25

A lo largo de los días siguientes hicieron cuanto pudieron para evitarse, pero les resultó imposible.

Un anochecer, Paul se sentó a la mesa en que India cenaba y la miró con desesperación.

– No hay nada que hacer, ¿verdad? – dijo quedamente.

De haber podido se habría marchado, pero su trabajo era muy importante. También sabía que India trabajaba en un reportaje crucial. Ninguno de los dos podía irse. India pasaría tres o cuatro semanas difíciles. Para Paul tampoco sería coser y cantar. Cada vez que la veía su corazón dejaba de latir. Tenía la sensación de que India estaba en todas partes. Varias veces al día se quedaba mirándola como un tonto. Se sentía incluso peor cuando sus miradas se cruzaban. Los ojos de ella traslucían un dolor profundo y lacerante. Le bastaba contemplarla para tener ganas de llorar y abrazarla.

– No sufras – aconsejó la fotógrafa con pragmatismo.

Paul no podía dejar de sufrir. El daño que le había causado a su amada resultaba palpable.

India desvió la mirada porque intuía que el labio le temblaba. No quería verlo, no quería experimentar los sentimientos que Paul había despertado en ella, pero comprobó mortificada que seguían existiendo y que tal vez existirían siempre. Intuyó que esa herida estaría eternamente abierta. Sin duda Paul era el hombre de su vida. Se convenció de que es posible olvidar incluso a los amores perdidos. Le habían planteado un desafío sobrehumano y de alguna manera tenía que afrontarlo.

Al cabo de unos minutos los demás se levantaron de la mesa y, como no sabía qué hacer, Paul la miró y preguntó:

– ¿Qué te ha pasado?

India no tenía la cicatriz la última vez que se habían visto en Nueva York. Era una marca reciente. La mañana anterior la había visto con un collarín ortopédico. India se lo ponía cuando le dolía el cuello y lo había utilizado después del largo viaje. Paul le acarició suavemente la cicatriz pero la fotógrafa se apartó para evitar el contacto.

– Son las huellas de un duelo – intentó bromear, pero a él no le causó gracia -. Tuve un accidente.

– ¿De coche? – Ella asintió con la cabeza -. ¿Cuándo?

Paul deseaba saber hasta el último detalle de lo ocurrido desde que dejaron de verse. Sabía que, a diferencia de la del rostro, las otras heridas que le había infligido eran demasiado profundas para resultar visibles.

– Hace un tiempo – contestó escuetamente.

A Paul le bastó mirarla para saber cuándo había ocurrido y se angustió.

– ¿Fue aquella noche?

La idea lo hizo sentir más culpable que al principio. Sólo necesitó mirarla para comprender que tenía que haber ocurrido aquella noche aciaga.

– Sí.

– Oh, Dios mío… ¿Tuviste el accidente cuando regresabas a casa? – Ella volvió a asentir con la cabeza -. No tendría que haber permitido que condujeras. Tenía el presentimiento de que ocurriría algo espantoso.

– Yo también – reconoció India y pensó en todo el daño que él le había hecho.

Podría haber muerto; mejor dicho, había estado a punto de morir. Y durante una temporada había deseado morir.

– ¿Fue muy grave?

– Bastante.

– ¿Por qué no me lo contaste cuando a la mañana siguiente hablamos por teléfono?

– Porque ya no era asunto tuyo, sólo mío.

Paul recordó el extraño tono de India en aquella conversación. Parecía aturdida, ausente e incoherente, pero él supuso que sólo estaba alterada, lo cual también era cierto.

– Me siento muy mal. ¿Qué puedo decir?

– No te preocupes. Me he recuperado.

La mirada de India indicaba algo muy distinto. Intentaba guardar las distancias físicas porque emocionalmente le resultaba imposible alejarse. De momento nada había dado resultado, y tampoco la ayudaba estar cerca y ser testigo de los sentimientos de Paul. Conocía sus debilidades, del mismo modo que él conocía las suyas. India se dio cuenta de que Paul no había dejado de amarla. Lo que él había dicho no contaba. Por alguna razón, esos sentimientos empeoraron la situación porque no conducían a buen puerto. Paul había echado a perder la vida de ambos, su felicidad y su futuro. Se preguntó si también había ido a África para escapar de sus recuerdos, tal como ella había hecho. Era una paradoja agridulce que hubiesen viajado al mismo lugar. El sentido del humor divino volvía a manifestarse, aunque tal vez se trataba del destino.

Finalmente India lo miró y preguntó:

– ¿Qué podemos hacer?

Estaba claro que guardar las distancias era imposible. Las circunstancias lo impedían.

– Tendremos que apretar los dientes y aprender a soportarlo – respondió Paul y la escrutó con la mirada -. Lo siento muchísimo. Jamás imaginé que estarías aquí.

– Yo tampoco. Sólo hace una semana que me ofrecieron este reportaje. Me pareció fabuloso y Doug y su novia accedieron a cuidar de los niños.

– ¿Ambos?

Paul se sorprendió.

– ¿Cuánto hace que te dedicas a los puentes aéreos?

En el campamento todos comentaban que Paul y sus amigos llevaban a cabo un trabajo extraordinario. El magnate era el coodinador, el piloto jefe y el que asumía la mayor parte de los gastos.

– Desde marzo – repuso con modestia -. Regresé al velero pero enseguida supe que no podía pasar así el resto de mi vida.

– ¿Dónde lo has dejado?

– En Cap d'Antibes. Si realmente consigo poner en marcha los puentes aéreos y otro piloto se encarga de hacer los trayectos, el verano que viene regresaré al velero. Si no lo consigo me quedaré aquí. – La vida en África era muy dura, y la labor de Paul resultaba encomiable -. Te prometo que haré lo que pueda para mantenerme alejado de ti. Esta semana llevaremos a cabo un par de transportes. No puedo hacer nada más. Aquí me necesitan… tanto como a ti.

La atención de la prensa internacional era imprescindible para la supervivencia del proyecto y para recaudar fondos. Ambos eran muy importantes y no podían marcharse.

– Todo se resolverá – aseguró ella. Debían encontrar la manera de que funcionara. Lo miró apenada. Durante seis meses Paul le había alimentado todas las expectativas del mundo y luego se las había arrebatado. Ahora debía crearlas por sí misma -. Tal vez te parezca una locura (hasta cierto punto lo es), pero quizá podríamos ser amigos. – Sabía que Paul no lo deseaba, ya que lo había dejado muy claro -. Así empezó todo. Supongo que así tendría que terminar. Probablemente por eso nos hemos encontrado, como si un poder superior hubiera decidido ponerme frente a frente para enmendar los errores.

– No tienes nada que enmendar – precisó él con ecuanimidad -. Nunca me has hecho nada malo.

– Pero te asusté. Es suficiente. Intenté seducirte para que hicieras algo que no querías.

Sabían que no era cierto. Paul le había dicho que la amaba, había abierto la puerta invitándola a pasar. Pero al cabo de pocos días la echó, cerró de un portazo y la abandonó.

– Tú no me asustaste, fui yo el que se asustó. También fui el que te hizo daño. Espero que no lo olvides. Si alguien debe sentirse culpable soy yo.

Sus palabras eran incuestionables, pero a India le parecía más sencillo olvidarlo. En Ruanda no había espacio para lo que todavía sentía por él ni para pensar en el sufrimiento que le había causado.

– Mucho antes de regresar me dijiste que no querías ser la luz al final del túnel. Y no lo eres. Me lo advertiste muy claramente.

India recordó esas palabras pronunciadas mientras ella estaba en una gélida cabina y que le habían parecido más frías que el aire que la rodeaba. Lo único que la confundió fue que en marzo Paul cambiase de idea. Pero el viraje sólo duró unos días. Aquel fugaz instante fue una aberración, un ueño frustrado, una etapa que no volvería a repetirse. Sabía que ahora debía descubrir por sí misma sus expectativas. Y Paul tenía que hacer lo propio. Ya no podía ofrecérselas ella, él no las quería. Solo le interesaban los recuerdos de Serena, su dependencia del pasado y los fantasmas que lo rodeaban. Ya no necesitaba a India.

– Tenemos que olvidar lo ocurrido – dijo ella -. Este encuentro es como una prueba y debemos hacer frente al desafío. Sonrió con tristeza, se incorporó y le acarició la mano. Paul volvió a ser presa de la confusión, aunque captó la sensatez de la propuesta -. ¿Podemos ser amigos? – preguntó ella.

– No sé si podré – reconoció Paul, ya que incluso le costaba estar cerca de India.

– No hay otra solución, al menos durante tres semanas.

India había elegido el camino más difícil. Paul había preferido cerrarle la puerta en las narices, dejar de llamarla y pedirle que no telefonease. India no tenía intención de volver a llamarlo pero, costara lo que costase, durante tres semanas sería su amiga. Le tendió la mano para que la estrechase, pero Paul permaneció con las suyas en los bolsillos.

– Veré qué puedo hacer – dijo; se levantó y se alejó.

No estaba enfadado con India, pero se sentía fatal y al verla su malestar se había agudizado. Muy a su pesar tuvo que reconocer que la añoraba desesperadamente. Al encontrarla se habían reabierto las viejas heridas. Él aún pertenecía a Serena, pero admitió que la propuesta de India desprendía una gran dosis de sabiduría y generosidad. Tenía que asimilar la idea y aceptarla o rechazarla. India sabía qué sentía por él y, puesto que ya no podían ser amantes, de momento estaba dispuesta a ser su amiga.


Cuando regresaban a las tiendas Ian le preguntó:

– ¿Sois enemigos jurados?

– Más o menos – respondió India. Esa explicación resultaba más convincente que reconocer que durante unos días habían sido amantes -. Lo superaremos. Este sitio es ideal para poner el pasado en perspectiva.

Solo volvió a pensar en Paul cuando se metió en el saco de dormir y se tumbó en el estrecho catre que amenazaba con desplomarse cada vez que se movía. Durante la jornada había tomado muchas fotos y hecho acopio de un gran caudal de información, pero ahora sólo era capaz de pensar en que Paul ni siquiera la quería como amiga. No estaba dispuesto a regalarle esas migajas. Tenía que sumar este golpe a los demás. India sintió que había cumplido con lo que le correspondía pese al precio que le costaba. Las ganas de llorar la asaltaban cada vez que lo miraba o le dirigía la palabra. Al final se quebró en llanto doloroso.


Por la mañana Paul se desplazó a Kinshasa, donde permaneció dos días. India estuvo más tranquila sin él en el campamento y se concentró en su trabajo. Visitó a los niños enfermos, los fotografió y habló con los húerfanos. Vio que los médicos trataban a los leprosos con los medicamentos que Paul había pagado y transportado en avión. Su actitud serena y tranquila pareció influir en la gente del campamento. Y ella consiguió captar hasta lo más profundo de sus almas a través del objetivo. Cuando Paul regresó, India se había hecho amiga de muchas personas y parecía encontrarse mejor.


El viernes por la noche las enfermeras organizaron una fiesta. Invitaron a todos los del campamento pero la fotógrafa optó por no asistir porque tenía la certeza de que Paul acudiría. Ella le había ofrecido su amistad y él la había rechazado. No tenía ganas de verlo y, puesto que de momento el campamento era su hogar, lo único que le faltaba era acudir a una fiesta en la que él también estaría. Al fin y al cabo, sólo pasaría tres semanas en Ruanda y le pareció más sensato quedarse en la tienda.

Leía tranquilamente a la luz de la linterna, con un codo apoyado en el catre y el pelo recogido por el calor, cuando oyó un ligero aleteo y un sonido súbito en el exterior de la tienda. Se asustó. Estaba segura de que era un animal, quizá una serpiente. Apuntó hacia fuera con la linterna, dispuesta a gritar si se trataba de un animal peligroso, pero solo vio el rostro de Paul.

– ¡Uf! – exclamó -. Menudo susto.

Él bizqueó; el haz de luz lo había cegado.

– ¿Te he asustado?

Paul se protegió los ojos con el brazo e India bajó la linterna.

– Sí, te confundí con una serpiente.

– Es lo que soy. ¿Por qué no has venido a la fiesta?

– Porque estoy cansada.

– No es cierto. Tú nunca te cansas.

Paul la conocía demasiado bien e India temió que descubriese lo que había en el fondo de su corazón. Durante mucho tiempo le había confiado sus intimidades: sabía qué sentía, qué opinaba y cómo funcionaba.

– Estoy cansada y tengo que terminar de leer varios informes.

– Dijiste que podíamos ser amigos. – Paul parecía desolado -. Me gustaría intentarlo.

– Somos amigos.

Ambos eran conscientes de la falsedad de esa afirmación.

– No es cierto, no somos amigos. Cada uno da vueltas alrededor del otro como si fuera un animal herido. No es la actitud que adoptan los amigos – reconoció él.

Se apoyó en el poste que sustentaba la tienda y la miró con expresión atormentada.

– A veces no queda otra salida. A veces los amigos ponen al otro en peligro o lo enfurecen.

– India, lamento el daño que te he hecho declaró desesperado mientras la fotógrafa intentaba apartarlo de su corazón como habría espantado a un animal que se acercase a su tienda. Le resultó igualmente imposible -. No era mi intención… no quería… no pude evitarlo. Creo que estaba poseído.

– Lo sé y lo comprendo – dijo ella y cerró el libro. Se sentó en el catre -. No te preocupes.

Lo miró con pesar. Tuvo la sensación de que eran capaces de hacerse daño hasta lo indecible.

– Claro que me preocupo. Parecemos muertos. Mejor dicho, yo lo estoy. Nada me ha servido. Lo he intentado todo, salvo recurrir a un exorcista y a un practicante de vudú. Sigo siendo propiedad de Serena y siempre le perteneceré.

– Paul, ella nunca fue de tu propiedad y no te lo habría permitido. Tú tampoco le perteneces. Concédete un poco de tiempo y te recuperarás.

– Vamos a la fiesta. Si te apetece, ven como amiga. Me encantaría hablar contigo, echo de menos nuestras charlas – dijo con lágrimas en los ojos.

Invitarla a la fiesta era la mejor ofrenda de paz que se le ocurría.

– Yo también las añoro. – Durante seis meses se habían dado tanto que les costaba aceptar que ya no lo tenían ni volverían a tenerlo. India lo había asumido y no estaba dispuesta a retroceder -. Será mejor que no insistamos.

– ¿A qué te refieres? – Sonrió pesaroso -. Hace tiempo destrocé lo que teníamos. Podríamos dedicarnos a llorar sobre los restos. – Paul no dejaba de contemplarla y tuvo que obligarse a no pensar en lo que sentía cuando la besaba. En ese momento lo habría dado todo con tal de abrazarla, pero él no tenía nada que ofrecerle -. Venga, arréglate. Sólo tenemos tres semanas y estamos perdidos en medio de la selva. ¿Por qué te quedas en la tienda y lees a la luz de una linterna?

– Porque refuerza el carácter.

Sonrió y procuró no pensar en que Paul seguía tan apuesto como siempre. Estaba irresistible incluso a la luz de la linterna.

– Acabarás con glaucoma. Vámonos.

India tuvo la sensación de que Paul no se marcharía a menos que lo acompañara.

– No quiero – se obstinó.

– Me da igual. – Si se lo proponía, Paul podía ser muy testarudo. Parecían estar jugando una partida de pimpón -. Venga, mueve el trasero o tendré que llevarte a hombros.

India rió y supo que siempre lo amaría. Después ya lo olvidaría, pero lo que pasase en esas tres semanas le daba igual. Ya lo había perdido. ¿Por qué no disfrutar de su compañía? Durante dos meses había llorado su ausencia. No se trataba de un indulto, sino de una visita al pasado y a lo que podría haber sido.

Salió lentamente del saco de dormir. Paul vio que aún llevaba la camiseta y el tejano. India comprobó que en sus botas no había insectos ni serpientes, se las puso y lo miró a los ojos.

– De acuerdo. Durante tres semanas seremos colegas, pero después desaparecerás definitivamente de mi vida.

– Imaginaba que ya había desaparecido – repuso Paul, y se encaminaron hacia el hospital de campaña donde las enfermeras organizaban la fiesta.

– Tu numerito fue muy convincente – dijo India, y se cuidó de no rozarlo -. Para mí la escena de despedida en el Carlyle fue muy real.

– Para mí también.

El magnate la cogió de la mano para superar una roca. La noche era hermosa y estaban rodeados por los sonidos africanos típicos. Ruanda tiene vistas y olores específicos. Por todas partes había capullos en flor e India pensó que siempre recordaría su intensa fragancia, así como el olor a fuego y comida del campamento.

Se sumaron a la fiesta y Paul se acercó para hablar con unos amigos y dos pilotos. Se alegraba de haberla convencido de que saliera, pero no quería agobiarla. Se sentía en deuda con ella y, aunque compensarla era imposible, al menos podía mostrarse amistoso.

India habló largo rato con las enfermeras, recabó más información para el reportaje y fue una de las últimas personas en retirarse. Paul la vio alejarse y no intentó seguirla. Al parecer se había divertido. Aunque había bebido, Paul mantenía la compostura cuando regresó a la tienda que compartía con los demás pilotos. No disponían de ningún lujo. En Ruanda sólo contaban con lo básico, incluso menos que India cuando había estado en Costa Rica con el Cuerpo de Paz. De todos modos, le resultó reconfortante, aleccionador para el espíritu y muy conocido.


Al día siguiente India fotografió a los húerfanos que acababan de llegar. Intentó comunicarse con ellos con las cuatro palabras dialectales que había aprendido y los críos rieron. Se unió a sus carcajadas y poco a poco recuperó el sentido del humor. Pasó la semana muy ocupada. El domingo asistió a los oficios religiosos en la iglesia construida por los misioneros belgas. Por la tarde Ian la invitó a dar una vuelta en jeep por los alrededores para que tomase más fotos. No había visto a Paul en todo el día y el neozelandés le contó que había ido al mercado de Cyangugu. Por fin tenían un mínimo de espacio personal, lo que en el campamento era casi imposible. Durante la última semana se habían encontrado a cada momento en todas partes.


Por la mañana India se estaba vistiendo cuando oyó un curioso golpe en el poste de la tienda. Se asomó al tiempo que se subía la cremallera del tejano. Estaba descalza, que era lo que le habían aconsejado que no hiciera, y el pelo le enmarcaba el rostro como si fuera seda dorada. Se encontró cara a cara con Paul.

– Ponte los zapatos o acabarás con una picadura.

– Gracias por el consejo.

Era temprano e India no estaba de humor para hablar con nadie. Paul lo percibió en su expresión.

– ¿Quieres venir un par de horas a Bujumbura? Vamos a recoger provisiones. Si me acompañas podrás hacer unas fotos fantásticas.

Ella titubeó y lo miró. Paul tenía razón, sería positivo para su artículo. Claro que también significaba pasar mucho tiempo con él. No sabía qué prefería, tomar las fotos o librarse de su presencia. Al final eligió lo primero.

– Iré. ¿Cuándo salimos?

– Dentro de diez minutos.

Paul sonrió de oreja a oreja. Le gustaba el carácter de India incluso cuando era brusca, pues le recordaba a Serena. Su difunta esposa se enojaba por todo y habitualmente India no se comportaba así.

A India le afectaba estar tan próxima a él porque todavía le resultaba doloroso.

– Enseguida estoy lista. ¿Tengo tiempo de tomar un café?

– Esperaremos un par de minutos. Al fin y al cabo no se trata de un vuelo regular.

– Gracias. Nos veremos en el jeep.

– Nos veremos en el jeep – repitió Paul y se alejó cabizbajo.

India no consiguió imaginar en qué pensaba Paul. Probablemente en las provisiones que tenían que recoger. Guardó el equipo fotográfico en la bolsa que había pertenecido a su padre y se dirigió corriendo a la cocina. La comida era siempre igual; en este viaje no engordaría. Paul tampoco había ganado peso. Estaban más delgados, pero por motivos que nada tenían que ver con la alimentación.

India se sirvió una taza de café y la bebió deprisa; cogió un puñado de galletas y corrió al encuentro de Paul, que estaba en compañía de Randy, el piloto estadounidense negro. Era de Los Ángeles y a India le caía bien.

Diez años antes Randy había pertenecido a la fuerza aérea; luego estudió en la academia de artes cinematográficas de la UCLA y llegó a trabajar como director de cine. Llevaba tanto tiempo en paro que decidió invertir sus ahorros en viajar a África y hacer algo por la humanidad. Como tantos voluntarios, llevaba dos años en Ruanda. India sabía que salía con una de las enfermeras. En el campamento no había secretos y en muchos aspectos se parecía al Cuerpo de Paz; aunque aquí la gente era más responsable.

Volaron en un viejo avión militar propiedad de Paul y sus amigos. India se sentó detrás de los pilotos y empezó a disparar la cámara. Las manadas de rinocerontes se desplazaban por las colinas y las plantaciones de plátanos parecían interminables. Estaba muy concentrada en lo que hacía y le habría gustado asomarse para obtener mejores tomas. Paul voló bajo sin necesidad de que su amiga se lo pidiera e India supo que lo hacía por ella. También se percató de que el magnate seguía la ruta más larga porque permitía hacer mejores fotos y cuando aterrizaron en Bujumbura se lo agradeció.

El mercado estaba en pleno ajetreo y tomó imágenes maravillosas que no se relacionaban con el artículo. Eran para su archivo personal y cabía la posibilidad de que pudiera venderlas. No pensaba perderse nada. Fotografió todo lo que vio. Cuando Paul y Randy recogieron las provisiones los inmortalizó cargando el avión con la ayuda de varios hutus ataviados con la vestimenta tradicional.


Antes de emprender el regreso se sentaron en el borde de la pista y comieron la fruta comprada en el mercado. De vez en cuando un armadillo pasaba lentamente. India cogía la cámara y lo fotografiaba.

– Esto es increíble, ¿no? – comentó Randy sonriente.

Era un hombre apuesto y, más que director, parecía una estrella cinematográfica. Por fortuna no tenía nada de arrogante y a India le caía muy bien. Casualmente había leído su reportaje sobre los abusos a menores en Harlem y el de la red de prostitución infantil en Londres.

Randy lo comentó y ella recordó las llamadas que por aquel entonces le hacía a Paul. Al evocarlas se le partía el corazón.

– Haces un trabajo excelente – la felicitó Randy.

– Tú también. Me refiero a la labor que realizas aquí.

India sonrió. Paul apenas le había dirigido la palabra, pero la había invitado a volar. Se trataba de una experiencia fascinante.

En cuanto terminaron de comer emprendieron el regreso al campamento. El vuelo era corto. India se repantigó en el asiento y se dedicó a mirar hacia abajo. Paul iba delante de ella, pilotaba el avión y no abrió la boca. Estaba dolorosamente callado.

Cuando aterrizaron India le agradeció el paseo y ayudó a descargar las provisiones hasta que aparecieron varios colaboradores. Paul y ella subieron al camión y Randy condujo el jeep hasta el campamento.

El magnate no había dejado de observarla. Señaló la cicatriz del accidente y preguntó:

– ¿Te duele?

Paul no terminaba de entenderlo. La cicatriz se veía cada vez menos, pero si observaba con atención comprobaba que aún no había cerrado del todo.

– No. A veces me pica. No está totalmente curada. Dijeron que tardaría mucho tiempo en desaparecer y supongo que al final no se verá. Pero no me importa.

Se encogió de hombros e interiormente volvió a darle las gracias al cirujano plástico que la había atendido. De no ser por él, la cicatriz tendría un aspecto mucho peor.

Paul deseaba disculparse por enésima vez, pero no le pareció correcto. Ambos se habían pedido perdón demasiadas veces, pero eso no cambiaba lo ocurrido, lo que Paul hizo y sus sentimientos.

Fueron andando hasta el campamento e India pensaba darse una ducha cuando una de las enfermeras se asomó por la ventana del hospital de campaña y la llamó.

– Cuando te fuiste recibimos un mensaje por radio. – Vaciló una fracción de segundo y a India se le paró el corazón -. Tu hijo tuvo un accidente en la escuela y se fracturó un hueso. No sé qué se rompió. Se oía muy mal y al final la comunicación se cortó.

– ¿Sabes quién ha llamado? – preguntó India angustiada.

Por lo que sabía, el mensaje podía ser de Doug, de Gail, de la canguro o de Tanya. Incluso podía haber llamado el médico, si es que alguien le había dado el número.

– No tengo ni idea.

La joven enfermera meneó la cabeza.

A India se le ocurrió una posibilidad de averiguar algo más e inquirió:

– ¿A qué hijo se refería?

– Tampoco lo sé. Se oía muy mal y había mucha estática. Si mal no recuerdo, dijo que el herido era tu hijo Cam.

– ¡Muchísimas gracias!

El accidentado era Sam y se había fracturado un hueso, pero India desconocía la gravedad de la herida. Estaba muy preocupada y se sintió culpable. Paul seguía a su lado y había escuchado el diálogo con la enfermera. Lo miró con expresión asustada. El se derritió por ella y se conmovió por el niño con el que había navegado en el Sea Star.

– ¿Puedo llamar a casa desde aquí?

La fotógrafa supuso que Paul lo sabría pues llevaba más tiempo en Ruanda.

– Puedes comunicarte por radio, que es como se han puesto en contacto contigo, pero es muy difícil entender lo que dicen. Hace semanas que yo ya no lo intento. Supongo que si ocurre algo importante ya me encontrarán. Si no hay otra alternativa contactarán con la Cruz Roja de Cyangugu. Está a dos horas de coche y dispone de línea telefónica.

India decidió jugárselo a cara o cruz.

– ¿Me llevarás? – preguntó con voz temblorosa.

Paul asintió sin vacilar. Era lo único que podía hacer pues India necesitaba averiguar lo sucedido con Sam.

– Por supuesto. Avisaré que nos llevamos el jeep y volveré en un minuto.

Paul tardó muy poco y subieron al jeep. Pusieron rumbo a Cyangugu cinco minutos después de que India recibiera la noticia del accidente de Sam. Guardaron silencio hasta que Paul intentó tranquilizarla.

– Probablemente no es grave – aseguró, e intentó mostrarse más tranquilo de lo que realmente estaba.

– Espero que tengas razón – replicó ella, tensa. Contempló el paisaje y de repente añadió con voz quebrada y agobiada por la culpa y el miedo -: Tal vez Doug está en lo cierto. Quizá no tengo derecho a hacer lo que hago. Estoy en las antípodas y, si a mis hijos les pasa algo, con suerte tardaré dos días en volver a casa. Ni siquiera pueden telefonearme. Creo que en este momento estoy en deuda con ellos.

– India, están con su padre – precisó el magnate -. Aunque sea grave Doug podrá afrontarlo hasta tu regreso. – Tanto para distraerla como por curiosidad, preguntó -: ¿Qué pasa con su novia? ¿Va en serio?

– Supongo que sí. Tanya y sus dos hijos se han ido a vivir con él. Los míos los detestan y creen que Tanya es tonta.

– Probablemente detestarían a cualquiera que en este momento apareciese en escena, tanto en la vida de Doug como en la tuya.

Paul se acordó de la cena en casa de India. En aquel momento le había parecido divertido, pero al recapacitar comprendió que los cuatro hijos de India lo odiaban y siempre lo odiarían. De hecho, todos habían sido amables menos Jessica, pero prefirió olvidarlo. Las palabras de Sean no habían caído en saco roto. Lo había aterrorizado la posibilidad de enredarse en criar cuatro chicos que, según Sean, probablemente acabarían entre rejas o víctimas de la droga, así como el hecho de que India pudiese quedar embarazada. En aquel momento el pánico lo había embargado. Solo pensó en Sam y lo recordó en la cabina, a su lado, mientras lo ayudaba a pilotar el Sea Star, y más tarde tumbado en un sofá, durmiendo con la cabeza en el regazo de su madre, mientras India le acariciaba el cabello y hablaba de su matrimonio. Ahora estaban en África y Sam había tenido un accidente. El deseo de llegar a la Cruz Roja de Cyangugu y telefonear, los sumía en la desesperación.


Después de esperar a que un rebaño de vacas cruzara la carretera, de retirar un caballo muerto y de que un grupo de soldados tutsis los autorizara a pasar un puesto de control, al cabo de tres horas llegaron a Cyangugu por caminos llenos de baches y erosionados a causa de las lluvias. La Cruz Roja estaba a punto de cerrar.

India saltó del jeep antes de que Paul parara, se dirigió a la mujer que echaba el cerrojo a la puerta y le explicó la situación. La voluntaria asintió con la cabeza. La fotógrafa se ofreció a pagar lo que fuese.

– Tal vez no consigas hablar a la primera. A veces las líneas se colapsan y hay que esperar horas. De todos modos, inténtalo.

India levantó el auricular con mano temblorosa. Paul la observó con seriedad y guardó silencio. La voluntaria se dirigió al despacho y cogió varios papeles. Había sido muy amable con India y no tenía prisa. Por suerte las líneas no estaban colapsadas.

A la fotógrafa le pareció milagroso que el teléfono sonara en Westport. Como no sabía dónde recabar información, decidió que lo más directo era llamar a su casa. Doug respondió al segundo timbrazo. Al oír esa voz conocida India tuvo que esforzarse para contener el llanto y reprimió otro ataque de pánico por su benjamín.

– Hola, soy yo. ¿Cómo está Sam? ¿Qué ha pasado?

– Estaba jugando al béisbol en la escuela y se rompió la muñeca – respondió Doug sin inmutarse.

– ¿La muñeca? – India se quedó desconcertada -. ¿Eso es todo?

– ¿Esperabas que fuese algo más grave?

– Claro que no. Pensé que era grave porque enviaste un mensaje. No sabía qué había pasado. Supuse que había sufrido un terrible accidente, que se había fracturado el cráneo y estaba en coma.

Paul la observaba con atención.

– Pues yo creo que lo ocurrido es lo suficientemente grave – declaró Doug pomposamente -. Le duele mucho. Tanya no ha dejado de cuidarlo. Durante el resto del curso no podrá formar parte del equipo.

– Dile que le quiero y da las gracias a Tanya de mi parte.

Pensaba pedirle hablar con Sam, pero notó que Doug quería decirle algo más y que estaba muy descontento.

– Tanya se merece una medalla. Al fin y al cabo, Sam no es su hijo, pero se está portando de maravilla. Si estuvieras donde tienes que estar y lo cuidaras no tendríamos que asumir tus responsabilidades.

Era el mismo Doug de siempre, la misma historia de siempre, la misma culpa de siempre. Pero esta vez no la afectó como en el pasado. En el último año había madurado y Doug ya no la dominaba. Había dejado de sentirs culpable, salvo cuando surgía un imprevisto como el accidente de Sam. De haber sido grave no se habría perdonado a sí misma. Agradeció a Dios que no le hubiera pasado nada serio al niño.

– Doug, también son tus hijos. – Le devolvió limpiamen la pelota -. Míralo de esta manera: gracias a mí pasas tres semanas seguidas con ellos.

– Me sorprende que te desentiendas tan a la ligera – repuso él fríamente.

India se enfadó. Paul no dejaba de observarla.

– He viajado tres horas para hablar por teléfono y me esperan otras tres de regreso al campamento. Yo no diría que me desentiendo de las cosas. – Estaba harta de Doug. Además, ocupaba la línea de la Cruz Roja e impedía que la voluntaria se fuera a casa sin que existiese motivo que lo justificara. A Sam no le había pasado nada grave -. Quiero hablar con mi hijo.

– Está durmiendo. Pasó la noche en vela a causa del dolor y Tanya le administró un sedante.

Se le revolvió el estómago al pensar que Sam estaba herido, sobre todo porque no podía estar a su lado.

– Cuando despierte dile que le quiero muchísimo – dijo con lágrimas en los ojos.

De pronto no sólo añoraba a Sam, sino a los otros. Había seis horas de diferencia y sabía que el resto de sus hijos estaban en clase, por lo que no podía hablar con ellos.

– Dicho sea de paso, supuse que llamarías ayer, que es cuando se accidentó.

Por si hacía falta, Doug le lanzaba un último dardo envenenado.

Su tono la enfureció tanto que la angustia pasó a segundo plano.

– Recibí tu mensaje hace tres horas. Antes de irme te expliqué que las comunicaciones son muy malas. Dile a Sam que cuando regrese le firmaré la escayola.

Había decidido ignorar las sarcásticas acusaciones de su ex marido.

– La próxima vez procura no tardar tanto – apostilló Doug con tono desagradable.

Lo habría mandado a freír espárragos. India colgó, suspiró y dijo a Paul:

– Sam está bien, se ha roto la muñeca. Aunque podría haber sido peor.

– Ya.

Paul estaba muy serio e India pensó que se había enfadado por haberle pedido que la llevase a Cyangugu. No se lo reprochaba. Como de costumbre, Doug se había portado como un cerdo.

– Lamento haberte pedido que me trajeras por nada.

Lo miró, incómoda y a la vez aliviada. A pesar de todos los inconvenientes se alegraba de que Paul la hubiese acompañado.

– Sigue siendo un energúmeno, ¿no?

Paul podía imaginar las tonterías que Doug había dicho.

– Lo es y siempre lo será. Así son las cosas. Pero ha dejado de ser mi problema; ahora es Tanya la que carga con él. Doug no desaprovecha ninguna ocasión para propinar golpes bajos.

– Llegué a odiarlo – reconoció Paul.

Ya no le molestaba como antes o, mejor dicho, de momento no lo afectaba porque había adoptado cierto distanciamiento. Compadeció a India por tener que aguantar a su ex marido. Estaba impresionado por la manera en que ella había manejado la situación. Doug ya no conseguía atormentarla ni hacerla sentir culpable. Sus juegos perversos solo ponían de manifiesto su propia estupidez.

– Y yo llegué a amarlo. – India sonrió -. Me parece que todavía sé muy poco de la vida.

Luego dio las gracias a la voluntaria de Cruz Roja y pagó la llamada.

Emprendieron el regreso. Tardaron más que a la ida y llegaron al campamento a las nueve de la noche. No habían comido en todo el día y estaban famélicos.

– Te llevaría a La Grenouille, pero la caminata es muy larga – bromeó Paul, y sonrió compungido cuando entraron en la cocina y descubrieron que los armarios estaban cerrados a cal y canto.

– No padezcas. Me basta con una rana – ironizó India divertida, y estaba tan hambrienta que se la habría comido.

– A ver qué puedo cazar.

Paul parecía exhausto cuando abandonaron la cocina. La jornada había sido agotadora: había pilotado el avión para recoger las provisiones y conducido muchas horas para enterarse de que Sam se había roto la muñeca jugando a béisbol.

– Lamento haberte cansado tantas molestias – repitió India.

Durante el regreso se había disculpado varias veces y no podía dejar de hacerlo.

– Yo también estaba preocupado – reconoció él cuando se detuvieron en un claro en medio del campamento.

Se plantearon cómo se las apañarían para cenar. Estaban a muchos kilómetros de la civilización. A India se le ocurrió una idea y miró a Paul con expresión traviesa.

– Seguro que en el hospital hay comida para los enfermos – comentó -. Podemos birlar algo.

– Venga, intentémoslo – aceptó él sonriente.

En el hospital encontraron varios cajones con galletas, una caja de pomelos, varios paquetes de cereales que parecían en buenas condiciones, seis enormes botellas de leche y una bandeja de gelatina de fresa. Había muchas cajas enviadas por una congregación religiosa de Denver.

– Vaya, Escarlata… creo que podremos cenar.

Paul imitó a Rhett Butler y partió dos pomelos mientras India echaba copos de trigo en un cuenco, añadía leche y servía dos raciones de gelatina. Estaban tan hambrientos, que les pareció delicioso. Incluso se hubieran zampado los copos de trigo a palo seco. No habían probado bocado desde el tentempié en la pista de Cyangugu.

– ¿Galletas dulces rancias, o saladas mohosas? – ofreció india.

– El menú es tan bueno que no sé qué elegir – replicó Paul y señaló las rancias.

Comieron hasta saciarse. Ya relajados, hablaron de los hijos de India y Paul le contó la conversación que hacía dos meses había sostenido con Sean. Al narrarla rió a mandíbula batiente.

– Dijo que a mi edad no se conciertan citas con una mujer. Desde su perspectiva debo mantener el celibato hasta el final de mis días. Según sus cálculos llegaré a cumplir ciento catorce años. – Sonrió -. Dice que soy un hombre maduro. Los hijos suelen tener ideas peculiares sobre sus padres, ¿no crees?

India sabía que el propio Paul tenía ideas peculiares pues parecía decidido a mantenerse fiel al recuerdo de Serena hasta que la muerte se lo llevara. No lo mencionó por que se le veía contento comiendo galletas y gelatina y no quiso aguarle la fiesta.

India se alegró de volver a sentirse a sus anchas a su lado. Por lo visto, el episodio del accidente de Sam había roto el hielo. No esperaba nada más de él y por fin sentía que eran amigos. Aún apreciaba esa amistad. Por ahí había empezado todo compartiendo infinidad de confidencias. A ambos les había dolido perder esa confianza.

– ¿Qué me cuentas de tu vida? – preguntó él y troceó otro pomelo porque aún tenía hambre -. ¿Sales con alguien?

Se moría de ganas de preguntarlo e India se sobresaltó.

– No. Estuve muy ocupada lamiéndome las heridas y madurando. Creo que lo llaman encontrarse a una misma. He tenido que buscarme a mí misma y no he encontrado a nadie. Tampoco me apetece.

– ¡Qué tontería!

– ¿De veras? ¿Quién eres tú para decir que es una tontería? No te he visto en los bares para solteros ni saliendo con la gente guapa y las modelos de Nueva York. Estás sentado en la copa de un árbol de Ruanda y te dedicas a comer pomelos y gelatina de fresa.

La imagen era muy divertida y Paul rió de buen grado.

– Hablas como si fuera mitad hombre y mitad mono.

– Tal vez. ¿Sales con alguien?

Súbitamente India se percató de que desconocía las actividades de Paul. Por lo que sabía podía estar liado con la mitad de las enfermeras, aunque no había oído comentarios. A decir verdad, varias personas habían asegurado que era muy agradable y un solitario empedernido.

– No, no salgo con nadie – repuso, y con la cuchara recogió el jugo del pomelo. Seguía teniendo un aspecto juvenil se sentía cómodo y, al igual que en el pasado, le agradaba estar con India, una mujer despierta, divertida y de trato afable. El problema consistía en que él no lo era. Poseía muchas virtudes, sí, pero tratar con él no era nada fácil -. Sigo fiel a Serena – apostilló casi con orgullo.

India pensó que no era una actitud correcta pero lo comprendió.

– ¿Qué tal tus pesadillas? – preguntó con tacto.

Hacía mucho que no estaba en condiciones de formular esa clase de preguntas.

– Ya no son tan terribles. Sospecho que estoy demasiado cansado para tener pesadillas. Sólo se repiten cuando regreso a la civilización.

– Lo recuerdo.

La última vez Paul sólo había resistido nueve días e India había acabado con el corazón roto, un brazo fracturado y conmoción cerebral.

– ¿Por qué no has buscado a alguien con quien salir? – insistió él.

India suspiró.

– Señor Ward, yo diría que la respuesta es evidente. Mejor dicho, debería serlo, al menos para usted. Necesitaba tiempo para recuperarme de lo que viví contigo… y con Doug. Fue un golpe muy duro, un desastre tras otro. – Hacía tiempo que había perdido a Doug y la ruptura con Paul representó la pérdida de todas sus esperanzas e ilusiones -. Supongo que me sentó bien. En algunos aspectos me dio fuerza y ahora sé lo que quiero y necesito, si es que alguna vez decido buscarlo, aunque dudo que vuelva a hacerlo. Nunca se sabe. Puede que en el futuro mi vida tome otro cariz.

– Eres demasiado joven para tirar la toalla.

Paul tuvo la impresión de que India estaba muy desilusionada, pero también parecía más fuerte. Había madurado sutilmente desde la última vez que se habían visto, tal como él advirtió cuando la oyó hablar con Doug: no había permitido que la avasallara. Y tampoco permitía que él se pasase de la raya. Por fin había empezado a poner límites. Ya no la asustaba tanto la posibilidad de perder a sus seres queridos, lo cual era consecuencia directa de que ya los había perdido. No tenía nada que perder salvo sus hijos, a los que siempre querría, por lo que se sentía más valiente.

– No he conocido a nadie que me interese – aclaró India con sinceridad.

Puesto que volvían a ser amigos, podía hacer esa clase de comentarios.

– ¿Y qué te interesa? – repuso Paul con curiosidad.

India reflexionó.

– Estar en paz y llevar una vida tranquila en solitario. Si decido entregar nuevamente mi corazón, sólo se lo daré al hombre adecuado.

– ¿Cómo te gustaría que fuera? – preguntó él con falsa objetividad.

Al igual que en el pasado, se puso en un papel que le encantaba: el de confesor.

– ¿Cómo me gustaría que fuera? Su aspecto no me preocupa demasiado, aunque me agradaría que fuese apuesto. Prefiero que sea agradable, bueno, inteligente, amable, comprensivo… ¿Quieres saber una cosa? – Lo miró a los ojos y decidió sincerarse -. Quiero que esté loco por mí. Quiero que me considere lo mejor de su vida y se sienta tan afortunado de tenerme que no le preocupe nada más. Siempre me he dedicado a querer, a dar y hacer concesiones. Creo que ha llegado el momento de cambiar las tornas y recibir parte de lo que he dado.

Ella había estado locamente enamorada de Paul y estuvo dispuesta a darle cuanto tenía, incluso sus hijos, pero el magnate seguía perdidamente enamorado de Serena. En última instancia, saberlo producía dolor. Lo había perdido por una mujer que ya no existía. Paul había preferido guardar fidelidad al recuerdo de Serena en vez de amar a India.

– Tal vez parezca una locura – apostilló la fotógrafa -, pero quiero un hombre dispuesto a mover cielo y tierra por mí… Un hombre que, con tal de estar a mi lado, sea capaz de atravesar un huracán. – De pronto sonrió y Paul pensó que su aspecto era bello y sorprendentemente joven -. Lo que digo es que el hombre adecuado tiene que amarme realmente. No que me quiera a medias o que dude. No estoy dispuesta a ser segundona ni a aguantar ningún pacto injusto, como en el caso de Doug. Tengo que amar a ese hombre con toda mi alma, y él ha de amarme de la misma manera. A menos que lo encuentre en algún lugar prefiero seguir sola, tomando fotos en la Cochinchina o en casa con mis hijos. No estoy dispuesta a aceptar una situación relegada y no pienso pedir disculpas ni suplicar.

Paul advirtió que no se refería a Doug, sino a él, al hombre que le había dicho que, en realidad, no la amaba. Se alegró de que ella conservase sus sueños, aunque se preguntó si alguna vez conseguiría llevarlos a la práctica. Afortunadamente sabía qué esperaba y qué quería de la vida. En este aspecto tenía las cosas muy claras.

India decidió volver las tornas:

– Señor Ward, puesto que ya hemos hablado de mí, ¿qué es lo que usted busca? ¿Cómo es la mujer perfecta para usted?

El magnate no deseaba decirle que era ella a quien quería, y estuvo a punto de hacerlo, pero la definió con un sola palabra:

– Serena. – India guardó silencio. Aunque lo esperaba, le cayó como un cubo de agua fría, pues no imaginaba que Paul sería tan explícito -. Si miro hacia el pasado me doy cuenta de que era casi perfecta, al menos para mí, lo que no permite muchas mejoras.

– Mejoras no, pero podría dar pie a algo o a alguien diferente. – Una vez más, decidió sincerarse pues pensó que Paul debía saber su postura -. Siempre supe que no podía estar a su altura, que ocuparía un segundo plano en caso de que… salvo durante aquella semana. Fue el único período en que estuve segura de que me amabas.

Ella sabía que la había amado a pesar de los comentarios que hizo más adelante. Cuando le aseguró que no la quería era el miedo el que se expresaba por su boca.

– Y te amé, India, mejor dicho, pensé que te amaba… durante una semana… Después me aterrorizaron las palabras de Sean, tú, tus hijos, los viajes de Nueva York a Westport… mis pesadillas y mis recuerdos de Serena. Esos sentimientos me llenaron de culpa.

– Habrías superado las pesadillas, todos lo hacemos – musitó India.

Paul negó con la cabeza, la miró y recordó dolorosamente las razones por las que la había amado: era una mujer delicada, muy cariñosa y preciosa.

– Sé que jamás me sobrepondré a la muerte de Serena.

– Porque no quieres.

La afirmación era muy dura, pero India se expresó delicadamente.

– Supongo que tienes razón.

La fotógrafa sospechaba que en vida Serena le había parecido bastante menos perfecta, pero no se atrevió a expresarlo. Los recuerdos de su difunta esposa estaban teñidos de rosa y salpicados por la magia del tiempo, la pérdida y la distancia. En carne y hueso Serena había sido de trato difícil e India estaba convencida de que, en lo más recóndito de su alma, Paul lo sabía.

– Paul, puesto que lo has mencionado, no permitas que Sean se inmiscuya en tu vida. No tiene derecho. Tiene su vida y su familia, no se ocupará de ti, no te cogerá la mano ni te hará reír y no se inquietará si padeces pesadillas. Me parece que está celoso y quiere tenerte sólo para él. Lo digo por tu propio bien: no se lo permitas.

– He pensado mucho en ello. Los hijos son egoístas a cualquier edad, al menos en lo que a los padres se refiere. Esperan que des, des y sigas dando y quieren contar contigo cuando te necesitan, te venga bien o no. Cuando te hace falta un mínimo de comprensión de su parte te vuelven la espalda y te advierten que no tienes derecho a pedirla. Dios no lo quiera, pero si mi nuera muriese y yo le dijera a Sean que debe pasar solo el resto de su vida, pensaría que me he vuelto loco.

Ambos sabían que ese comentario era cierto. Los hijos pueden ser egoístas y poco cuidadosos con sus padres a cualquier edad. A veces las cosas son así, como en el caso de Paul, aunque no siempre ocurre lo mismo.

– Me figuré que le molestaría nuestra relación y me pregunté cómo lo manejarías.

– India, la verdad es que lo manejé muy mal, como todo lo demás. La fastidié por completo.

Cada vez que veía aquella cicatriz y recordaba cómo habían terminado, Paul era consciente de lo mal que había actuado.

– Tal vez no estabas preparado. Había pasado muy poco tiempo desde…

Solo habían transcurrido seis meses desde la muerte de Serena, lo cual no era un período muy largo.

El magnate meneó la cabeza.

– No estaba preparado y ahora sé que nunca lo estaré. – La miró apenado. Lo habían pasado muy mal y finalmente habían perdido la batalla. Al menos él estaba vencido -. Mi querida amiga, espero que encuentres al hombre que por ti sea capaz de atravesar un huracán. Te lo mereces más que nadie.

Paul hablaba en serio. A esas alturas sólo deseaba que India encontrase el amor y se liberara del dolor que él le había causado.

– Yo también – reconoció apenada.

Pero, ¿dónde y cuándo? Le pareció que, si ocurría, le llevaría mucho tiempo. Aún tenía que liberarse de muchas cosas. A Paul le pasaba lo mismo. Afortunadamente ahora podían charlar y compartir una velada amistosa.

– Tienes que estar lista cuando ese hombre llegue – aconsejó él -. No te ocultes bajo las mantas con los ojos cerrados ni en un lugar perdido como este. Esa no es manera de encontrar a la persona que necesitas. Y para eso tienes que salir al mundo.

Pero ella no estaba dispuesta a exponerse.

– Tal vez me encuentre él a mí.

– No te hagas muchas ilusiones. Requiere un pequeño esfuerzo de tu parte. Al menos tienes que mostrarle el camino. No es fácil atravesar un huracán, hay que lidiar con los vientos, el mal tiempo y un montón de situaciones peligrosas. India, si quieres que se acerque tienes que resistir y hacerle señas para que encuentre el camino.

Sonrieron y en silencio se desearon la felicidad, fuera cual fuese la que cada uno deseaba.

Era casi medianoche. Paul se levantó y recogieron los restos de la cena. Habían abordado muchos temas importantes y lo habían pasado bien juntos.

– Me alegro de que lo de Sam no sea nada – dijo Paul mientras India guardaba la caja de cereales y asentía con la cabeza. De pronto el magnate rió entre dientes -. Por cierto, cuando encuentres al hombre dispuesto a cruzar un huracán por ti esconde a tus hijos. De lo contrario podría echarse atrás. Por fabulosa que sea, una mujer con cuatro hijos impone respeto.

India no le creyó. Era cierto que sus hijos lo habían acobardado, pero no ocurriría lo mismo con todo el mundo.

– Paul, mis hijos son encantadores – dijo -. El hombre adecuado me querrá con ellos. No es una desventaja. Además, a medida que pase el tiempo crecerán.

Cuando Paul rompió la relación, India se había sentido, como mercancía defectuosa, como si no fuera lo suficientemente buena. No estaba a la altura de Serena y tenía muchos hijos. Individualmente, sus críos eran muy agradables, tanto como ella. Al recordar algunos comentarios de Paul, la fotógrafa intuyó que poseía cualidades a cuya altura Serena jamás habría estado y la idea la reconfortó.

Paul la acompañó a la tienda. La cena había sido muy agradable y representaba un momento crucial, la despedida de lo que habían compartido y la bienvenida a la amistad renovada. Conservaban elementos positivos, se habían desprendido de los negativos y descubierto nuevas facetas.

– Hasta mañana – se despidió él -. Que descanses. – El día había sido muy largo y estaban agotados. Paul la miró, sonrió y añadió algo que la conmovió hasta la médula -: Me alegro de que estés aquí.

– Yo también – admitió ella.

Se despidió con un ademán y entró en la tienda.

Se alegraba de que sus caminos hubieran vuelto a cruzarse. Tal vez era el destino. Desde el primer encuentro habían recorrido un largo itinerario por carreteras peligrosas y terreno accidentado. Por fin veía que el sol asomaba tras las montañas. A Paul aún le quedaba mucho trecho por recorrer, y ella abrigó el deseo de que, por su bien, algún día llegara a la meta.

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