Capítulo 9

– ¿Mamá?

Silencio.

De todos modos, Lydia estaba segura de que su madre estaba despierta. La habitación de la buhardilla seguía oscura como boca de lobo, y la calle tranquila, más fresca tras la tormenta. Bajo la cama de la joven se oían unos débiles arañazos, signo inequívoco de que un ratón, o una cucaracha, habían emprendido su habitual ronda nocturna, así que dobló las piernas y se las acercó a la barbilla, hecha un ovillo.

– ¿Mamá?

Llevaba horas oyendo a su madre agitarse y moverse en su pequeña celda blanca, y en una ocasión la había oído incluso sollozar.

– ¿Mamá? -insistió, rodeada de noche.

– Mmmm.

– Mamá, si tuvieras todo el dinero del mundo para comprarte lo que quisieras, ¿qué sería?

– Un gran piano -respondió ella sin vacilar, como si tuviera las palabras en la punta de la lengua.

– ¿Uno blanco, reluciente, como el que me contaste que tenían en el Hotel Americano de George Street?

– No. Uno negro. Erard.

– ¿Cómo el que tenías en San Petersburgo?

– Sí, igual.

– Tal vez aquí no cupiera.

Su madre se rió flojito, y el sonido llegó amortiguado por la cortina que dividía el desván.

– Si pudiera permitirme un Erard, querida, podría permitir un gran salón donde instalarlo. Un salón con alfombras de Tientsi tejidas a mano, con bellos candelabros de plata inglesa, y con flores en todas todas las mesas, que impregnarían el ambiente de tanto perfume que mi nariz se libraría por fin del hedor de la pobreza.

Sus palabras parecieron llenar todo el espacio, haciendo el aire casi irrespirable, de tan denso. El crujido que había seguido bajo la cama cesó. En el silencio, Lydia enterró la cara en la almohada

– ¿Y tú? -le preguntó Valentina después de una pausa tan prolongada que parecía que se hubiera quedado dormida.

– ¿Yo?

– Si tú. ¿Qué te comprarías?

Lydia cerró los ojos y lo imaginó.

– Un pasaporte.

– Claro. Debería haberlo adivinado. ¿Y adónde viajarías con ese pasaporte tuyo, mi niña?

– A Inglaterra, primero a Londres y después a un sitio que se llama Oxford, y que Polly dice que es tan hermoso que te dan ganas de llorar, y después… -su voz adquirió un tono grave, de ensoñación, como si ya se encontrara en otra parte- a América, a ver dónde hacen las películas, y a Dinamarca, para encontrar el sitio en que…

– Sueñas demasiado, dochenka. Es malo para ti.

Lydia abrió los ojos.

– Tú me has educado como si fuera inglesa, mamá, así que es lógico que quiera ir a Inglaterra. Pero esta noche una condesa rusa me ha dicho…

– ¿Quién?

– La condesa Serova. Me ha dicho que…

– ¡Bah! Esa mujer es una bruja mala. Al infierno con ella y con lo que te ha dicho. No quiero que vuelvas a hablar de ella. Ese mundo ya desapareció.

– No, mamá, escúchame. Me ha dicho que es una vergüenza no sepa hablar mi lengua materna.

– Tu lengua materna es el inglés, Lydia. Recuérdalo siempre.

– Rusia está acabada, muerta y enterrada. ¿Para qué te serviría aprender ruso? Para nada. Olvídalo. Yo ya lo he olvidado. Olvida que Rusia existió alguna vez. -Hizo una pausa-. Así serás más feliz.

Las palabras flotaron en la oscuridad, duras, apasionadas, y resonaron como martillos en el cerebro de Lydia, sumiendo en la fusión sus pensamientos. Una parte de ella deseaba enorgullecerse de ser rusa, lo mismo que la condesa Serova se enorgullecía de su cuna y su lengua materna. Pero, a la vez, anhelaba ser inglesa. Tan inglesa como Polly. Tener una madre que le preparara tortitas para merendar y que fuera a todas partes montada en una bicicleta inglesa, y que le regalara un cachorro para su cumpleaños y le hiciera rezar sus oraciones antes de acostarse, y bendijera al rey todas las noches. Una madre que diera sorbos de jerez, y no tragos de vodka.

Se llevó una mano a la boca para tapar cualquier sonido, pues temía que le saliera algún lamento.

– Lydia.

Lydia no tenía ni idea de cuánto había durado el silencio esa vez pero se puso a respirar profundamente, como si estuviera dormida.

– Lydia, ¿por qué has mentido? -Le dio un vuelco el corazón. ¿Mentir? ¿Cuándo? ¿A quién?-. No hagas como que no me oyes. Esta noche le has mentido al policía.

– No.

– Sí.

– No.

El ruido de muelles que provenía del otro extremo del cuarto le hizo temer que su madre se acercara a mirarla a la cara, pero no, sólo estaba revolviéndose, cambiando de posición, impaciente, en la oscuridad.

– No creas que no sé cuándo mientes, Lydia. Te tiras del pelo. De modo que dime, ¿en qué estás metida para inventarte toda esa historia que le has contado al comisario Lacock? ¿Qué intentas ocultar?

Lydia sintió náuseas, y no era la primera vez esa noche. Parecía como si la lengua se le hinchara por momentos y le llenara la boca. El reloj de la iglesia dio las tres, y se oyó un chillido que venía del fondo de la calle. ¿Un cerdo? ¿Un perro? Parecía más bien una persona. El viento había amainado, pero la quietud no le hacía sentirse mejor. Empezó una cuenta atrás a partir del diez, mentalmente, un truco que había aprendido para protegerse del pánico.

– ¿Qué historia? -preguntó al fin.

– Chyort! Sabes perfectamente de qué hablo. La historia esa de que has visto a un hombre misterioso en el ventanal, cuando estabas en el salón de lectura con el señor Willoughby esta noche dando a entender que ese extraño personaje podría ser el que robó el collar de rubíes del club.

– Ah, eso.

– Sí, eso. Un hombre corpulento, con barba, parche en el ojo, gorro de astracán y botas con dibujos. Eso es lo que tú has dicho.

– Sí -respondió ella en un tono más vacilante del que esperaba.

– ¿Por qué contar esas mentiras?

– Lo vi de verdad.

– Lydia Ivanova, que tus palabras caven huecos en tu lengua.

Lydia no dijo nada. Le ardían las mejillas.

– Lo detendrán, ¿sabes? -exclamó su madre con vehemencia.

– No. ¿Cómo iban a hacerlo?

– En tu descripción lo has señalado claramente como ruso. Registrarán todo este barrio hasta que encuentren a un hombre que encaje con esa descripción. Y entonces, ¿qué?

«Por favor, que no lo encuentren.»

– Ha sido una mentira muy arriesgada, Lydia. Poner en peligro a otras personas…

Pero Lydia seguía sin abrir la boca. Temía que las palabras la delataran.

– Sí, claro, enfádate si quieres. -La voz de Valentina expresaba un profundo enojo-. Dios mío, qué noche más horrible ha sido ésta. No ha habido concierto, por lo que no me han pagado, me ha registrado una enfermera insolente, y ahora mi hija, que no sólo arruina su precioso vestido saliendo al jardín en pleno aguacero, me insulta con sus mentiras y su silencio.

Lydia siguió sin hablar.

– Vamos, vamos, duérmete entonces, y espero que sueñes con tu fantasma barbudo. Tal vez te persiga con una forca para agradecerte tus mentiras.

Lydia se tendió en la cama y contempló la oscuridad, por miedo a cerrar los ojos.


– Hola, querida, te has levantado muy pronto esta mañana. Has venido a contarle a Polly todas las emociones que vivimos ayer noche, ¿verdad? Dios mío, menudo escándalo.

Anthea Mason parecía de lo más complacida ante la presencia de Lydia, como si no se le ocurriera ninguna manera mejor de empezar un domingo por la mañana que con la aparición de la amiga de su hija frente a su puerta antes del desayuno.

– Entra, ven a la terraza con nosotros.

Aquello no era exactamente lo que Lydia había planeado, porque tenía que hablar con Polly a solas, pero mejor eso que nada, de modo que sonrió, agradecida, y siguió a la señora Mason por la casa, una construcción espaciosa y moderna con suelos de madera de haya que siempre parecía inundada de luz, como si, no se sabía cómo, atrapara el sol, que danzaba sobre las paredes color crema y acariciaba el reluciente altavoz de latón del gramófono, que Lydia codiciaba con pasión. Allí el papel pintado no se despegaba nunca, ni había rincones mugrientos propicios para las cucarachas. Además, la casa de Polly siempre olía tan bien… A cera de abeja, a flores, y a algo que siempre se estaba horneando en la cocina. Ese domingo el aroma era a café y a panecillos recién hechos.

Al salir a la terraza, que daba a un césped moteado de sol, salpicado de rosas de té amarillas, constató que la imagen era idílica; sobre la mesa, cubierta con un mantel almidonado y blanco, se esparcían tazas de frágiles asas y ribetes dorados, y una cafetera de plata rodeada de unos cuencos a juego con azúcar, mantequilla, mermelada y miel. El señor Mason leía tranquilamente el periódico en un extremo de la mesa, en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Con una mano pasaba las páginas mientras con la otra sostenía una tostada, y Achules permanecía inmóvil en su regazo. Achules era un gato gordo, de pelo largo y gris, que emitía unos maullidos graves, como de sirena de barco.

– Hola, Lyd -la saludó Polly, sonriente, desde la otra punta de la mesa, tratando de disimular su sorpresa.

– Hola.

– Buenos días, Lydia-dijo el señor Mason-. Un poco pronto para las visitas, ¿no te parece? -inquirió en un tono que le había oído usar con el limpiabotas. No se atrevía a mirarlo, por lo que clavó la vista en el delicado platillo de cristal lleno de agua que se usaba para lavarse los dedos, sorprendida al ver que en él flotaba una rodaja de limón.

– Sí, señor.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Oh, Christopher, siempre nos alegra ver a Lydia, sea la hora que sea, ¿verdad, Polly? Siéntate y come algo, querida.

Pero Lydia habría preferido tragarse la lengua a tener que sentarse a la misma mesa que el hombre que la noche anterior había acosado a su madre. Tanto ella como Valentina habían evitado mencionar lo que ambas sabían que Lydia había visto, pero las imágenes seguían muy frescas en su mente.

– No, gracias -respondió cortésmente-, sólo quería hablar un momento con Polly, si es posible.

Mason se reclinó en el respaldo y dejó caer el periódico al suelo.

– Escúchame bien, jovencita -dijo-, lo que tengas que decirle a nuestra hija puedes decírselo delante de nosotros. En esta casa no tenemos secretos.

Aquello era una mentira descarada. Lydia parpadeó, y abrió la boca para emitir una réplica aguda, pero Polly la disuadió. Se puso en pie y sostuvo con la mano la servilleta que le cubría el regazo. Lydia sabía bien que procedía de Londres, de una tienda llamada Givan's, situada en New Bond Street, y que, según le había contado Polly con orgullo, la docena costaba veintinueve chelines con nueve peniques, y era del mejor damasco irlandés. Fuera lo que fuese.

– Papá, vamos a buscar a Toby y lo llevamos a correr al parque.

– Eso le encantará. Llévate su pelota, y no te olvides de ponerte el sombrero -terció Anthea Mason, mirando fijamente a su esposo, que apartó la cara y sonrió al gato que seguía tumbado en su regazo y le observaba atentamente con sus ojos amarillos.

– No tardes -dijo.

– No, vamos y volvemos -concedió Polly.

– La misa es a las once en punto. No quiero llegar tarde por tu culpa.

– No llegaremos tarde, te lo prometo.

Cuando pasó por su lado, el señor Mason alargó la mano y se la pasó por el pelo, pero a Lydia aquel gesto le pareció forzado, como si se tratara de algo que hubiera visto hacer a algún padre y hubiera decidido imitarlo. Polly se ruborizó, pero lo cierto era que en presencia de su padre siempre se veía nerviosa, y que jamás hablaba de el, ni siquiera en privado. Como Lydia no sabía nada de padres, había llegado a la conclusión de que se trataba de algo normal.


– Polly, necesito que me hagas un favor -dijo Lydia agarrando a su amiga del brazo.

– ¿Qué favor es?

– Es un gran favor.

Polly abrió mucho los ojos, y su azul se hizo más intenso.

– Ya me he imaginado que tenía que ser algo muy importante Para que vinieras tan pronto, estando mi padre en casa. ¿De qué se trata? Dímelo rápido -la instó, enrollándose la correa de Toby en la mano.

Estaban sentadas en un banco, al sol, lanzando pelotas al spaniel tibetano de Polly. Habían evitado el parque Victoria, porque en él no se permitía la entrada con perros (ni la colocación de carteles chinos), y habían optado por los Jardines Alexandra, en los que Toby podía correr a sus anchas, siempre que se mantuviera alejado de las flores de caña y del estanque de los peces, donde las ranas aguardaban, agazapadas sobre los nenúfares, y se lanzaban sobre su nariz insaciable.

– Bien… es que… verás… Oh, Polly, tengo que volver al club.

– ¿Cómo? ¿Al Club Ulysses?

– Sí.

– ¿Y por qué?

– Tengo que volver, eso es todo.

– Tu respuesta no me vale. -Polly trató de fruncir el ceño, aunque sin convicción. Nunca conseguía enfadarse con Lydia, aunque intentaba que ella no lo notara.

– A mí me parecía que, después de lo de anoche, no querrías volver a poner los pies en el club el resto de tu vida. Yo no querría, al menos. Que me cacheara una enfermera vieja y horrenda… -Un escalofrío recorrió todo su ser y alcanzó su cabellera rubia, suave-. Qué asco. -Se acercó más a Lydia, y la miró fijamente a los ojos-. ¿Y te registró… ya sabes… de manera muy íntima? -preguntó, conteniendo la respiración.

– Por Dios, sí.

Polly abrió mucho la boca, y ahogó un grito.

– Oh, Lydia, eso es horrible, pobrecita -añadió, abrazando a su amiga.

– ¿Y entonces?

– ¿Entonces qué?

– ¿Hablarás con tu padre por mí?

– Oh, Lydia, no puedo.

– Sí puedes, y lo sabes. Por favor, Polly.

– Pero ¿por qué quieres volver al club? Han registrado a todo el mundo, lo han revisado todo, y no han encontrado el collar robado. ¿Qué puedes hacer tú? -Miró a su alrededor unos instantes y bajó la voz-. ¿Es que viste algo? ¿Sabes quién se lo llevó?

– No, no, claro que no. Si lo supiera, se lo habría dicho a la policía.

– Entonces, ¿por qué quieres ir?

– Porque… porque… Bueno, está bien, te lo diré, pero debes prometerme que mantendrás el secreto.

Polly asintió, impaciente, cruzó dos dedos y se los besó.

– Te lo juro.

– ¿Te acuerdas del joven que me rescató en el callejón el viernes? ¿Con aquellas patadas de kung fu, y todo eso?

– Sí.

– Bien, pues ayer se presentó en el club.

– No.

– Sí.

– ¿Fue él quien robó el collar?

– No seas tonta -se apresuró a responder Lydia-, por supuesto que no. Vino especialmente para hablar conmigo sobre algo. Me dijo que era importante. Pero nos interrumpió la policía en cuanto se descubrió que el collar había desaparecido, de modo que me pidió que volviera hoy… Y la verdad es que estoy en deuda con él, y no sé dónde si no puedo encontrarlo.

Para horror de Lydia, se percató de pronto de que se estaba tirando de un mechón de pelo junto a la oreja derecha. Qué tonta. Su madre tenía razón. Lo soltó al momento, y miró a Polly de reojo para ver si su amiga se había dado cuenta. A continuación, se agachó y recogió la pelota de Toby.

– Hay algo que no entiendo -insistió su amiga. Lydia lanzó la pelota, y el perro salió disparado tras ella-. Dices que tu madre casi nunca te riñe, que te deja hacer todo lo que quieres. A mí me das mucha envidia, ya lo sabes. Ojalá yo tuviera la libertad que ella te permite. -Se volvió y observó, perpleja, a su amiga-. Entonces, ¿por qué tanto secretismo? ¿Es que no puede tu madre… o incluso ese amigo francés suyo, el del Morgan… es que no pueden colarte ellos?

Lydia odiaba tener que mentir a Polly, la única persona en el mundo con la que era sincera, pero tenía que regresar al club ese mismo día para recuperar los rubíes de su escondrijo del salón de lectura. Y Polly se le resistía.

Lydia se puso en pie e, impaciente, echó la cabeza hacia atrás.

– Ni mi madre ni Antoine son miembros del club, como sabes Jen. Pero si te da tanto miedo pedirle a tu padre que me permita el acceso, se lo pediré yo misma.

– Pero es que él querrá conocer el motivo.

– No importa, le diré que ayer perdí un broche, o algo así.

– Lo único que conseguirás será enojarlo, y te dirá que si no eres capaz de cuidar de algo, es que no lo merecías.

– Oh, Polly, qué cría eres -zanjó Lydia, antes de dar media vuelta y dirigirse a las verjas del parque.

Pero Polly se fue tras ella al momento, y Toby las siguió, correteando entre sus piernas.

– Por favor, Lyd, no te enfades.

– No estoy enfadada.

Pero sí lo estaba. Enfadada consigo misma. Se volvió a mirar a Polly, su encantador vestido azul, sus elegantes zapatos de piel legítima, sus ojos enormes, entrecerrados por la preocupación, y se odió a sí misma. No tenía ningún derecho a arrastrar por el lodo a aquella persona tan pulcra, tan inmaculada. Ella estaba tan acostumbrada a arrastrarse que se le olvidaba que a los demás podía resultarles desagradable. Se agarró de su brazo y le dedicó una sonrisa fugaz.

– Lo siento, Polly, a veces me altero demasiado.

– Eso es porque eres pelirroja.

Las dos se echaron a reír, y sintieron que su amistad volvía a su sitio.

– Está bien, se lo pediré a mi padre.

– Gracias.

– De todos modos, no servirá de nada.

– Inténtalo igualmente.

– Lo haré, a condición de que me cuentes más cosas de tu salvador chino cuando lo veas otra vez -dijo. Hizo una pausa, y ató el perro a la correa mientras le acariciaba las orejas-. ¿No crees que puede ser algo peligroso? -le preguntó, sin mirarle a la cara-. Quiero decir, que no sabes nada de él, ¿verdad?

– Sólo sé que evitó que terminara como esclava… o algo peor. -Se echó a reír-. No tengas miedo, tonta. Te prometo que te contaré todo lo que pase.

– Descríbemelo otra vez. ¿Cómo es?

– ¿Mi halcón volador?

– Sí.

Lydia se puso nerviosa. Por una parte deseaba conversar sobre su protector chino, dar voz a las imágenes que poblaban sus pensamientos, hablar sobre el arco elevado de sus cejas, que se alzaba como el ala de un pájaro, de su manera de ladear la cabeza cuando escuchaba, de robarte con los ojos las ideas que asomaban tras las palabras. Sentía en su pecho la impaciencia por volver a verlo, como una piedra que le quemara dentro, y no sabía por qué. Se dijo que lo único que quería era darle las gracias de nuevo, y ver si estaba herido. Nada más. Mera cortesía.

Pero no se le daba mejor mentirse a sí misma que engañar a Polly. Y lo cierto era que le asustaba, le asustaba aquella sensación repentina de perderse en un laberinto de senderos ignotos. Le asustaba y le excitaba. Algo revoloteaba en el fondo de su mente, y ella lo apartaba. Las barreras entre sus dos mundos eran muy altas, y sin embargo, no sabía cómo, se desvanecían cuando estaba junto a él. Polly no lo entendería.

No lo entendía ni ella, y no se atrevía a contarle a su amiga la verdad sobre lo que había sucedido la noche anterior.

– ¿Es guapo? -le preguntó Polly, esbozando una sonrisa.

– No me fijé mucho, la verdad -mintió Lydia-. Lleva el pelo muy corto, y tiene los ojos… no sé cómo decirlo, son como… -«penetran bajo mi piel y ven más allá de ella»-; te miran con fijeza -concluyó pobremente.

– ¿Y es fuerte?

– Se movía deprisa mientras luchaba, como un… como un halcón.

– ¿Y tiene también nariz de halcón?

– No, claro que no. Tiene la nariz muy recta, y cuando no habla su rostro queda tan inmóvil que parece de porcelana fina. Y tiene las manos largas, y unos dedos que…

– Y eso que dices que no te fijaste mucho.

Lydia se ruborizó sin remedio, y no terminó la frase.

– Vamos -dijo, y salió corriendo en dirección a la entrada de los jardines-. Vamos a hablar con tu padre.

– Está bien, pero te advierto que dirá que no.


Christopher Mason dijo que no. Y sin dejar lugar a dudas. Mientras depositaba un montoncito de puré de patata en un plato, en el comedor de San Salvador, volvió a ruborizarse al recordar las Palabras que aquel hombre había usado para emitir su respuesta, habría querido cerrarle la boca a aquel ser engreído mencionando, como de pasada, que le había visto encaramado a los pechos de su madre la noche anterior, usar aquel conocimiento para abrirse puertas, pero ¿cómo iba a hacerlo? Pensaba en la amabilidad constante de Anthea Mason, en los ojos sinceros y azules de Polly, y no podía. No podía. De modo que no dijo nada, y salió de allí corriendo. Pero ahora estaba desesperada.

Sirvió otra cucharada de puré en el plato que se le puso delante. Ni siquiera se fijó en el rostro fatigado que había del otro lado, ni en el del siguiente, pues estaba demasiado ocupada buscando entre la cola de gente, buscando unos hombros anchos, unos ojos negros, brillantes, unas cejas que eran como alas.

– Presta atención, Lydia -dijo la señora Yeoman con voz alegre, a su lado-, te estás excediendo un poco con esos tubérculos, querida, y aunque Nuestro Señor logró repartir cinco panes y tres peces entre cinco mil, a nosotros la multiplicación no se nos da tan bien. No me gustaría quedarme sin existencias antes de tiempo.

La risa alegre de su acompañante modificó las arrugas de su rostro, y le hizo parecer de pronto más joven, a pesar de sus sesenta y nueve años. Exhibía la piel apergaminada de los blancos que pasan la mayor parte de su vida en los trópicos, y aunque en sus ojos apenas quedaba ya color, siempre sonreían. Ahora, permanecieron un instante más fijos en Lydia, y ésta le dio una palmadita en el brazo antes de retomar la tarea de distribuir cuencos de gachas de arroz a la cola incesante de rostros famélicos. A Constance Yeoman no le importaba ni su color de piel ni su credo: todos eran iguales, y todos eran amados por el Señor, de modo que lo que valía para Él valía también para ella.

Lydia llevaba casi un año acudiendo todos los domingos por la mañana al comedor de San Salvador. Se trataba de una especie de granero espacioso en el que incluso los susurros resonaban en el techo alto, rematado con vigas, y en el que gran cantidad de mesas montadas sobre caballetes se alineaban frente a dos cocinas humeantes. El señor Yeoman había subido un día a su casa desde el piso que quedaba debajo del de la señora Zarya y le había sugerido, con su habitual ímpetu misionero, que tal vez le gustara ayudarles de vez en cuando. Valentina, cómo no, declinó la oferta, y comentó algo sobre aquello de que la caridad empieza en casa. Pero, más tarde, Lydia había bajado la escalera de puntillas, había llamado a la puerta, sintió el olor a friegas de alcanfor y a violetas de Parma que ocupaba sus habitaciones con la misma fuerza que los himnos, la imagen triste de Jesús en la puerta, representado con una lámpara en la mano y la corona de espinas en la cabeza, y les ofreció sus servicios en la cocina de caridad. Se le había ocurrido que, al menos, de ese modo, comería caliente una vez por semana.

Tal vez Sebastian Yeoman y su esposa, Constance, estuvieran jubilados de la iglesia, pero trabajaban más que nunca. Pedían limosna para los pobres y pedían dinero prestado, un dinero que les llegaba de los bolsillos más insospechados y que servía para mantener llenas las calderas humeantes del gran comedor que se alzaba tras la iglesia de San Salvador, y que todos los domingos abría sus puertas a pobres, enfermos e incluso criminales que acudían en busca de alimento, de una sonrisa amable y de unas palabras de aliento, que se les ofrecían en una asombrosa variedad de lenguas y dialectos. Para Lydia, los Yeoman eran la versión real de la lámpara de Jesús: una luz brillante en medio de un mundo tenebroso.

– Gracias, señorita. Xie, xie. Usted amable.

Sólo entonces Lydia se fijó mejor en la joven china que tenía delante: era todo huesos, tenía el pelo apelmazado, y en la cadera, en una especie de columpio raro, llevaba a un recién nacido, mientras dos niños más crecidos se pegaban a ella. Todos iban vestidos con harapos malolientes, y tenían la piel tan gris y cuarteada como el polvoriento suelo. La madre poseía el rostro ancho pero demacrado, y los dedos gruesos, marrones, de campesina, de una campesina expulsada de su granja por el hambre y los ejércitos de saqueadores que diezmaban la tierra más que las plagas de langostas. Lydia ya había contemplado aquellos rostros muchas veces, tantas que se le aparecían como calaveras en sueños y la despertaban en plena noche. Por eso había dejado de observarlos.

Tras percatarse de que los Yeoman estaban demasiado ocupados con el estofado y las patatas como para darse cuenta, añadió una cucharada más al cuenco de madera de la mujer. Ésta no dijo nada, pero sus lágrimas calladas le hicieron sentirse peor.

Y entonces lo vio. Separado de los demás, criatura fibrosa y vibrante en medio de aquel edificio de muerte y desesperación. Él era demasiado orgulloso para mendigar.

Cuando salió, y tal como ella sospechaba, él estaba esperándola. A pesar de encontrarse de pie, dándole la espalda, junto al pequeño cementerio que había tras la iglesia, pareció notar el momento en que apareció, porque le habló sin volver la cabeza. ¿Cómo encuentran vuestros muertos el camino a casa?

– ¿Qué?

Entonces sí dio media vuelta y, tras esbozar una sonrisa breve, le hizo una reverencia. Tan educado… Tan correcto… Lydia sintió una punzada de decepción: notaba que el joven mantenía una distancia entre los dos que en las ocasiones anteriores no había existido, y que se mantenía serio, como si ella fuera una desconocida a la que hubiera conocido en la calle. Y, sin duda, era algo más que eso, ¿no?

Lydia levantó la barbilla y le dedicó la sonrisa fría con que el señor Theo castigaba a Polly cuando quería ser sarcástico.

– Has venido -le dijo y, como sin darle importancia, se concentró en el campanario de San Salvador.

– Por supuesto que he venido.

Algo en aquella voz la llevó a fijarse en él que, por su parte, se acercó más, aunque con tanto sigilo que no se oyeron sus pasos. Pero sí, ahí estaba, tan cerca que podría haberlo tocado. Y sus ojos alargados, negros, le hablaban, a pesar del silencio de su boca. Había ladeado ligeramente el rostro, pero seguía observándola fijamente. Ella le sonrió de nuevo, pero esa vez con una sonrisa franca, y vio que él parpadeaba con la lentitud con que los gatos cierran los ojos cuando la luz del sol les resulta excesiva.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Estoy bien.

Pero su mirada decía lo contrario, y como si se encontrara al borde de un acantilado, pareció tensar los músculos bajo la túnica negra. Parecía a punto de saltar, pero entonces suspiró de un modo peculiar, y con apenas una sonrisa tímida, fugaz, volvió la cabeza.

Era la primera vez que ella le veía el perfil derecho.

– ¡La cara…! -exclamó, antes de detenerse. Sabía que los chinos consideraban de mala educación los comentarios personales-. ¿Te duele?

– No -respondió.

Pero debía de estar mintiendo. Tenía aquella mitad del rostro abierta, hinchada. Un cardenal negro, al que asomaban restos de sangre seca, le recorría el espacio que separaba la frente de la oreja. Al verlo, Lydia se puso furiosa.

– Ese policía -dijo, colérica-. Lo denunciaré por…

– ¿Cumplir con su deber? -replicó él muy serio-. Creo que no sería una decisión demasiado sensata.

– Pero tienen que curarte eso -insistió Lydia-. Iré a buscar a la señora Yeoman, ella sabrá qué hay que hacer. -Hizo ademán de regresar al comedor, impaciente por conseguir ayuda.

– No, por favor -dijo él con voz amable pero firme.

Ella se detuvo en seco y lo miró, observó con fijeza aquella figura que conocía pero que a la vez no conocía. Él seguía allí, inmóvil, con algo en la mano. ¿Qué? ¿Qué más le ocultaba? En su quietud se mostraba tan elegante como en los movimientos que había ejecutado en el callejón. Los hombros eran musculosos, pero las caderas le parecieron más estrechas que las suyas. Cubrían sus pies unos horribles zapatos de goma.

Ni antes, en el comedor, ni cuando la saludó, se había fijado en el perfil herido de su rostro, y ahora caía en la cuenta de que era porque se lo había mantenido oculto. Tal vez temiera su reacción. Tal vez creyera que se trataba de una muestra de debilidad por su parte, de una incapacidad para cuidar de sí mismo. Lydia meneó la cabeza, consciente de que estaba entrando en un mundo raro y delicado, un mundo que le resultaba tan ajeno como su lengua. Y debía avanzar con pies de plomo. Asintió, acatando sus deseos, y volvió la cara hacia las lápidas, pulcras y adornadas con claveles rojos dispuestos en unos jarrones pequeños. Ese mundo sí lo entendía.

– Sus espíritus van directamente al cielo -dijo, señalando los rectángulos de hierba-. No importa dónde mueran, si son cristianos, pero si son malos van al infierno. O eso es lo que nos dicen los sacerdotes. -Volvió la cabeza para observarlo y descubrió que, en lugar de fijarse en las tumbas, tenía la vista clavada en ella. Lydia le sostuvo la mirada y añadió-: De modo que yo, claro está, me iré derecha al infierno.

Y soltó una carcajada.

El joven pareció escandalizado, pero al cabo de un instante esbozó su sonrisa tímida.

– Creo que te burlas de mí.

Oh, no, la había malinterpretado de nuevo. ¿Cómo se habla con alguien tan distinto? En todos los años que llevaba en Junchow, los únicos chinos con los que había hablado eran dependientes de tiendas y criados, pero conversaciones como «¿Cuánto vale?» y «Una libra de habas de soja» no contaban. Sus tratos con el señor Liu, el encargado de la casa de empeños, eran lo que más se acercaba a una comunicación real con un nativo chino, e incluso estaba salpicada de peligro. Debía volver a empezar. Con gran formalidad, juntando las manos y bajando la mirada, le hizo una reverencia.

– No me burlo de ti. Deseo darte las gracias. Tú me salvaste en el callejón, y te estoy agradecida. Te debo mi agradecimiento.

Él no se movió, ni un solo músculo de su cuerpo, de su rostro, cambió de sitio, pero algo, en lo más profundo de su ser, sí se modificó, y ella se dio cuenta, aunque sin saber exactamente de qué se trataba. Con todo, notó como si un espacio cerrado se hubiera abierto, y sintió una calidez que emanaba de él, y que la pilló por sorpresa.

– No -respondió él, mirándola fijamente a los ojos-. No me debes agradecimiento. -Dio un paso en dirección a ella, y se acercó tanto que Lydia distinguió unas manchas diminutas, rojizas, en sus ojos-. Te habrían cortado el cuello cuando hubieran terminado contigo. Lo que me debes es la vida.

– Mi vida es mía, y sólo me pertenece a mí.

– Y yo te debo la mía. Sin ti, ya estaría muerto. Tendría una bala en la cabeza si no hubieras salido la otra noche a rescatarme. -Le hizo otra reverencia, más pronunciada esta vez-. Te debo mi vida.

– En ese caso, estamos en paz. -Lydia se echó a reír, aunque insegura, pues no sabía lo serio que era todo aquello-. Una vida a cambio de otra vida.

El joven la miró, pero ella no fue capaz de interpretar la emoción que expresaban sus ojos, inmóvil, oscura. No dijo nada, y Lydia empezaba a pensar que tal vez no lo hubiera entendido todo, idea que creyó confirmar cuando él le preguntó:

– ¿Tiene tu señora Yeoman aguja e hilo?

– Supongo que sí. ¿Quieres que vaya a buscarlos?

– Sí, por favor, si eres tan amable.

Ella se fijó en su ropa, en la túnica con el cuello de pico, en los pantalones anchos, pero no vio ningún agujero en ella, de modo que tal vez lo quisiera para llevar a cabo algún ritual de hermandad de sangre, para coser sus vidas. La idea hizo que un calor intenso le recorriera la espalda, y por primera vez desde que el Comisionado Lacock en persona la condujo a la sala de conciertos la noche anterior, el nudo que le oprimía los pulmones se aflojó, y respiró con alivio.

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