Capítulo 3

A Theo Willoughby le gustaban sus alumnos. Por eso dirigía una escuela: la Academia Willoughby de Junchow. Le gustaba la avidez indómita y pura de las almas jóvenes, las miradas limpias. Todo inmaculado, sin contaminar. Libres de esa Manzana maldita, con su conocimiento del Bien y del Mal. Y, al mismo tiempo, le fascinaban los cambios que se operaban en ellos durante los años que pasaban bajo su protección, el viaje gradual pero imparable, desde el Paraíso al Paraíso Perdido, que emprendía cada uno de ellos.

– Starkey, deje de comerse la punta de ese lápiz. Es propiedad de la escuela. Y, además, si lo hace le saldrá carcoma en el estómago.

Unas risitas sofocadas se escucharon en el aula. El alumno de la segunda fila de pupitres se metió los dedos manchados de tinta entre los rizos castaños y dedicó al profesor una mirada de puro odio.

A Theo, a sus treinta y seis años, se le daba tan bien como a cualquier jugador chino de póquer mantener el gesto neutro, de modo que logró contener la risa, y se limitó a asentir brevemente.

– Vamos, a trabajar de nuevo.

Esa era otra de las cosas que le gustaba de ellos. Eran tan maleables, y provocarlos resultaba tan sencillo… Como gatitos de zarpas diminutas que apenas pasaban de la superficie. Sus auténticas armas eran sus ojos. Sus ojos podían desgarrarte el corazón si se lo permitías. Pero él no se dejaba. Sí, claro, le caían muy bien, pero sólo hasta cierto punto. No se engañaba. Ellos se encontraban del otro lado de la valla y su misión consistía en hacer que la cruzaran, que llegaran a la vida adulta bien equipados, lo quisieran o no.

– Les recuerdo a todos que mañana deben entregarme el trabajo sobre el emperador Ch'eng Tsu -anunció secamente-. No acepto excusas.

Al instante se levantó una mano en la primera fila. Pertenecía a una muchacha de quince años, rubia, muy bien peinada, y con hoyuelos en las mejillas. Parecía algo nerviosa.

– ¿Qué sucede, Polly?

– Señor, mi padre se opone a que aprendamos historia china. Me dice que le pregunte por qué aprendemos lo que unos bárbaros paganos hicieron hace cientos de años en lugar de…

Theo lanzó sobre la mesa el borrador de gamuza y madera con tal estruendo que toda la clase dio un respingo.

– ¿En lugar de qué? ¿En lugar de estudiar historia de Inglaterra?

Extendió el brazo y señaló a un alumno sentado también en la primera fila.

– Bates, ¿cuál es la fecha de la batalla de Naseby?

– 1645, señor.

El brazo apuntó entonces al fondo de la clase.

– Clara, ¿cómo se llamaba la cuarta esposa de Enrique VIII?

– Ana de Cleves.

– Griffiths, ¿quién inventó la lanzadera volante?

– James Hargreaves.

– ¿Quién era el primer ministro cuando se aprobaron las Leyes de Reforma?

– Lord Grey.

– ¿Cuándo se introdujo el primer asfalto en las carreteras?

– En 1819.

– Lydia… -Hizo una pausa-. ¿Quién introdujo el rickshaw en China?

– Los europeos, señor. Lo trajeron de Japón.

– Excelente.

Theo alzó lentamente los brazos de la silla, y las mangas de su guardapolvo de maestro se agitaron como grandes alas negras. Se acercó entonces al pupitre de Polly y, bajando los ojos, la observó como un cuervo miraría a un gorrión que hubiera quedado metido en una trampa.

– ¿Y bien, señorita Mason? ¿Le parece a usted que nuestro pequeño grupo sufre de falta de conocimientos sobre la historia de nuestro noble y victorioso país? ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de hechos históricos?

Polly se ruborizaba por momentos, y sus mejillas no tardaron en alcanzar el color de las ciruelas. Se miró las manos, jugueteó con un lapicero y balbuceó algo inaudible.

– Lo siento, Polly -dijo Theo sin alterarse-, pero no la he oído bien. ¿Qué ha dicho?

– He dicho «sí, señor» -concedió ella, aunque todavía en un susurro.

Theo alzó la vista para dirigirse a la clase.

– Compañeros de Polly: ¿ha oído alguien su respuesta?

En la última fila, Gordon Trent levantó la mano y sonrió.

– No, señor, yo he oído nada.

– Pasaremos por alto lo incorrecto de la construcción gramatical del señor Trent, y regresaremos a la señorita Mason. Permítame recordarle la pregunta, Polly -prosiguió tranquilamente-. ¿No impresionaría a su padre constatar semejante despliegue de conocimientos históricos?

Sin dar tiempo a Polly a responder, Lydia se puso en pie.

– Señor -terció educadamente-, a mí me parece que, para un inglés, la historia de China no difiere mucho de la historia de Rusia.

Sin perder la calma, Theo se alejó de la joven rubia que tenía delante y regresó a su mesa.

– Ilústrenos, Lydia. ¿En qué sentido afirma que la historia de China se parece a la de Rusia para un inglés?

– En el sentido de que ambas son irrelevantes para un inglés que viva en Inglaterra. Creo que lo que Polly quiere decir es que la historia de China sólo puede interesar algo aquí. Y lo más probable es que todos los que nos encontramos en esta aula nos traslademos pronto a vivir a Inglaterra.

Polly dedicó a su amiga una mirada de agradecimiento, pero Theo no la vio, porque seguía observando a Lydia en silencio. Entornó los ojos grises, y apretó ligeramente las comisuras de los labios. Pero en lugar del estallido de cólera que todos temían, se limitó a suspirar.

– Me decepciona usted. No sólo llega tarde a clase, sino que muestra una enorme falta de comprensión respecto del país en el que vive.

En ese momento, el estruendo de una explosión que provenía a calle rompió la tensión que se respiraba en el aula.

– Petardos -declaró Theo, señalando la ventana con la mano-. Una boda china, o alguna otra celebración. -Se inclinó hacia delante con súbito interés-. ¿Y por qué usan petardos en el transcurso de sus ceremonias, Lydia?

– Para ahuyentar a los malos espíritus, señor.

– Correcto. De modo que, a pesar de relegar la historia de China por considerarla irrelevante, en realidad, al menos, sí sabe algo de ella. -Apuntó a Polly con un dedo-. Dígame, ¿quién inventó la pólvora, señorita Mason?

– Los chinos.

El dedo del profesor volvía a moverse sobre las cabezas de los jóvenes.

– ¿Quién inventó el papel?

– Los chinos.

– ¿Quién inventó las esclusas de los canales y el arco segmentado?

– Los chinos.

– ¿Y la imprenta?

– Los chinos.

– ¿Y la brújula magnética?

– Los chinos.

– ¿Y son irrelevantes todas esas cosas, Lydia? ¿Para una persona que viva en Inglaterra?

– No, señor.

Theo sonrió, complacido.

– Bien. Ahora que ya hemos aclarado este punto, pasemos al estudio de la dinastía Han. ¿Alguna objeción?

Nadie levantó la mano.


Theo sabía que Li Mei lo observaba desde la ventana de arriba. Con las puntas de los dedos daba unos golpecitos a los cristales, como si quisiera acariciarlo a través de ellos. Pero él no se volvió, y ni siquiera alzó la vista para mirarla.

Inmóvil frente a la verja de la escuela, muy tieso, la espalda le ardía por efecto del calor que irradiaba el hierro forjado de la reja, y que el avance de la tarde no daba muestras de querer aliviar. El bochorno resultaba insoportable. Durante todo el verano asfixiaba y robaba toda la energía a la gente, que anhelaba el retorno de los días claros y brillantes del otoño. Pero, un día más, terminaba la jornada escolar, y acababa de peinarse el pelo castaño claro, se había quitado el guardapolvo y lo había sustituido por una chaqueta de lino impecable. Con su sonrisa de director de escuela, distante y a la vez asequible, saludaba a las madres que llegaban a recoger a sus hijos. A las amahs y a los chóferes los ignoraba.

Censuraba a aquellas madres que estaban demasiado ocupadas tomando el té, asistiendo a clases de tenis o jugando interminables partidas de bridge como para ir a buscar personalmente a sus hijos a la escuela, y que enviaban a sus criados a recogerlos, lo mismo que veía mal a los padres que envenenaban la mente de sus hijas. El señor Christopher Mason se contaba sin duda entre ellos. Theo sintió la misma punzada de frustración que otras veces: ¿qué podía esperarse de aquel gran país con hombres como ése, hombres que, a pesar de trabajar para el gobierno, veían la excepcional historia de China como una pérdida de tiempo? ¿Como algo que no merecía la pena aprender? Era algo que lo sacaba de quicio.

– Hola, señor Willoughby. Parece que esta noche va a llover.

– Buenas tardes, señora Mason, creo que tiene usted razón.

La mujer que se había detenido frente a él era bajita y sonriente y, como su hija, lucía un hoyuelo en cada mejilla. Llevaba el pelo recogido con una cinta de terciopelo, y su rostro, redondo, mostraba signos de cansancio. Gotas de sudor asomaban a su labio superior, y brillaban con la luz.

Theo sonrió.

– ¿Ha disfrutado del paseo?

Anthea Mason se echó a reír, apoyada en la bicicleta -un tándem verde-, y sin querer rozó el timbre, que emitió un breve campanilleo.

– No, no, nunca disfruto del paseo hasta aquí. Es todo subida. -Llevaba una blusa fresca, de algodón, y pantalones de ciclista, pero las dos prendas se veían arrugadas y húmedas. Sus ojos azules brillaban de impaciencia-. Lo que significa que el trayecto de regreso es un regalo. Y más con Polly sentada detrás.

Theo decidió abordar el tema de las clases de historia de China.

– Señora Mason, creo que hay algo que deberíamos…

Pero ella seguía escrutando las filas marciales de alumnos, ataviados con sus uniformes azul marino, que ocupaban el patio bajo la supervisión de la señorita Courtney, una de las maestras de primaria.

La escuela ocupaba un edificio elegante, de ladrillo rojo, frente un camino despejado. A un lado se extendía un prado, y al otro, el patio del recreo. Se trataba de un lugar de suelos siempre recién encerados y de pizarras limpias.

– Ah, ahí está mi pequeña. -La señora Mason levantó una mano y le hizo señas-. ¡Hoolaaa, Polly! Hoy tenemos tortitas para merendar, cielo.

Polly se moría de vergüenza, y en esa ocasión Theo se compadeció de ella. La joven se separó de sus compañeros y se acercó arrastrando los pies. La acompañaba Lydia, y las dos caminaban con las cabezas muy juntas, una suave, dorada, y la otra un manojo de rizos ondulados, indómitos, cobrizos, ahuecados bajo su sombrero de paja. Se hablaban en susurros, pero años de práctica habían enseñado al director a descifrar los murmullos apenas audibles de sus pupilos.

– Por Dios, Lyd, podrían haberte matado. O algo peor -musitó Polly, con los ojos muy abiertos, mientras sujetaba el brazo delgado de su amiga con una mano, como queriéndola alejar de la boca del infierno.

– Ojala lo hubieras visto, su manera de… -Lydia se interrumpió en seco al darse cuenta de que Theo las observaba-. Adiós, Polly -se despidió con naturalidad, y se echó a un lado.

– Hola, Lydia -la saludó la señora Mason con voz alegre, aunque al director no le pasó por alto que observaba a la muchacha con ojos de preocupación-. ¿Quieres venir a casa, a merendar con nosotras? Si quieres llamo a un rickshaw.

– No, gracias, señora Mason.

– Hoy tenemos tortitas. Tus preferidas.

– Lo siento, pero es que hoy no puedo. Me encantaría, pero debo hacer unos recados.

– ¿Para tu madre?

– Sí.

Polly la miraba sin disimular sus temores. Theo no entendía qué sucedía, pero su atención se vio desplazada por la petición que formuló Anthea en el instante mismo en que plantaba su elegante zapato bicolor en el pedal:

– Por cierto, señor Willoughby, casi lo olvidaba. Mi esposo me ha pedido que le diga que le gustaría charlar un momento con usted, y que le agradecería que se reuniera con él en el club mañana por la noche. -Coqueta, meneó la cabeza al tiempo que ahogaba una risita, como para quitar hierro al asunto-. ¡Ay, los hombres! ¿Qué sería de ustedes sin sus billares y su coñac?

Y se alejó pedaleando con su hija montada en el sillín de atrás, 1os dos pares de piernas moviéndose al unísono. Theo las vio alejarse al instante, su sonrisa se desvaneció, y se hundió de hombros.

– Maldita sea -murmuró entre dientes.

Se giró y estuvo a punto de tropezarse con Lydia, que se agazapaba tras él. Por un momento, los dos se mostraron confusos, y se disculparon. Ella bajó la cabeza, oculta tras el ala de su sombrero Pero ya era demasiado tarde, pues él se había percatado de la expresión de su rostro. Como él, ella también había permanecido inmóvil, observando el tándem que se alejaba por la concurrida calle entre timbrazos. Pero lo que llamó la atención de Theo fue la expresión de sus ojos ambarinos, el anhelo descarnado que asomaba a ellos, tan intenso que se le clavaba en el corazón, como un eco del dolor que reflejaban.

¿Qué era lo que tanto deseaba? ¿La bicicleta? Sabía bien que la muchacha era pobre. Todo el mundo estaba al corriente de que su madre era una refugiada rusa, viuda, sin modo de ganar un sueldo digno para su familia. Pero aquello no era por la bicicleta. No, Lydia no era de esa clase de niñas. ¿Era por Polly por quien suspiraba? Después de todo, había conocido a más de una niña que se había enamorado de alguien de su mismo sexo, y sin duda las dos compañeras estaban muy unidas. Bajó la mirada y vio el canotier. Se fijó en que amarilleaba, y en que estaba manchado en varios sitios, porque seguramente ella lo habría soltado de cualquier manera, o lo habría cogido con las manos sucias cuando el viento soplaba desde la gran llanura del norte. De haber sido cualquier otra alumna, le habría dicho que le pidiera a sus padres que le compraran otro sin falta. ¿Acaso era aquella madre la que anhelaba tener? No lo creía. La suya, por más que aparecía muy poco por la escuela, a menos que su presencia se reclamara explícitamente, era mucho más hermosa, e infinitamente más seductora que la hogareña señora Mason. Aunque, claro, su gusto por las mujeres siempre tendía a lo moreno, a lo exótico, algo que le venía ya de la infancia, de cuando tenía un penique que gastar en las mirillas de los estereoscopios, o de cuando en secreto abría el libro de su padre con pinturas de Paul Gauguin. Una súbita confluencia de vehículos y padres requirió su atención, una sucesión de sonrisas y corteses apretones de manos, por lo que no fue hasta transcurridos diez minutos, cuando el patio estaba ya casi vacío, que, al volverse, se percató de que la niña rusa seguía a su lado.

– Por el amor de Dios, Lydia, ¿qué hace aún aquí?

– Estaba esperándole. Quería preguntarle algo, director.

Theo se rió para sus adentros. No le había pasado por alto que sus alumnos recurrían siempre a aquel tratamiento de cortesía cuando querían pedirle algún favor. A pesar de ello, sonrió, animándola a hablar.

– ¿De qué se trata?

– Usted sabe cómo son los chinos, cómo funcionan las cosas aquí, así que…

El director no pudo reprimir una carcajada.

– Pero si sólo llevo diez años aquí. Haría falta toda una vida de estudio para conocer China, e incluso en ese caso uno no habría hecho más que arañar levemente su superficie.

– Pero usted habla mandarín, y sabe muchas cosas -insistió ella, mirándole fijamente a los ojos, con una urgencia que le intrigó.

– Sí -admitió él en voz baja-. Sé muchas cosas.

– Entonces, ¿podría decirme el nombre de una cosa, por favor?

– Eso depende de qué sea esa cosa.

– Se trata de la manera china de luchar. Ésa en la que vuelan por los aires y usan los pies. Tengo que saber cómo se llama.

– Ah, sí. Los chinos son famosos por sus artes marciales. Las hay de muchas clases, cada una de ellas con un estilo y una filosofía propias. Mi favorita es el tai chi chuan. Resulta difícil traducirlo, porque significa muchas cosas, pero aproximadamente se trata del Puño Yin Yang. -Se fijó en que la joven escuchaba con un nivel de atención que le habría venido muy bien durante sus clases-. Pero por lo que comenta, creo que se refiere usted al kung fu.

– Kung fu -repitió ella despacio.

– Exacto. Literalmente significa Maestro de Méritos. Los japoneses lo llaman karate, que quiere decir «mano vacía». En otras palabras, se trata de un combate sin armas.

Lydia esbozó una sonrisa de entusiasmo que le iluminó el rostro delgado.

– Sí, es eso.

– ¿Y por qué diablos se interesa usted por los combates sin armas?

Ella le sonrió con descaro y picardía.

– Porque deseo aprender más cosas sobre China, para decidir si son o no son relevantes, señor.

– Bien, me alegro de que se muestre tan dispuesta a adquirir conocimientos sobre la tierra en la que vive, sea cual sea el motivo. Y ahora, váyase, jovencita, que tengo otras cosas que hacer.

Durante una fracción de segundo, Lydia alzó la vista y miró de reojo la ventana que se alzaba sobre ellos. Y entonces, sin despedirse siquiera, se alejó.

Theo dejó escapar un suspiro. Lydia Ivanova no le iba a poner nunca las cosas fáciles. Ese mismo día había tenido que golpearle los nudillos con la regla porque había vuelto a llegar tarde. Aquella muchacha no sentía un gran respeto por las normas. No es que fuera una insolente, pero había algo en ella, en su manera de entrar en el aula, en su porte independiente, su cabeza erguida, su modo de sostenerle la mirada cuando le formulaba alguna pregunta… Era algo que se adivinaba en el fondo de sus ojos. Como si supiera algo que él ignoraba. Y le molestaba.

Pero no tanto como le molestaba el señor Christopher Mason. Se acercó a las pesadas rejas y las cerró con llave, dejando el mundo del otro lado. Sólo entonces se permitió el placer exquisito de alzar la vista y contemplar la ventana.


– No es prudente pellizcar la cola del tigre, amor mío.

– ¿A que te refieres? -Theo le besó el delicioso pliegue que a Li Mei se le formaba en la base del cuello, y sintió el latido de su sangre bajo los labios.

– Me refiero al señor Mason.

– Que se vaya al infierno.

Estaban tendidos en la cama, desnudos, las persianas entrecerradas para protegerse del calor, y sólo un haz de luz se colaba en la habitación y se posaba, semejante a una tela polvorienta, sobre el cuerpo de Li Mei, como si tampoco pudiera apartar los dedos de sus pechos.

– Tiyo, amor mío, te hablo en serio.

Theo levantó la cabeza y le besó la punta de la barbilla.

– Pues yo no. Llevo todo el día hablando en serio, con la escuela llena de monos, y ahora lo que me apetece es ponerme poco serio.

Ella se echó a reír, y su risa era un sonido delicioso, tan dulce y tan suave que él sintió cosquillas en las plantas de los pies. La piel le olía a jacintos y le sabía a miel, pero la adicción que despertaba era infinitamente mayor. Theo le recorrió el cuerpo esbelto con los labios, dejó atrás la curva de la cadera, y apoyó la mejilla en el muslo fino, suspirando de placer.

– ¿Entonces? ¿Vas a ir a ver mañana al señor Mason?

– No. Ese hombre es una amenaza.

– Por favor, Tiyo.

Li Mei le acarició la cabeza, le masajeó suavemente el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, hasta que él empezó a sentir que la tensión desaparecía de su cerebro. Le encantaban sus caricias, distintas a las de cualquier otra mujer. Cerró los ojos, para alejarlo todo, todo menos aquella sensación que le daba vueltas, que lo vaciaba.

– Mañana es sábado -murmuró-, así que te llevaré al río. Allí el aire es más fresco, y por la noche pararemos en Hwang a comer colas de gambas y kuo tieh hasta que reventemos. -Se dio la vuelta y la miró, sonriente-. ¿Te apetece?

Ella lo miraba con sus ojos oscuros, solemnes. Con un gesto elegante, se quitó la peineta de madreperla y la orquídea amarilla del pelo, las dejó sobre la mesilla de noche y volvió a mirarlo con gran seriedad.

– Me apetece mucho, Tiyo -dijo-. Pero no mañana.

– ¿Por qué no mañana?

– Porque mañana vas a ver al señor Mason.

– Por el amor de Dios, Li Mei, me niego a salir corriendo hacia allí como un perro cada vez que él me hace una seña con el dedo.

– ¿Quieres perder la escuela?

Theo se apartó. Sin mediar palabra se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta, donde permaneció, observando, con la espalda desnuda muy rígida.

– Ya sabes que no soportaría perder la escuela -dijo al fin, tras un largo silencio.

Un rumor de sábanas, y ella ya estaba allí, a su lado, apretujándose contra su espalda, rodeándole el pecho con sus brazos, la mejilla apoyada en la clavícula. Ninguno de los dos habló.

Desde lo alto de la colina Theo observaba los tejados de la ciudad que había sido su hogar desde hacía diez años, un hogar que amaba, un refugio de las murmuraciones que había dejado atrás en Inglaterra. Recorrió con la mirada todo el Asentamiento Internacional, una mota insignificante para China, que parecía haberse transformado en una parte más de Europa. Poseía una curiosa mezcla de estilos arquitectónicos, con sus macizas mansiones victorianas que se alzaban junto a avenidas francesas más ornamentadas y a terrazas italianas con sus balcones de hierro forjado y sus exuberantes tribunas.

Los europeos habían robado aquella parcela de tierra a los chinos como parte del tratado de reparación que se firmó tras la Rebelión de los Bóxers de 1900. Habían apartado a un lado la ciudad antigua, amurallada, y habían iniciado la construcción de otra mucho mayor, contigua a aquélla, apoderándose del curso de agua con lanchas bombarderas que se abrían paso como cocodrilos grises río Peiho arriba. El Asentamiento Internacional, pues así lo bautizaron era un pujante centro de intercambio y comercio occidental que entusiasmaba a los patronos en Gran Bretaña, pero que irritaba sobremanera al gobierno chino.

Theo negó con la cabeza. A los británicos se les daba muy bien todo eso de controlar el mundo. Porque aunque el enclave era internacional, no había duda de que eran ellos quienes lo controlaban, sir Edward Carlisle era quien estampaba su firma y su rúbrica en todos los documentos, como también marcaba con el sello de su carácter las reuniones del Consejo Internacional. Oficialmente, la ciudad estaba dividida en cuatro sectores: el británico, el italiano, el francés y el ruso, alineados ordenadamente, uno junto al otro, como viejos amigos. Pero en la práctica las cosas no funcionaban así. Peleaban constantemente. Discutían sobre la distribución de la tierra. Theo los había oído muchas veces en el Club Ulysses. Y, por algún motivo, los ingleses habían terminado por poseer casi la mitad de la ciudad, al tiempo que algunas zonas pequeñas cambiaban de manos, pasando de los rusos a los japoneses y norteamericanos, a cambio de importantes sumas en oro. El dinero siempre mandaba, claro. El dinero y las lanchas bombarderas.

Theo recorría la ciudad con la mirada, y debía reconocer que, comparado con el sector ruso -que quedaba a su izquierda y estaba compuesto en su mayoría por casuchas sórdidas, muy apretujadas, el sector británico resultaba impresionante, lustroso como un gato bien alimentado. Las agujas de las iglesias, la torre del reloj del ayuntamiento, la fachada clásica del Hotel Imperial, los arriates de rosas impecablemente dispuestos en los parques… no era de extrañar que los nativos los llamaran «diablos». Diablos extranjeros. Sólo un diablo es capaz de robarte el alma y convertirla en territorio ajeno. Para los chinos de Junchow, el Asentamiento Internacional era otro planeta. Y sin embargo, en la lejanía, el río reverberaba como un metal bruñido, y los barcos mercantes anclados junto a las hileras de sampanes contribuían a afianzar la falsa impresión de permanencia.

Se dio cuenta de que Li Mei le acariciaba el pecho con los dedos, describiendo círculos concéntricos.

– En el mercado, hoy, Tiyo, he visto a tu amigo. El hombre del periódico.

– ¿A quién te refieres?

– A tu señor Parker.

– ¿A Alfred? ¿Y qué hacía él por esos barrios?

Ella dejó escapar una risita floja que se onduló al contacto con su cuerpo.

– Creo que estaba buscando algo antiguo. Pero me parece que tiene problemas.

– ¿Cómo es eso?

– Es demasiado inglés. No va con los ojos bien abiertos. No es como tú.

Li Mei lo abrazó con más fuerza, y con otra carcajada trató de contagiarle la risa, aunque no lo logró. Decepcionada, meneó la cabeza y el perfume que desprendía la cortina sedosa de sus cabellos impregnó el aire. En algún lugar de la calle un coche hizo sonar la bocina, pero la habitación permaneció en silencio. Unas palomas pasaron deprisa junto a la ventana, y los silbatos que llevaban atados a las colas zumbaron, con un sonido que parecía la risa de los dioses.

– Tiyo -dijo al fin Li Mei-. ¿Quieres que se lo pregunte a mi padre?

Theo se volvió y la miró con una expresión que se había vuelto dura de pronto.

– No, no se lo preguntes nunca.

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