Capítulo 25

– Mamá, ¿es verdad que mi padre tocaba el violín?

– ¿Dónde has oído eso?

– En la fiesta. ¿Es verdad?

– Sí, es verdad.

– ¿Y por qué no me lo habías dicho nunca?

– Porque tocaba muy mal.

– ¿Y una vez, enfurecido, echó al fuego un violín?

Valentina se echó a reír.

– Sí, sí, más de una vez.

– ¿Entonces es verdad que tenía mucho carácter?

– Da. Sí.

– ¿Y yo soy como él?

Valentina siguió pintándose las uñas. El pelo, con su nuevo corte, le llegaba hasta la mejilla, y ocultaba a los ojos ávidos de Lydia su expresión.

– Cada vez que te veo, veo su cara.


– Levántate.

– No.

– Cielo, me vuelves loca. Llevas toda la semana en la cama.

– No te entiendo. Normalmente eres la primera en querer salir y hacer cosas, pero ahora… Oh, dochenka, me desesperas, de verdad… Que haya terminado el curso y tengas un montón de libros por ahí no significa que puedas pasarte el resto de tu vida leyendo.

– ¿Por qué no? Me gusta leer.

– No seas retorcida. ¿Qué libro es ése, tan grande y tan gordo?

– Guerra y Paz.

– Oh gospodi! Por el amor de Dios. Lee a Shakespeare, a Dickens, o incluso a ese cerdo imperialista de Kipling, pero por favor, a Tolstoi no. A un ruso no.

– A mí me gusta lo ruso.

– No seas tonta. Tú no sabes nada de Rusia.

– Exacto. Y ya va siendo hora de que lo sepa, ¿no te parece?

– No, no me parece. De lo que va siendo hora es de que te levantes y te acerques a casa de Polly a comer un pedazo de esa tarta que su madrecita querida prepara y de la que no te cansas de cantar las excelencias. Sal de casa. Haz algo.

– No.

– Sí.

– No.

– Tienes que hacerlo.

– ¿Por qué quieres que salga? ¿Quieres acostarte con Antoine?

– ¡Lydia!

– ¿O ahora es con Alfred?

– Lydia, eres una niña grosera e impertinente. Lo que yo quiero es que seas normal, eso es todo.

– ¿Y qué es normal, mamá?

– Y, además, he roto con Antoine.

– Pobre Antoine.

– Es un gallina. No se merecía otra cosa.

– ¿Y Alfred? ¿Qué has decidido que merece el inglés?

– Alfred es un hombre muy amable, de corazón generoso, y te recuerdo que Dios dice que los mansos heredarán la tierra.

– Yo pensaba que no creías en Dios.

– Eso no tiene nada que ver. Y ahora, dime, ¿por qué estás aquí encerrada, en este hueco asfixiante, y ya no sales nunca?

– Porque no quiero.

– Eres rara, Lydia Ivanova, ¿lo sabías? Las niñas que se quedan en la cama día tras día, con un conejo blanco en el pecho, y leen libros sobre la guerra son raras.

– Mejor rara que muerta.

– ¿Qué?

– Nada.

– Cielo, me desesperas.

Lo sabía. Lo supo desde que la invitaron a ir con ellos al restaurante. Supo por qué. Se lavó el pelo, se puso el vestido color melocotón y los zapatos de raso, como le ordenaron. En esa ocasión el restaurante no era La Licorne. Se trataba de un local italiano, con reservados y bancos tapizados en cuero. La iluminación, tenue, la proporcionaban unas velas sostenidas en cuellos de botellas panzudas y cubiertas de un trenzado de paja. Lydia esparcía por el plato unas tiras llamadas linguini, y esperaba a que Alfred y Valentina sacaran el tema.

Alfred sonreía mucho, tanto que a ella le parecía que debía de dolerle la cara. Era como si se hubiera tragado una máquina de sonreír.

Le sirvió un vaso de vino, antes de observar, en tono alegre:

– Qué sitio tan bonito, ¿verdad, Lydia?

– Mmm -se limitó a responder, sin mirar a su madre a los ojos.

– Me han dicho que sigues estudiando mucho, a pesar de que ya han empezado las vacaciones de verano. Eso está muy bien, querida. ¿En qué te estás concentrando?

– En Rusia y en el ruso.

Lydia se percató de un brevísimo parpadeo en sus ojos, pero su sonrisa se mantuvo inalterada.

– ¡Qué interesante! Después de todo, forma parte de tu herencia, ¿no es cierto? Pero Josef Stalin está sometiendo ahora a su pueblo a grandes brutalidades en nombre de la libertad, distorsionando el verdadero significado de esa palabra, de modo que el mundo del que lees en esos libros ya no existe en la Rusia soviética, querida. Lo que sucede ahí es bárbaro. Los granjeros y los campesinos del gulag mueren de hambre bajo el nuevo régimen comunista.

– ¿Igual que les sucedía cuando gobernaba el zar? ¿Es eso lo que quiere decir?

– Vamos, Lydia -dijo Alfred, decidido-. No entremos en esa discusión esta noche. Esta noche es para la celebración. -Dedicó una mirada casi tímida a Valentina-. Tu madre y yo queremos darte una noticia que te hará muy feliz, o eso esperamos.

Valentina no dijo nada; se limitó a observar a su hija con ojos vigilantes.

Lydia decidió ponerse a hablar, pues le pareció que, si llenaba aquel pequeño reservado con sus propias palabras, si las colocaba en todos los rincones libres, no habría espacio para que Alfred proclamara su noticia.

– Señor Parker -dijo Lydia con gesto de preocupación-, creo recordar que me dijo que el director de mi escuela, el señor Theo, es amigo suyo. ¿Me equivoco? Bien, el caso es que querría contar con su consejo, porque hacia el final del curso empezó a actuar de modo extraño. El caso es que nos ponía trabajo para que lo hiciéramos en clase, y él apoyaba la cabeza en las manos y permanecía inmóvil horas y horas, como si estuviera dormido. Pero no lo estaba, porque a veces lo pillaba observándonos entre los dedos, y Maria Alien cree que debe de tener problemas con su hermosa amante china, que le ha destrozado el corazón, pero…

– Lydia.

Era Valentina.

– … Pero Anna dice que su padre se comporta de ese modo cuando tiene resaca, y un día el señor Mason entró en la clase, colorado como un tomate, muy congestionado, y sacó al señor Theo a rastras de la…

– ¡Lydia! -En voz más alta esta vez-. ¡Para ya!

Por primera vez Lydia miró a su madre a la cara. No le dijo nada más, pero le suplicaba con la mirada.

Valentina volvió el rostro.

– Díselo, Alfred. Dale la buena noticia.

Alfred esbozó una gran sonrisa.

– Verás, Lydia, tu madre me ha hecho el gran honor de aceptar ser mi esposa. Vamos a casarnos.

Los dos adultos permanecieron en silencio, a la espera de su reacción.

Lydia se esforzó todo lo que pudo. Se obligó a sonreír, aunque los dientes se le pegaron a los labios.

– Felicidades -balbució al fin-. Espero que sean muy felices.

Su madre se echó hacia delante y le plantó un beso breve en la mejilla.

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