug se había limitado a llevarlos al cine y a regresar en tren a la hora de cenar. Aunque a regañadientes, los chicos reconocieron que Tanya les gustaba. A India le costaba aceptar que Doug la hubiese sustituido con tanta facilidad, porque la convertía en lo que siempre había temido y en lo que había sido durante el último año de matrimonio: una esposa genérica que podía cambiarse por otra. De todos modos, no quería estar casada con Doug. Tras diecisiete años de convivencia se sorprendía cada vez que comprobaba lo poco que lo echaba de menos.

De todas maneras, se sorprendió cuando esa noche Doug telefoneó para comunicarle que se casaría con Tanya en cuanto el divorcio fuera definitivo. India se quedó sin habla, pero al final se recuperó y le deseó que fuese muy feliz. Al colgar notó que le temblaban las manos.

– Mamá, ¿qué te pasa? – preguntó Jessica cuando entró para cerciorarse de que su madre seguía en casa y para pedirle un jersey prestado.

– No, nada… ¿Sabes que tu padre y Tanya se casan?

No era la mejor manera de darle la noticia a su hija, pero estaba tan azorada que no tuvo tiempo de reflexionar.

– Sí, más o menos. Me lo contaron sus hijos.

– ¿Y tú estás de acuerdo?

Jessica rió y se encogió de hombros.

– ¿Puedo protestar?

– No.

India tampoco podía hacer nada. No estaba en condiciones de quejarse porque se había negado a seguir las directrices de Doug y acatar sus decisiones. Tal vez era mejor así. Había encontrado a alguien a quien jamás habría conocido de haber seguido con Doug: a sí misma. Era una parte de su vida de la que ya no podía prescindir. Una vez encontrada, no la dejaría por nada ni por nadie, y era muy consciente de que jamás tendría que haberla abandonado.


La tarde siguiente fue a recoger los chicos a la escuela y aún estaba algo alicaída cuando se encontró con Gail. Se sorprendió al saber que su amiga estaba enterada.

– ¿Lo sabían todos menos yo? – preguntó.

Todavía se preguntaba por qué le molestaba, pero el hecho es que se había deprimido al enterarse de que Doug volvía a casarse.

– Ya está bien, durante diecisiete años estuviste casada con él – la regañó Gail -. Es lógico que te afecte.

Por si eso fuera poco, Tanya era más joven y atractiva. Evidentemente se trataba de lo que Doug quería e India había visto con sus propios ojos que, como ama de casa, no había nada que reprocharle.

Pensar en estas cosas despertó su perspicacia. Al parecer, todos menos ella tenían a alguien. Tanya y Doug se casarían. Ella no contaba con nadie. Paul pasaría el resto de la existencia surcando los mares y soñando con Serena. Hasta Gail parecía feliz con Jeff. Habían alquilado una casa en Ramatuelle, cerca de Saint-Tropez, en la que pasarían el verano, y su amiga estaba entusiasmada. Gail le había contado que en otoño se sometería a un estiramiento facial. De pronto la vida de los demás le pareció mejor y más estable que la suya y pensó que, como en el arca de Noé, todos contaban con alguien con quien les apetecía estar. Ella sólo tenía su trabajo y sus hijos.

Pero se dijo que en realidad tenía más que muchas personas… más de lo que había tenido el año anterior, cuando Doug y ella discutían por su profesión y por su definición del matrimonio. Recuperó la perspectiva al evocar su tristeza y lo sola que se había sentido con su marido. Ahora estaba sola, pero no siempre se sentía sola. En realidad, casi nunca experimentaba este sentimiento.


Esa misma semana los niños acabaron el curso e India preparó las maletas para el traslado a Cape Cod. Salvo Jessica, que no quería dejar a su nuevo amigo, todos deseaban iniciar las vacaciones. Su hija mayor había comentado compungida que en Cape Cod solamente estaban los aburridos Boardman.

– Ya conocerás a alguien interesante – la animó su madre la víspera del inicio de las vacaciones.

Jessica se echó a llorar y la miró desesperada.

– ¡Mamá, en la playa no hay nadie interesante!

India se percató de que el absurdo comentario de Jessica se hacía eco de sus propios sentimientos. Lo más gracioso fue que le dio igual. Se había acostumbrado a escalar montañas, a hacer lo que le apetecía y a estar con sus hijos sin tener a alguien al lado. Cada vez que le encomendaban un reportaje se sentía satisfecha. Pero no contaba con un hombre que la amara y a veces lo echaba en falta.

– Jessica, si con quince años nadie te parece interesante, los demás ya podemos despedirnos de nuestras esperanzas – replicó sonriente.

Pensó que a Jessica le parecía imposible que, a su edad, su madre se relacionara con un hombre.

– ¡Mamá, eres muy vieja!

– Gracias por el cumplido – bromeó -. Es lo que me faltaba.

Jessica consideraba que, a los cuarenta y cuatro años, la vida de su madre estaba prácticamente en su final. Era una idea curiosa y la fotógrafa recordó la conversación en la que había aconsejado a Paul que no permitiera que Sean le arruinase la existencia. Estaba claro que Jessica la había metido en el mismo saco en que estaba Paul. La consideraba caduca e inútil, como si fuera un fósil.


Al día siguiente se trasladaron a Harwich y practicaron los rituales de siempre: abrieron la casa, hicieron las camas, repasaron las persianas y saludaron a los amigos.

Al finalizar el día India se acostó y sonrió mientras escuchaba el rumor del océano.

Por la mañana visitó a los Parker y a otros amigos. Como de costumbre, los Parker la invitaron a la barbacoa del 4 de Julio y le pidieron que llevase a sus hijos. Asistieron, e India tuvo que borrar el recuerdo de la presencia de Serena y Paul el año anterior. Carecía de sentido seguir mortificándose con esos pensamientos.


Las semanas pasaron volando e India se dijo que era un verano perfecto aunque no tuviese un marido ni un romance en perspectiva. Fue una estancia relajada, tranquila y reparadora y se divirtió mucho con sus hijos.

Aún añoraba a Paul. Había recibido una postal en la que el magnate le contaba que estaba en Kenia haciendo prácticamente lo mismo que en Ruanda. Parecía contento. Había añadido una posdata para que supiera que seguía buscando un hombre con impermeable para ella. India había sonreído.

Hacía un año que había conocido a Paul. Representó el comienzo de un sueño y por fortuna no había acabado convirtiéndose en una pesadilla. Todavía se entristecía cuando recordaba lo que había sentido por él, pero las cicatrices de su corazón empezaban a desdibujarse como la de la herida que se había hecho en la cabeza la noche en que Paul la dejó. Había aprendido que no es posible vivir sumida en el dolor.


A finales de julio llamó a Raúl con la esperanza de tener trabajo en agosto, mientras los chicos permanecían con su padre en Cape Cod. De momento su representante no tenía ningún encargo a la vista.

Lo más curioso era recordar que hacía sólo un año Doug y ella todavía estaban juntos y discutían encarnizadamente. Tenía la sensación de que llevaban una eternidad separados. Reflexionó sobre los cambios que se producen en la vida, mejor dicho, en todo. Un año antes estaba casada con Doug, y le rogaba que le permitiese volver a trabajar, y Serena estaba viva. Ahora habían cambiado muchas cosas. Algunas vidas habían aparecido, otras desaparecido y la habían rozado. A veces se preguntaba si Paul pensaba en todo esto: en lo mucho que a lo largo de un año las cosas habían cambiado para ambos.

En julio Sam había tomado clases de vela y estaba tan contento que India lo matriculó en el curso de agosto. El pequeño todavía hablaba con gran respeto del Sea Star. Para India ese aspecto de su vida se había convertido en un sueño.

Hasta finales de julio el tiempo había sido excelente, pero de pronto cambió y llegó una ola de frío. Llovió dos días seguidos y refrescó tanto que tuvo que obligar a sus hijos a ponerse el jersey, que era algo que detestaban.

Los chicos permanecieron en casa y miraron vídeos. India los llevó al cine con varios amigos. Cada vez era más difícil entretenerlos cuando el tiempo no acompañaba. Sin embargo, jessica estaba contenta pues había ligado con uno de los presumiblemente aburridos Boardman. Todos estaban satisfechos e India lamentó que el mal tiempo fastidiara su última semana en Cape Cod, aunque a los niños no los afectó demasiado.


El tiempo empeoró y cinco días antes de entregar la casa y los hijos a Doug y Tanya, todos miraron el telediario y se enteraron de que estaban en la trayectoria de un huracán.

A Sam le pareció de fábula.

– ¡Caray! – exclamó el pequeño mientras escuchaban las noticias -. ¿Destrozará la casa?

Años atrás les había ocurrido a unos conocidos y el percance fascinaba a Sam.

– Espero que no – contestó India sin inmutarse.

En las noticias habían explicado las medidas que debían tomar. Se esperaba la llegada del huracán Bárbara al cabo de cuarenta y ocho horas y, a juzgar por los mapas meteorológicos, estaban en el corazón de su trayectoria arrasadora. El huracán Adam – el primero del año – había devastado Carolina del Norte y del Sur dos semanas antes. India abrigaba la esperanza de que el Bárbara no los afectase pero, aunque tranquilizó a sus hijos, estaba algo preocupada.

Doug llamó inquieto y le proporcionó instrucciones útiles. No era mucho lo que podían hacer. Si la situación se tornaba peligrosa y daban la orden de evacuación regresarían en coche a Westport. India rogaba que el huracán cambiara de rumbo y se libraran de su estela de destrucción.


Al final de muchas horas de vigilancia su deseo se cumplió. El huracán Bárbara se desvió ligeramente y descargó una lluvia torrencial sobre Westport, pero su ojo se dirigió hacia Newport, en Rhode Island. El vendaval arrancó las persianas, destruyó los árboles, dañó el tejado y provocó goteras.

Dos días antes de su marcha, India corría de aquí para allá colocando cubos para que las goteras no mojaran el suelo y comprobando el estado de las contraventanas cuando oyó el teléfono. Había dejado de contestar porque cada vez que sonaba era para sus hijos. Los chicos habían salido y, harta de oírlo, finalmente levantó el auricular. No escuchó voz alguna. Podría haber supuesto que era una broma de no ser porque toda la mañana habían tenido problemas con las líneas. Volvió a sonar y sucedió lo mismo; India dedujo que los postes telefónicos se habían caído a causa del viento o que las conexiones estaban fallando. Cuando respondió por tercera vez había tanta estática que no percibió con claridad lo que decía quien llamaba. Sólo oyó palabras intermitentes e ininteligibles. Le resultó imposible saber si la persona que llamaba era hombre o mujer.

– ¡No oigo nada! – chilló, y se preguntó si la escuchaban.

Pensó que podía ser Doug, interesado en saber cómo estaban. Cuando India le explicó que había goteras se había quejado de lo que costaría la reparación.

El teléfono sonó por cuarta vez y ella lo ignoró. Quienquiera que fuese tendría que insistir más tarde. Una de las contraventanas de su dormitorio se había descolgado y, mientras luchaba por sujetarla y lamentaba que los chicos no estuviesen en casa para ayudarla, el teléfono siguió sonando. Contestó exasperada y, a pesar de la estática, en esta ocasión percibió con más claridad lo que decían. Enterarse del mensaje fue como resolver un complicado enigma.

– India… se aproxima… la tormenta… se aproxima…

Oyó algo parecido a «impenetrable» y la comunicación se cortó. Estaba claro que la llamada era para ella, un poco tarde si pretendían avisarle del peligro que corrían. Se sintió como Dorothy en El mago de Oz cuando una tras otra las contraventanas salen volando y se hacen añicos. Hacía tan mal tiempo que costaba creer que se hubieran librado del huracán. Pensó que los pobres habitantes de Newport correrían peor suerte.

Los chicos estaban en casa de amigos mientras ella bregaba con las goteras de la cocina y la sala. Miró por la ventana y se sobresaltó al ver que, en compañía de un amigo, Sam corría de la playa a la casa. Estaban calados hasta los huesos y ella intentó indicarle que entrara, pero Sam la llamó a gritos, porque le encantaba estar fuera cuando hacía mal tiempo.

India asomó la cabeza por la puerta, se protegió del viento y llamó a Sam también a gritos. El niño estaba demasiado lejos para oírla. El cielo estaba tan encapotado que parecía de noche. Presa de la ansiedad, le hizo señas, pero Sam la ignoró.

Cogió un chubasquero, se puso la gabardina y salió corriendo. Había bajado la cabeza para resguardarse y al levantarla quedó sorprendida por la belleza del paisaje. El cielo estaba cargadísimo y oscuro y el viento soplaba con tanta intensidad que era casi imposible acercarse a su hijo. Experimentó júbilo y alegría ante el poder de la naturaleza. Comprendió por qué a Sam le gustaba tanto.

– ¡Entra! – gritó e intentó ponerle el chubasquero.

El niño estaba tan empapado que era inútil. Se lo tendió, pero el viento se lo arrebató de las manos y salió volando como un papel. Sam señalaba el agua y le decía algo. Ella percibió una silueta en medio de la espesa niebla. Entonces comprendió el mensaje de Sam:

– ¡Es el Sea Star!

Miró a su hijo y negó con la cabeza, convencida de que no podía ser. El Sea Star estaba en Europa. Si hubiera decidido visitarla, Paul habría llamado o le habría enviado una postal. Sam daba saltos y señalaba la embarcación mientras su madre entrecerraba los ojos y se esforzaba por ver. Percibió lo que parecía la silueta de un barco, pero no se trataba de un velero.

– ¡No, no lo es! ¡Entra en casa! ¡Cogerás una pulmonía!

Mientras intentaba arrastrar a su hijo vio lo mismo que el pequeño. La embarcación parecía el Sea Star, pero era imposible. Tenía las velas desplegadas y daba la sensación de que surcaba los cielos a la velocidad del rayo y con el viento de popa. A India le pareció imposible que Paul fuera capaz de cometer la locura de navegar en pleno huracán… en caso de que fuera él quien pilotaba aquella embarcación. Era un marino muy precavido. Estaba tan fascinada como Sam y se quedaron contemplando el barco, que en efecto se parecía mucho al Sea Star.

A pesar de sus protestas, finalmente consiguió que Sam y su amigo entraran en casa. India se quedó fuera y vio que el velero se desplazaba con rapidez, se balanceaba y cabeceaba. Violentas olas rompían en proa y los palos se sacudían como palillos. El velero se encontraba a bastante distancia de la playa.

India se preguntó si el barco estaba en alta mar cuando se desató el vendaval y si se dirigía a tierra a la desesperada, en busca de abrigo. Supuso que tenía problemas y pensó en llamar a la Guardia Costera.

Cerca del promontorio, la costa estaba salpicada de rocas y la tormenta era tan intensa que cualquier embarcación corría peligro, incluso un barco de esas dimensiones. Se volvió y vio que Sam y su amigo observaban el barco desde la ventana. Estaba a punto de entrar y preparar chocolate caliente cuando la niebla se despejó súbitamente y avistó la nave con claridad. En ese mismo instante recordó las palabras que le habían dicho por teléfono: «Se aproxima… la tormenta… se aproxima…». ¿Intentaban decirle que la tormenta se aproximaba, cosa que ya sabía, o algo distinto? Habían pronunciado su nombre, pero no había reconocido la voz porque sonaba demasiado entrecortada. Volvió a mirar el velero, sintió un vuelco en el corazón y lo comprendió. Pensó que estaba chiflada o era tonta. De repente supo que Sam tenía razón: era el Sea Star. No existía otra embarcación tan majestuosa y en los últimos minutos se había aproximado mucho.

Se volvió hacia Sam y comprobó que se había ido con su amigo. Probablemente se habían metido en su habitación o veían la tele. Miró nuevamente el mar, contempló la embarcación avanzando en plena tormenta y volvió a recordar el mensaje; «Se aproxima… se aproxima…»; tal vez no habían dicho «impenetrable» sino «impermeable». Sólo Paul era capaz de correr semejante riesgo, pues dominaba tanto la navegación como para hacer aquello. Repentinamente tuvo la certeza de que era Paul quien había llamado. ¿Qué demonios hacía?

Se dirigió a la playa bajo la lluvia torrencial y vio que la embarcación ponía proa al club náutico. Aunque ignoraba las razones, sabía que Paul se aproximaba… se aproximaba… se aproximaba en plena tormenta. Él había telefoneado para decírselo. Al principio caminó y luego echó a correr hacia el promontorio. Sabía que Sam y su amigo estaban bien. También supo algo más y deseó creerlo, pero era disparatado. Paul no cometería semejante dislate… ¿o sí? ¿Y si se estrellaba contra las rocas? ¿Y si…? ¿Por qué lo hacía? Ya no tenía sentido… ¿o tenía todo el sentido del mundo? Antes, en el pasado, había tenido sentido, no sólo para ella sino para ambos. Pese a que el viento arreció, cuando corrió hacia el club náutico supo que pensar algo así, hacerse ilusiones o creerlo era una locura… Paul no haría semejante cosa. Pero tuvo que reconocer que sí porque el velero mantuvo el rumbo fijo en medio del intenso oleaje.

El Sea Star salvó las rocas del promontorio y siguió luchando contra el viento y las olas. Para no llevarse un chasco, India se dijo que tal vez Paul no viajaba a bordo. Quizá se trataba de un barco muy similar. También cabía la posibilidad de que Paul fuese tan insensato como ella y creyera en lo que habían disfrutado y perdido, con lo que a veces India soñaba todavía. En ese momento deseó que Paul estuviese a bordo más de lo que había deseado nada en toda su vida. Anheló que fuese Paul quien hubiera llamado.

Llegó al club náutico sin resuello, corrió hasta el promontorio y contempló la nave.

Las embarcaciones amarradas se zarandeaban violentamente y algunos patronos habían acudido a asegurarlas. Los observó trajinar febrilmente, dirigió la mirada al Sea Star y cuando vio a Paul se quedó sin aliento. Estaba en cubierta, en compañía de dos miembros de la tripulación. Se movían muy rápido a medida que Paul señalaba distintos instrumentos. Trabajaban codo con codo. ¡Era Paul! Lo reconoció claramente. De repente el magnate se volvió hacia ella. Estaban muy cerca e iniciaban una compleja maniobra para entrar en puerto sanos y salvos.

India resistió como pudo los embates del viento. No le quitó ojo de encima a Paul, que la saludó con la mano. Entrecerró los ojos y lo vio sonreír. Levantó el brazo y también hizo un ademán de saludo. Paul le hacía señas desde cubierta. India estaba empapada pese a que llevaba la gabardina. No le importaba. No le importaba que en el futuro Paul volviese a decepcionarla, en ese momento lo único que necesitaba era saber por qué estaba allí.

Vio que la tripulación al completo subía a cubierta. Paul dio varias órdenes. Los tripulantes se ocuparon de varias tareas. Paul encendió los motores. Estaba empeñado en aproximarse tanto como pudiera. Soltaron el ancla mientras dos tripulantes bajaban el bote. India se preguntó qué hacía Paul. El mar no estaba tan embravecido en el puerto, pero le parecía imposible que Paul pudiese arribar al club náutico en aquel bote. Existía el peligro de que naufragara. Contuvo el aliento y lo observó. Recordó que en Ruanda ella le había dicho que deseaba un hombre que por ella fuese capaz de atravesar un huracán y supo que Paul no lo había olvidado, pues en la posdata de la postal había mencionado el impermeable. A esas alturas estaba convencida de que lo que le había dicho por teléfono tenía que ver con un impermeable. ¿Y lo demás? ¿Sólo se trataba de una broma?

A medida que el bote se aproximaba y que lo veía luchar con las condiciones adversas, India supo que Paul se tomaba totalmente en serio lo que hacía. Temió que naufragara y se hundiese ante sus ojos.

Aunque sólo transcurrieron unos minutos, tuvo la sensación de que Paul tardaba horas en salvar la poca distancia que lo separaba del muelle del club náutico. Cuando se aproximó, la fotógrafa echó a correr a su encuentro. Paul le lanzó un cabo. India lo cogió y lo sostuvo. El magnate abandonó el bote de un salto y ató el cabo a una anilla. Dio una zancada hasta el escalón donde se encontraba India y la miró a los ojos. India ya conocía esa expresión. Era como una voz que la llamaba desde lejos. Era la voz de sus sueños, la voz de la esperanza. Era el recuerdo dulce y amargo a la vez de lo que habían compartido y perdido tan dolorosamente. Se quedó sin palabras y se limitó a mirarlo mientras él la abrazaba.

– Ya sé que no es un huracán… ¿Te basta con un temporal? – le susurró al oído -. Intenté hablar contigo.

– Lo sé. No entendí lo que decías.

India lo miró a los ojos y tuvo miedo de que aquello sólo fuese un sueño.

– Dije que el velero se aproximaba. No hay un huracán, sino una tormenta. – Lo cierto es que era muy intensa -. India, si te empeñas en que sea un huracán te llevaré a New port… si es que deseas estar conmigo… – dijo Paul y sus lágrimas se mezclaron con la lluvia que empapaba sus mejillas -. Aquí me tienes. Lamento haber tardado tanto.

India lo miró y pensó que no había tardado tanto. No había pasado tanto tiempo. Habían necesitado una vida para encontrarse y un año para superar la tormenta. Por fin el sueño se hacía realidad. Lo habían conseguido. Con mano temblorosa, India le acarició la mejilla, y detrás avistó el Sea Star. Habían estado perdidos mucho tiempo, pero milagrosamente habían superado las tormentas de la vida y se habían reencontrado.

Ella sonrió, revelando una actitud que le expresó a Paul cuanto necesitaba saber. India advirtió que por fin estaba a su lado cuando él la cubrió con el impermeable y la besó.

Загрузка...