Capítulo 18

Theo se acercó a la orilla y profirió una maldición. El río fluía plano, como recién planchado, y la luna, que extendía unos dedos largos sobre su superficie, echaba por tierra sus esperanzas. El barco no vendría. No en una noche como aquélla.

Era la una de la madrugada, y llevaba más de sesenta minutos esperando entre los juncos. La lluvia que había caído antes y los grandes nubarrones proporcionaban el refugio perfecto, una noche negra, cerrada, en la que sólo la luz solitaria, ocasional, de un sampán de pesca destartalado rasgaba el velo de la oscuridad. Pero no había acudido ningún barco. Ni entonces ni ahora. Los ojos se le fatigaban de mirar a la nada. Trató de distraerse pensando en lo que estaba sucediendo a apenas una milla río arriba del puerto de Junchow. Los barcos de costas patrullaban sin cesar, y en una ocasión oyó un disparo de bala que le estremeció.

Se había escondido bajo las ramas colgantes de un sauce llorón, que hundía sus hojas en el agua, entre los cañaverales, y empezó a temer que resultara demasiado invisible. ¿Y si no lo encontraban? La vida, por desgracia, estaba llena de aquellos «y si».

¿Y si hubiera dicho que no? No a Mason, no a Feng Tu Hong. ¿Y si…?

– ¿Señor venir?

El débil murmullo le hizo dar un respingo, pero no vaciló. Aceptó la mano tendida del hombrecillo enjuto, que se encontraba en la barca de remos, y montó en ella. Era un riesgo, pero Theo ya estaba demasiado implicado como para echarse atrás. En un silencio sólo roto por el débil suspiro de los remos en contacto con el agua, viajaron río abajo, pegados a la orilla, buscando la sombra de los árboles. No estaba seguro de la distancia que habían recorrido, ni del tiempo que tardaron, pues de vez en cuando el enclenque barquero chino amarraba el bote entre los juncos hasta que pasara el peligro que le hubiera sobresaltado.

Theo no hablaba. El ruido se propagaba sobre el agua, por el aire sereno de la noche, y no le apetecía lo más mínimo recibir un disparo en la cabeza, de modo que permanecía sentado, inmóvil con las manos apoyadas a ambos lados de la precaria embarcación y esperaba. Como la luna se había apropiado del centro del río, temía que no fuera a producirse el encuentro acordado, pero aquélla era la primera vez, y no quería que saliera mal. La anticipación sabía como un trago de coñac en el estómago, y por más que tratara de sentir repugnancia, no lo lograba. Era demasiado lo que dependía de esa noche. Hundió una mano en el agua para aplacar su impaciencia.

Y de pronto surgió ahí, frente a él, la curva de un gran junco, con la gran vara que, a popa, hacía las veces de timón, y las velas negras a medio enarbolar. Se hallaba, medio oculto por las sombras, en la embocadura de una caleta inesperada, invisible hasta que te acercabas. Theo arrojó una moneda al barquero chino y saltó a bordo.

– Mira, inglés. -El patrón del junco hablaba mandarín, pero con un acento raro y gutural que Theo apenas entendía-. Observa.

Esbozó una sonrisa, una mueca depredadora, de dientes afilados, antes de ensartar dos gambas fritas con la punta de su daga, lanzarlas al aire para que describieran una amplia parábola, y cazarlas al vuelo, con la boca abierta.

Le ofreció el cuchillo a Theo.

– Ahora tú.

El hombre llevaba una chaqueta acolchada, como si hiciera frío, y apestaba a búfalo de agua. Theo seleccionó dos gambas grandes del montón que llenaba el plato de madera que tenía delante, las apoyó en el filo y las lanzó al aire. Una de ellas se introdujo limpiamente en la boca, pero la segunda le golpeó la mejilla antes de caer al suelo. Al instante, una figura gris surgió del interior de una soga enroscada, devoró la gamba y volvió a su lee temporal. Se trataba de un gato. A Theo le llamó la atención pues, en los tiempos que corrían, era una visión atípica. Supuso que debía de vivir permanentemente en el barco, pues si hubiera puesto las patas en tierra, lo habrían despellejado y se lo habrían comido sin darle tiempo a ensuciárselas.

Su anfitrión soltó una carcajada grosera, insultante, dio un puñetazo a la mesa baja que los separaba y apuró el contenido del cuerno del que bebía. Theo lo imitó. El sabor de aquel brebaje resultaba repugnante, pero te daba un picotazo como de serpiente, y al instante sintió que le extraía la vida de sus nervios. Tuvo que bajar la jarra un instante, antes de devolverle la sonrisa al patrón.

– Le pediré a Feng Tu Hong que me sirva tus inútiles orejas en un plato como pago por el trabajo de hoy si no me demuestras respeto -masculló en mandarín, y constató que los ojos estrechos de su interlocutor se abrían, temerosos.

Theo clavó el cuchillo en la mesa y lo dejó ahí, oscilando. Sobre sus cabezas, de un gancho, colgaba una lámpara de aceite, cuya luz, al incidir en el arma, proyectaba una sombra de crucifijo en el regazo de Theo. Tuvo que recordarse a sí mismo que no creía en presagios.

– ¿Cuánto falta para que nos encontremos con el barco? -preguntó.

– Poco.

– ¿Cuándo cambia la marea?

– Pronto.

Theo se encogió de hombros.

– La luna está alta. Los secretos del río puede verlos cualquiera.

– Así, inglés, esta noche veremos si tu palabra vale su peso en lingotes de plata.

– ¿Y si no?

El patrón se echó hacia delante y desclavó el cuchillo de la mesa.

– Si tu palabra no vale más que la promesa de una ramera de callejón, entonces este filo viajará por su cuenta. -Volvió a reírse, y su aliento cargado alcanzó el rostro de Theo-. Desde aquí-dijo, señalándole la oreja izquierda- hasta aquí. -Le acercó la punta a la oreja derecha.

– Esta noche no habrá patrulla. Lo sé de buena tinta.

– Espero que tu lengua no mienta, inglés. O ninguno de nosotros vivirá para ver salir el sol. -Dio otro trago al brebaje, se incorporó pesadamente de su taburete y se alejó por cubierta en silencio.

Un silencio que, por otra parte, brillaba por su ausencia. La embarcación crujía, cabeceaba y gruñía con cada suave embate de una ola, mientras avanzaba río abajo a buen paso. Hasta él llegaba el aroma del agua salada del golfo de Chihli, sentía que su aliento fresco se llevaba el hedor a pescado podrido y queroseno que inundaba el cobertizo de ratán bajo el que aguardaba. Aquella especie de cabaña contaba con un techo curvado, bajo, y el entretejido se veía infestado de insectos que, a intervalos, descendían hasta su pelo, o hasta el plato de gambas fritas. Se fijó en un ciempiés enorme que le subía por la camisa, lo sostuvo con asco y lo arrojó al recipiente del que bebía el patrón.

– ¿No come más?

Era la esposa de su anfitrión, una mujer menuda y tímida, que no alzaba la vista en ningún momento.

– Gracias, pero no. El mar me revuelve el estómago, y no puedo comer nada. Tal vez más tarde, cuando termine todo esto.

Ella asintió, pero permaneció en su sitio. Theo se preguntaba por qué no se iba. Allí, rechoncha, grasienta, con su túnica ancha, el pelo negro recogido en una cola baja, lo observaba todo en silencio, como una gata. A pesar de la espera, la mujer no le dijo nada más. No tenía la menor idea de qué podía querer. ¿Comida? Era improbable, pues cocinaba pescado y arroz en una caldera bajo otro chamizo de ratán, en la proa, donde, a juzgar por su aspecto, se alimentaba bien. Jamás se sentaba a comer con los hombres, porque los chinos consideraban que el acto de ingerir alimentos era feo, y por tanto algo que se hacía en privado, como orinar.

No, aquello no tenía nada que ver con la comida.

– ¿Qué sucede? -le preguntó él cortésmente, y vio que ella tragaba saliva, como si tuviera una espina atravesada en la garganta-. ¿Temes que las armas se disparen esta noche? Yo he prometido que no nos atacarán mientras estemos…

Ella meneó la cabeza, y con sus dedos gruesos se aferraba a las cuentas de ámbar que le rodeaban el cuello, y las retorcía.

– No. Sólo los dioses saben qué sucederá esta noche.

– Entonces, ¿qué es lo que te inquieta?

En cubierta se oyó un grito, y ruido de pasos que corrían por delante del cobertizo. Rápidamente, la mujer se volvió a mirar a Theo. Por primera vez alzó la vista, lo miró, y a él le horrorizó descubrir el sufrimiento que había en ellos.

– Es Yeewai -dijo-. No está a salvo entre estos hombres. Son brutales. Por favor, llévesela al Asentamiento Internacional, donde pueda vivir en paz. Por favor, se lo ruego, señor. -Se acercó tanto a él que hasta Theo llegó el olor a grasa de su pelo, y le acercó una mano cerrada. Al abrirla, cuatro soberanos de oro aparecieron sobre la palma-. Tómelo. Por cuidar de ella. Por favor, es todo lo que tengo.

Observó, nerviosa, en dirección a la abertura del cobertizo, asustada por si volvía su marido, y los ojos de Theo siguieron su mirada. Esperaba ver aparecer en cualquier momento a una joven, a una niña, y ya había empezado a mover la cabeza de un lado a otro, en gesto de rechazo.

– Por favor. -Le tomó la mano y le puso las monedas en ella, antes de volverse y levantar el gato del suelo. Acercó mucho la cara a la del animal, y Theo oyó que de su boca salía un sonido breve, grave, que supuso que sería un ronroneo. A continuación, lo metió en una caja de bambú, que ató con una cuerda para mantener la tapa cerrada, y se la entregó a Theo.

– Gracias, señor -dijo con voz entrecortada y lágrimas en los ojos.

– No -respondió Theo, que quiso desprenderse de la caja pero no lo consiguió, porque la mujer ya había desaparecido. Se encontró en el cobertizo, solo, con una criatura malhumorada que respondía al nombre de Yeewai. «¡Dios santo! Ahora no. Es lo que menos me conviene.» Dejó la caja de bambú sobre el suelo de madera, junto a la soga, y le dio una patada. La respuesta fue un maullido que parecía salir de un horno al rojo vivo, y una garra que se le clavó en el zapato.

El viento soplaba con más fuerza, y la cubierta se movía de modo alarmante bajo sus pies, por lo que tenía que sujetarse de la barandilla de madera, aunque no se lo permitía. Junto a él, el patrón del junco se mantenía firmemente plantado en cubierta, lo mismo que los peñascos que amenazaban con abrir una brecha en el casco si se acercaban más de la cuenta a la costa. Observaban la desembocadura del río, las olas teñidas de plata por la luna, que recortaba también con su luz la silueta de una goleta de dos palos y larga proa oscura. La nave había abandonado sin dificultad la bahía y se dirigía hacia ellos con las velas blancas extendidas, como alas de grulla, en la noche oscura.

– Ahora -balbució Theo entre dientes-. Ahora mediréis el peso de mis palabras.

– Mi vida depende de ellas, inglés -masculló el patrón del junco chino.

El viento se llevó a otra parte su respuesta. De pronto la tripulación hacía descender un pequeño bote con el que echarse al río y a unos cincuenta metros Theo vio que los hombres de la goleta hacían lo mismo. Figuras oscuras intercambiaron susurros apresurados, y luego los dos botes surcaron deprisa las aguas, en dirección al otro, hasta que sus costados se rozaron, como perros que se saludaran. Sobre sus proas se vio pasar una caja. Las dos embarcaciones tardaron apenas diez minutos en regresar a las naves de las que habían salido. Y la caja, finalmente, llegó al cobertizo de ratán cargada en manos furtivas.

Theo no se atrevía a mirarla, de modo que siguió en cubierta, desde donde oyó que el patrón del junco se daba palmadas en los muslos y se reía como una hiena. Mientras remontaban el curso del río, el inglés permaneció en proa, tentado de encender un cigarrillo, aunque no era tan insensato como para hacerlo. Ahora que llevaban el contrabando era cuando el peligro era mayor, y la punta encendida del tabaco podía bastar para delatarlos. Se había dado cuenta de que habían apagado la lámpara de aceite que alumbraba el cobertizo, y surcaban el agua como una sombra oscura. La única luz capaz de traicionarlos era la de la luna. Se llevó un purito turco a la boca y allí quedó, sin encender.

Había decidido confiar en Mason, y en lo más profundo de su corazón, sabía que eso era un error. Si aquel cabrón no cumplía con su parte del pacto, entonces el patrón del junco estaba en lo cierto: ninguno de los dos vería el amanecer.

– Maldito sea -masculló, mordisqueando el puro, sintiendo lo amargo de sus hojas, antes de arrojarlo al mar. La biblia de Mason era el interés propio. Y con ello debía contar Theo.

Mientras avanzaban, el inglés rezaba por que volviera a nublarse.

El bote patrulla surgió de la nada. De la noche. Su motor se puso en marcha de pronto y empezó a perseguirlos desde su refugio detrás de una pequeña ensenada. Con su potente foco iluminaba el junco, y lo rodeaba, levantando altas olas a su paso. La nave chin oscilaba peligrosamente, y dos hombres saltaron por la borda. Theo no los vio, pero oyó el ruido que hicieron al entrar en contacto con el agua. En la locura del momento, se le ocurrió seguir sus pasos, pero ya era demasiado tarde.

Desde el bote patrulla sonó un disparo de aviso, y los agentes de aduanas, con sus uniformes oscuros, parecían dispuestos a volver a usar los rifles.

Theo se metió en el cobertizo, y antes de que los ojos se le acostumbraran del todo a la oscuridad, sintió un cuchillo pegado a la espalda. Nadie dijo nada. No hacía falta. Maldito Mason y sus juramentos: «Nada de patrullas esta noche, chico. Estarás a salvo, te lo juro. Quieren que tú vayas en ese barco.»

– Un rehén, por su propia garantía, supongo.

Mason se había echado a reír, como si Theo acabara de contarle un chiste.

– ¿Vas a culparlos por ello?

No, Theo no podía culparlos por ello.

Se oyó el rasgar de una cerilla, y la lámpara de queroseno volvió a la vida, impregnando el aire con su olor. Para su sorpresa, junto a la luz vio al patrón del junco. El cuchillo lo sostenía la mujer. Su marido mascullaba algo con voz tan ronca y tan áspera que Theo no lo entendía, aunque no le hacía falta. El filo curvo y largo que su anfitrión blandía en la mano derecha no era precisamente para abrir la caja que seguía a sus pies.

– Sha! -le gritó a la mujer-. Mata.

– La gata -dijo sin pensarlo Theo por encima del hombro-. Yeewai. Me la llevaré.

La mujer vaciló apenas una fracción de segundo, pero fue suficiente. Theo se sacó el revólver del bolsillo y apuntó directamente al corazón del capitán del junco.

– Abajo los cuchillos. ¡Los dos!

El patrón quedó inmóvil un instante, y a Theo no le pasó por alto que, con sus ojos negros, calculaba la distancia que le separaba de la garganta del inglés. Fue entonces cuando supo que tendría que disparar. Uno de los dos iba a morir de un momento a otro, y no iba a ser él.

– Patrón, venga deprisa -llamó uno de los grumetes-. Patrón, venga a ver. Los espíritus del río han ahuyentado el barco patulla.

Y era cierto. El sonido del motor se perdía, y la potente luz del foco había desaparecido. La negrura había regresado al cobertizo. Theo bajó el arma, y el capitán, instintivamente, salió a cubierta.

– Era un farol -balbució Theo-. Los agentes del barco patrulla sólo querían que lo supiéramos.

– ¿Que supiéramos qué? -preguntó la esposa en voz baja.

– Que están al corriente de lo que hacemos.

– ¿Y eso es bueno?

– Bueno o malo, no importa. Esta noche, ganamos nosotros.

La mujer sonrió. Le faltaban varios dientes, pero por primera vez se veía feliz.

Junto a la orilla, la cabaña apestaba, y le faltaba el aire, pero Theo apenas se dio cuenta. La noche casi había terminado. Había salido del agua, y no tardaría en encontrarse en su cuarto de baño, y los dedos de Li Mei le limpiarían el sudor de la espalda. Una sensación de alivio inundó su cerebro, y sintió un deseo súbito de propinarle a Feng Tu Kong una buena patada en los huevos. Pero no lo hizo, y se limitó a la reverencia de rigor.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Feng.

– Como un reloj.

– Así que esta noche la luna no te ha robado la sangre.

– Como ves, estoy aquí. Tu barco y tu tripulación están a salvo y podrán trabajar una noche más, en una captura más.

Apoyó el pie en la caja que, desde el suelo, los separaba, como si fuera suya y pudiera entregársela o arrebatársela según su antojo. Eso era una ilusión, y los dos los sabían. Fuera, un carro aguardaba, listo para partir.

– El mandarín de tu gobierno es, ciertamente, un gran hombre -admitió Feng cortésmente, inclinando la cabeza.

– Tanto que habla con los mismísimos dioses -replicó Theo, extendiendo la mano.

Feng separó los labios, componiendo lo que pretendía ser una sonrisa, y de un zurrón de cuero que llevaba al cinto extrajo dos saquitos, que entregó a su interlocutor. En los dos entrechocaban las monedas, pero uno pesaba más que otro.

– No olvides cuál es el tuyo -le advirtió Feng en voz baja.

Theo asintió, satisfecho.

– No, Feng Tu Hong, no olvidaré que esto se lo debo al mandarín, te lo aseguro.


– No te enfades.

– No estoy enfadada.

Pero lo cierto es que seguía junto a la ventana, en silencio, muy tensa.

Theo no esperaba aquella reacción.

– Por favor, Mei.

– Sólo serviría para estofarla.

– No seas tan cruel.

– Mírala, Tiyo, es una criatura muy desagradable.

– Cazará ratones.

– Las trampas también los cazan, y no apestan a pelo de camello.

– La bañaré.

– Pero ¿por qué la has traído?

– Se lo prometí a una mujer.

– Le prometiste que te la llevarías. Eso no quiere decir que no puedas comértela.

– Por el amor de Dios, Mei, eso es de bárbaros.

– ¿De qué nos va a servir? Sólo va a comer, a dormir, y a afilarse las uñas en ti. Es fea, desagradable.

Theo se fijó en la gata gris, acurrucada bajo una silla, los ojos amarillos llenos de odio y pus.

Ciertamente, era fea, le faltaba media oreja y tenía la cara magullada y llena de cicatrices. El pelo no le crecía uniformemente, y parecía que no se había lavado en meses.

Theo suspiró, agotado.

– Tal vez espero que cuando esté viejo, feo y achacoso, alguien haga lo mismo por mí.

Sorprendió a Li Mei sonriendo.

– Oh, Tiyo, eres tan… inglés…

Estaba tumbado en la cama, pero no conseguía dormir. La respiración de Li Mei, su aliento dulce, rebotaba en su cuello, y Theo se preguntaba qué estaría soñando, pues los párpados se le movían muy deprisa.

Él no soñaba; la indignación por lo que había hecho le enfriaba y le endurecía el pecho, y le impedía conciliar el sueño. Tráfico de drogas.

Se recordó a sí mismo la razón por la que había arriesgado su vida en el río, montado en aquel barco que no era más que una cáscara de nuez.

Su escuela.

No pensaba renunciar a la Academia Willoughby. No lo haría No podía.

Pero esas excursiones nocturnas iban a terminar pronto. Se lo prometió a sí mismo.

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