15

Tal como había prometido, la víspera de su partida India preparó la cena de Acción de Gracias. La comida fue deliciosa y, de no ser porque él estuvo toda la noche con el ceño fruncido, semejaba una familia perfecta. Quedó claramente de manifiesto la opinión de Doug acerca del viaje de su esposa.

India explicó a los niños lo que haría y, una vez superada la sorpresa inicial, se mostraron encantados; las chicas estaban entusiasmadas, pues cubrir la noticia de la boda real les parecía de fábula. A los chicos les daba igual. Lo cierto es que ninguno reaccionó como esperaba Doug. No se sintieron abandonados, no se enfadaron ni pensaron que jamás regresaría, que era la sensación que invadió a India cuando durante seis meses enviaron a su padre a Vietnam y, con anterioridad, a lugares igualmente aterradores. Entendieron a la primera que su madre no corría peligro y sólo lamentaron que no pasase el Día de Acción de Gracias con ellos.

India emprendía viaje a Londres la mañana de Acción de Gracias y Doug y los niños cenarían con unos amigos de Greenwich, pues ni los padres de una ni del otro vivían. India comprendió que ésta era otra de las razones por las que dependía tanto de su marido y de su aprobación. No tenía a nadie más, salvo a sus hijos.

Los chicos devoraron cuanto sirvió y Jason afirmó que era la mejor cena de su vida. India se lo agradeció. Cuando terminaron pasaron a la sala a ver vídeos mientras India y Jessica recogían la cocina. Envió a su hija con sus hermanos cuando Doug entró en la cocina para hablar con ella. A cada minuto que pasaba se ponía de peor humor.

– ¿No te avergüenzas de dejar huérfanos a tus hijos? – dijo con toda la intención de azuzar su sentimiento de culpabilidad.

– Doug, no se quedan huérfanos. Tienen una madre que de vez en cuando trabaja y, por lo visto, lo comprenden mucho mejor que tú.

– Ya veremos si dices lo mismo cuando empiecen con problemas escolares.

– Estoy segura de que no ocurrirá – opinó ella con firmeza.

Gail había accedido a sustituirla en los traslados en coche, la niñera habitual iría todos los días desde las tres de la tarde hasta después de la cena y Jessica se había comprometido a ayudar en la cocina. Todo estaba en orden y, además, dejaba seis hojas con instrucciones. El único problema era su marido. Reconocía que nunca en su vida había estado tan decidida a hacer algo. Había hablado con Paul esa misma semana y el magnate le había dicho que se sentía muy orgulloso. India había quedado en telefonear desde Londres. El Sea Star seguía en Turquía y Paul deseaba tener noticias suyas.

– Cuando regreses tendrás que vértelas conmigo.

Doug volvía a amenazarla, táctica en la que insistía desde hacía semanas. Al parecer no vacilaba ni se avergonzaba. Ella se negó a hacerle caso. No sabía muy bien qué había cambiado, pero ya no podía vivir encerrada en una caja, la misma que Doug le había construido hacía diecisiete años y que le impedía extender las alas. Sabía mejor que nadie que debía realizar ese reportaje costara lo que costase. Si no lo hacía pagaría un precio todavía más alto. Por fin lo había comprendido. Raúl dio saltos de alegría cuando lo llamó para confirmar que aceptaba. Le pagarían bien y pensaba dedicar ese dinero a una actividad lúdica con sus hijos, tal vez un viaje o esquiar en Navidades. Deseaba que Doug se sumara si le apetecía, pero ya se vería.

Como era fiesta permitió que los niños trasnochasen y por la mañana, antes de irse, entró en sus dormitorios. Los cuatro dormían, pero despertaron cuando los besó y cada uno le deseó buen viaje. Prometió que telefonearía. Les había dado el nombre del hotel donde se hospedaría y el número de teléfono. También lo había pegado con un imán a la puerta de la nevera. Todo estaba perfectamente organizado. India se sorprendió de lo fácil que era y de lo bien que discurrían las cosas. El único problema seguía siendo su marido.

Regresó a su dormitorio para despedirse de Doug, quien se limitó a mirarla furibundo. Estaba despierto desde que ella se había levantado, pero se hacía el dormido. Ambos se percataron de que había perdido parte de la capacidad de obligarla a hacer lo que quería. Ese cambio no le sentó nada bien.

– Te aseguro que llamaré siempre que pueda – afirmó ella como si se dirigiera a un niño.

Sentado en el centro de la cama, Doug parecía un crío mientras la observaba sin la menor intención de acortar distancias.

– No te molestes – replicó secamente -. No tengo nada que decirte hasta que vuelvas.

India tuvo la sensación de que hablaba en serio.

– ¿Qué pasará entonces? ¿Me echarás a la calle? Vamos, Doug, sé bueno y deséame suerte. Hace años que no hago algo parecido… para mí es muy emocionante.

A él no le causaba la menor gracia y estaba muy enfadado. Por si fuera poco, quería que su mujer temiese las consecuencias de sus actos.

India estaba asustada, pero no tanto como para rechazar el encargo. Al final la había presionado demasiado.

– Doug, te quiero – murmuró antes de abandonar el dormitorio.

Y era cierto, pero se preguntó si él la amaba. Su marido no respondió e India bajó la escalera con la bolsa con el equipo fotográfico colgada del hombro. Era la misma bolsa que una vez había pertenecido a su padre. Cogió la maleta y se dirigió al autobús que la llevaría al aeropuerto.

Era un trayecto corto. Recogieron a varios pasajeros y por primera vez en muchos años India se sintió independiente. La sensación de libertad la exultó.

Después de despachar el equipaje deambuló por la terminal, compró varias revistas y llamó a Raúl por si tenía novedades. Él respondió que le enviaría un fax si obtenía mas datos sobre el segundo artículo y que, de momento, todo iba bien.

Subió al avión y partió hacia Londres. Llegaría a las nueve de la noche; la recogerían en coche y la trasladarían al baile que la reina ofrecía a la pareja en un salón de la Real Academia Naval de Greenwich. Había comprado una falda larga de terciopelo, una blusa de la misma tela y un collar de perlas, y pensaba cambiarse en el coche que la recogería en el aeropuerto. Era un reportaje muy distinto a los que había realizado y estaba deseosa de poner manos a la obra.

Durante el vuelo leyó, durmió y comió frugalmente. Estuvo un rato mirando por la ventanilla y pensó en sus hijos, que durante tantos años habían marcado las fronteras de su vida. Sabía que los añoraría, así como que lo pasarían bien durante los pocos días que ella estaría fuera. También pensó en Doug, en lo que había dicho, en el poder que siempre había ejercido sobre ella y en los motivos que lo habían llevado a esgrimirlo. Lo consideró totalmente injusto e innecesario; al reflexionar, más que enfadarse se apenó. Si la hubiese dejado partir sin recriminaciones la situación no habría sido tan dolorosa, pero Doug sólo pretendía controlarla y doblegarla a su voluntad. Estas reflexiones la llevaron a deprimirse.


Dormitaba cuando aterrizaron en Heathrow. A partir de ese momento comenzó el ajetreo y tomó conciencia de que por fin había extendido las alas y no hacía lo que quería porque era bueno para otros o era lo que se esperaba de ella sino, simplemente, porque le apetecía. La alegría la desbordó. Hacía años que no visitaba Londres y se moría de ganas de ver la ciudad. Viajar para realizar un par de reportajes, ¿no era el mejor modo de visitarla?

El chófer la esperaba al salir del control de equipajes y condujo tan rápido como pudo. India se cambió de vestido en el asiento trasero y, dadas las circunstancias, se acicaló lo mejor que pudo. Quizá no era el mejor modo, pero al mirarse en el espejo se dio cuenta de que superaría cualquier inspección. Además, no había ido para estar atractiva, sino a tomar fotos. Nadie se preocuparía por su aspecto.

Cuando se acercaron a la Real Academia Naval vio a los cadetes vestidos de gala, con mosquetes y fusiles antiguos, que se cuadraban cada vez que los invitados entraban o salían. El entorno era impresionante. Los edificios rodeaban el inmenso jardín cuadrado y la capilla con cúpula, erigida en 1779.

Tomó un par de fotos del exterior y entró. Al subir la escalera miró hacia arriba y vio las extraordinarias pinturas que decoraban el techo. Era un cruce entre Versalles y la Capilla Sixtina. Al menos cuatrocientas personas bailaban y se dedicó a hacer fotos desde el instante en que franqueó la puerta. No tardó en avistar al príncipe Carlos y las reinas de Holanda, Dinamarca y Noruega. Los reconoció, lo mismo que al presidente de Francia y a varios príncipes herederos. Al cabo de un rato avistó a la reina Isabel, rodeada de guardaespaldas y conversando afablemente con el primer ministro, el presidente estadounidense y la primera dama. Al entrar tuvo que mostrar el pase, pero después lo guardó y dedicó las cuatro horas siguientes a pasearse discretamente de grupo en grupo. La fiesta terminó a las dos de la madrugada y ella supo que lo había conseguido. Experimentó la misma y reconfortante sensación de hacía muchos años al saber que había cubierto una noticia, aunque en este caso el tema fuera radicalmente distinto.

La reina se había retirado hacía horas y los ilustres invitados se despidieron con elegancia, al tiempo que comentaban que la fiesta había sido inolvidable. Algunos visitaron la capilla. India agotó el último carrete, subió al coche y regresó a la ciudad.

Le habían reservado una habitación en el Claridge's – una de las gratificaciones añadidas a este tipo de trabajo – y cuando entró en el vestíbulo se dio cuenta de que estaba agotada. En Londres eran las dos y media, lo que para ella representaba las ocho y media de la noche, pero llevaba horas trabajando, viajando y realizando el reportaje. Se sentía como en los viejos tiempos, aunque entonces su ropa de trabajo no incluía faldas de terciopelo y zapatos de tacón. Entonces vestía botas de combate y ropa de camuflaje. De todos modos, sabía que siempre recordaría esa noche. La Real Academia Naval era uno de los sitios más espectaculares de Inglaterra y los asistentes al baile dirigían el curso de la historia mundial.

Deseaba desvestirse y acostarse. Se durmió un segundo después de apoyar la cabeza en la almohada y no se movió hasta que sonó el teléfono. No entendía que alguien llamase a esas horas de la madrugada. Al abrir los ojos vio que el sol entraba a raudales por las ventanas. Eran las diez de la mañana de un frío día de noviembre, y a mediodía tenía que estar no recordaba dónde. No había oído el despertador.

– ¿Sí? – masculló soñolienta, se desperezó y miró alrededor. La habitación que le habían asignado era pequeña, decorada con zaraza floreada de color azul claro.

– Suponía que estabas trabajando.

– Estoy trabajando. ¿Quién habla? – Supuso que era Raúl, pero no reconoció su voz. De pronto se percató de que era Paul, que telefoneaba desde el velero -. Vaya, no te reconocí. Aún estoy adormilada. Por suerte me has despertado.

– ¿Cómo va todo?

India tuvo la sensación de que Paul se alegraba realmente de oírla.

– Es muy divertido. Anoche fue maravilloso. Asistieron todos los reyes, reinas y príncipes del planeta, y la Real Academia Naval es un regalo para los ojos.

– En cierta ocasión Serena y yo asistimos a una fiesta en honor de un hombre muy agradable, un escritor especializado en temas marinos, Patrick O'Brian. Sus novelas son una de mis debilidades. La Real Academia es francamente impresionante.

La fotógrafa pensó que a Paul no le quedaba un rincón del mundo por conocer. De todas maneras, él se mostró impresionado cuando le nombró a los asistentes al baile.

– Creo que he tomado varias fotos muy buenas.

– ¿Te alegras de volver a trabajar?

Paul sonrió al imaginarla arropada en su habitación del Claridge's. Prácticamente la vio y como sabía lo que le había costado llegar hasta allí supo que se trataba de un gran triunfo personal. Se alegró de que lo hubiese conseguido.

– Es fantástico y me encanta. Acto seguido le mencionó el otro artículo que le habían encomendado y Paul se preocupó, aunque supuso que sabía lo que hacía y que la policía la protegería -. Paul, ¿cómo estás? – Últimamente parecía más animado, pero ella supuso que en Acción de Gracias lo estaba pasando mal y eludía la cuestión quedándose en Turquía -. ¿Te gustaría venir a Londres a verme?

Sólo lo planteó como una posibilidad más, aunque estaba segura de que él no aceptaría ya que todavía se escondía a los ojos del mundo en el Sea Star.

– India, tengo muchas ganas de verte, pero supongo que estás demasiado ocupada para pasar un rato con un amigo.

Y en verdad, en cinco meses se habían convertido en grandes amigos. India había compartido con él sus temores y el gran chasco que se llevó con Doug, al tiempo que, desde la muerte de Serena, Paul había llorado más de una vez en su hombro. En poco tiempo, y en ocasiones desde la lejanía, habían compartido muchas cosas.

– Además, sospecho que me da miedo volver a la civilización – añadió Paul.

Ella sabía que aún le resultaba muy doloroso.

– No tienes por qué regresar enseguida.

Paul resolvía la mayoría de los asuntos por fax y teléfono y del resto se ocupaban sus socios. India opinaba que era mejor que continuase en el Sea Star, ya que el velero actuaba en su ánimo como una clínica de recuperación.

– ¿Cómo reaccionaron los chicos cuando te despediste de ellos?

La mañana anterior Paul había pensado mucho en la situación de India.

– Muy bien, mejor que Doug. Celebramos Acción de Gracias con un día de anticipación y Doug apenas me dirigió la palabra. No creo que acepte de buena gana la realidad y seguro que sufriré las consecuencias.

– Pues prepárate para afrontarlas. Después de todo, ¿qué puede hacer?

– En primer lugar, me puede poner de patitas en la calle… Podría dejarme – apostilló India con seriedad y quedó muy claro que estaba preocupada.

– Sólo un insensato lo haría. – Ambos sabían que Doug era un tipo inaccesible y Paul lo veía más claramente que su amiga -. Me parece que arma jaleo para asustarte.

– Es posible. – De todas maneras, había realizado el viaje y estaba en Londres -. Será mejor que me arregle, o llegaré tarde a la próxima fiesta.

– ¿Adónde vas? – inquirió el magnate.

– Tengo que confirmarlo, pero creo que al almuerzo que el príncipe Carlos ofrece en el palacio de Saint James.

– Lo pasarás bien. Llámame esta noche para contarme cómo ha ido.

– Sospecho que volveré muy tarde. Esta noche acudiré a la cena previa a la boda.

– Tienes entre manos un reportaje agotador – dijo con tono burlón, pero se sentía como el ángel custodio de India. La había visto superar el sufrimiento que había representado conseguir aquello, y deseaba compartir su victoria -. Me acostaré tarde. Llámame, ya que estamos casi en la misma franja horaria. Supongo que mañana pondremos rumbo a Sicilia. Pasaré una temporada en Italia y en Córcega. Me gustaría terminar mi periplo en Venecia.

– Señor Ward, lleva una existencia muy dura en esa cáscara de nuez que lo traslada a todas partes. Lo compadezco de corazón.

– Es lógico que me compadezcas – replicó Paul con más seriedad de la que pretendía.

Por las conversaciones anteriores India sabía que se sentía muy solo. Todavía añoraba a Serena, y la fotógrafa sospechaba que, con más frecuencia de lo que estaba dispuesto a reconocer, bebía o lloraba para conciliar el sueño. Sólo habían transcurrido tres meses desde el trágico accidente.

– Te llamaré – añadió India con tono alegre.

En cuanto colgaron se asomó a la ventana y contempló Brook Street. Todo le resultó conocido, familiar y muy inglés. Se sentía feliz de estar en Londres. Recordó que tenía que enviar postales a sus hijos. Lo había prometido. Si disponía de tiempo iría a Hamley's y compraría juguetes y juegos para Sam, Aimee y Jason. Buscaría para Jessica algo más apropiado para su edad. Si le quedaba tiempo, entre un reportaje y otro visitaría Harvey Nichols. Pero antes tenía que ponerse manos a la obra.

Aún pensaba en Paul cuando se sumergió en la espaciosa bañera. Le encantaba hablar con él y abrigaba la esperanza de verlo pronto. Por muy lejos que estuviera era un amigo sincero.


Dedicó la tarde a tomar fotos de los miembros de la familia real. Lo pasó de maravilla y se encontró con un fotógrafo que conocía. En el pasado habían cubierto una noticia en Kenia, y hacía casi veinte años que no se veían. Era un irlandés divertidísimo llamado John O'Malley, y después de la celebración la invitó a tomar una copa en un pub.

– ¿Dónde diablos te habías metido? Supuse que al final te habían abatido mientras cubrías una de aquellas noticias delirantes – comentó John sonriente, muy contento de volver a verla.

– Pues no. Me casé, tengo cuatro hijos y llevo catorce años retirada.

– ¿Por qué has vuelto? – preguntó sonriente.

John había terminado su trabajo y bebía whisky irlandés.

– Porque lo echaba de menos.

– Estás chiflada, ¿sabes? Siempre supe que lo estabas. Nada me gustaría más que retirarme junto a mi esposa y mis cuatro hijos. Este reportaje no es ni remotamente tan peligroso como los del pasado… a no ser que los miembros de la realeza nos ataquen. Por si no lo sabes podrían agredirnos. Podría desencadenarse una guerra si se pelean por los entremeses. Por no mencionar a esos impresentables del IRA. A veces me avergüenza decir que soy irlandés.

Hablaron de la bomba que los terroristas habían colocado en septiembre e India comentó que la esposa de un amigo viajaba en ese avión.

– ¡Fue algo terrible! – exclamó John O'Malley -. Detesto los atentados. Siempre pienso en los niños. Que maten a los militares o bombardeen una fábrica de armamento pero, por favor, que dejen en paz a los niños. Esos cabrones siempre se cargan a los niños. En cada maldito país con problemas asesinan a los niños. – Había pasado una temporada en Bosnia y odiaba cuanto había visto. Los serbios decapitaban niños croatas mientras sus madres los sostenían en el regazo. Era lo más terrible que había visto desde sus tiempos en Ruanda -. Querida, no te preocupes. Al segundo whisky las salvajadas del hombre contra el hombre es uno de mis temas preferidos. Con el tercero me pongo romántico y más vale que tengas cuidado.

John O'Malley no había cambiado e India se alegraba de hablar con él. Le presentó a un periodista que se sentó a su mesa. Era australiano, y aunque no poseía la simpatía de John, comentó la fiesta con un agudo sentido del humor. El australiano añadió que en el pasado habían trabajado juntos en Pekín, pero India no recordaba sus facciones.

Cuando salieron del pub O'Malley había cogido una buena cogorza. India tenía que regresar al Claridge's y cambiarse para otra fiesta. Se alegró de que fuese la última antes de la boda. La celebraban en una casa en Saint James's Place, rodeados de lacayos con librea y resplandecientes arañas de luces.

A medianoche regresó al hotel y llamó a sus hijos. Estaban a punto de cenar. Habló con ellos y comprobó que estaban bien. Le contaron que el día anterior se habían divertido en Greenwich, que la echaban de menos y que el sábado su padre los llevaría a patinar. Luego quiso saludar a su marido, pero Doug pidió a los chicos que dijeran que estaba ocupado preparando la cena. No le habría costado nada coger el teléfono, como India hacía mientras cocinaba. Captó el mensaje: Doug había afirmado que no tenía nada más que decirle y, por lo visto, hablaba en serio.

Al colgar se sintió sola y decidió telefonear a Paul. Suponía que aún no se había acostado. Paul estaba despierto y le contó la fiesta con pelos y señales. Le agradaba charlar con él a la hora que fuese y contarle lo que hacía.

Hablaron largo rato. Paul conocía a los anfitriones. Al parecer había tratado a todos los asistentes y las descripciones de India le causaron gracia. Había sido una velada interesante, plena de aristócratas y de personas distinguidas. India comprendió claramente que no quisieran enviar a un reportero de plantilla y se sintió halagada de que la hubiesen elegido a ella.

– ¿A qué hora es la boda? – preguntó Paul y bostezó, soñoliento.

Esa noche el mar se encontraba embravecido. De todos modos, no le molestaba, más bien le encantaba.

– A las cinco en punto.

– ¿Qué harás hasta entonces?

– Dormir. – Sonrió. No había tenido un momento libre desde su llegada a Londres. Todo era como en los viejos tiempos, aunque en este caso con tacones de aguja y vestidos de fiesta -. A decir verdad, me gustaría hablar con la policía. Me han dejado un mensaje y el domingo empiezo con el otro reportaje.

– No pierdes ni un segundo, ¿eh? – Serena también era así, pero Paul no lo mencionó. Siempre tenía trabajo entre manos: un libro nuevo, un nuevo guión, una revisión, una corrección de galeradas. Paul echaba de menos su vitalidad, añoraba todo lo relacionado con su difunta esposa -. Llámame mañana y cuéntame los detalles de la boda.

Al magnate le atraía el trabajo de su amiga y la posibilidad de comunicarse a cualquier hora del día o de la noche, algo que cuando ella estaba en Westport no podía hacer.

– Te llamaré cuando vuelva al hotel.

– Mañana por la noche estaremos navegando. – Paul tenía debilidad por las travesías nocturnas e India lo sabía -. Estaré de guardia a partir de medianoche. – Ella supo que cogería el teléfono en la cabina de mando -. Me ha gustado mucho hablar contigo. Me recuerdas un mundo que me obstino en olvidar.

Paul no quería estar en tierra firme sin Serena, aunque las noticias que India le transmitía lo divertían.

– Volverás al mundo el día que te apetezca.

– Supongo que sí, pero no me imagino sin ella – reconoció apesarado -. Juntos vivimos tantas cosas divertidas que no me veo haciéndolas solo. Soy demasiado viejo para empezar de nuevo.

India era consciente de que no era tan viejo, aunque se sintiera así. Tenía la sensación de que la pérdida de Serena lo había envejecido.

– Hablas como yo. Si no soy demasiado vieja para volver a trabajar, tú tampoco lo eres para retornar al mundo en cuanto estés en condiciones.

Se llevaban catorce años, la diferencia de edad no suponía ningún problema. Por momentos parecían hermanos y en algunas ocasiones India experimentaba la misma excitación que había percibido cuando se conocieron. Paul jamás aludía a esa cuestión. No quería ser infiel a Serena y todavía se sentía culpable por no haber muerto con ella. Nada justificaba que la hubiese sobrevivido. Su hijo era adulto y sus nietos tenían la vida asegurada. Sentía que nadie lo necesitaba y lo comentó con India.

– Yo sí – murmuró dulcemente la fotógrafa -. Te necesito.

– No, no es verdad. Ahora has aprendido a andar sola.

– Yo no estaría tan segura. Antes de irme Doug ni siquiera me dirigía la palabra. Ya veremos qué sucede cuando vuelva a Westport. Sabes perfectamente que deberé enfrentarme a una situación muy difícil.

– Tal vez. Será mejor que de momento no pienses en ese asunto. Tienes muchas cosas de las que ocuparte antes de emprender el regreso.

Ambos sabían que pocos días después tendría que afrontar la situación. El viernes regresaba a Estados Unidos pues quería pasar el fin de semana con sus hijos.

– Hablaremos mañana – dijo India.

Se despidieron y colgaron. Cada vez que se comunicaban se sentían extrañamente cómodos. India reflexionó y pensó que tenía la sensación de que conocía a Paul de toda la vida. Habían recorrido un largo camino y salvado obstáculos difíciles. Paul había sufrido más que ella, aunque su trayecto tampoco había sido un lecho de rosas.

Estaba acostada a oscuras y a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Supuso que eran sus hijos o Doug, por lo que se sorprendió al oír nuevamente a Paul.

– ¿Dormías? – susurró él.

– No. Estaba tumbada y pensaba en ti.

– Yo también. India, llamo para decirte cuánto admiro lo que has hecho… y lo orgulloso que me siento de ti.

¡Paul había llamado para halagarla!

– Gracias. Significa mucho para mí.

Esas cosas eran tan importantes como Paul.

– Eres una persona maravillosa. – Y añadió con voz entrecortada por el llanto -: Sin ti no podría superar lo que estoy pasando.

– Yo tampoco – musitó ella -. En eso pensaba cuando sonó el teléfono.

– Un día de éstos nos encontraremos en alguna parte. Todavía no sé cuándo, pero te aseguro que volveré.

– No te preocupes. Limítate a hacer lo que consideres necesario.

– Buenas noches – se despidió Paul cálidamente.

En cuanto colgó India cerró los ojos y se quedó dormida con una sonrisa en los labios mientras pensaba en su amigo.

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