El domingo por la noche India dejó a los niños con la canguro y fue en coche al aeropuerto. Llovía ligeramente, había mucho tráfico y tuvo la sensación de que tardaba una eternidad. Tenía tiempo de sobra y después de aparcar vio que faltaba media hora para la llegada de Paul.
Deambuló por la terminal, recorrió las tiendas y se miró en el espejo. Se había puesto un traje pantalón gris y tacones. También llevaba la gabardina. Había pensado arreglarse más y ponerse el traje negro, pero al final se dijo que era una tontería. Sólo eran amigos y se conocían tan a fondo que mostrarse seductora o sensual le habría resultado ridículo. Su única concesión a la llegada de Paul consistió en recogerse el pelo a la francesa y maquillarse.
Mientras lo aguardaba se preguntó qué esperaba Paul de ella y por qué le había pedido que fuera a su encuentro. Suponía que lo asustaba regresar a Nueva York y hacer frente a sus recuerdos. Pese al tiempo transcurrido, no le resultaría fácil cuando abriese la puerta del apartamento que había compartido con Serena. Los últimos seis meses Paul había estado escondido y recluido en el Sea Star y, a modo de consuelo, había aferrado su mano a distancia. Cualesquiera que fuesen sus motivos, India se alegraba de ir a buscarlo.
Miró la hora varias veces y consultó el tablero que anunciaba la llegada de los vuelos. Se preguntó si habría demora. Al final en el tablero se anunció el vuelo procedente de Londres. Aún debía esperar un rato, ya que Paul tenía que pasar por la aduana. La espera se le hizo interminable.
Transcurrió media hora hasta que los viajeros comenzaron a salir: abuelas gordas, hombres en tejano, dos modelos con sus maletines y una amplia variedad de hombres, mujeres y niños. No sabía si eran compañeros de viaje de Paul, aunque al final oyó hablar en inglés británico y dedujo que procedían del mismo vuelo. De pronto se preguntó si no lo había visto pasar y el pánico la embargó. Había muchísima gente que daba vueltas alrededor de ella. Hacía casi un año que no lo veía y habían transcurrido seis meses desde el funeral, pero entonces apenas lo había vislumbrado. Desde el verano anterior que no se encontraban cara a cara. ¿Y si Paul no la reconocía? ¿Y si se había olvidado de su aspecto?
India miró alrededor y de repente oyó a sus espaldas una voz conocida:
– No te esperaba con el pelo recogido.
Paul había buscado su trenza y a punto estuvo de pasarla por alto. India se volvió rápidamente y recordó las palabras de Gail, que le había contado que los medios de comunicación lo consideraban «indecentemente guapo e ilegalmente atractivo».
Así lo vio cuando Paul le sonrió y la rodeó con los brazos. Había olvidado lo alto que era y el azul de sus ojos. Llevaba el pelo muy corto y estaba muy bronceado.
– Estás preciosa – exclamó Paul mientras la abrazaba.
Ella se quedó sin aliento. Tenía delante la voz con la que había hablado durante seis meses; se trataba de su confidente, del hombre que lo sabía todo sobre ella, el mismo que le había tendido la mano a medida que su matrimonio se iba a pique… Se sintió cohibida e incómoda.
– Y tú estás muy guapo. – Sonrió cuando él se apartó para contemplarla de la cabeza a los pies -. Tienes un aspecto muy saludable.
– No podía ser de otra manera. Hace seis meses que lo único que hago es estar en el barco, engordar y no dar golpe.
Paul no parecía haber engordado. Se lo veía fuerte, joven, ágil e incluso mejor que el verano anterior. En todo caso estaba más delgado.
Mientras recogía el equipaje – sólo llevaba una maleta pequeña y el maletín, ya que en el apartamento tenía cuanto necesitaba – y se dirigían lentamente a la salida, Paul comentó:
– Has adelgazado, pero te sienta bien.
Parecía tan contento de verla que India seguía con la sonrisa en los labios.
– Pues yo pensaba lo mismo de ti. ¿Cómo ha ido el vuelo?
Era el diálogo que habría tenido con Doug si hubiera ido a recogerlo al aeropuerto. Hasta cierto punto Paul y ella se conocían tanto que era como si estuvieran casados. Pero India no se engañaba: sabía que Paul no era su marido ni su amante, sino algo muy distinto. Le pareció fantástico dejar de hablar con una voz incorpórea. Ahora Paul era real, tangible. Sonrió cuando se detuvieron al salir de la terminal.
– Me parece increíble que estés aquí – aseguró India.
En ocasiones había llegado a pensar que su amigo estaría eternamente en el extranjero y no volvería a verlo.
– A mí también me cuesta creerlo. – Paul estaba radiante -. El vuelo fue espantoso. Viajaban doscientos críos llorones y abandonados por sus madres. La mujer que iba a mi lado no paró de hablar de su jardín. Estaré encantado si no vuelvo a oír la palabra rosal. – India rió. Se dirigieron al coche y Paul colocó el equipaje en el asiento trasero -. ¿Quieres que conduzca? – propuso.
Ella supuso que estaba cansado y titubeó. Sabía que a algunos hombres, Doug incluido, les desagrada que las mujeres conduzcan.
– ¿Confías en mí?
– Trasladas a tus hijos a la escuela, cosa que yo no hago, y no has bebido tres whiskies, ¿verdad?
Paul había pensado que el whisky era el único antídoto contra los niños que lloraban, pero aun así no se notaba que había bebido.
Subieron a la camioneta e India lo contempló con seriedad. Paul la observó. Ambos tenían los ojos del mismo tono azulado.
– Me gustaría darte las gracias – murmuró ella.
– ¿Por qué? – repuso él, sorprendido.
– Por darme ánimos durante estos meses. Sin ti no lo habría superado.
India había hecho exactamente lo mismo por él y el magnate lo sabía.
– ¿Cómo va todo? ¿Doug te sigue torturando?
– No; lo ha sustituido su abogado. – Sonrió y puso el motor en marcha -. De todas maneras, creo que está casi todo resuelto.
Doug le había ofrecido pasar una pensión alimentaria a los hijos y una pensión suficiente para vivir con holgura siempre que cada año realizara algunos reportajes. Su propuesta era muy correcta y le permitía conservar la casa nueve años más, hasta que Sam asistiera a la universidad o ella volviese a casarse. El abogado le había aconsejado que aceptara. En Navidades obtendría el divorcio. Ya lo había hablado con Paul por teléfono y éste había opinado que era un buen acuerdo. Aunque no se trataba de nada del otro mundo era aceptable. A Doug le quedaba lo necesario para vivir y, si le apetecía, para volver a casarse. Ganaba un buen salario (no era para el nivel de Paul, por supuesto, pero sí para el corriente). Habían acordado dividir los ahorros que, aunque no ascendían a mucho, proporcionaban cierto desahogo a la fotógrafa.
– Me cuesta creer que he vuelto – comentó Paul en cuanto avistó el perfil de Nueva York.
Después del tiempo transcurrido y de los lugares donde había estado tenía que resultarle extraño. Había visitado Turquía, Yugoslavia, Córcega, Sicilia, Venecia, Viareggio, Portofino, Cap d'Antibes… Había escogido sitios pintorescos para ocultarse, pero no le habían proporcionado alegría a causa del dolor que lo embargaba. Tal como India sospechaba, Paul se ponía nervioso sólo de pensar en su apartamento. Lo dijo y ella lo tranquilizó con una sonrisa.
– Tal vez deberías hospedarte en un hotel – aconsejó con sensatez. India sabía que Paul padecía de insomnio y tenía pesadillas, aunque le había explicado que últimamente estaba mejor.
Le resultaba muy extraño estar sentada a su lado después de las horas que durante meses habían pasado al teléfono y de los secretos que habían compartido. Era más extraño todavía aunar la voz con el hombre. Ambos tenían que acostumbrarse. Paul no dejaba de contemplarla mientras conducía, feliz de estar a su lado.
– Es una posibilidad, sí – reconoció el magnate -. Veré qué pasa esta noche. Tengo que revisar los documentos porque la reunión de la junta se celebra mañana.
Los socios habían amenazado con cortarle el cuello si no se presentaba. Les había resultado muy duro prescindir de él durante medio año y ya se había ausentado de dos reuniones. Opinaban que esta vez debía estar presente.
– ¿Es una reunión complicada? – preguntó India mientras enfilaban la FDR Drive, a orillas del East River.
– Lo dudo mucho. Supongo que será aburrida. – La miró con seriedad y preguntó -: ¿Quieres cenar conmigo?
– ¿Ahora?
India se mostró sorprendida y Paul rió.
– No; me refiero a mañana. Para mí son las dos de la madrugada y estoy agotado. Mañana podemos cenar en un restaurante que te guste. ¿Qué prefieres, el 21, el Cóte Basque o Daniel?
La fotógrafa rió al oír la propuesta. Paul había olvidado en qué mundo real vivía ella.
– He pensado en Jack in the Box o en Denny's. Recuerda que últimamente sólo salgo a comer con mis hijos. – Doug no solía llevarla a cenar a Nueva York. A veces se desplazaban a la ciudad para asistir al teatro y cenaban en cualquier parte. Doug no era de los que llevaban a su esposa a restaurantes de cinco tenedores: los reservaba para los clientes -. Elige tú.
– ¿Qué te parece Daniel?
Había sido uno de los preferidos de Serena, pero a Paul también le gustaba. Serena consideraba que no era tan ostentoso como La Grenouille o el Cóte Basque, razón por la cual al magnate le encantaba. Lo encontraba más elegante y refinado que los demás. Y la cocina era excelente.
– Nunca he estado – reconoció India -. He leído varios artículos elogiosos y una amiga dice que es el mejor de Nueva York.
Era evidente que salir con Paul no tenía nada que ver con su vida en Westport.
– ¿Contratarás a una canguro?
Ella sonrió cuando salieron de la FDR Drive y la calle Setenta y nueve.
– Te agradezco el interés por mis hijos. – Sin duda hacía muchos años que no se preocupaba por esas cuestiones e India agradeció que lo tuviese en cuenta -. La contrataré. ¿Quieres venir a casa este fin de semana? Así conocerás a mis hijos. A Sam le encantaría verte.
– Sería muy divertido. Podemos comer en una pizzería e ir al cine.
Paul sabía que la pizza era uno de los platos preferidos de los chicos y deseaba compartirlo con India. Para ambos se había abierto un mundo totalmente nuevo. La fotógrafa seguía desconcertada por su repentino regreso, aunque todavía no lo asimilaba ni sabía cuánto tiempo se quedaría. Pensó que preguntarlo resultaría descortés. Además, estaba segura de que visitaría a otros amigos e ignoraba cuánto tiempo le dedicaría. Seguramente muy poco antes de que volvieran a charlar todos los días por teléfono. Claro que eso era lo único que esperaba de Paul.
El apartamento de Paul se encontraba en la Quinta Avenida, en un edificio muy elegante, poco más arriba de la calle Setenta y tres. El portero se asombró al ver a Paul.
– ¡Señor Ward! – exclamó, y le estrechó la mano.
– Hola, Rosario. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te trata Nueva York?
– Muy bien, señor Ward. Gracias por preguntarlo. ¿Ha pasado estos meses en el barco?
El portero había oído rumores en ese sentido y enviado la correspondencia al despacho del magnate.
– Así es – contestó Paul y sonrió.
El portero quería darle el pésame por la muerte de su esposa, pero no le pareció adecuado pues iba en compañía de una rubia muy atractiva. Supuso que se trataba de su novia y, por el bien de Paul, esperó que así fuese.
Subieron al ascensor. Cuando bajaron, India esperó mientras Paul buscaba el llavero en el maletín. Cuando introdujo la llave en la cerradura vio que le temblaba la mano. Lo cogió delicadamente del brazo y el magnate se volvió para mirarla, pues pensó que quería decirle algo.
– No pasa nada – susurró ella -. Tómatelo con calma…
Él sonrió. Como siempre, India sabía exactamente qué pensaba y, aún más importante, qué sentía. Por teléfono ella tenía la misma actitud y por eso él la apreciaba. Era un refugio donde siempre podía buscar consuelo. Antes de girar la llave dejó el maletín en el suelo y la abrazó.
– Muchas gracias. Me resultará más doloroso de lo que suponía.
– Tal vez no. Inténtalo.
India estaba a su lado de la misma forma que Paul la había apoyado durante los últimos meses. Ella sabía que podía llamarlo, ya que la estaba esperando en el Sea Star. De repente el rostro que contemplaba dejó de estar separado de la voz fraternal que conocía, y vio al hombre, al alma, a la persona en la cual había aprendido a confiar.
Paul giró lentamente la llave, la puerta se abrió y él encendió la luz. Salvo la mujer de la limpieza, nadie había entrado desde septiembre. El apartamento estaba impecable, pero se veía desolado y silencioso. India contempló un ancho recibidor blanco y negro, decorado con litografías y esculturas modernas, y vio un interesante cuadro de Jackson Pollock.
Paul se dirigió al salón y encendió más luces. Era una amplia estancia, cuidada y decorada con una interesante combinación de muebles antiguos y modernos. De las paredes colgaban un Miró, un Chagall y varias obras de artistas desconocidos. Se trataba de una estancia muy ecléctica que recordaba poderosamente a Serena. En el apartamento todo tenía su sello, su estilo, su fuerza y su humor. Por todas partes había fotos de la escritora, en su mayoría procedentes de sus libros, y sobre la chimenea colgaba un enorme retrato que hipnotizó a Paul, quien permaneció en silencio junto a India.
– Ya no recordaba lo bella que era – susurró con tristeza -. Procuro no pensar en ella.
India asintió con la cabeza, consciente de que la situación resultaba muy dolorosa, aunque también sabía que Paul tendría que superarla. Se preguntó si el magnate descolgaría el retrato o lo dejaría donde estaba. Era tan imponente como Serena lo había sido en vida.
Paul se dirigió a una habitación más pequeña y revestida en madera, su despacho, y dejó el maletín. India lo siguió. La fotógrafa temió que podía estar de más y que tal vez debía irse.
– ¿Quieres que me vaya? – le preguntó en voz baja.
Paul la miró súbitamente decepcionado y algo dolido.
– ¿Tan pronto? India, si no tienes que regresar con tus hijos quédate un rato más.
– No tengo prisa, pero no quisiera molestar.
Paul se mostró tal cual era y manifestó su dolor, seguro de que India lo comprendería.
– Te necesito. ¿Qué quieres beber?
– No puedo beber, he de conducir hasta Westport.
– No me tranquiliza que tengas que conducir – dijo el magnate y se sentó en un sofá de terciopelo delante de una chimenea más pequeña que la del salón. El despacho estaba decorado con terciopelo azul oscuro y sobre la chimenea colgaba un Renoir -. Me ocuparé de que un chófer te traiga y te lleve. Si lo prefieres, a veces te acompañaré personalmente a casa.
– Me gusta conducir. – Sonrió y agradeció su amabilidad. Paul se sirvió un whisky y la fotógrafa aceptó una coca-cola -. El apartamento es precioso – comentó.
India ya había imaginado que era hermoso, en algunos sentidos tanto como el Sea Star.
– Serena lo decoró personalmente. – Paul suspiró, miró a su amiga y por enésima vez comprobó lo bonita que era. Gracias a su melena rubia y sus facciones clásicas llamaba la atención más de lo que él recordaba. Estaba sentada con las piernas elegantemente cruzadas. Él recordó las horas de charla que el verano pasado habían compartido en el Sea Star. Volvió a pensar en su difunta esposa y añadió -: Era capaz de hacer de todo, aunque a veces resultaba difícil de soportar. India se dio cuenta de que el apartamento poseía la elegancia natural, el ingenio y el sentido del humor que caracterizaban a Serena -. No sé qué haré con el piso. Supongo que debería coger mis pertenencias y venderlo.
– Tal vez no – opinó India y bebió un trago de CocaCola -. El apartamento es magnífico. Quizá sólo deberías cambiar algunas cosas de sitio.
Paul rió entre dientes.
– Serena me mataría. Cada vez que colocaba algo insistía en que se lo había dictado Dios. Se enfadaba si me atrevía a mover un cenicero. Puede que tengas razón, tal vez debería adaptarlo a mis necesidades. Ahora tiene la impronta de Serena. Antes no me había percatado de la influencia de su estilo. – Serena jamás había dispuesto algo en el velero ni le había importado; el Sea Star era el mundo de Paul, razón por la cual le había resultado tan sencillo recluirse allí desde septiembre. En la nave los recuerdos eran más escasos y discretos. En el apartamento saltaban a la vista desde cada rincón -. ¿Piensas redecorar la casa de Westport y sacarte a Doug de la cabeza? ¿Se ha llevado muchas cosas?
Tuvieron más de un tira y afloja, pero al final Doug sólo se había llevado el ordenador y algunos recuerdos de su época universitaria. No quería alterar a los chicos más de lo necesario.
– No; sólo unas pocas. Si introdujera cambios en casa mis hijos se pondrían nerviosos. Ya son bastantes las novedades a las que deben adaptarse.
Paul sabía que era propio de India pensar en estas cuestiones y proponer que se limitara a cambiar algunas cosas de sitio en lugar de decirle de qué tenía que desprenderse. Dar órdenes no iba con ella y, además, no le correspondía a ella decirle qué tenía que hacer con el apartamento. Paul se alegró de verse tan respetado. A lo largo de los meses que habían hablado por teléfono no se había sentido amenazado. India le había proporcionado un refugio seguro.
La fotógrafa caviló y decidió preguntarle si trasladaría el velero a Estados Unidos.
Paul reflexionó antes de responder.
– No lo he decidido. Depende del tiempo que me quede y todavía no lo sé. Ya veremos cómo me siento. – La miró e India supuso que se refería a los negocios y a su permanencia en el apartamento -. Tal vez lo lleve una temporada al Caribe, probablemente en abril. En esa época hace muy buen tiempo. ¿Conoces el Caribe?
– Es uno de los pocos lugares del mundo que no he recorrido.
– Hubo conflictos en Granada…
– Pero yo me los perdí.
– Si llevo el velero a Antigua, los niños y tú podríais venir unos días o en las vacaciones escolares.
– Les encantaría. – Recordó que Aimee se mareaba, pero podía resolverlo con una pastilla. Notó que Paul observaba con cierta incomodidad una foto de Serena. Había retratos prácticamente en todas partes y lo compadeció-. ¿Tienes hambre? – inquirió para distraerlo -. ¿Quieres que prepare algo de comer? Hago unas excelentes tortillas francesas y bocadillos de mantequilla de cacahuete.
– La mantequilla de cacahuete me chifla. – Sonrió al reparar en el esfuerzo de India y se lo agradeció en silencio. Supo que no serviría de nada. Estar en aquel apartamento equivalía a respirar la fragancia de Serena -. Me encanta la mantequilla de cacahuete con olivas y plátano.
El magnate rió al ver la cara de asco de su amiga.
– ¡Es repugnante! No se lo digas a Sam. Se parece a sus mejunjes. ¿Hay algo de comer en el piso? Prepararé la cena en un abrir y cerrar de ojos.
– No creo que haya nada, pero podemos mirar.
Paul no sabía si en el congelador quedaba algo, pero en la cocina los recuerdos no lo agobiarían tanto. Serena nunca entraba allí. Comían en restaurantes, pedían que les subiesen la comida, contrataban un cocinero o Paul cocinaba para ambos. En once años ni una sola vez había preparado la cena y se había enorgullecido de que fuera así.
India lo siguió por el comedor, que albergaba una enorme mesa antigua e incontables objetos de plata, y entraron en la espartana cocina de granito negro. Parecía salida de una revista de decoración e India tuvo la certeza de que alguna vez la habían incluido en un reportaje.
Sólo encontraron entremeses congelados y una hilera de refrescos.
– Creo que mañana tomarás un desayuno opíparo.
– Nadie sabe que he venido y probablemente mi secretaria pensó que no me quedaría en el apartamento. Dijo que me haría la reserva en el Carlyle. Tal vez mañana me traslade al hotel. – Miró a India enarcando las cejas y la fotógrafa sonrió -. Lamento no tener nada que ofrecerte.
– No tengo hambre, aunque pensé que tal vez tú sí querrías comer algo. – Consultó la hora -. Supongo que estás agotado.
– De momento resisto. Me gusta estar contigo.
A Paul no le entusiasmaba quedarse a solas en el apartamento con los recuerdos y las cosas de Serena. Sabía que su ropa seguía en los armarios y era algo que temía. No había pedido que la retiraran. Tendría que verla antes de abrir sus propios armarios. Se encogió al pensar que vería sus batas y zapatillas, sus bolsos y vestidos, colocados según colores y diseñadores. Serena había sido extraordinariamente organizada y obsesiva, incluso con el vestuario.
– ¿A qué hora tienes que regresar a Westport?
Paul no quería que condujera en horas intempestivas, y tampoco le apetecía que se fuese. Al cabo de tantos meses de conferencias telefónicas necesitaba tenerla cerca, pero no sabía cómo plantearlo. Incluso le parecía incorrecto rodearle los hombros con el brazo. India interpretó su actitud como demostración del carácter fraternal de su amistad, hecho que Paul no sabía cómo modificar.
Hablaron de los hijos de India y de la reunión que Paul tenía al día siguiente. El magnate le explicó en qué consistía y se explayó sobre su trabajo. Le preguntó si tenía noticias de Raúl. Hacía tiempo que no telefoneaba para encargarle más reportajes. A India le parecía bien pues de momento no quería dejar a sus hijos. Hacía muy poco que se había separado y deseaba estar cerca para comprobar que se adaptaban sin dificultades.
Charlaron largo rato y al final Paul miró la hora y le aconsejó que se fuera. Eran más de las doce y llegaría a Westport después de la una. Cuando la acompañó a la puerta Paul parecía un crío a punto de perder a su mejor amiga e India no quiso dejarlo.
– ¿Estás en condiciones de quedarte solo? – le preguntó, olvidando que había recorrido medio mundo sin ella.
– Supongo que sí – respondió él.
– Si te sientes mal llámame. No te preocupes por la hora ni temas despertarme.
– Gracias – murmuró Paul, y vaciló como si estuviera a punto de añadir algo más, pero guardó silencio -. Me alegro de estar aquí – afirmó, y con la mirada le dejó claro que no se refería al apartamento.
– Me alegro de contar contigo – aseguró al hombre del que se había hecho amiga, y hablaba totalmente en serio.
Bajaron en el ascensor. Paul la acompañó hasta el coche y con señas le indicó que echara el seguro a las puertas. India bajó la ventanilla y volvió a darle las gracias. Él añadió que la llamaría en cuanto acabase la reunión de la junta.
– ¿Te apetece cenar conmigo mañana a las siete y media?
Ella sonrió y asintió con la cabeza.
– Me encantaría. ¿Daniel es muy elegante?
– No demasiado. Es un local acogedor. – Era lo mismo que le habría dicho a Serena e India lo captó. Decidió ponerse el traje negro, zapatos de ante y los pendientes de perlas -. Te llamaré.
– Cuídate mucho… y descansa – aconsejó antes de partir.
Durante el trayecto India pensó en Paul y se preocupó, pues ni siquiera podría beberse un vaso de leche para relajarse. Era maravilloso contar con su presencia, mucho mejor que hablar por teléfono y, si se lo hubiera permitido, habría dejado que sus pensamientos se desbocaran, pero se contuvo. Encendió la radio, tarareó una canción y pensó que al día siguiente cenaría en Daniel con su amigo.