19

Al final India rechazó el trabajo en Montana y Doug y ella comunicaron a los niños que se separaban. Fue el peor día de su vida y se odió. Jamás había pretendido hacerle algo parecido a sus hijos, del mismo modo que no había querido perder a su padre. Sabía que originaría un cambio en sus vidas tanto como en la suya; pero era consciente de que, como los quería, sobrevivirían.

– ¿Papá y tú os divorciáis? – preguntó Sam horrorizado.

India se habría arrancado el corazón, pero Doug ya lo había hecho.

– Eso es, tonto. Lo acaban de decir – confirmó Aimee, que disimuló un sollozo y fulminó a sus padres con la mirada.

Los detestó por destruir en una fracción de segundo su existencia perfecta y sus ilusiones.

Jason guardó silencio, corrió a su dormitorio y se encerró dando un portazo. Luego volvió, pero tenía los ojos enrojecidos e inflamados y se comportó como si no pasara nada.

Cuando India y Doug terminaron de dar explicaciones Jessica se volvió hacia su madre y le espetó:

– Te detesto. Tienes la culpa de lo que pasa por insistir en colaborar con esas estúpidas revistas y hacer fotos tontas. Te oí discutir con papá. ¿Por qué nos haces esto?

Lloraba como una cría y en un abrir y cerrar de ojos perdió su apariencia adulta.

– Jess, para mí es importante, forma parte de mi manera de ser y lo necesito. No es tan fundamental como tú o como tu padre, pero para mí significa mucho y esperaba que papá lo entendiese.

– ¡Sois dos estúpidos! – exclamó Jessica, y corrió escaleras arriba, se encerró en su habitación y lloró desconsoladamente.

A India le habría gustado darle una explicación, pero es imposible hacer entender a una chica de catorce años que ya no estás enamorada de su padre. ¿Cómo explicarle que te ha roto el corazón y destruido parte de tu esencia? Ni siquiera India lo entendía del todo.

Sam se sentó en el regazo de su madre y sollozó largo rato sin dejar de temblar penosamente.

– ¿Seguiremos viendo a papá? – preguntó compungido.

– Por supuesto.

Las lágrimas caían por las mejillas de la fotógrafa. Le habría gustado volverse atrás, decir a sus hijos que no era cierto y simular que no había sucedido nada. Pero habían ocurrido demasiadas cosas y era imposible retroceder. Todos tenían que afrontar la realidad.


Aunque nadie tenía hambre, India preparó caldo de pollo. Mientras recogía la cocina Sam entró con gesto de preocupación.

– Papá dice que tienes un amigo muy especial. ¿Es verdad, mamá?

Ella se volvió y lo miró horrorizada.

– Claro que no.

– Dice que es Paul. Mamá, ¿es verdad?

India comprendió que Sam necesitaba información. El comentario de Doug había sido muy desagradable, pero ya nada la sorprendía.

– No, cielo, no es verdad.

– Entonces ¿por qué lo dice?

Sam necesitaba creer a su madre.

– Porque está enfadado y dolido. Ambos lo estamos. A veces los adultos decimos tonterías. Al igual que tú, no he vuelto a ver a Paul desde el verano pasado. – No hacía falta que añadiese que habían hablado por teléfono. Además, no estaba liada con Paul, por lo que jamás representaría un problema en la vida de Sam, sólo era su amigo y compañero de navegación -. Lamento lo que ha dicho papá, pero no te preocupes.


Por la noche habló con Doug y empleó términos más fuertes. Lo acusó de utilizar a los hijos para hacerle daño y añadió que si volvía a intentarlo se arrepentiría.

– ¿Acaso no es verdad? – replicó él.

– No, no es verdad y lo sabes. Resulta más fácil echar la culpa a los demás. Todo es obra nuestra: destruimos la relación, nadie nos ayudó. Al margen de las veces que hablamos, no puedes achacárselo a alguien con quien hablé por teléfono. Si quieres conocer al responsable de esta situación, mírate en el espejo.


Por la mañana Doug hizo las maletas y abandonó la casa. Dijo que alquilaría un apartamento en la ciudad y añadió que, una vez instalado, quería ver a sus hijos los fines de semana.

De pronto India se percató de que tendrían que acordar muchas cuestiones: la frecuencia, el sitio y los horarios en que Doug se reuniría con los niños, lo que él pagaría para mantener a sus hijos, quién se quedaría con la casa… Sus vidas resultarían muy afectadas.

Después de la partida de Doug permaneció cinco días encerrada y no dejó de llorar por lo que habían compartido y perdido. Paul percibió su aflicción, se mantuvo discretamente al margen y no telefoneó.

Una semana después, India llamó a Paul y hablaron largo y tendido de los niños. Continuaban afectados y Jessica seguía furiosa con su madre, aunque los demás se adaptaban lentamente a la nueva situación. Sam estaba triste. Doug había ido a visitarlos y el domingo los había llevado al restaurante y al cine. Cuando volvieron ella lo invitó a pasar y a charlar, pero Doug la miró como si no se conocieran.

– No tengo nada que hablar contigo – le dijo -. ¿Te has buscado un abogado?

India replicó que no. Todavía no estaba en condiciones de afrontarlo. Su matrimonio estaba acabado, y una parte de su ser deseaba que fuese así, necesitaba distanciarse del sufrimiento constante, pero otra añoraba los buenos años compartidos. Ella sabía que tardaría mucho en superarlo, del mismo modo que Paul necesitaba tiempo para sobreponerse a la muerte de Serena. Paul comprendía lo que le ocurría.


El magnate había regresado a Cap d'Antibes y volvió a llamarla todos los días. Poco a poco transcurrió enero e India empezó a sentirse mejor. Gail le dio el nombre de un abogado especializado en divorcios, pero aun así no se creía del todo lo que le había ocurrido a India.

– ¿A qué supones que se debe? – le preguntó una mañana de principios de febrero mientras tomaban un cappuccino.

– A todo – repuso India sinceramente -. Al paso del tiempo, a que Doug no quería que volviese a trabajar, a que se negó a hacer caso de mis sentimientos, a que me negué a hacer lo que le venía en gana. Si lo analizo me sorprende que hayamos durado tanto.

– Siempre supuse que estaríais juntos hasta el final de los tiempos.

– Yo también. – India sonrió nostálgica -. Pero los matrimonios perfectos no existen. Sólo funcionó mientras me atuve a las normas de Doug. En cuanto sacudí la estructura e intenté incorporar mis pautas todo acabó.

– ¿Lo lamentas? ¿Te arrepientes de haber movido la estructura?

– A veces. Habría resultado más fácil dejar todo como estaba, pero después de un tiempo fue imposible. Ahora comprendo que necesitaba más de lo que Doug estaba dispuesto a darme. Te aseguro que da miedo.

Ahora la entera responsabilidad de sus hijos recaía en ella sola. No tenía a nadie que por la noche se reuniera con ella en casa o que se preocupase si enfermaba, se rompía una pierna o moría. No tenía más familia que sus hijos.

Durante la conversación, hasta el matrimonio de Gail quedó en cuestión. Hacía años que las cosas no funcionaban bien pero, por mucho que se quejara, su amiga jamás había pensado seriamente en separarse. Lo extraño es que en el caso de India todo parecía ir bien, pero de repente el matrimonio se deshizo.

– ¿Qué harás? ¿Venderás la casa? – preguntó Gail.

– Doug dice que no es imprescindible. Puede pagarla. Me quedaré en casa hasta que los chicos crezcan y vayan a la universidad. Entonces la venderemos. Si volviera a casarme la venderíamos antes – sonrió pesarosa -, pero lo veo muy improbable, a menos que Dan Lewison me invite a salir.

En Westport no había nadie con quien le apeteciera salir. Los hombres con los que Gail se veía a hurtadillas estaban casados.

– Tienes muchas agallas – reconoció Gail -. Hace años que me quejo de Jeff y ni siquiera sé si todavía me gusta, pero no podría hacer lo mismo que tú.

– Claro que sí, lo harías si no tuvieras otra opción o si supieras que, quedándote cruzada de brazos, perderías incluso más. Eso me ocurrió a mí. Probablemente quieres a Jeff más de lo que supones.

– Después de oírte hablar de los chicos, la casa, la pensión por alimentos y las vacaciones es posible que cuando esta noche vuelva a casa bese a Jeff – bromeó Gail e India sonrió.

– No estaría de más.

India ya no lamentaba lo ocurrido. Sabía que era por el bien de todos. Ahora tenía libertad y, aunque había asumido la plena responsabilidad de los niños, podía organizarse y aceptar reportajes locales.


En febrero Raúl la envió a Washington a entrevistar a la primera dama. No era un trabajo tan emocionante como acudir a una zona en conflicto, pero caía cerca de su casa y la mantenía en el candelero. Luego cubrió una noticia sobre una mina de carbón en Kentucky. No le quedaba tiempo para hacer vida social. Doug había alquilado un apartamento y según Gail, que estaba al tanto de los cotilleos, salía con una chica. No había perdido el tiempo y empezó a salir con ella un mes después de abandonar el hogar conyugal. Era una divorciada con dos hijos y vivía en Greenwich. Nunca había trabajado, hablaba por los codos, tenía una piernas espectaculares y era muy mona. Tres amigas de Gail la conocían y le contaron hasta el último detalle para que se lo transmitiese a India, pues consideraban que debía saberlo.

Paul seguía llamando todos los días y parecía más animado. Aunque aún tenía pesadillas había recuperado el sentido del humor y se refería a su trabajo. Aunque él no estaba dispuesto a reconocerlo, India sospechaba que lo echaba de menos. Se habían cumplido seis meses de la muerte de Serena y, pese a que la añoraba desesperadamente, era capaz de contar anécdotas divertidas sobre su esposa, de mencionar los disparates que había cometido, las personas a las que había ofendido con elegancia y las venganzas que había tramado. Ya no la veía exclusivamente como un dechado de virtudes, lo que demostraba que no había perdido por completo la perspectiva. De todos modos, cada vez que hablaban quedaba de manifiesto lo mucho que aún la amaba.

El magnate había representado un gran apoyo para India desde la partida de Doug. Sostenía que estaba mejor sola y cuando India se deprimía le costaba entender que echara en falta a su ex marido. El hecho de que hubiera estado casada con Doug desde antes de que Paul conociera a Serena le resultaba inconcebible. Consideraba que Doug era un cabrón y que India había hecho muy bien al librarse de él, y no admitía que a veces su amiga se entristeciera. Le resultaba difícil aceptar que, al igual que en su caso, India no sólo había perdido a su pareja, sino una manera de vivir y todo lo que la acompaña.


A principios de marzo Paul seguía en el Sea Star, pero India tuvo la sensación de que empezaba a estar harto. Para entonces ya conocía sus estados de ánimo, sus caprichos, sus necesidades, sus miedos y sus motivos de enfado. Por extraño que parezca, a veces se relacionaban como si estuvieran casados. Se conocían a fondo y, cada vez que hablaban, Paul insistía en que él no sería la luz que ella encontraría al final del túnel. Afirmaba que siempre podría contar con él como amigo e insistía en que se buscase un hombre con quien salir.

– De acuerdo. No te olvides de apuntar mi número de teléfono en los lavabos del sur de Francia. En Westport no hay nadie que me interese.

– Porque no te lo tomas en serio.

– Tienes razón. Los hombres de por aquí son desagradables, tontos, están casados o empinan el codo. Y a mí no me apetece salir con ninguno.

– ¡Qué pena! Estaba a punto de proponerte que asistieras a las reuniones de alcohólicos anónimos. Parece un sitio adecuado para encontrar a alguien con quien salir.

– Pórtate bien o te enviaré divorciadas al velero. Te aseguro que te pondrán los pelos de punta.

Mantenían un trato afable que incluía consuelo y humor. Hacía tanto tiempo que hablaban a diario que les resultaba imposible dejarlo, pese a los estragos que causaba en la factura telefónica de India. Lo más curioso es que ella no sabía si alguna vez volvería a verlo. Al parecer, lo único que querían era esa clase de relación. El coqueteo romántico se había enfriado y desde la partida de Doug a India ya no le preocupaba. Paul había expresado claramente sus intenciones y hacía mucho que aquella electricidad que parecía traspasarlos no les estremecía. Más que otra cosa parecían hermanos.

En cierta ocasión India le habló de un hombre que había conocido cuando acompañó a Sam a un partido de fútbol. Era tan repugnante que le tomó una foto. Se trataba de un individuo obeso, calvo y grosero, que mascaba chicle y se hurgó la nariz antes de invitarla a salir.

– ¿Qué respondiste? – preguntó Paul divertido, pues sus anécdotas le encantaban.

El magnate conocía la ironía de India y sabía que no la había perdido pese a los problemas que atravesaba.

– Le dije que nos veríamos en el Village Grille. ¿Crees que quiero quedarme para vestir santos?

Lo cierto es que no se relacionaba con nadie. No le apetecía encontrar otro hombre, aún le escocía la relación con Doug. Extraía cuanto necesitaba de las charlas por teléfono que, hasta cierto punto, le impedían meter la pata, algo que evitaba por todos los medios.

– No me gustaría que ocurriera – declaró Paul, al parecer decepcionado.

– ¿Por qué? ¿Estás celoso?

– ¿A ti qué te parece? Ademas, la semana que viene vuelo a Nueva York y pensé que podíamos comer juntos o cenar… pero estás tan ocupada que…

– ¿Qué has dicho? – preguntó India, sin dar crédito a sus oídos. Daba por sentado que Paul se quedaría eternamente en el Sea Star y que su existencia sólo era un producto de su imaginación -. ¿Hablas en serio?

– Se celebra una reunión de la junta y mis socios consideran que debo asistir. Quiero ver cómo está Nueva York después de tanto tiempo y… bueno, ya me entiendes, incluso el Sea Star puede resultar aburrido.

– Pensé que jamas te oiría decir una cosa así – comentó India radiante de alegría.

– Pensé que jamás lo diría. Afortunadamente Serena no me oye.

Últimamente, cada vez que mencionaba a Serena, su voz no denotaba tanta tristeza.

– ¿Cuándo llegas?

– El domingo por la noche. – Hacía semanas que lo cavilaba, pero no lo había comentado con India. No quería crearle expectativas. La posibilidad de reencontrarse aún lo ponía nervioso, pues en la fotógrafa había algo que lo conmovía profundamente. Se sintió como un adolescente en su primera cita cuando preguntó -: ¿Existe la posibilidad de que accedas a verme?

– ¿Quieres que te espere en el aeropuerto?

– Claro, es lo habitual. Esta vez no llego por mar. ¿Te resultaría muy molesto desplazarte desde Westport?

– Puedo combinarlo. – Se preguntó si era una decisión que Paul había tomado espontáneamente o si la había planificado. Lo planteó en voz alta -: ¿Cuándo tomaste esta decisión?

– Hace unas semanas. No te lo dije porque quería estar seguro. Esta mañana compré el billete y supongo que iré. India, tengo muchas ganas de verte.

Pronunció esas palabras con un tono peculiar e India dedujo que lo emocionaba regresar a Nueva York y a su apartamento. Se había marchado al día siguiente del funeral y aún no había regresado. La fotógrafa recordaba claramente lo desesperado que se le veía en la iglesia. Por suerte, en el tiempo transcurrido algunas de las heridas habían cicatrizado.

– Me muero por verte – afirmó llanamente, y se preguntó cuánto tiempo se quedaría Paul. Ignoraba si volvía para siempre o para probar cómo le sentaba. Supuso que su amigo tampoco lo sabía y no quiso presionarlo -. Así pues, tendré que cancelar mis citas – bromeó -. ¡Los sacrificios que hacemos por los amigos!

– Conserva sus números de teléfono, tal vez los necesites.

Charlaron unos minutos más y colgaron. Paul se había comprometido a darle más detalles de su llegada.

India estuvo largo rato asomada a la ventana de su casa y buscó indicios de la llegada de la primavera. En vano. Los árboles estaban pelados y el suelo seguía seco. La certeza del regreso de Paul la llevó a sentir que algo estaba a punto de florecer. Ambos habían sobrevivido a un invierno larguísimo y solitario. Merecían una recompensa por lo mucho que habían sufrido, aunque India sabía que la vida no siempre concede recompensas. No premia la desesperación, la tragedia, la pérdida y el valor. Sólo proporciona más de lo mismo. De vez en cuando en medio de la nieve asoma una flor diminuta que nos sirve de aliciente, nos llena de esperanza y nos recuerda tiempos mejores. Nos recuerda que, una vez pasado el invierno, llega la primavera y después el verano.

De momento esos indicios no existían. La aguardaban días largos y solitarios y nada a lo que aferrarse, salvo las llamadas de Paul. Pero ahora volvía. Subió sonriente la escalera y pensó que no debía hacerse demasiadas ilusiones. Pese a todo, la alegría de volver a verlo la embargaba.

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