India Taylor tenía la cámara preparada cuando el indisciplinado ejército de niños de nueve años corrió por el campo tras el balón de fútbol que perseguían acaloradamente. Cuatro cayeron y formaron una maraña de brazos y piernas. Supo que allí estaba su hijo Sam, pero no lo distinguió mientras disparaba la cámara sin cesar. Se había comprometido a hacer fotos del equipo y le encantaba asistir al partido esa cálida tarde de mayo en Westport.
Acompañaba a sus hijos a todas partes: al fútbol, al béisbol, a natación, a ballet y a tenis. No sólo lo hacía porque era lo que esperaban de ella, sino porque le gustaba. Su vida era un ajetreo ininterrumpido de trayectos en coche y actividades extraescolares, salpicado de visitas al dentista y al pediatra cada vez que enfermaban o necesitaban un chequeo. Con cuatro hijos entre nueve y catorce años, India tenía la sensación de que vivía en el coche.
Adoraba a sus hijos, su vida y a su marido. La vida los había tratado bien y, aunque no era lo que imaginaba en su juventud, lo cierto es que se había adaptado mejor de lo que suponía. Los sueños que Doug y ella habían compartido ya no tenían nada que ver con la existencia que llevaban, los seres en que se habían convertido y el lugar al que habían llegado desde que veinte años atrás se conocieron en una misión del Cuerpo de Paz en Costa Rica.
La vida que en el presente compartían era la que quería Doug, su visión de futuro y el sitio al que aspiraba a llegar: una casa grande y cómoda en Connecticut, seguridad para ambos, varios hijos y un perro labrador. Cada día salía a la misma hora para su trabajo en Nueva York y cogía el tren de las siete y cinco en la estación de Westport. Veía las mismas caras, hablaba con las mismas personas y llevaba las mismas cuentas en el despacho. Trabajaba para una de las empresas de investigación de mercados más influyentes del país, un trabajo bien remunerado. En el pasado, India no se había preocupado por el dinero; en realidad, le daba igual. Se había sentido feliz cavando canales de riego y viviendo en tiendas de campaña en Nicaragua, Perú y Costa Rica.
Aquellos tiempos la habían cautivado por el entusiasmo y los desafíos que entrañaban y por la sensación de que hacía algo por la humanidad. Los peligros a los que tuvieron que hacer frente incluso la animaban a continuar.
Había empezado a hacer fotos mucho antes, en plena adolescencia. Aprendió de su padre, que era corresponsal del New York Times. Durante la niñez apenas lo vio pues lo enviaban a cubrir peligrosos reportajes de guerra. No sólo le encantaban sus fotos, sino las historias que él contaba. De pequeña soñaba con llevar una vida como la de su padre. Sus sueños se hicieron realidad cuando colaboró de manera independiente con periódicos estadounidenses mientras formaba parte del Cuerpo de Paz.
Los reportajes la llevaron a internarse en la selva y tuvo que hacer frente a bandidos y guerrilleros. En ningún momento se detuvo a pensar en los riesgos que corría. Para India el peligro era emocionante y, a decir verdad, le encantaba. Adoraba a las personas, las vistas, los olores, la profunda alegría de lo que hacía y la sensación de libertad que le proporcionaba. Cuando ambos terminaron la colaboración con el Cuerpo de Paz y Doug regresó a Estados Unidos, India permaneció varios meses en América Central y del Sur y posteriormente cubrió noticias en África y Asia. Logró estar presente en los sitios más conflictivos. Dondequiera que hubiera disturbios, India acudía y sacaba fotos. Formaba parte de su alma y de su sangre de un modo que jamás lo había estado en las de Doug. Para él había sido una experiencia emocionante, algo que realizar antes de asentarse y llevar una «vida real». Para India, ésa era la vida real y lo que verdaderamente deseaba.
En Guatemala había convivido dos meses con el ejército insurgente, tomando fotos increíbles que recordaban las de su padre. No sólo las habían alabado en todo el mundo, sino que le otorgaron varios premios por el modo de cubrir la noticia, su impacto y su valor.
Al recordar aquellos tiempos se daba cuenta de que había sido distinta, una persona en la que a veces pensaba y se preguntaba qué había sido de ella. ¿Dónde se había metido esa mujer, ese espíritu libre, indómito y apasionado? India aún la recordaba, aunque también era consciente de que ya no la conocía. Su vida había cambiado tanto que ya no tenía nada que ver con aquella mujer. A última hora de la noche se encerraba en el cuarto oscuro y en ocasiones se preguntaba cómo era posible que la satisficiera una existencia tan alejada de aquella que en el pasado tanto le había gustado. Por otro lado, sabía con absoluta certeza que adoraba la vida que compartía en Westport con Doug y los niños. Cuanto hacía en el presente era tan importante como lo había sido su existencia anterior. No experimentaba la sensación de sacrificarse ni de renunciar a nada, simplemente consideraba que la había cambiado por algo muy distinto. Siempre había creído que los beneficios habían merecido la pena. Se dijo que lo que hacía por su familia era muy importante para Doug y los niños. Estaba convencida de ello.
Al contemplar sus fotos quedaba de manifiesto que había sentido pasión por esa actividad. Algunos recuerdos perduraban intactos. Todavía recordaba la emoción, la sensación febril de saber que corría peligro, el escalofrío de captar el momento perfecto, la explosiva fracción de segundo en la que todo se reflejaba a través del visor de la cámara. No había vuelto a experimentar nada parecido. Se alegraba de haberlo hecho y superado. Sabía que lo que sentía lo había heredado de su padre. Éste había muerto en Da Nang cuando India contaba quince años de edad; un año antes le habían concedido el premio Pulitzer. A India no le había costado seguir sus pasos. Fue una trayectoria que en aquel momento no quiso ni pudo alterar. Necesitaba recorrer ese camino. Los cambios llegaron más adelante.
Regresó a Nueva York un año y medio después que Doug, cuando éste le dio un ultimátum. Le dijo que si quería compartir el futuro con él le convenía «asentar el culo en Nueva York» y dejar de jugarse el pellejo en Pakistán y Kenia. India sabía que tenía por delante una vida muy parecida a la de su padre y que tal vez también conseguiría el Pulitzer, pero al mismo tiempo reconocía los riesgos de la situación. A la larga, a su padre le había costado la vida y, hasta cierto punto, el matrimonio. Los únicos momentos de la vida que le importaban verdaderamente eran cuando lo arriesgaba todo a cambio del encuadre perfecto mientras las bombas estallaban a su alrededor. Doug le recordó que si deseaba estar con él y disfrutar una existencia mínimamente tranquila, tarde o temprano tendría que decidirse y renunciar a su profesión.
A los veintiséis años se casó con Doug y durante un par de años trabajó para el New York Times haciendo fotos locales. Doug estaba deseoso de tener hijos. Jessica nació poco antes de que India cumpliese los veintinueve. Dejó su trabajo en el periódico, se mudaron a Connecticut y cerró definitivamente las puertas a su vida anterior. Fue el acuerdo al que llegaron. Cuando se casaron, Doug dejó claro que, en cuanto tuvieran hijos, India tendría que dedicarse exclusivamente a la familia. Ella accedió, pues pensaba que estaría preparada para esa renuncia. Tuvo que reconocer que dejar el Times y consagrarse a la maternidad había sido más duro de lo que creía. Al principio echaba de menos su trabajo. Luego lo recordaba con pesar y después ni siquiera le quedó tiempo de pensar en ello. Tuvo cuatro hijos en cinco años, por lo que apenas pudo tomarse un respiro o colocar un carrete en la cámara. Se dedicó a los trayectos cortos en coche, los pañales, la dentición, los cuidados infantiles, la fiebre, los grupos de juegos y un embarazo tras otro. Las dos personas a las que veía con más frecuencia eran el ginecólogo y el pediatra y, por descontado, las demás mujeres con las que se encontraba a diario, que llevaban una existencia idéntica a la suya y sólo se ocupaban de sus hijos. Algunas habían renunciado a su profesión o decidido moderar sus inquietudes adultas hasta que los hijos tuvieran una cierta edad. India se decantó por esta opción. Esas médicas, abogadas, escritoras, enfermeras, pintoras y arquitectas habían arrinconado sus profesiones a fin de ocuparse de los hijos. Algunas no hacían más que quejarse. Aunque añoraba el trabajo, a India no le molestaba lo que hacía. Adoraba compartir la jornada con sus hijos aunque al llegar la noche estuviese agotada y Doug llegara demasiado tarde para ayudarla. Era la vida que había elegido, la decisión que había tomado, el acuerdo que no había dejado de cumplir un solo día. No habría cambiado el cuidado de sus hijos por seguir trabajando. Si tenía tiempo, una vez cada equis años cubría una noticia. No disponía de tiempo para hacerlo más a menudo, como ya había explicado a su representante.
Lo que no sabía o no había comprendido claramente antes del nacimiento de Jessica fue lo mucho que se distanciaría de su existencia anterior. Mientras fotografiaba a los guerrilleros nicaragüenses, los niños que morían de hambre en Bangladesh o las inundaciones en Tanzania, no imaginaba lo distinta que sería o hasta qué punto se convertiría en otra persona.
Era consciente de que debía cerrar la puerta a los primeros capítulos de su vida y lo había hecho sin pensar en el prestigio que había ganado, en lo emocionante que era y en su capacidad. En su fuero interno – y, sobre todo, en el de Doug -, renunciar era el precio que debía pagar a cambio de tener hijos. No existía otra posibilidad. Conocía a algunas mujeres que hacían malabarismos para trabajar fuera y en casa; conocía a un par de amigas que seguían ejerciendo de abogadas y dos o tres veces por semana se trasladaban a la ciudad, artistas hogareñas y algunas escritoras que se esforzaban por escribir relatos entre el biberón de la medianoche y el de las cuatro de la madrugada. Pero al final abandonaban agotadas. A India le resultó imposible. No veía cómo continuar con su profesión tal como la había conocido. Se mantenía en contacto con su representante y de vez en cuando cubría noticias locales, aunque fotografiar las exposiciones florales de Greenwich no le producía la menor satisfacción. Por si fuera poco, a Doug no le gustaba. Por eso usaba la cámara como una especie de herramienta materna: no dejó de realizar archivos fotográficos de los primeros años de vida de sus hijos y de los niños de sus amigas, de la escuela y de actividades deportivas. Eso era lo que hacía en ese momento, mientras Sam y sus amigos jugaban al fútbol. No existía otra opción. Estaba atada, encadenada, con los pies encajados en un bloque de cemento, sujeta a su existencia de mil maneras distintas, tanto visibles como invisibles. Era lo que Doug y ella habían acordado y lo que querían. Ella había cumplido su parte del trato, pero siempre llevaba la cámara consigo. Era incapaz de imaginar la vida sin una cámara fotográfica.
De vez en cuando pensaba que volvería a trabajar en cuanto los niños crecieran, tal vez dentro de cinco años, fecha en que Sam ingresaría en el instituto. De momento no era posible. Sam sólo tenía nueve años; Aimee, once; Jason, doce, y Jessica, catorce. La vida de India era una ronda incesante de actividades de sus hijos: deportes extraescolares, barbacoas, partidos de fútbol y clases de piano. La única manera de cumplir con todo consistía en no parar jamás, no pensar en ti misma ni sentarse cinco minutos. Sólo respiraba en verano, cuando iban a Cape Cod. Doug permanecía tres semanas con ellos en la playa y el resto del tiempo se trasladaba los fines de semana. La familia al completo adoraba las vacaciones en Cape Cod. Cada año India realizaba magníficas fotografías y disponía de un poco de tiempo para sí misma. Al igual que en Westport, en la casa de la playa había adecentado un cuarto oscuro. En Cape Cod se encerraba horas en él mientras los niños visitaban a sus amigos, iban a la playa o jugaban a voleibol y tenis. En vacaciones usaban menos el coche pues los niños se desplazaban en bici a todas partes, por lo que tenía más tiempo libre, sobre todo desde hacía dos años, ya que Sam era más independiente. Su pequeño se estaba haciendo mayor. La única cuestión que se planteaba de vez en cuando era hasta qué punto había madurado. A veces se sentía culpable por los libros que no tenía tiempo de leer y porque la política había dejado de interesarle. En ocasiones tenía la sensación de que el mundo se movía y prescindía de ella. No percibía su maduración o evolución; su existencia consistía en mantenerse a flote, preparar la comida, trasladar a los chicos en coche y lograr que aprobasen un curso tras otro. En los últimos años de su vida nada le inducía a sentir que había evolucionado.
Su existencia había sido prácticamente igual durante los últimos catorce años, desde el nacimiento de Jessica: una vida de servicios, sacrificios y transacciones. Claro que el resultado era tangible y visible. Sus hijos estaban sanos y eran felices. Vivían en un mundo cerrado, conocido y seguro que giraba exclusivamente alrededor de ellos. Nada desagradable, inquietante o molesto los afectaba, y lo más grave que les podía ocurrir era una pelea con un niño vecino u olvidarse de hacer las tareas escolares. Desconocían la soledad tal como India la había experimentado de niña a raíz de la ausencia de su padre. Sus hijos estaban cuidados y atendidos con esmero. Cada noche su padre regresaba a casa a cenar. Este hecho era fundamental para India, pues sabía demasiado bien lo que significaba su ausencia.
Sus hijos vivían en un mundo muy distinto al de los niños que había retratado hacía dos décadas; esos niños se morían de hambre en África, corrían peligros inimaginables en los países subdesarrollados, arriesgaban su supervivencia diariamente, tenían que huir de sus enemigos o morían a causa de agresores naturales como las enfermedades, las inundaciones y las hambrunas. Sus hijos jamás conocerían una vida así, y eso era un hecho que la alegraba profundamente.
En ese instante, India vio que su hijo pequeño se apartaba de la maraña de críos que se le habían echado encima después de marcar un gol y la saludaba con la mano.
India sonrió, accionó el obturador de la cámara y regresó lentamente al banco donde se sentaban las otras madres. Ninguna miraba el partido pues estaban ocupadas charlando. Su presencia era tan habitual que casi nunca se fijaban en el juego o en lo que hacían sus hijos. Hacían acto de presencia, lo mismo que el banco en que se sentaban: formaban parte del escenario o del equipo.
A medida que India se acercaba, Gail Jones sonrió al verla. Hacía muchos años que eran amigas. India sacó del bolsillo un carrete y Gail le hizo sitio para que se sentase. Por fin los árboles volvían a tener hojas y todas estaban de buen humor. Gail sonrió y le ofreció un cappuccino en un vaso de plástico. Era un ritual, sobre todo en los gélidos inviernos en que asistían a los partidos de sus hijos, con el suelo cubierto de nieve, lo que las obligaba a mover los pies y caminar para entrar en calor.
– Sólo faltan tres semanas para que termine este curso – comentó Gail con alivio, y bebió un sorbo del humeante cappuccino -. Detesto los partidos de fútbol. Me encantaría tener niñas, al menos una. Cualquier día la vida definida por las camisetas y las botas de fútbol me volverá loca – acotó y sonrió pesarosa.
India sonrió a Gail, colocó el carrete y cerró la cámara. Estaba acostumbrada a las quejas de su amiga. Hacía nueve años que Gail se lamentaba de haber renunciado a su profesión de abogada.
– Te aseguro que también te hartarías del ballet. Es lo mismo, con otro uniforme y más presión – aseguró India a sabiendas de lo que decía.
Esa primavera, después de ocho años Jessica había dejado el ballet e India no sabía si alegrarse o preocuparse. Echaría de menos los festivales pero no añoraría los tres viajes semanales en coche. Jessica había cambiado el ballet por el tenis y ponía el mismo empeño; afortunadamente podía ir en bici y su madre no estaba obligada a coger el coche.
– Al menos las zapatillas de ballet son bonitas – repuso Gail mientras se levantaba.
Ambas mujeres caminaron lentamente alrededor del campo. India quería hacer más fotos desde otro ángulo para regalarlas al equipo y Gail la acompañó. Eran amigas desde que los Taylor se mudaron a Westport. El hijo mayor de Gail era como Jessica y tenía gemelos de la edad de Sam. Entre un embarazo y otro Gail había esperado cinco años pues su deseo era volver a trabajar. Se había dedicado a pleitos, pero después de alumbrar a los gemelos dejó de trabajar y tenía la sensación de que llevaba demasiado tiempo desconectada para plantearse regresar al bufete. En lo que a Gail se refería, su carrera había terminado; tenía cinco años más que India y aseguraba que, a los cuarenta y ocho, ya no le apetecía desgañitarse en los tribunales. Aseguraba que lo que de verdad añoraba eran las conversaciones inteligentes. Pese a las quejas, a veces Gail reconocía que era más fácil llevar esa vida y dejar que su marido librara diariamente la guerra en Wall Street. Su existencia también se definía por partidos de fútbol y traslados en coche. A diferencia de India, Gail estaba más dispuesta a reconocer que su vida la aburría. Por añadidura, tenía una leve y constante sensación de desasosiego.
– ¿Qué piensas hacer? – inquirió Gail en cuanto acabó el cappuccino -. ¿Cómo va la vida en el paraíso de las madres?
– Muy ajetreada, como de costumbre. – India tomó varias fotografías; una excelente de Sam y otras cuando el equipo rival marcó un gol -. Dentro de unas semanas, en cuanto acaben las clases, nos vamos a Cape Cod. Este año Doug no hace vacaciones hasta agosto.
Habitualmente Doug intentaba veranear antes.
– En julio viajamos a Europa – dijo Gail sin entusiasmo.
India la envidió fugazmente. Hacía años que intentaba convencer a Doug de que visitasen Europa, pero su marido prefería esperar a que los niños fueran mayores. India siempre le recordaba que, si esperaba demasiado, los hijos volarían del nido, asistirían a la universidad e irían a Europa por su cuenta. De momento no lo había convencido. A diferencia de India, a Doug no le interesaba viajar pues su época aventurera estaba más que cumplida.
– Suena muy prometedor – aseguró India y se volvió para mirar a su amiga.
Las mujeres formaban un contraste interesante. Gail era menuda y apasionada; tenía el pelo oscuro y corto y sus ojos castaños eran sumamente vivaces. India era alta, delgada, de facciones clásicas, ojos azules y larga coleta rubia que le colgaba a la espalda. Siempre decía que llevaba el pelo recogido porque no tenía tiempo de peinarse. Al caminar, ninguna aparentaba los cuarenta y tantos años que tenían.
– ¿Qué lugares visitaréis? – preguntó India.
– Italia y Francia. También pasaremos un par de días en Londres. No es precisamente una gran aventura ni un viaje de riesgo, pero con los niños es mejor así. Jeff quiere asistir al teatro en Londres. Hemos alquilado una casa en la Provenza, donde pasaremos dos semanas en julio. Iremos en coche a Italia y llevaremos a los niños a Venecia. – A India le pareció un viaje fantástico que nada tenía que ver con su tranquilo veraneo en Cape Cod -. Estaremos fuera seis semanas. No estoy segura de que Jeff y yo nos soportemos tanto tiempo, por no hablar de los chicos. Jeff pierde los estribos cuando pasa más de diez minutos con los gemelos.
Gail solía referirse a su marido de la misma manera que otros aludían a molestos compañeros de habitación, si bien India estaba convencida de que, por mucho que protestase, su amiga lo quería. Estaba segura de que era así pese a que las pruebas apuntaban en sentido contrario.
– Sé que lo pasaréis bien y veréis muchas cosas interesantes – apostilló India, aunque la idea de pasar períodos largos en el coche con los gemelos de nueve años y otro hijo de catorce tampoco la atraía.
– No conoceré a un apuesto italiano porque estaré todo el tiempo con los chicos y Jeff querrá que le haga de intérprete.
India rió y meneó la cabeza. Una de las peculiaridades de Gail consistía en hablar de otros hombres… y en ocasiones hacía algo más que hablar. Le había contado que en sus veintidós años de matrimonio con Jeff había vivido varias aventuras y la sorprendió al añadir que, a su manera, eso había mejorado la pareja. Era una clase de perfeccionamiento que a India jamás la había atraído y con el que no estaba de acuerdo. No obstante, sentía un gran afecto por Gail.
– Puede que Italia despierte algo de romanticismo en Jeff – dijo.
Se colgó la cámara del hombro y contempló a aquella mujer menuda e inquieta que había sido el terror de los tribunales. Era una situación fácil de imaginar. Gail Jones no aceptaba tonterías de nadie y, menos aún, de su marido. Era una amiga leal y, pese a sus quejas, una madre cariñosa.
– Creo que ni una transfusión de sangre de un gondolero veneciano despertaría el romanticismo en Jeff Jones. Por si esto fuera poco, los chicos nos acompañarán las veinticuatro horas del día. Antes de que lo olvide, ¿te has enterado de que los Lewison se han separado?
India asintió con la cabeza. No prestaba mucha atención a los cotilleos pues estaba demasiado ocupada con su vida, sus hijos y su esposo. Tenía un grupito de amigas por las que se preocupaba, pero las extravagancias de la vida de otros y curiosear no la atraían.
– Dan me invitó a comer. – India la miró de soslayo. Gail sonrió con complicidad -. No pongas esa cara. Sólo busca asesoramiento legal gratuito y un hombro en el que llorar.
– Déjate de historias. – Aunque no le interesaran los chismorreos locales, India sabía que a Gail le encantaba coquetear con los maridos de las demás -. Siempre le has caído bien.
– Y él a mí. Pero no pasa nada. Estoy aburrida y Dan se siente solo, furioso y desgraciado. Todo eso equivale a una comida, no necesariamente a una tórrida aventura amorosa. Te aseguro que no tiene nada de atractivo oírle quejarse de lo mucho que Rosalie le recriminaba no ocuparse de los niños y los domingos ver el fútbol por la tele. Dan no está preparado para otra cosa y todavía abriga la esperanza de la reconciliación. Es algo complicado, incluso para mí.
India observó a su amiga y la notó inquieta. Según la propia Gail, hacía años que Jeff no la excitaba. India lo sabía y no la sorprendía. Jeff no era un hombre excitante. De todos modos, nunca se le había ocurrido preguntar a Gail qué consideraba excitante.
– Gail, ¿qué quieres? ¿Para qué te tomas la molestia de comer con un hombre que no es tu marido? ¿En qué te beneficia?
Estaban casadas, llevaban una existencia ajetreada, tenían hijos que las necesitaban y obligaciones más que suficientes para no meterse en líos. India tenía la sensación de que Gail buscaba algo intangible y esquivo.
– ¿Qué tiene de malo? Comer de vez en cuando con un hombre da sabor a mi vida. Si se convierte en otra cosa tampoco es el fin del mundo. Me acelera el pulso y vuelvo a sentirme viva. Me convierte en algo más que en chófer y ama de casa. ¿No lo echas de menos?
Gail taladró a su amiga con la mirada, seguramente como hacía en los tribunales cuando interrogaba a los acusados.
– No lo sé – repuso India francamente -. No lo pienso.
– Pues deberías pensarlo. Es posible que un día te hagas muchas preguntas sobre lo que no tuviste y no hiciste y deberías haber tenido y hecho. – Era posible, pero para India engañar a su marido aunque sólo fuese para comer con otro hombre no representaba, ni muchísimo menos, la solución ideal -. Sé franca, ¿nunca añoras la vida que llevabas antes de casarte?
La mirada de Gail denotaba que sólo aceptaría una respuesta totalmente sincera.
– Pienso en lo que solía hacer, en la vida que llevábamos…, pienso en el trabajo… en Nicaragua, en Perú, en Kenia… Pienso en lo que hice y en lo que significó para mí. Por supuesto que a veces lo echo de menos. Fue maravilloso y me encantó, pero no añoro a los hombres que recorrieron conmigo parte de ese camino.
No los añoraba, sobre todo, porque sabía que Doug apreciaba que hubiese renunciado por él.
– Supongo que en este aspecto has tenido suerte. ¿Cuándo volverás a trabajar? Con tus credenciales podrías hacerlo cuando quisieras. No es como la abogacía, yo ya no estoy en forma, he perdido el tren. A ti te basta la cámara para volver mañana mismo al ruedo. Es una locura que desperdicies tu talento.
India sabía muy bien cómo había sido la vida de su padre y la de su familia. La situación era más compleja de lo que Gail suponía. Por vivir esa vida se pagaba un precio altísimo.
– No es tan sencillo y lo sabes. ¿Qué pretendes que haga? ¿Esperas que esta noche llame a mi representante y le diga que por la mañana me envíe a Bosnia? Doug y mis hijos darían saltos de alegría.
La idea era tan descabellada que rió. Sabía perfectamente, al igual que Gail, que aquella época pertenecía al pasado. A diferencia de su amiga, India no necesitaba demostrar su independencia ni abandonar a su familia. Amaba a Doug y a sus hijos y estaba convencida de que su marido también la quería.
– Es posible que lo prefieran a que te vuelvas aburrida y gruñona.
India se sorprendió y miró a Gail.
– ¿Lo soy? Dime, ¿soy gruñona?
Era cierto que en ocasiones se sentía sola y que de vez en cuando tenía nostalgia, pero ya no le sucedía a menudo. Nunca se había sentido realmente insatisfecha de lo que hacía. Aceptaba la situación a la que la vida la había conducido. Incluso le gustaba. Sabía que sus hijos no serían eternamente pequeños. Crecían rápidamente y en septiembre Jessica había comenzado el instituto. En el futuro podría reanudar su trabajo… siempre y cuando Doug se lo permitiera.
– Yo diría que te aburres, como a veces me ocurre a mí – repuso Gail sinceramente y la miró. En ese momento casi se había olvidado de sus hijos -. Aunque lo aceptas de buena gana, renunciaste a mucho más que yo. Si hubieras continuado con tu profesión ahora tendrías un Pulitzer y lo sabes.
– Lo dudo. Podría haber acabado como mi padre. Sólo tenía cuarenta y dos años cuando murió abatido por un francotirador. Ahora tengo un año más que él y hay que re conocer que era mucho más listo y con más talento que yo. No puedes llevar siempre esa clase de vida. Todo juega en tu contra.
– Algunas personas lo consiguen. Si vivimos hasta los noventa y cinco, ¿qué pasará? ¿Quién lamentará nuestra muerte salvo nuestros maridos e hijos?
– Tal vez con eso sea suficiente – murmuró India.
Gail le planteaba cuestiones en las que casi nunca pensaba, aunque tuvo que reconocer que últimamente la asaltaba la idea de que hacía mucho que no realizaba algo realmente inteligente, por no hablar de los desafíos que había dejado pasar. Un par de veces había intentado comentarlo con su marido pero Doug respondió que todavía se estremecía al recordar su etapa en el Cuerpo de Paz. En la actualidad Doug era mucho más feliz.
– No estoy tan segura como tú de que mi trabajo cambiara el mundo – observó India -. ¿Es realmente importante la persona que hace las fotos que vemos de Etiopía, Bosnia o una colina dejada de la mano de Dios un cuarto de hora después de que maten a un rebelde? ¿A quién le interesa? Tal vez lo que hago aquí es más importante.
India estaba convencida de que era así, pero Gail no compartía su opinión.
– Puede que no – espetó secamente -. Quizá lo que cuenta es que no eres tú, sino otra persona, quien toma esas fotos.
– Que lo hagan – dijo India y no se dejó convencer.
– ¿Por qué? ¿Por qué han de ser los otros los que se diviertan? ¿Por qué nos toca estar en un maldito barrio residencial y limpiar el suelo cada vez que uno de nuestros hijos derrama zumo de manzana? Me gustaría que, para variar, lo hiciera otro. ¿No crees que representaría un cambio?
– Creo que nuestra presencia es importante para nuestras familias. ¿Qué existencia llevarían los míos si estuviera en un avión destartalado volando con un tiempo de mil demonios, expuesta a que me derriben en una guerra de la que nadie ha oído hablar y que no interesa? Eso sí sería un cambio radical para mis hijos.
– Yo no estaría tan segura. – Cuando reanudaron el paseo Gail parecía desdichada -. Últimamente no dejo de pensar en las razones por las que estoy en mi casa y en lo que hago. Tal vez se debe a la menopausia o, simplemente, a que tengo miedo de no volver a enamorarme o de que al mirar a un hombre no se me acelere el pulso. Quizá lo que me altera es saber que durante el resto de mi vida Jeff y yo nos miraremos y pensaré que, aunque no es la octava maravilla, tengo que conformarme porque me ha tocado en suerte.
Era una manera deprimente de sintetizar veintidós años de matrimonio e India la compadeció.
– Las cosas no son tan sombrías y lo sabes.
India abrigaba la esperanza de que así fuese por el bien de Gail; de lo contrario, resultaría terrible.
– No tanto. Está bien, pero resulta aburrido. Jeff es aburrido. Yo soy aburrida. Nuestra vida es aburrida. Dentro de diez años tendré casi sesenta y la vida será todavía más aburrida. ¿Qué puedo esperar?
– Te sentirás mejor después de recorrer Europa este verano – la animó India.
Gail se encogió de hombros y apostilló:
– Puede ser, pero lo dudo. Ya hemos estado en Europa. Jeff se dedicará a quejarse de lo mal que conducen en Italia, detestará el coche que alquilemos y protestará por el mal olor de los canales venecianos en verano. India, seamos francas, Jeff no es precisamente un romántico.
India sabía que su amiga se había casado porque estaba embarazada pero, al cabo de tres meses, había perdido el niño. Estuvo siete años tratando de volver a quedar en estado mientras escalaba hasta lo más alto en el escalafón del bufete. Su vida había sido menos complicada que la de Gail y la decisión de abandonar su profesión le había resultado menos dolorosa. Nueve años después de retirarse a causa del nacimiento de los gemelos, Gail aún se preguntaba si había hecho lo correcto. Había creído que estaba preparada para dejarlo, pero era evidente que no. Cabía la posibilidad de que sus comidas con otros hombres y sus infidelidades fueran el modo de compensar lo que Jeff nunca le daría, lo que no era y probablemente nunca había sido. India se preguntó si esas aventuras lograban que su amiga se sintiese todavía más insatisfecha con su vida. Tal vez buscaba algo que no existía o a lo que nadie tenía acceso. Quizá a Gail le resultaba imposible reconocer que esa faceta de sus vidas estaba cumplida. Doug jamás regresaba del despacho con un ramo de rosas. Y ella tampoco esperaba que lo hiciese. Aceptaba y le gustaba lo que habían creado. Doug también estaba satisfecho con lo que tenían.
– Es probable que ninguna vuelva a enamorarse locamente, creo que en este aspecto no hay nada que hacer – comentó India pragmáticamente.
Gail se encrespó,
– ¡No digas tonterías! Si pensara así me moriría. ¿Por qué no tenemos derecho a enamorarnos? Nos lo merecemos a cualquier edad, como todo el mundo. Es el motivo por el que Rosalie dejó a Dan Lewison. Se ha enamorado de Harold Lieberman, razón por la cual Dan no la recuperará. Harold está loco por Rosalie y quiere casarse con ella.
India se sorprendió.
– ¿Por eso abandonó a su esposa? – Gail asintió con la cabeza -. No me entero de nada, vaya. ¿Cómo es posible que no lo supiera?
– Porque eres muy buena, muy pura y la esposa perfecta – bromeó Gail.
Eran amigas hacía tanto tiempo que cada una confiaba plenamente en la otra. Se aceptaban tal como eran e India jamás la criticaba por acostarse con otros hombres, pese a que lo reprobaba y no lo entendía. La única explicación consistía en que Gaíl experimentaba un vacío que nada parecía llenar.
– ¿Es lo que quieres? ¿Dejar a Jeff por el marido de otra? ¿Cambiaría eso tu situación?
– Probablemente no – admitió Gail -. Por eso no lo he hecho. Creo que quiero a Jeff. Somos amigos. La pega es que no resulta muy estimulante.
– Tal vez sea mejor así – observó India, y reflexionó acerca de lo que Gail acababa de decir -. Yo ya he tenido suficientes estímulos en el pasado y no quiero más – dijo con firmeza, como si intentara convencerse a sí misma más que a su amiga pero, por esta vez, Gail aceptó a pies juntillas sus palabras.
– Si lo que dices es verdad, eres muy afortunada.
– Ambas lo somos – afirmó India para animarla.
Seguía pensando que la solución no radicaba en que su amiga comiera con Dan Lewison u otros hombres como él. ¿Adónde la conduciría? ¿A un motel entre Westport y Greenwich? ¿Y qué? India era incapaz de imaginarse en la cama con otro hombre que no fuera su marido. Después de diecisiete años con Doug no deseaba a nadie más. Amaba la vida con Doug y sus hijos.
– Sigo pensando que desaprovechas tu creatividad – la azuzó Gail pues sabía perfectamente que era el único resquicio en la armadura de India, el único tema que a veces la llevaba a plantearse preguntas incómodas -. Deberías volver a trabajar.
Gail siempre decía que su amiga tenía un enorme talento y que era lamentable que lo desperdiciase. India indefectiblemente respondía que, si le apetecía, en el futuro volvería a trabajar. De momento no tenía tiempo ni ganas de cubrir más que una noticia ocasional. Los niños requerían muchas horas y no deseaba cambiar su relación con Doug.
– Ya. Pero si vuelvo a trabajar tú aprovecharás para ir a comer con Doug. ¿Crees que soy tan tonta?
Rieron. Gail meneó la cabeza y se le encendió la mirada.
– Te aseguro que no tienes de qué preocuparte. Doug es el único hombre que conozco que resulta incluso más aburrido que mi marido.
– Gracias por el cumplido – apostilló India sin abandonar su sonrisa.
A decir verdad, Doug no era estimulante, ni siquiera animado, pero ella lo consideraba un buen marido y padre y con eso le bastaba. Era un hombre íntegro, correcto, fiel y hacendoso. Por añadidura, India lo quería aunque, según Gail, fuera muy aburrido. No compartía la debilidad de su amiga por las intrigas y los romances ilícitos. Hacía años que había renunciado a esas cosas.
En ese momento acabó el partido y, en cuestión de segundos, Sam y los gemelos de Gail se acercaron ruidosamente.
– ¡Qué gran partido! – exclamó India y sonrió a Sam.
Hasta cierto punto, se alegraba del fin de aquella conversación. Gail lograba que se sintiese obligada a defenderse a sí misma y su matrimonio.
– ¡Mamá, hemos perdido!
El niño la miró contrariado y la abrazó con todas sus fuerzas al tiempo que apartaba la cámara que su madre llevaba colgada del hombro
– ¿Te has divertido? – preguntó India y le besó la coronilla.
Sam aún desprendía ese maravilloso olor a niño pequeño que es una mezcla de aire fresco, jabón y sol.
– Sí, lo he pasado bien. Marqué dos goles.
– Entonces fue un buen partido. – Echaron a andar hacia los coches con Gail y los gemelos. Los niños querían tomar un helado y Sam deseaba acompañarlos -. No podemos. Tenemos que recoger a Aimee y Jason.
Sam protestó e India saludó a Gail con la mano mientras su amiga y los gemelos subían a la furgoneta. India se sentó al volante de la camioneta. Pese a todo, la charla había sido muy interesante. Gail no había perdido la capacidad de interrogar.
Al encender el motor India miró a su hijo por el retrovisor. Sam parecía cansado y contento. Tenía la cara manchada de polvo y daba la sensación de que había peinado su cabellera rubia con un batidor. Le bastó observarlo para recordar los motivos por los que ella no se ocultaba entre los arbustos en Etiopía o en Kenia. Ese rostro cubierto de polvo lo explicaba todo. Daba igual que su vida fuese aburrida.
Recogieron a Aimee y Jason en la escuela y emprendieron el regreso a casa. Jessica acababa de llegar y la mesa de la cocina estaba atiborrada de libros. El perro no cabía en sí de contento, meneaba la cola y ladraba. Esa era la vida que India conocía y había elegido. La idea de compartirla con alguien que no fuese Doug la deprimió. Si a Gail no le bastaba con Jeff, lo sentía por ella. Al final cada uno hacía lo que le iba mejor. India había escogido esa vida. Sus fotos tendrían que esperar cinco o diez años más, aunque sabía que ni siquiera en el futuro abandonaría a Doug para recorrer medio mundo en busca de aventuras. No podía tenerlo todo. Hacía años que lo había comprendido. Había tomado una decisión y todavía la consideraba válida. Además, sabía que Doug apreciaba su elección.
– ¿Qué hay de cenar? – gritó Jason para hacerse oír en medio de los ladridos del perro y el clamor de sus hermanos.
Jason formaba parte del equipo escolar de atletismo y estaba muerto de hambre.
– ¡Servilletas de papel y helado si no salís de la cocina y me dejáis en paz cinco minutos! – gritó India.
Su hijo mayor cogió una manzana y una bolsa de patatas y se dirigió a su habitación a realizar las tareas escolares.
Jason era un chico bueno, aplicado y tierno. Se esforzaba en el instituto, sacaba buenas notas, tenía un buen rendimiento deportivo, se parecía mucho a Doug y nunca les había dado dolores de cabeza. El año anterior había descubierto que en el mundo vivían chicas pero, de momento, su incursión más osada se limitaba a una sucesión de tímidas llamadas telefónicas. Era más fácil tratar con Jason que con Jessica, su hermana de catorce años, de quien India decía que se convertiría en abogada laboralista. Jessica era la portavoz de la familia en nombre de los oprimidos y casi nunca eludía los encontronazos con su madre. A decir verdad, le encantaba discutir con India.
– ¡Fuera de aquí! – exclamó India, echándolos de la cocina.
Luego abrió la nevera y frunció el entrecejo.
Esa semana habían comido dos veces hamburguesas y una pastel de carne. Tuvo que reconocer que le faltaba inspiración. A esas alturas del curso escolar le resultaba imposible pensar en cenas creativas. Sacó dos pollos congelados, los metió en el microondas, extrajo doce panochas y se dispuso a limpiarlas.
Se sentó a la mesa de la cocina, pensó en lo que Gail había dicho por la tarde, lo analizó e intentó discernir si se arrepentía de haber abandonado su profesión. A pesar de los años transcurridos seguía teniendo la certeza de que había tomado la decisión correcta De todas maneras, no venía a cuento pues le habría resultado imposible viajar por el mundo como reportera gráfica e incluso cubrir demasiadas noticias locales mientras se ocupaba como debía de sus hijos. Lo había hecho por ellos. Si por ese motivo Gail la consideraba aburrida, peor para ella. Doug no opinaba lo mismo. Sonrió al pensar en su marido, colocó las panochas en una olla con agua y encendió el hornillo. Sacó los pollos del microondas, los untó con mantequilla y especias y los introdujo en el horno. Solo le faltaba hervir el arroz y preparar la ensalada para que la cena estuviese lista como por arte de magia. Con los años su estilo había mejorado. No era cocina de primera, sino platos rápidos, sencillos y sanos. Hacía tantas cosas que no le quedaba tiempo de preparar comidas elaboradas. Tenían suerte de que no los llevase a comer al McDonald's.
Servía la cena cuando llegó Doug, que estaba algo agobiado. Salvo que hubiese crisis en el despacho regresaba a las siete en punto. Su jornada duraba doce horas o algo más, pero se lo tomaba con calma. Besó el aire cerca de la cabeza de su esposa, dejó el maletín sobre la mesa, sacó una coca-cola de la nevera, miró a India y sonrió.
Ella se alegró de verlo.
– ¿Qué tal te ha ido? – preguntó, y se secó las manos con un paño de cocina.
Varios mechones de pelo trigueño enmarcaban el rostro de India, que apenas se preocupaba de su aspecto. Afortunadamente no lo necesitaba. Tenía facciones clásicas, saludables y definidas y la coleta le quedaba muy bien. Su cutis era excelente, aparentaba treinta y cinco años en lugar de cuarenta y tres, poseía una figura larga y esbelta a la que sentaban bien los tejanos, las camisas y los jerséis de cuello alto, que eran su uniforme de cada día.
Doug dejó la lata encima de la mesa, se aflojó la corbata y replicó:
– Como siempre. No ha pasado nada emocionante. Me he reunido con un nuevo cliente. – Su vida laboral era bastante tranquila y cuando surgían problemas los comentaba con India -. Y tú, ¿qué has hecho?
– Sam jugó al fútbol y tomé fotos del equipo. No he hecho nada del otro mundo.
Mientras hablaba, India pensó en Gail y en lo que había dicho acerca de que sus vidas eran aburridas. Tenía razón. ¿Qué más podía esperar? Criar cuatro hijos en Connecticut no era una tarea fascinante ni emocionante. India no entendía de qué manera los devaneos de Gail modificarían la situación. Se engañaba si pensaba que marcaban una diferencia o mejoraban su vida.
– ¿Te gustaría cenar mañana en Ma Petite Amie, querida? – propuso Doug después de que India llamase a los niños a cenar.
– Me encantaría – respondió sonriente.
Al cabo de pocos segundos se desencadenó el caos en la cocina. Lo cierto es que les encantaba compartir la cena. Los chicos hablaron de lo que habían hecho, de sus amigos y sus actividades y se quejaron de los profesores y de la cantidad de tareas que les habían asignado. Aimee explicó que esa tarde un chico nuevo había telefoneado tres veces a Jessica y de que tenía voz de adulto, tal vez de universitario. Jessica la fundió con la mirada. Jason los hizo reír durante casi toda la cena. Era el payaso de la familia y le sacaba punta prácticamente a todo. Aimee la ayudó a recoger la mesa y Sam se fue temprano a la cama porque el partido de fútbol lo había agotado. Cuando se reunió con su marido en el dormitorio, India vio que Doug leía informes del despacho.
– Por lo visto esta noche los salvajes te han dado más trabajo que de costumbre – comentó, y abandonó la lectura.
Su marido poseía un fondo formal y serio que desde el principio le había gustado. Era un hombre alto, delgado, desgarbado, de aspecto deportivo y cara de niño. A los cuarenta y cinco años seguía siendo muy guapo y parecía un futbolista universitario. Tenía pelo oscuro y ojos castaños; vestía trajes grises para trabajar y los fines de semana se ponía pantalones de pana y jerséis de lana. India siempre lo había considerado muy atractivo, por mucho que Gail pensase que era aburrido. En muchos aspectos era el marido ideal, un hombre sólido, de confianza, infalible y muy razonable en sus exigencias.
India tomó asiento frente a su esposo, en un sillón cómodo y confortable, recogió las piernas y por unos instantes intentó recordar al muchacho que había conocido en el Cuerpo de Paz. No era tan diferente al hombre sentado frente a ella, aunque por aquel entonces sus ojos habían dejado escapar un brillo travieso que había encantado a aquella joven que soñaba con el triunfo y la gloria. Doug ya no era travieso, sino un hombre honesto en el que podía confiar. Aunque lo había querido muchísimo, India no buscó un esposo como su padre, que nunca estuvo cuando lo necesitaron y que arriesgó y perdió la vida en pos de quimeras desaforadas y románticas. La guerra lo había subyugado. En cambio, Doug era un hombre sensato y a India le agradaba saber que contaba con él.
– Los chicos estaban algo alterados. ¿Qué ha pasado? – dijo Doug al tiempo que cerraba el informe.
– Supongo que están nerviosos por el fin del curso. Les hará bien ir a Cape Cod y desahogarse. Todos necesitamos tiempo libre.
Por esta época del curso, India también estaba harta de las idas y venidas en coche.
– Ojalá pudiese hacer vacaciones antes de agosto – dijo Doug, y se mesó el pelo al recordar que debía supervisar los estudios de mercado de dos nuevos clientes muy importantes y no podía adelantar las vacaciones.
– A mí también me gustaría – comentó India -. He visto a Gail. Este verano viajan a Europa. – Sabía que no conseguiría convencerlo y que era demasiado tarde para modificar los planes estivales, pero también le habría gustado ir a Europa -. Deberíamos ir el año que viene.
– No empieces otra vez. Yo visité Europa al terminar la universidad. A nuestros hijos no les pasará nada si esperan un par de años más. Es un viaje muy caro para una familia numerosa como la nuestra.
– Doug, podemos pagarlo y no sería justo privarlos de la experiencia.
India no quiso recordarle que de pequeña había estado en Europa con sus padres. En vacaciones, su padre aceptaba reportajes en sitios que consideraba divertidos y había llevado a su esposa e hija. Esos viajes se convirtieron en una experiencia enriquecedora e inolvidable y a India le habría encantado compartirla con sus hijos.
– Me fascinaba viajar con mis padres – añadió con voz baja.
– Doug se mostró molesto, como siempre que ella mencionaba ese tema, y replicó severamente:
– Si tu padre hubiera tenido un trabajo serio, de niña no habrías visitado Europa.
Le contrariaba que su esposa lo presionase.
– No digas tonterías. Mi padre tuvo un trabajo serio y se esforzó más que tú y yo.
Le habría gustado añadir que su progenitor se había esforzado más que Doug en el presente, pero se abstuvo. Su padre había sido incansable y apasionado, incluso lo habían galardonado con un Pulitzer. Detestaba que Doug hiciese esa clase de comentarios. Era como si la profesión de su padre careciera de sentido porque se había ganado la vida con la cámara fotográfica, algo que a su marido le parecía pueril. Siempre pasaba por alto que hubiese encontrado la muerte en el ejercicio de su profesión y que le hubieran concedido premios internacionales.
– Tu padre tuvo mucha suerte y lo sabes – prosiguió Doug -. Le pagaban por hacer lo que le gustaba, es decir, perder el tiempo y observar a las personas. Es una especie de accidente fortuito, ¿no crees? No tiene nada que ver con acudir todos los días a un despacho y tener que aguantar la política empresarial y otras tonterías.
– No lo creo – replicó India y se le encendió la mirada. Doug tendría que haberse dado cuenta de que pisaba en falso, pero no se enteró. Se limitó a restar importancia al heroico y adorado padre de India. Simultáneamente degradó la profesión de su esposa -. En mi opinión, lo que hizo fue mucho más difícil y considerarlo un «accidente fortuito» es como una bofetada.
Un bofetón en su rostro y en el de su padre. India echaba chispas por los ojos.
– ¿Qué te pasa? ¿Gail te ha alterado?
Como de costumbre, Gail había agitado el avispero. India ya lo había comentado con Doug. Pero lo que su marido acababa de decir de su padre no tenía nada que ver con Gail, sino con ella misma y con la opinión que tenía del trabajo que había realizado antes de casarse.
– Gail no tiene nada que ver. Me parece incomprensible que restes importancia a una trayectoria que incluye un Pulitzer y que hables como si mi padre hubiese tenido suerte con una Brownie prestada.
– Simplificas demasiado. Seamos sinceros, tampoco dirigía la General Motors. Era fotógrafo. Tenía talento, sí, pero probablemente también tuvo suerte. Es posible que si siguiera vivo te dijera lo mismo. Las personas como tu padre suelen reconocer que han tenido suerte.
– Doug, ya está bien. ¿Qué dices? ¿Piensas lo mismo de mí? ¿Crees que solo he tenido suerte?
– No – replicó con serenidad y se sintió incómodo por haber provocado una discusión después de una larga jornada. Se preguntó si India estaba agotada o si los niños la habían sacado de sus casillas. Seguramente todo se debía a las quejas de Gail. Esa mujer nunca le había caído bien y lo sacaba de quicio. Sus protestas incesantes ejercían una influencia negativa en su esposa -. Lo que hiciste durante una época fue lo que querías. Te sirvió de excusa para conocer mundo y divertirte… probablemente más tiempo del aconsejable.
– ¿Se te ha ocurrido que si hubiera seguido con mi trabajo tal vez ahora tendría un Pulitzer?
India lo miró a los ojos. Francamente, no se consideraba merecedora de un Pulitzer, pero la posibilidad existía. Había dejado huella en su profesión antes de consagrarse a la tarea de esposa y madre.
– ¿Eso piensas? – repuso Doug, sorprendido -. ¿Te arrepientes de haberlo dejado? ¿Eso intentas decir?
– No, no he dicho eso. Jamás me he arrepentido, pero tampoco lo considero un juego. Hice seriamente mi trabajo y fui muy buena… todavía lo soy… – Miró a su marido y se percató de que no la entendía. Doug se las había ingeniado para que pareciese un juego, una diversión a la que se había dedicado antes de centrarse en la vida real. Aunque era cierto que lo había pasado bien, varias veces se había jugado el pellejo para conseguir fotos extraordinarias -. Doug, menosprecias mi trabajo. ¿No eres consciente de lo que dices?
Para ella era fundamental que Doug la entendiera. Si la comprendía, las opiniones de Gail no tendrían fundamento. Pero si su esposo consideraba que aquello a lo que había renunciado carecía de importancia, ¿qué le quedaría? Hasta cierto punto se sintió una nulidad.
– Me parece que estás demasiado sensible y que exageras. Sólo he dicho que trabajar como reportera gráfica no es lo mismo que estar en una empresa. No es tan serio ni requiere la misma disciplina y capacidad de evaluación.
– Claro que no, es mucho más difícil. Si realizas la clase de tarea a la que mi padre y yo nos dedicamos te juegas la vida. Si no estás atento y alerta vuelas por los aires, te matan. Es mucho más duro que trabajar en un despacho y menear papeles.
– ¿Pretendes decirme que por mí renunciaste a la panacea de tu vida? – preguntó molesto y sorprendido. Se levantó, cruzó el dormitorio y abrió la lata de coca-cola que India le había llevado -. ¿Quieres que me sienta culpable?
– No, pero merezco que mis logros sean reconocidos. Abandoné una profesión muy respetable para venirme a este barrio residencial y cuidar de nuestros hijos. Hablas como si para mí el trabajo hubiera sido un juego y me hubiese dado lo mismo abandonarlo. Te aseguro que representó un gran sacrificio.
India lo observó beber el refresco. Doug acababa de abrir la caja de Pandora, y lo que vio no le gustó nada: su marido no tenía en cuenta su labor hasta la fecha y a lo que había renunciado.
– ¿Te arrepientes de haber hecho un sacrificio tan grande? – preguntó él y depositó la lata en la mesa auxiliar.
– No, claro que no, pero creo que tendrías que reconocerlo. No puedes descartarlo sin más.
Doug lo había minimizado y por eso India estaba tan afectada.
– De acuerdo, lo reconozco. ¿Damos por zanjada la cuestión? ¿Nos relajamos? He tenido un día muy duro en el despacho.
Pero su tono la irritó todavía más, ya que daba a entender que era más importante que ella.
Doug recogió los papeles y se empeñó en ignorarla mientras India lo miraba incrédula. Le costaba aceptar lo que su marido había dicho. No sólo había menospreciado su trabajo, sino el de su padre. Sus comentarios la habían herido. Doug jamás había mostrado tamaña falta de respeto, razón por la cual las opiniones de Gail no sólo se volvieron reales, sino válidas.
India no volvió a dirigirle la palabra hasta que se acostaron. Permaneció largo rato en la ducha y reflexionó. Doug había herido sus sentimientos. Al acostarse no hizo el menor comentario. India estaba segura de que su marido se disculparía. Solía reparar en estas cuestiones y pedirle disculpas.
Pero en esta ocasión no abrió la boca. Apagó la luz, le volvió la espalda y se durmió como si no pasara nada. India no le dio las buenas noches y estuvo despierta hasta muy tarde, meditando acerca de los comentarios de Gail y las palabras de su marido mientras yacía a su lado y lo oía roncar.