Capítulo 16

– ¿Más vino, Lydia?

– Gracias, señor Parker.

– ¿Crees que debe beber, Alfred? Sólo tiene dieciséis años.

– Vamos, mamá, que ya soy mayor.

– No tanto como tú te crees, querida.

Alfred Parker sonrió, indulgente, y los vidrios de sus lentes brillaron al contemplar a Lydia a la luz de las velas.

– Sólo por esta vez. Después de todo, ésta es una noche especial.

– ¿Especial? -Valentina arqueó una elegante ceja-. ¿En qué sentido?

– En el sentido de que es la primera comida que hacemos juntos. La primera de muchas, espero, en las que tendré el honor de acompañar a dos mujeres tan hermosas. -Alzó la copa brevemente, apuntando con ella, sucesivamente, a Lydia primero, y después a Valentina.

Ésta bajó la mirada un instante, se pasó un dedo por la pálida piel del cuello, como sopesando la conveniencia de la proposición, y a continuación lo miró fijamente a los ojos. Al constatar el efecto que aquellos gestos tuvieron en Alfred Parker, Lydia pensó que era como si su madre hubiera activado una trampa. El hombre estaba colorado de placer. Los ojos oscuros y sensuales de su madre; sus labios entreabiertos, le nublaban la mente y le desposeían de mucho más de lo que Lydia jamás pretendió robarle.

– Garçon -llamó-. Otra botella de borgoña, por favor.

Se encontraban en un restaurante del Barrio Francés, y Lydia había pedido filete a la pimienta. El maître francés le había hecho una reverencia, como si se tratara de alguien importante, alguien que pudiera permitirse pagar una cena como ésa. En un restaurante como ése. Se había puesto el vestido, por supuesto, el vestido color albaricoque que había llevado al concierto, y se había propuesto mirar a los demás comensales con indiferencia absoluta, como si acudiera todos los días a locales como aquél.

Nadie podía sospechar que se estrenaba en varias cosas: era la primera vez que iba a un restaurante, la primera vez que comía filete, y la primera vez que bebía vino.

– Espero que escojas algo impactante, querida -había declarado su madre, burlona.

Lydia observaba a Parker atentamente, copiaba los modales que exhibía cuando se trataba de seleccionar el cubierto adecuado de entre el gran despliegue que cubría el mantel blanco, inmaculado, se fijaba en su modo de llevarse la servilleta a la comisura de los labios. Le sorprendió que su madre le anunciara que Alfred la había invitado a cenar con ellos. Otro estreno más. Ningún otro amigo de su madre la había incluido nunca en sus planes, y en su mente sonaron campanas de alarma, pero su deseo de cenar en un restaurante fue mayor que su intuición, que le decía que debía mantenerse lo más alejada que pudiera del señor Parker.

– Está bien -dijo a su madre-. Iré. Pero sólo si no me sermonea.

– No te sermoneará. -Valentina sujetó a su hija por la barbilla y la zarandeó cariñosamente-. Pero pórtate bien. Sé dulce y cariñosa. Esto es importante para mí, cielo.

– ¿Y qué pasa con Antoine?

Hasta ese momento, todo había ido bien. Sólo había cometido un pequeño desliz, cuando Parker, amablemente, le había ofrecido un caracol de su plato para que lo probara. Sin pensarlo, respondió:

– No, gracias, ya he comido tantos caracoles en mi vida que no quiero comer ni uno más.

Valentina le clavó la mirada, y le propinó un puntapié por debajo de la mesa.

– ¿En serio? -Parker parecía sorprendido.

– Sí -respondió Lydia sin vacilar-. En casa de mi amiga Polly. A su madre le encantan.

– No la culpo por ello. ¿Con un poco de mantequilla y ajo?

– Mmmm, deliciosos. -Se echó a reír, maliciosa-. ¿Verdad que sí, mamá?

Valentina alzó los ojos al cielo. No quería recordar las veces que había salido a caminar bajo la lluvia para coger los caracoles que, de noche, poblaban los arbustos y los jardines traseros de las casas. E incluso algún que otro gusano, alguna que otra rana. Y no quería recordar el hedor que desprendía la cacerola en que los cocía.

Lydia dedicó a Alfred Parker una sonrisa dulce y cariñosa.

– Mamá me dice que es usted periodista, señor Parker. Eso debe de ser muy interesante.

Su madre emitió un suspiro de alivio y aprobación.

– Soy periodista, sí, trabajo para el Daily Herald. Nos hallamos en un momento muy convulso de la historia de China, y a la vez crucial. Chiang Kai-Chek ha traído al fin algo de sensatez y orden a este país desgraciado, gracias a Dios. De modo que sí, es un trabajo extremadamente interesante -respondió, dedicándole una sonrisa franca.

Ella se la devolvió.

– Y dime, Lydia, ¿tú lees el periódico?

Lydia parpadeó. ¿Acaso no tenía en cuenta que por el precio de un periódico podía comprarse dos baos y llenarse la barriga?

– Normalmente estoy demasiado ocupada con los deberes de clase.

– Ah, sí, claro, haces muy bien. Pero te sería útil leer el periódico de vez en cuando, para saber qué es lo que sucede por aquí. Ensanchar tu mente, ya sabes, conocer los hechos.

– Mi mente es bastante ancha. Y todos los días aprendo cuáles son los hechos.

Otra patada por debajo de la mesa.

– Lydia estudia en la Academia Willoughby -terció Valentina, dedicando a su hija una mirada asesina-. Le concedieron una beca.

Parker se mostró impresionado.

– Debe de ser muy lista, ciertamente. -Se volvió para mirar a la joven-. Conozco bien al director de tu escuela. Se lo comentaré.

– No hace falta.

Parker se echó a reír, y le dio una palmada en la mano.

– No te alarmes, no le comentaré cómo nos conocimos.

Lydia alzó la copa, enterró en ella la nariz y deseó su muerte.

Valentina acudió en su rescate.

– Creo que tienes razón con lo del periódico, Alfred. Le vendría muy bien ampliar sus conocimientos y, además -esbozó lentamente una sonrisa-, nada me proporcionaría más placer.

– ¿Señor Parker?

A regañadientes, el periodista apartó los ojos de Valentina.

– ¿Sí, Lydia?

– Tal vez yo sepa más cosas que usted sobre lo que sucede en este lugar.

Parker se apoyó mejor en el respaldo y estudió a la joven con una precisión que hizo dudar a Lydia si no lo habría subestimado.

– No se me escapa que tu madre te permite un grado de libertad que te lleva a conocer más que la mayoría de las muchachas de tu edad, pero, aun así, ¿no te parece que exageras? Sólo tienes dieciséis años.

Sabía que debía dejarlo en ese punto, lo sabía. Dar otro sorbo a aquel vino delicioso, y dejar que Parker siguiera poniendo ojos de cordero degollado a su madre. Pero no lo hizo.

– Una de las cosas que sé, por ejemplo, es que su querido Chiang Kai-Chek ha engañado a sus seguidores -dijo-, y ha traicionado los tres principios sobre los que Sun Yat-sen construyó la República de China.

– Chyort vosmi, Lydia!

– Eso es absurdo. -Parker arrugó la frente-. ¿Quién te ha llenado la cabeza con esas mentiras ridículas?

– Un amigo. -¿Se había vuelto loca?-. Un amigo chino.

Valentina se echó hacia delante en su asiento y agarró con fuerza la copa.

– ¿Y quién es ese amigo chino exactamente? -le preguntó con voz gélida.

– Me salvó la vida.

Se hizo un silencio tenso en la mesa, y entonces Valentina soltó una carcajada.

– ¡Cielo, pero qué mentirosa eres! ¿Dónde lo conociste en realidad?

– En la biblioteca.

– Ah, claro -intervino Parker-. Eso lo explica todo. Un intelectual de izquierdas. Todo palabras y nada de hechos.

– Debes mantenerte alejada de él, querida. Mira qué hicieron con Rusia los intelectuales. Las ideas son peligrosas. -Dio unos golpes con los nudillos en la mesa-. Te prohíbo terminantemente que vuelvas a ver a ese chino.

– No te preocupes. Por mí, como si está muerto.


– Lydia Ivanova, si no me equivoco. ¡Qué interesante encontrarte concretamente aquí!

Lydia acababa de salir del tocador de señoras y regresaba a su sitio sorteando mesas, entre el rumor de la gente, cuando oyó tras ella la voz de una mujer. Al volverse, se topó con unos ojos azules pálidos, que la observaban divertidos.

– Condesa Serova -exclamó, sorprendida.

– Veo que todavía llevas el mismo vestido.

– Es un vestido que me gusta.

– Querida, a mí me gusta el chocolate, pero no lo tomo siempre. Permíteme presentarte a mi hijo.

La condesa se echó a un lado para que Lydia viera mejor al joven que la seguía.

Se trataba de un hombre de rostro alargado, alto como su madre, de pelo abundante, rizado, castaño, y con la misma pose altiva, el mismo rictus, la misma manera de entrecerrar los ojos, como si el mundo no estuviera a su altura y no mereciera la pena abrirlos del todo.

– Alexei, ésta es la joven Lydia Ivanova. También es de San Petersburgo. Su madre es pianista.

– Pianista de conciertos, de hecho -puntualizó Lydia.

La condesa esbozó una sonrisa.

– Buenas noches, señorita Ivanova -saludó el joven con voz cristalina, inclinando apenas perceptiblemente la cabeza, y clavando la mirada en un punto indeterminado que quedaba por encima de sus ojos-. Espero que esté disfrutando de la velada.

– Lo estoy pasando estupendamente, gracias. Aquí la comida es excelente, ¿no le parece? -Era la clase de comentario que creía que su madre habría hecho, alegre, desenfadado, trivial.

Pero la respuesta fue breve.

– Sí.

Permanecieron largo rato en aquel silencio incómodo.

– Debo irme -dijo Lydia al fin.

Se volvió hacia la condesa y la vio mirar a Valentina, que había acercado mucho el rostro al de Alfred, y le hablaba en susurros. A Lydia le pareció que su madre estaba más guapa que nunca esa noche, resplandeciente con aquel vestido azul marino y blanco, el peo casi negro, tamizado por la tenue luz, recogido en un moño alto, los labios rojo carmín. Lo que sorprendía a su hija era que todos los presentes en el restaurante la miraran.

– Ha sido un placer volver a verla, condesa. Buenas noches Do svidania.

– ¡Vaya! ¡Esta noche parece que sí sabes ruso!

Lydia no tenía la menor intención de caer en aquella trampa, de modo que se limitó a sonreír y se dirigió a su mesa, recordando las instrucciones que la señorita Roland les daba en clase. «Caminad con las caderas hacia delante, niñas, siempre. Si queréis caminar como damas, debéis caminar con las caderas.» Cuando se sentó, Valentina alzó la vista y se fijó en que la condesa Natalia Serova y su hijo se encontraban en el otro extremo del salón. Lydia se fijó en que su madre abría mucho los ojos, antes de apartar la mirada bruscamente, y cuando los Serova pasaron junto a ella, instantes después, ninguna de las dos mujeres saludó a la otra.

Lydia levantó uno de los bombones de menta que le habían traído con el café, y pensó que, sin duda, no le costaría mucho acostumbrarse a esa vida.


La dejaron frente a la puerta.

– Duerme bien, cielo.

Valentina agitó la mano desde el asiento del acompañante, tras la ventanilla del coche de Parker, antes de retirarla y hacerla desaparecer. El Armstrong Siddeley negro se dirigió a la esquina, demasiado grande y ostentoso para una calle tan estrecha, encendió la luz de freno y se esfumó. Dijeron que iban a una sala de fiestas. Al Silver Slipper. Ella permaneció a solas, en la oscuridad. El reloj de la iglesia dio las once. Contó todas las campanadas. El Silver Slipper. «Si bailas allí hasta después de las doce, ¿te conviertes en calabaza? ¿Y en condesa?»

Apartó de su mente aquellos pensamientos raros, abrió la puerta y enfiló la escalera. Sentía las piernas sin vida, como si se la hubiera dejado toda en el restaurante, y la cabeza le dolía de un modo peculiar. No estaba segura de si era a causa del aire húmedo de la noche, o del vino que se le había subido a la cabeza, y le pesaba como una capa de plomo.

Sabía que debía sentirse contenta. Había vivido una velada emocionante. ¿O no? Alfred Parker se había mostrado atento y cortés. Y, más importante aún, era generoso, exactamente lo que su madre y ella necesitaban. La vida parecía sonreírles. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal? ¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué notaba ese peso desagradable y constante en el estómago, como si tuviera la gripe?

Abrió la puerta de la buhardilla. Parker no lo hacía por ella eso lo sabía bien. La había pillado robando, y mintiendo. Era la clase de hombre que tenía principios, lo mismo que su buhardilla tenía cucarachas, de la clase de hombres que se aferraba a sus creencias de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Con toda aquella palabrería sobre «la columna vertebral de Inglaterra», por Dios y por el rey Enrique. Un hombre de bien, como solía decirse, un buen tipo. Resopló, irritada. Los hombres como Parker se mantenían siempre en el territorio de la alta moral porque eran condescendientes consigo mismos, porque se daban caprichos como el de cenar en restaurantes franceses caros. No daban su brazo a torcer.

Al menos hasta ese momento. Porque ahora, Parker había conocido a Valentina.

Encendió una cerilla en la oscuridad, alumbró la vela solitaria que reposaba sobre la mesa y al instante se vio rodeada de sombras acechantes que reptaban por las paredes y rodeaban el pequeño círculo de luz. El calor era insoportable. La ventana estaba entreabierta, pero apenas podía respirar. Impaciente, empezó a quitarse el vestido por la cabeza para que el aire pegajoso le rozara la piel, con la esperanza de que aquello aliviara su dolor de cabeza.

– No lo hagas.

Lydia ahogó un grito al oír la voz. Aunque había sido apenas un susurro, la reconoció al momento, y el corazón le dio un vuelco. Se giró al instante, pero no vio a nadie.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó con el corazón desbocado.

– Estoy aquí.

La cortina que separaba la sala de su dormitorio se agitó.

Ella dio un paso al frente y la descorrió. Era Chang An Lo, que estaba sentado en la cama.

– Vete.

– Escúchame, Lydia Ivanova. Escucha lo que te digo.

– Ya he escuchado. Me has robado el collar de rubíes, lo has vendido en el sur, no sé dónde, y has entregado el dinero. Lo he escuchado todo. ¿Y esperas que te crea?

– Sí.

– Eres una rata embustera, ladrona, podrida, cómplice, sucia y rastrera. -Lydia no podía dejar de caminar de un lado a otro, totalmente ajena al hecho de que sólo llevaba puesta la ropa interior-. Ojalá hubiera dejado que aquel policía te hundiera la bala en ese corazón podrido que tienes cuando tuve la ocasión.

– He venido a decirte…

– A decirme que me has robado. Pues muchas gracias, eres muy amable. Y ahora vete -añadió, señalando la puerta.

– … a decirte por qué lo he hecho.

Aquel sapo falso seguía de pie en el centro de la buhardilla, igual de calmado y sereno que si acabara de traerle flores, en lugar de mentiras, y ella sentía unas ganas terribles de ahogarlo. Había confiado en él, qué tonta había sido, había confiado en él, ella que no confiaba en nadie. ¿Y qué había hecho él? Él había arrojado su confianza por la alcantarilla, dejándole un gran vacío en las entrañas.

– Vete -le gritó-. Vamos, sal de aquí. Sé por qué lo hiciste, y no quiero oír toda tu sarta de mentiras, de modo que…

Llamaron con fuerza a la puerta, y Lydia se interrumpió en seco.

– ¿Estás bien, Lydia? -preguntó una voz.

Era el señor Yeoman.

Los ojos de la muchacha se clavaron en los de Chang, y por primera vez vio peligro en ellos. Su visitante se había puesto de puntillas, listo para atacar.

– No -le susurró ella, secamente-. No.

– ¿Tienes algún problema, querida? ¿Necesitas ayuda?

El señor Yeoman era un anciano que no podía hacer nada frente a Chang. Lydia se acercó a la puerta y la entreabrió. Su vecino estaba en el rellano, el pelo blanco revuelto, con un atizador de latón en la mano.

– Estoy bien, señor Yeoman, gracias. De verdad, sólo estaba… discutiendo con un amigo. Siento haberle molestado.

Los ojos del viejo la miraron, desconfiados.

– ¿Estás segura de que no puedo ayudarte?

– Sí, estoy segura. Pero gracias de todos modos.

Cerró la puerta, se apoyó en ella y suspiró de alivio. Chang no se movió.

– Tienes buenos vecinos -comentó él en voz baja.

– Sí -replicó ella más calmada-. Vecinos que no tratan de engañarme con palabras astutas. -A la luz mortecina de la vela, se fijó en que la piel del rostro del intruso se tensaba alrededor de los prominentes pómulos, y hacía ademán de hablar, por lo que ella se apresuró a seguir-. Y si mi madre entrara en este momento y te encontrara aquí, te despellejaría vivo, con o sin pataditas de kung fu. Así que… -Recogió el vestido y se lo puso-. Así que saldremos a la calle ahora mismo, y allí podrás decirme qué es lo que has venido a decirme, y luego no quiero volver a verte nunca más ¿Entendido?

Lydia oyó que Chang aspiraba hondo, y le pareció que le arrebataba el aire de los pulmones.

– Entendido.

Lo condujo hasta una casa que quedaba a dos calles de la suya. Se trataba más de un refugio que de una casa, pues se había quemado hacía nueve meses, pero aún permanecía en su lugar, como un colmillo ennegrecido, en medio de la terraza de ladrillo, y se había convertido en hogar de murciélagos y ratas, así como de algunos perros salvajes. Gran parte de lo que había sobrevivido había sido saqueado, pero las paredes externas seguían en pie, y daban al lugar cierta sensación de intimidad, a pesar de la falta de tejado. Había empezado a llover, una llovizna suave que templaba el aire y era un bálsamo para la piel de Lydia.

– ¿Y entonces? -le preguntó, observándolo fijamente.

Chang se tomó su tiempo. En silencio, se fundió con la oscuridad y pareció reptar por las estancias en ruinas, igual de etéreo que el viento que soplaba desde el río y refrescaba los brazos desnudos de Lydia. Tras asegurarse de que no había más personas refugiadas tras las montañas negras de escombros, regresó junto a ella.

– Ahora hablaremos -dijo-. He venido a verte para que pudiéramos hablar.

La claridad tenue de la última farola que alumbraba en la esquina iluminaba el espacio que los separaba, y Lydia se dedicó a observarlo con atención. Había cambiado. No habría sabido decir en qué, ni cómo, pero el cambio era evidente. Lo sentía como sentía la lluvia en el rostro. Había una nueva tristeza en las comisuras de sus labios, una tristeza que tiraba de ella y la llevaba a querer escuchar su corazón, descubrir por qué latía tan despacio. Pero lo que hizo fue levantar mucho la cabeza y recordarse a sí misma que se había aprovechado de ella, que su preocupación por ella equivalía a cero. Que todo eran mentiras y excrementos de rata.

– Habla entonces -le conminó ella.

– Te habría matado.

– El collar.

– Estás loco. -Imaginó que la joya la asfixiaba cuando intentaba ponérsela alrededor del cuello.

– No, mis palabras son verdaderas. Lo habrías llevado a la ciudad vieja de Junchow, a uno de esos antros en los que no hacen preguntas. Ellos roban a los ladrones que acuden a ellos, pero siempre tienen las manos limpias y blancas. Pero nadie habría tocado siquiera ese collar, nadie se habría atrevido.

– ¿Porqué?

– Porque se sabe que fue confeccionado como regalo para la madame Chiang Kai-Chek. De modo que habrías regresado con las manos vacías, y antes de haber llegado a casa te habrían matado y arrojado a una cloaca, sin el collar.

– Tratas de asustarme.

– Si quisiera asustarte, Lydia Ivanova, hay muchas otras cosas que podría contarte.

De nuevo el gesto de su boca reveló una tristeza que el resto de su cara negaba. Lydia observó aquellos labios con atención, y creyó lo que le decían. Allí de pie, bajo la lluvia, en medio de aquellas ruinas mugrientas, rodeados del cielo nocturno, negro como la muerte, sintió una oleada fría de alivio. Y respiró hondo.

– Parece que vuelvo a deberte la vida -dijo, estremeciéndose.

– Estamos comprometidos, tú y yo. -Alargó la mano para vencer el abismo de luz amarillenta que se extendía entre ellos, y le rozó el brazo, apenas una caricia breve, poco más que el ala de una Polilla en la oscuridad-. Nuestros destinos se han unido, están cosidos con la misma firmeza con que tú me cosiste el pie.

Su voz era tan suave como su caricia. Lydia sintió que la bola compacta de ira que sentía en el interior temblaba y empezaba a derretirse. Sintió que le corría por las venas, que abandonaba su cuerpo por los poros de su piel, que se encontraba con una lluvia que la eliminaba. Pero ¿y si aquello también era mentira? Más mentiras pronunciadas por unos labios capaces de lograr que ella creyera en sus palabras. Se rodeó el cuerpo con los brazos, para impedir que toda la ira que sentía lo abandonara. La necesitaba. Era su armadura.

– El compromiso implica compartir, ¿no es cierto? -dijo-. Y, además, no cambia el hecho de que el collar era mío. Si lo has vendido en algún lugar del sur, donde desconocen su verdadera importancia, entonces deberías compartir el dinero conmigo. A mí me suena justo. El cincuenta por ciento para cada uno -zanjó alargando la mano.

Chang soltó una carcajada. Era la primera vez que Lydia le oía reír, y su risa ejerció un efecto raro en ella. Se liberó. Por un instante fugaz, olvidó la interminable lucha.

– Eres como un zorro, Lydia Ivanova, clavas los dientes y ya no sueltas nunca a tu presa.

Ella no estaba segura de si aquello era un insulto o un halago, pero no se detuvo a averiguarlo.

– ¿Cuánto te dieron por él?

Chang escrutó su rostro con aquellos ojos negros, la risa colgada aún en sus labios.

– Treinta y ocho mil dólares.

Lydia se sentó de golpe sobre un muro bajo, destartalado, y apoyó la cabeza entre las manos.

– Treinta y ocho mil dólares. Una fortuna -susurró-. Mi fortuna. -El silencio lo rompió sólo algo que se arrastraba por el suelo, camino de la puerta. Chang le dio un puntapié. Era una comadreja-. Treinta y ocho mil dólares -repitió, despacio, saboreando las palabras con la lengua, como si fueran de miel.

– El mismo número de vidas se han perdido en Shanghai y en Cantón.

¿Cantón? ¿De qué estaba hablando? ¿Qué diablos tenía que ver Cantón con sus treinta y ocho mil dólares? Sentía la mente embotada, pero en ese instante se le encendió una luz en el cerebro. Una masacre, el año anterior. Recordó que todo el mundo hablaba de ella. Y luego estuvo lo de Shanghai, aquella vez que, cumpliendo órdenes de Chiang Kai-Chek, los nacionalistas del Kuortuntang prepararon una emboscada a los comunistas y acabaron con ellos en un sangriento ataque callejero. Pero en China aquello no era nada nuevo. Nada que se saliera de lo corriente. Siempre aparecía un señor de la guerra u otro, como el general Zhang Xuehang o Wu Peifu, que alcanzaban pactos entre ellos, y luego se traicionaban en guerras salvajes. Entonces, ¿qué tenía que ver Cantón en todo aquello? ¿Por qué había mencionado Chang ese incidente concreto?

Alzó la vista para mirarlo y vio que se había retirado aún más hacia las sombras, aunque su voz, llena de ira, lo delataba. De pronto, todo encajó en su mente, y se puso en pie de un salto.

– Eres comunista, ¿verdad?

Chang no respondió.

– Es peligroso -le advirtió ella-. A los comunistas los decapitan.

– Y a los ladrones los encarcelan.

Se miraron en la penumbra. Sus lenguas no pronunciaban las acusaciones que deseaban proferirse. Lydia se estremeció, pero en esa ocasión él no la acarició.

– Robo para sobrevivir -se justificó ella secamente-. No para satisfacer un ideal intelectual. -Se alejó unos pasos de él-. Yo no puedo permitirme tener ideales.

No oyó sus pasos, pero al momento su perfil oscuro volvía a encontrarse a su lado. La lluvia resplandecía sobre sus cabellos negros, muy cortos, y plateaba su piel.

– Mira, Lydia Ivanova, mira esto.

Ella obedeció. Chang sostenía algo pequeño y delgado que colgaba entre sus dedos. Se acercó más, para verlo mejor. Era la comadreja muerta.

– Ésta -dijo- va a ser mi cena de hoy. No soy yo el que come en un restaurante recurriendo a mentiras y a falsas sonrisas. De modo que no me hables del precio de los ideales. A mí no.

Lydia se ruborizó.

– Vamos a zanjar este asunto ahora -dijo, en un tono más brusco del que pretendía usar-. Quiero mi parte del dinero.

– Siempre tienes hambre, como los zorros. Aquí tienes. Aliméntate con esto.

Le alargó la bolsa de piel. Ella la sostuvo entre sus manos, y sintió que no pesaba nada. Se acercó al punto en que la farola iluminaba más, pasando sobre ladrillos rotos, hasta llegar junto a lo que había sido una ventana. Apresuradamente, abrió la bolsa y extrajo su contenido, con los mismos dedos que, no hacía tantos días, habían acariciado el collar de rubíes. En esa ocasión, sin embargo, sólo encontraron unas pocas monedas. ¿Acaso creía que iba a cerrarle la boca con un puñado de dólares? Sintió su tacto suave, cálido, contra la piel. Eran el precio de su traición. ¿Tan poco valía para él? Se volvió, y en tres zancadas volvió a situarse frente a él. Alargando el brazo, le arrojó las monedas a la cara.

– Vete al infierno, Chang An Lo. ¿Qué sentido tiene que hayas salvado la vida, si luego la destruyes?


No regresó a casa. La idea de encontrarse sola en aquel cuarto miserable le resultaba insoportable en aquellos momentos. Así que se puso a caminar. Deprisa, vigorosamente. Como si, al hacerlo fuera a conseguir librarse del calor que le corría por las venas.

Caminar a aquellas horas de la noche era una temeridad. En el Asentamiento Internacional, las historias sobre secuestros y violaciones estaban a la orden del día, pero aquello no la detuvo esa noche. Habría querido acercarse corriendo al río, escapar de los miles de personas que luchaban por su centímetro cuadrado de aire y de espacio en Junchow. Tal vez allí lograra respirar mejor. Pero ni siquiera Lydia estaba tan desesperada. Sabía de la existencia de las ratas de río, los hombres con un cuchillo y un vicio que satisfacer, de modo que se dirigió colina arriba, por Tennyson Road y Wordsworth Avenue, donde las casas eran seguras y respetables, y donde los perros vigilaban, en sus casetas, cualquier paso furtivo.

Estaba muy enfadada con Chang An Lo, pero más enfadada aún consigo misma. Había consentido que se introdujera bajo su piel, y le había hecho sentir… sentir… ¡Demonios! ¿Sentir qué? Trataba de comprender el remolino de emociones que le oprimía el pecho, pero todas se confundían, se mezclaban, y cuando trataba de tirar de ellas, se aferraban a sus pulmones y a su garganta como alambradas. Le dio un puntapié a una piedra y la oyó rebotar contra el guardabarros de un coche aparcado. En algún lugar ladró un perro. Un coche, una casa, un perro. Con treinta y ocho mil dólares habría podido tener las tres cosas. Por una libra esterlina te daban doce dólares chinos, o eso era lo que Parker le había contado esa noche, más que suficiente para lo que ella necesitaba: dos pasaportes, dos billetes en el vapor de Inglaterra, y una pequeña casa de ladrillo, con baño y suelos de madera, para poder bailar sobre ellos. Y un poco de césped para Sun Yat-sen. Al conejo le encantaría.

Se negó a seguir pensando. Era demasiado doloroso. Ahuyentó aquellas imágenes de su mente, pero no logró librarse tan fácilmente de las de Chang, sus ojos intensos, el susurro de su caricia en el brazo. Aquellos recuerdos perduraban en ella, se extendía por su piel, de un miembro a otro.

Trató de establecer qué había de distinto en él esa noche. Estaba más flaco, sí, pero no era eso. Siempre había sido delgado. No. Era algo en su rostro. En sus ojos, en la curva de su boca. Había visto la misma expresión una vez, en la cara de Polly, cuando atropellaron a su adorado Benji. Era un gesto de dolor constante. No el dolor que había sentido cuando ella le suturaba el pie. Se trataba de algo más profundo. Deseaba saber qué le había sucedido, qué era el causante de aquel cambio tan considerable desde aquel día en la Quebrada del Lagarto, pero al mismo tiempo se había jurado que nunca volvería a hablar con él. Esa noche le había hecho sentir… ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Mal. Le había hecho sentirse mal consigo misma.

Llegó junto a un par de pilares de piedra y una verja de hierro -fácil de escalar-, y sin abandonar la sombra protectora de un alto seto, que rodeaba la propiedad, corrió ágil, bajo la lluvia, en dirección a la parte trasera de la casa.

– ¡Lydia! ¡Estás empapada! -Los ojos azules de Polly, muy abiertos, expresaban perplejidad, pero su rostro mantenía la calma, y mostraba aún el velo del sueño.

– Siento despertarte, pero tenía que venir a contarte…

Polly tiró de ella, le levantó el vestido para quitárselo por la cabeza, y cuando lo hubo hecho lo escurrió, mientras emitía un gemido lastimero.

– Espero que no se haya echado a perder.

– Bah, Polly, qué más da el vestido. Ya se me mojó la primera vez que lo llevé, y no le pasó nada. Bueno, casi nada. Una o dos manchas de agua en la franja de raso, de modo que unas cuantas más no importan.

Con gran cuidado, Polly colocó el vestido en el perchero.

– Ten, ponte esto -dijo, arrojándole un camisón a Lydia. Era blanco, con unos elefantitos de color rosa estampados en las mangas y el dobladillo. A Lydia le pareció infantil, pero se lo puso para tapar su cuerpo huesudo, flaco. El de Polly, en cambio, era redondeado, suave, lleno de curvas, sus pechos ya crecidos, móviles, mientras que los de Lydia eran poco más que dos platillos vueltos del revés. «Cuando comas un poco, cielo, ya verás cómo te crecen, no te preocupes», le había dicho su madre. Pero ella no estaba tan segura.

Polly se sentó en la cama y dio unas palmaditas a su lado, para indicar a su amiga que se sentara.

– Siéntate y cuéntamelo todo.

Esa era una de las cosas que a Lydia le gustaban de Polly, que era adaptable. No le importaba lo más mínimo que la despertaran en plena noche llamando a su ventana, y se mostraba encantada de abrírsela a su visitante nocturna, que aparecía calada hasta los huesos. Sólo había que trepar hasta el primer piso, algo fácil que Lydia había hecho varias veces ya, por la celosía y el tejado del porche desde el que ya sólo había que dar un pequeño salto hasta el alféizar de la ventana. Por suerte Christopher Mason consentía tanto a sus perros que les permitía dormir en el lavadero cuando llovía, de modo que no había corrido el peligro de perder un pedazo de pierna de un bocado.

– ¿Cómo te ha ido? -le preguntó Polly, emocionada, con un gesto que le hacía parecer más joven-. ¿Te ha gustado?

– ¿Quién?

– Alfred Parker. ¿Quién si no? ¿No es de él de quien has venido a hablarme?

– Ah, sí, claro. De la cena en La Licorne.

– ¿Qué ha pasado?

Lydia tuvo que rebuscar mucho en su memoria.

– Ha sido divertido. Yo he tomado gambas con salsa de ajo -dijo, echándole el aliento a su amiga a modo de prueba-, y filete a la pimienta, y…

– No, no, no hablo de la comida. ¿Qué tal él?

– ¿El señor Parker?

– Sí, tonta.

– Ha sido… amable. -La elección de la palabra sorprendió a la propia Lydia, pero al pensar un poco en ella llegó a la conclusión de que era cierto.

– ¡Qué soso!

– Sí, sí, es más soso que una clase de latín. Cree que lo sabe todo, y quiere que pienses lo mismo que él. Me ha dado la impresión de que le gusta que le admiren.

A Polly se le escapó una risita.

– No seas tonta, Lyd, a todos los hombres les gusta que les admiren. De eso se trata con ellos, básicamente.

– ¿De veras?

– Sí, claro. ¿No te has dado cuenta? Eso es lo que se le da tan bien a tu madre, y por eso los hombres siempre revolotean a su alrededor.

– Yo creía que era porque es guapa.

– Con ser guapa no basta. Tienes que ser lista. -Meneó la cabeza, y el pelo rubio osciló de un lado a otro, mientras esbozaba a sonrisa cariñosa-. A mi madre se le da fatal.

– Pero a mí me gusta tu madre precisamente como es.

– A mí también -reconoció Polly, ufana.

– ¿Están tus padres en la cama?

– No, han ido a una fiesta en casa del general Stowbridge. Tardarán bastante en volver. -Polly saltó de la cama-. Aquí sólo quedan los criados, pero están en sus aposentos, de modo que ¿porqué no bajamos y nos preparamos un cacao?

Lydia se levantó de un salto.

– Sí, por favor.

Salieron del dormitorio, bajaron la escalera y se metieron en la cocina. Lydia se sentía más cómoda allí. Para ser sincera consigo misma, el cuarto de Polly no le gustaba. La ponía tensa. Y era por culpa del comportamiento de su amiga. No había tardado en aprender que no debía tocar nada, absolutamente nada. Si levantaba un cepillo del tocador, o sacaba algún libro de la estantería, Polly se inquietaba al momento y corría a ponerlo de nuevo en el mismo lugar, y en la misma posición exacta. Y con sus muñecas era aún peor. Tenía veintitrés preciosas muñecas en fila, sobre una balda, con las caras de porcelana y vestidos bordados a mano. Si cualquiera de ellas cambiaba un solo dedo, o se le movía un mechón de pelo, ella se daba cuenta y se sentía impulsada a quitarlas todas de su sitio y recolocarlas. Y tardaba siglos.

Lydia se mantenía siempre lo más lejos posible de ellas. Lo raro era que aquellas obsesiones raras desaparecían tan pronto como su amiga abandonaba el dormitorio, y su pupitre, en clase, estaba casi siempre más desordenado que el de Lydia. Era como si en la privacidad de su propia habitación se entregara a sus ansiedades y temores, pero en los demás lugares los mantuviera escondidos y sonriera al mundo. Lydia siempre velaba por que nadie la molestara, ni siquiera el señor Theo.

– Voy un momento a ver cómo está Toby -le dijo su amiga-. No tardo nada.

Y desapareció en el lavadero.

Lydia se asomó al recibidor, arrastrando los pies sobre el suelo pulido hasta que chirriaron, y echó un vistazo al salón, para admirar un instante el gramófono, con su cuerno de latón brillante, con la esperanza de que la fragancia de todo aquel lujo apartara su mente de Chang. Pero no, lo que consiguió fue todo lo contrario. Junto al salón se encontraba la puerta del despacho, que el padre de Polly mantenía siempre cerrada con llave. Sólo por probar Lydia giró el pomo. Y la puerta se abrió.

La habitación estaba en penumbra, pero no se atrevió a encender la luz. Un rectángulo de luz amarilla se recortaba desde la puerta e iluminaba una gran mesa de roble plantada en el centro tras la que se alzaban unos archivadores de madera oscura. En la otra pared colgaba el cuadro de un gran caballo gris con una pata negra, y junto a él, el retrato al óleo de un joven de aspecto nervioso, que debía de ser Christopher Mason en su adolescencia. Pero la atención de Lydia no se fijó en las paredes, sino en un gran libro encuadernado en piel que reposaba sobre la mesa. Tras mirar atrás, para ver si Polly se acercaba, entró en el despacho oscuro y se inclinó sobre él, y leyó la palabra «DIARIO» escrita en relieve dorado sobre la cubierta. Lo abrió y pasó muy deprisa las páginas, hasta llegar a la que correspondía al día del baile, encabezada con su correspondiente fecha: «Sábado, 14 de julio.»

La letra del señor Mason era apresurada y grande, un garabato de tinta negra que costaba leer, y que sin embargo ella devoraba a gran velocidad. «Seis de la mañana: monto a caballo con Timberley. Ocho treinta: reunión para desayunar con sir Edward en la Residencia.» A continuación había algo anotado y tachado con unas líneas gruesas, seguido de «almuerzo con MacKenzie», y de «Willoughby, 7.30». Finalmente, escrito con letra más pequeña, al final de la página, podía leerse: «V.I. en el Club.» Y estaba subrayado.

V.I.

Valentina Ivanova.

De modo que el encuentro no había sido casual.

– ¿Lydia? -la llamó Polly desde la cocina.

– Ya voy -respondió ella, que no obstante revisó las páginas anteriores. V.I. VI. V.I. V.I. VI. Una vez cada mes. Desde enero hasta julio. Se adelantó a las fechas que aún estaban por llegar, y descubrió que había un encuentro programado para el dieciocho de agosto.

– ¿Lyd? -La voz la llamaba desde más cerca.

Cerró el diario de golpe y llegó a la puerta en el instante mismo en que su amiga la empujaba para entrar.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Los ojos azules de Polly reflejaban su horror-. Todos tenemos prohibido entrar aquí, incluso mi madre.

Lydia se encogió de hombros, pero no respondió nada. Sentía la boca demasiado seca.


Las dos muchachas estaban en la cocina, de pie, soplando sobre sus tazas de cacao humeante, y Polly se reía al oír la historia de Lydia, que le contaba que a Alfred Parker casi se le habían caído los lentes cuando Valentina le pidió que le quitara una miga de pan que había ido a caerle en el cuello. En ese momento se oyó el ruido de una llave en la cerradura de la puerta principal. Polly se quedó helada, pero Lydia reaccionó deprisa. Vertió en el fregadero el chocolate que todavía no se había bebido, metió la taza en un armario y se escondió tras la puerta de la cocina. No tuvo tiempo más que para dedicar una mirada tranquilizadora a su amiga, que parecía presa del pánico. «Por favor, por favor, Polly, piensa con la cabeza.»

– Y no, no creo que el viejo deba… -Christopher Mason se detuvo a media frase. Sus pasos resonaban claramente en los suelos de madera, cada vez más cerca-. Polly, ¿eres tú?

Por un momento, Lydia temió que Polly fuera a quedarse ahí, como un conejo asustado al ver los faros de un coche, pero no fue así; se puso en pie en el momento oportuno y salió al vestíbulo a saludarlo.

– Hola, padre. ¿Lo has pasado bien en la fiesta?

– Eso no importa. ¿Qué diablos haces tú levantada a estas horas?

– No podía dormir. Tenía calor, y sed.

A Lydia, la voz de su amiga le sonaba rara, pero Mason no parecía darse cuenta, y arrastraba las palabras al hablar, claro indicio de las copas de coñac que acababa de tomarse.

– Pobre niña -intervino Anthea Mason-. Déjame que te sirva una limonada bien fría, que te ayudará a…

– No, gracias, ya he bebido.

– Bueno, yo sí tomaré un poco. Tengo un dolor de cabeza atroz.

Unos tacones resonaron en dirección a Lydia.

– ¿Mamá?

– ¿Sí?

– Vamos a sentarnos en el salón. Quiero que me cuentes todo lo que ha sucedido en la fiesta, y qué ropa llevaba la señora Lieberstein esta vez. ¿Ha…?

– Es demasiado tarde para esas tonterías. -Era Mason-. Deberías estar en la cama, mi niña.

– ¡Por favor, por favor!

– No. Y no quiero repetírtelo. Vete a la cama ahora mismo.

– Pero…

– Haz lo que dice tu padre, Polly, sé buena. Mañana ya hablaremos de la fiesta, te lo prometo.

Pausa. Y luego, sonido de pasos en el vestíbulo.

Lydia contuvo el aliento.

La puerta de Polly se cerró, arriba, y el chasquido fue como una señal para los dos adultos, que seguían de pie en el vestíbulo.

– Eres demasiado blanda con la niña, Anthea.

– No, yo…

– Lo eres. Si yo no estuviera aquí, le consentirías incluso que asesinara a alguien. Y no pienso consentirlo. Me desautorizas, ¿es que no lo ves? Tu obligación es asegurarte de que aprenda a comportarse como es debido.

– ¿Como te has comportado tú esta noche, quieres decir?

– ¿Qué es lo que estás insinuando exactamente?

Silencio.

– Vamos, exijo saber qué insinúas.

La respuesta tardó en llegar, y vino precedida de un gran suspiro.

– Sabes perfectamente qué es lo que insinúo, Christopher.

– Por el amor de Dios, mujer. No tengo el don de leer las mentes.

– Esa mujer americana. Esta noche, en la fiesta. ¿Es así como quieres que se comporte Polly?

– Por Dios, ¿así que es por eso? ¿Por eso me has hecho volver pronto a casa? No seas ridícula, Anthea. Esa mujer estaba siendo amable, lo mismo que yo, eso es todo. Su esposo y yo hacemos negocios juntos, y si tú fueras un poco más abierta, un poco mas divertida en estas…

– Os he visto en la terraza, muy «amables» los dos.

La madre de Polly lo dijo en voz baja, pero el bofetón que siguió resonó en todo el vestíbulo, y el grito ahogado, dolorido de Anthea sacó a Lydia de su escondite. Dio un paso al frente y se plantó en el quicio de la puerta, pero la pareja estaba demasiado concentrada en sí misma como para fijarse en ella. Mason estaba echado hacia delante, como un toro, el cuello hundido entre los hombros de su chaqueta arrugada, un brazo extendido, dispuesto a golpear de nuevo. Su esposa se echaba hacia atrás, para alejarse de él y se había llevado una mano a la mejilla, donde la marca roja le llegaba casi a la oreja. Se le había caído el pendiente.

Sus ojos azules, enormes, eran como los de Polly, pero estaban tan llenos de desesperación que Lydia no lo soportó más. Se adelantó, pero llegó tarde. Otro bofetón hizo tambalearse a Anthea. Se sujetó en el paragüero y salió corriendo hacia el salón, cerrando la puerta tras ella. Mason se dirigió hecho una furia hacia el comedor, donde Lydia sabía que guardaban el coñac, y también cerró de un portazo. Lydia se quedó en medio del vestíbulo, temblorosa. Del salón le llegaba un llanto amortiguado, y habría querido entrar, pero era lo bastante sensata como para saber que no sería bienvenida. De modo que subió las escaleras, sin importarle si hacía ruido o no, y regresó a la habitación de Polly.

Una mirada al rostro de su amiga le bastó para saber que había oído al menos parte de lo que había ocurrido abajo. Y la parte que importaba. Mantenía los labios tan apretados que la sangre casi no le llegaba a ellos, y se resistía a mirar a Lydia. Sentada al borde de la cama, se abrazaba con fuerza a una de sus muñecas, y respiraba con dificultad. Lydia se acercó a ella, se sentó a su lado, le tomó una mano y se la estrechó entre las suyas. Polly se apoyó en ella, sin decir nada.

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