Capítulo 38

El agotamiento, finalmente, hizo mella en Lydia, que despertó sobresaltada, y se encontró todavía en la silla, pero echada hacia delante sobre la cama, con la cabeza apoyada en un costado de Chang. Alarmada, se echó hacia atrás dando un respingo. La mano de Chang. No debía apretarla.

Estaba oscuro, hacía frío, y sentía la mente embotada, espesa como la melaza. Se puso en pie, se quitó la ropa que llevaba puesta desde hacía cuarenta y ocho horas y se puso uno de los dos camisones nuevos, bordados, que permanecían perfectamente doblados en un cajón de la cómoda, por lo demás vacía.

Y se metió en la cama. Al instante, todas sus ganas de dormir se esfumaron. Se recostó de lado, curvando su cuerpo para encajarlo en el de Chang, consciente de su desnudez, y de la delgadez de su camisón, que apenas los separaba. Apoyó el brazo sobre el pecho de Chang, la mejilla sobre su hombro. Hasta ella llegaba el olor refrescante del alcanfor que le cubría la piel. Aspiró hondo.

– Chang An Lo -susurró, por el mero placer de oír su nombre.

Cerró los ojos y sintió en el pecho una sensación cálida, burbujeante. ¿Felicidad? ¿Cómo era la felicidad?


Tuvo pesadillas.

Su madre fijaba un aro metálico en torno al cuello de Chang. Estaba desnudo, y Valentina lo arrastraba tirando del extremo de una pesada cadena, sobre grandes extensiones de nieve. Estaban en el corazón de un bosque, soplaba un viento estremecedor y se oía el aullido de los lobos. El cielo, rojizo, sangraba sobre la blancura de la nieve, como una lluvia escarlata. Había un hombre montado a lomos de un caballo inmenso. Un abrigo verde. Un rifle. Balas que volaban por el aire, que perforaban los pinos, que se introducían en las piernas de su madre. Gritaba. Y una bala impactó en el pecho desnudo de Chang. Otra fue a alojarse entre dos costillas de Lydia. No sintió dolor, pero no podía respirar. Le faltaba el aire, y el hielo se metía en sus pulmones. Trataba de gritar, pero de su boca no brotaba ningún sonido, y no podía respirar.

Despertó, agitándose.

La luz inundaba el dormitorio, una luz dulce y normal que la tranquilizó al momento. Los latidos de su corazón recobraron su ritmo normal. Entonces volvió la cabeza, y ahogó un grito.

Los ojos negros de Chang la observaban fijamente, a apenas un palmo de los suyos.


– Hola. -Su voz era un susurro.

– Hola. -Lydia esbozó una amplia sonrisa de bienvenida-. Has vuelto.

Durante un largo momento él se dedicó a estudiar su rostro, antes de asentir débilmente, y de susurrar algo en voz tan baja que ella no lo entendió. En ese instante, súbitamente, Lydia se dio cuenta de que tenía una pierna montada sobre la suya, de que apoyaba un brazo caliente en su piel, y de pronto sintió vergüenza. Se ruborizó y salió de la cama. Ya en el suelo, se volvió para mirarlo, y le dedicó una breve reverencia, juntando las manos y bajando la cabeza.

– Me alegra verte despierto, Chang An Lo. -Él movió los labios, a los que la vida regresaba por momentos, pero de ellos no salió palabra alguna-. Me gustaría darte medicinas y alimento -dijo ella con dulzura-. Tienes que comer.

Él volvió a asentir con un débil movimiento de cabeza, y cerró los ojos. Pero ella sabía que no estaba dormido. El pánico se apoderaba de Lydia, aunque se trataba de un pánico muy distinto del que había sentido antes. Se dijo a sí misma que era una especie de pánico superficial, momentáneo, pues temía haberlo ofendido con lo decidido de sus actos, haberlo contrariado con sus cuidados, y que él no quisiera que ella lo cuidara, lo alimentara, tocara su cuerpo, ese cuerpo que había llegado a conocer tan bien. Pero nada de todo ello podía compararse al pánico profundo que había sentido antes, cuando creía que iba a morir, que la dejaría sola con sus huesos y nada más, que no volvería a ver jamás aquellos ojos negros que…

«Basta. Basta.»

Estaba despierto. Y eso lo era todo. Despierto.

– Voy a buscar agua caliente -dijo, y salió corriendo escaleras abajo.


Sus caricias eran como la luz del sol para él. Le calentaban la piel. Por dentro, Chang se sentía frío, vacío, como un reptil tras una noche de escarcha, y era el tacto de sus dedos el que lograba que la vida regresara a sus extremidades. Volvía a sentir.

Y con las sensaciones volvía el sufrimiento.

Trataba de aclararse las ideas, con gran esfuerzo. De usar el dolor como fuente de energía. Se centraba en sus dedos, que le retiraban los vendajes. No eran hermosos. Tenía las uñas cuadradas, en vez de ovales, y los pulgares demasiado largos, pero aquellas manos se movían con una seguridad que sí resultaba hermosa. Él observaba: esas manos iban a curarlo.

Pero cuando se vio las suyas, mutiladas, el dolor se liberó de ellas y alcanzó su mente, y lo partió en dos. Tambaleándose, hecho añicos, volvió a hundirse en el fango.


Abrió los ojos.

– Lydia.

Ella no alzó la vista, que mantuvo fija en el cuenco metálico en el que removía algo de olor penetrante. Un débil rayo de luz invernal que se colaba por la ventana le iluminó los cabellos y un lado de la cara, y Lydia pareció brillar.

– Lydia.

Pero ella seguía ignorándole.

Cerró los ojos y pensó en lo que sucedía. Le costó un buen rato advertir que no había movido los labios. Volvió a probarlo, tratando de concentrarse en la acción de los músculos de la boca, que sentía agarrotados, como si no los hubiera usado en mucho tiempo.

– Lydia.

Entonces sí, su cabeza se alzó como movida por un resorte.

– Hola otra vez. ¿Cómo te encuentras?

– Me encuentro vivo.

Ella sonrió.

– Bien. Sigue así.

– Así seguiré.

– Perfecto.

Lydia se acercó a la cama y bajó la vista para mirarlo, con la cuchara en una mano, inmóvil sobre el cuenco, mientras un líquido granate resbalaba desde el borde de la cuchara. Oía claramente el goteo rítmico. Y ella seguía ahí de pie, observándolo. En su cabeza pasaron horas. El rostro de Lydia le llenaba los ojos y flotaba por el vacío de su mente. Los suyos eran unos ojos enormes, redondos. Una nariz larga. Era el rostro de una fanqui.

– ¿Te hace falta algo para el dolor?

Chang parpadeó. Ella seguía ahí, y el líquido que contenía la cuchara goteaba ahora sobre su mano. Todavía lo observaba con atención.

Él negó con la cabeza.

– Háblame de Tan Wah -dijo.

Ella empezó a contarle lo sucedido, y sus palabras causaron un gran dolor a su corazón, pero fueron los ojos de Lydia, y no los suyos, los que se llenaron de lágrimas.


Esa vez él no abrió los ojos.

Si lo hacía, ella se detenía. Estaba dándole un suave masaje en las piernas. Las tenía como cañas muertas de bambú, que no sirven más que para echar al fuego. Sin embargo, gradualmente, sentía que a ellas regresaba algo de calor, que la sangre volvía a circular por sus músculos atrofiados. Su carne despertaba.

Lydia canturreaba. Aquel sonido resultaba agradable a sus oídos, aunque se tratara de una melodía extranjera que carecía de la cadencia dulce de la música china. Brotaba de ella sin el menor esfuerzo, como de un pájaro y, no sabía por qué, pero calmaba la fiebre de su mente.

«Gracias, Cuan Yin, querida diosa de la misericordia. Gracias por traerme a la muchacha-zorro.»


– ¿Dónde está tu madre?

La idea se coló en su mente apenas despertó. Era la primera vez que lo pensaba. Hasta ese momento, su cerebro torpe y febril no había ido más allá del dormitorio. Más allá de la muchacha. Pero tras otra noche de sueño intermitente, interrumpido, sucesión de pesadillas que traían un dolor negro a su cuerpo y un negro pesar a su corazón, pues en ellas aparecía Tan Wah, sabía que se sentía más alerta.

Empezaba a ver los peligros.

La muchacha le sonrió. Lo hizo con intención de tranquilizarlo. Pero tras aquella sonrisa se notaba nerviosa, y a él no le pasó por alto.

– Se ha ido a Datong con su nuevo esposo. No volverá hasta el sábado. -Permaneció unos momentos en silencio, antes de añadir-: Hoy es martes.

– ¿Y esta casa?

– Es nuestro nuevo hogar. No hay nadie. Sólo estamos nosotros dos.

– Los criados no son «nadie».

Lydia se ruborizó al instante.

– El cocinero vive en un anexo, pero apenas le veo, y he pedido al mozo y al jardinero que no vengan en toda la semana. No soy tonta, Chang An Lo. Sé que quien te hizo esto no te quería bien.

– Perdóname, Lydia Ivanova, la fiebre vuelve necia a mi lengua.

– Te perdono -respondió ella, echándose a reír.

Chang no sabía de qué se reía, pero aquella risa alcanzó un lugar recóndito y frío de su ser, calentándolo, y volvió a quedarse dormido.


– Despierta, Chang, despierta. -Una mano lo zarandeaba-. No pasa nada, tranquilo. Estás a salvo. Despierta…

Chang despertó.

Estaba empapado en sudor, y el corazón le latía desbocado. Los ojos le ardían y sentía la boca más seca que el viento del oeste.

– Has tenido una pesadilla.

Lydia estaba inclinada sobre él, cubriéndole la boca con la mano, silenciando sus labios. Notaba el sabor de su piel. Lentamente, su mente se abrió paso hasta la superficie. Apartó a patadas los filos de los cuchillos que sentía en los genitales, el olor a carne quemada que impregnaba sus narices.

– Respira -le susurró ella.

Él aspiró hondo, llenó de aire sus pulmones una y otra vez. La cabeza le daba vueltas, pero tenía los ojos abiertos. La oscuridad lo envolvía, y apenas un atisbo de la luz de una farola que se colaba tras las cortinas le bastaba para distinguir las formas del dormitorio, el armario ropero, la mesa con el espejo y los frascos con las medicinas. Y a ella. Entreveía su silueta esbelta, el pelo alborotado, la mano que había abandonado sus labios y no se atrevía a posarse en su frente. Volvió a aspirar hondo, rítmicamente.

– Estás temblando -dijo ella.

– Necesito la botella.

Hubo una breve pausa.

– Voy a buscarla.

Lydia encendió la luz. No la del techo, la de la pantalla color crudo y el fleco de seda, sino una pequeña, verde, que reposaba en el tocador de las medicinas. Para lo que tenía que hacer, habría preferido seguir a oscuras. Ella regresó con la botella de cuello ancho y le retiró el edredón y las mantas. Él se giró sobre un costado, sintió que la cabeza le rodaba a causa de aquel sencillo movimiento, y no dijo nada al deslizar la embocadura de la botella hasta el pene. La orina fluía con dificultad, esporádica. Y tardó. Tardó mucho. Se daba cuenta de que ella se sentía incómoda, como se daba cuenta de la desnudez de su entrepierna, que ella le había depilado aprovechando su estado de inconsciencia. Odiaba tener que hacerlo así, pero sus manos vendadas eran inútiles, dos muñones hinchados. Ninguno de los dos se había acostumbrado aún a aquello, y el sonido del líquido al verterse en la botella de cristal le desagradaba profundamente.

Al final, ella levantó la botella y la miró al trasluz.

– Parece una buena cosecha -dijo, y él no entendió a qué se refería.

– ¿Qué?

– Una buena cosecha. -Le sonrió-. Como el vino.

– Demasiado oscura.

– Pero hay menos sangre en ella que la última vez.

– Las medicinas funcionan.

– Todas -admitió ella, riéndose, mientras le señalaba la colorida hilera de frascos, pociones y cajas.

Sobre el tocador, formaban una curiosa mezcla de culturas, china y occidental, y sin embargo, ella parecía sentirse del todo cómoda con ambas, de una manera que a Chang le resultaba admirable. Demostraba tener una mente abierta y dispuesta a valerse de lo que saliera a su paso. Como los zorros.

Chang volvió a apoyar la cabeza en la almohada. El sudor resbalaba por su frente.

– Gracias.

El esfuerzo lo había dejado extenuado, pero trató de sonreírle. Los occidentales derramaban sonrisas por todas partes, como plumas de pollo, otra diferencia más de costumbres, pero había llegado a saber lo mucho que una sonrisa significaba para ella. Y le dedicó una.

– Me siento humillado.

– No debes sentirte así.

– Mírame. Estoy vacío. Soy como un halcón sin alas. Deberías despreciar tanta debilidad.

– No, Chang An Lo, no digas eso. Ya te diré yo qué es lo que veo en ti. Veo a un luchador valiente. A un luchador que ya debería estar muerto pero que no lo está porque no se rinde nunca.

– Las palabras ciegan tu mente.

– No, la enfermedad ciega la tuya. Espera, Chang An Lo. Espera a que te cure. -Alargó el brazo y le posó la mano en la frente, que estaba ardiendo-. Es hora de que tomes más quinina.


El resto de la noche lo pasó administrándole medicinas, humedeciéndole la piel y luchando contra la fiebre. A veces él oía que le hablaba, y en otras ocasiones se oía a sí mismo hablando con ella, pero no tenía la menor idea de qué le decía, ni de por qué lo hacía.

– Espíritu de nitrato, acetato de amonio con agua de alcanfor.

Recordaba su voz envolvente pronunciando aquellas palabras difíciles mientras con la ayuda de una cuchara le introducía líquidos en la boca, pero para él se trataba de sonidos exentos de significado.

– El señor Theo me dijo que el herbolario aseguraba que este preparado chino hacía milagros contra las fiebres… así que, no, no, por favor, no lo escupas. Intentémoslo otra vez, abre la boca, así, muy bien,

Más sonidos. Elseñortheo. ¿Qué es el señortheo?

Siempre el paño fresco sobre su piel. El olor a vinagre y a hierbas. Agua de limón sobre los labios secos. Pesadillas que se apoderaban de su mente. Pero al amanecer, por fin, sintió que el fuego de su sangre empezaba a apagarse. Fue entonces cuando empezó a temblar y a agitarse con tal violencia que se mordió la lengua. Notaba que ella estaba sentada a su lado, junto al lecho, notaba que la almohada se encajaba debajo de ella, que se apoyaba en el cabecero de la cama y le rodeaba los hombros con los brazos. Lo abrazaba con fuerza.


Sonó el timbre. Se le erizó el vello de la nuca, y vio que Lydia alzaba la cabeza, como si olisqueara el aire. Se miraron. Los dos sabían que estaba atrapado.

– Será Polly -dijo ella con voz firme. Se acercó a la puerta-. Me libraré de ella enseguida. No te preocupes.

Él asintió, y ella abandonó el dormitorio y cerró la puerta. No sabía quién era esa tal Polly, pero le dedicó mil y una maldiciones.

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