Capítulo 61

Theo abrió el cajón y extrajo la pipa con cuidado. Pasó la mano por la larga caña de marfil y recorrió el antiguo trabajo de tallado, que le hablaba a través de las yemas de los dedos. La necesidad de mantenerla a buen recaudo, a su lado, junto a la cama, por si acaso, era tan imperiosa que sabía que debía destruirla. Desde ese día extraño en la granja, con Alfred y Liev Popkov, vivía con la clara conciencia de que su vida era demasiado frágil como para asumir más riesgos.

Tal vez hubiera sido por haber llevado un arma en sus manos. O por la muerte violenta de Po Chu. O por la inminente ejecución del comunista.

La muerte le susurraba al oído.

¿O era por la breve misiva de Mason en la que éste cortaba todo futuro contacto? Eso había desconcertado a Theo. ¿Qué diablos había hecho cambiar de opinión a ese cabrón?

Lo único de lo que estaba seguro era de que quería más de la vida. Para él. Para su amada escuela. Y para Li Mei. Apartó la vista de la pipa que sostenía en las manos y la posó en su amada. No llevaba joyas, ni maquillaje, y se había retirado el pelo de la cara con una simple cola de caballo, que había decorado con una flor blanca, única muestra de luto por la muerte de su hermano. Estaba sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo, y lo observaba con sus ojos almendrados. Sólo un ligero temblor en la comisura de los labios delataba lo mucho que deseaba que diera ese paso.

Lentamente, alzó la pipa por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos, como si se tratara de una ofrenda sagrada a los dioses, y durante un breve segundo su mente deseó de nuevo la espiral del dulce humo. Pero Theo no escuchó su llamada, y la pipa descendió con fuerza, hasta estamparse contra la barra de latón a los pies de la cama. El marfil se astilló. Varios pedazos salieron disparados por el dormitorio, y uno de ellos rozó el pie de Li Mei, que le dio un puntapié.

– ¿Ahora me dirás que sí? -le preguntó Theo.

Los ojos negros de su amada se iluminaron, felices.

– Pídemelo otra vez.

– ¿Quieres casarte conmigo, Li Mei?

– Sí.


– Tiyo.

– ¿Qué pasa?

– Ya está ahí otra vez. En la puerta.

– ¿Quién?

– La mujer china.

– No le hagas caso.

– Tal vez quiera recuperar su gato.

– ¿Te refieres a Yeewai?

– Sí. No te olvides de que era suyo. Y ahora que han ejecutado a su esposo y le han quitado el barco, así como a su hija, no hay razón por la que no pudiera devolverle el animal…

– Si quiere el gato, dáselo.

– No me gusta esa mujer, Tiyo. Ni su gato. Tiene malos espíritus alrededor de la cabeza.

– Eso son supersticiones tontas, mi amor. Esa mujer no tiene nada malo. Pero si lo quieres, le daré unos dólares la próxima vez que salga.

– Sí, hazlo, tal vez sirva de algo.


Pero cuando Theo salió, no había ni rastro de la antigua propietaria de Yeewai, y no se acordó de ella siquiera. Había mucho tráfico en las calles, que además estaban llenas de personas que iban de compras, pues era sábado, de modo que tardó más de lo que esperaba en llegar a casa de Alfred. Y no soportaba llegar tarde. En los días venideros, habría de revivir mentalmente aquellos momentos una y otra vez, intentando reproducirlos uno por uno, y en el orden correcto, pensando en si podría haber hecho algo de otro modo. Pero algunos le llegaban borrosos, indefinidos. Su llegada a la casa era uno de ellos. Recordaba meter el coche en el camino que conducía a ella, y dejarlo cerca de la verja abierta, porque el gran Armstrong Siddeley de Alfred ocupaba la mayor parte del espacio. Pero, después de eso, su memoria se perdía hasta el momento en que su anfitrión le daba unas palmaditas en el hombro.

– Me alegro de verte, amigo. Lydia se muere de ganas de darte las gracias.

A Theo no se lo pareció. La joven estaba de pie, junto al ventanal del salón, muy tiesa, lo que significaba que, o le dolía algo, o estaba a la defensiva. Podían ser también las dos cosas. Theo miró en la misma dirección que ella para ver qué era lo que observaba. Nada. Sólo el viejo cobertizo del jardín. No tenía buen aspecto. Chupada de cara. La piel casi transparente. Los labios muy apretados, y los ojos bastante más oscuros que otras veces, aunque en ellos todavía brillaba algo, como si en su fondo se alojara aún una luz resplandeciente. Cuando más tarde invocara su imagen, eso lo recordaría. Ese fuego.

– Lydia, acércate y saluda al señor Willoughby.

La que habló era Valentina. Sonrió amablemente a Theo, que tuvo la sensación de que le llevaba la delantera en lo que a consumo de vodka se refería. Al pensar luego en ello, lo que recordaría sería su cuello largo, esbelto, aunque no sabría bien por qué. Llevaba algo en tonos vivos, rojos tal vez, y por contraste aquel cuello blanco destacaba aún más, una vena palpitando delicadamente en su base. No dejaba de rozárselo con un dedo de uña escarlata. Sonreía mucho. Y en su mirada la alegría era sincera, por lo que se veía más joven que el día de su boda, celebrada hacía apenas unas semanas.

– Es una gran suerte tenerte de nuevo entre nosotros. ¿Verdad, cariño? Sano y salvo. Bien -soltó una carcajada y miró a su hija con expresión algo más frágil-, casi sano y salvo.

– ¿Cómo estás, Lydia? -le preguntó Theo.

– Ahora estoy bien.

– Me alegro por ti, jovencita.

– Vamos, cielo, no seas tan maleducada. Dale las gracias al señor Willoughby.

– Gracias, señor Willoughby, por acudir en mi rescate.

– Bah, ¿qué clase de agradecimiento es ése? Él se merece mucho más. Arriesgó su vida.

Lydia se estremeció. Esbozó una sonrisa y algo pareció abrirse en ella, recobrar por un instante su pasión juvenil. Le tendió la mano.

– Le estoy muy agradecida, señor Willoughby. De veras.

– Deberías estarle agradecida a tu oso ruso. Él fue quien hizo el trabajo sucio.

– Liev -dijo ella.

Alzó el vaso de zumo de lima que sostenía en una mano y se volvió hacia donde Liev Popkov se encontraba, desparramado en un sillón. Con su ojo bueno, observaba las profundidades de una copa de vodka enterrada en una de sus grandes manazas, pero al ver que ella lo miraba meneó los rizos negros y le mostró los dientes, como si estuviera listo para morder a alguien. Valentina le dedicó una mirada de advertencia y le gruñó algo en ruso.

– ¿Y Chang An Lo? -preguntó Theo.

– Está en la cárcel.

– Lo siento mucho, Lydia.

– Yo también.

La joven se acercó al ruso corpulento y permaneció a su lado, de pie, con la rodilla a apenas un centímetro de su codo, mirando una vez más por la ventana. Ninguno de los dos hablaba, pero Theo sentía la conexión que existía entre los dos. Curioso. Y también notaba que a Valentina aquella camaradería no le gustaba nada. Parecía evidente que invitar a Liev Popkov no había sido buena idea. La madre de Lydia dio unos pasos en dirección a la botella de vodka.

– Por lo que se ve, las noticias sobre Chan no son buenas -comentó Theo en voz baja a Alfred, que llevaba un traje gris marengo muy elegante. Valentina había obrado milagros con su amigo.

– Me temo que no.

– ¿Ejecución?

– Parece inevitable. Y puede producirse en cualquier momento.

– Pobre Lydia.

Alfred extrajo del bolsillo un gran pañuelo blanco y se secó la boca, como si quisiera borrar sus palabras.

– Tal vez a la larga sea lo mejor. -Meneó la cabeza, descontento-. Ojalá encontrara un novio inglés, un buen muchacho, en esa escuela tuya.

– ¿Por qué estás tan serio, ángel mío? -intervino Valentina, soltando una carcajada. Había regresado a su lado, y le había rodeado la cintura con un brazo. A Theo le divertía que su amigo se viera tan contento, y a la vez tan avergonzado, con las muestras de afecto de Valentina. Pero después, aquella mirada de Alfred, tan llena de amor, aquella sonrisa tímida, le perseguiría.

En su mente, la hora que había seguido aparecía borrosa. Sabía por qué. Era por el impacto ante lo que se había producido. El impacto actuaba como un vaso de agua vertido sobre una hoja escrita, que emborronaba las palabras y las hacía derramarse unas sobre otras como lágrimas. De modo que no estaba seguro de cómo había llegado a verse caminando hasta la salida detrás de Valentina. Tenía algo que ver con unos cigarrillos. Sí, eso era.

– Oh, maldita sea -había exclamado ella-. Se me han terminado los cigarrillos.

– Tome, pruebe uno de los míos -le ofreció Theo.

– Oh, no, no, huelen a rayos.

De modo que se ofreció a llevarla en coche hasta la tienda en la que vendían su apestoso tabaco ruso, y ella se mostró encantada. Se había acercado a su hija, le había dicho algo al oído mientras le acariciaba el pelo; sin duda le había explicado por qué iba a ausentarse. Lydia asintió, pero puso mala cara. No estaba contenta. En la calle, él abrió la puerta del pasajero para que Valentina entrara en el coche. Hasta ahí lo recordaba. Y el beso. Los labios suaves sobre su mejilla, y su perfume, el roce ligero de aquella mano sobre su pecho. Aquella mujer estaba tan contenta, tan llena de vida, que contagiaba su alegría. Se le escapaba a borbotones. Su hija estaba a salvo tanto de Po Chu como de Chang An Lo, y Alfred comía de la palma de su mano. ¿Qué más podía querer?

Mientras montaba en el coche, Theo vio dos cosas que lo sorprendieron. Una, que Lydia se encontraba ante la puerta de la casa. No entendía por qué había salido a verles partir. La otra, a la mujer china, la que le había endosado el gato en el junco y llevaba dos días a la puerta de su casa. ¿Qué diablos estaba haciendo ella allí? Aquella loca plantó su cuerpo rechoncho frente al automóvil. Él hizo sonar la bocina. El rostro de la china, sus ojos pequeños, compusieron un gesto de odio, y escupió a la ventanilla.

– Ah, esta ciudad loca está llena de criaturas desquiciadas -se quejó Valentina, que con todo no pareció alarmarse. Nada podía socavar su buen humor.

– Me libraré de ella.

Theo salió del coche, y fue entonces cuando todo se estropeó.

La mujer echó el brazo hacia atrás y arrojó algo bajo el coche. Theo la persiguió, pero ella ya corría por el camino de entrada a asombrosa velocidad. Él apresuró el paso, y ya había llegado a la verja cuando el mundo se partió por la mitad. No hallaba otra explicación. El ruido fue como el rugido de un diablo. Cayó al suelo, y sintió que, en contacto con él, se le partía la muñeca. Parecieron estallarle los oídos. No oía nada.

Se arrastró sobre el asfalto y miró tras él. El Morris Cowley ya no estaba. En su lugar había un cráter, y unos grotescos amasijos de metal. Tras él, el Armstrong Siddeley de Alfred se veía aplastado por delante, como si le hubieran dado una patada en el morro. Cristales rotos caían por los aires como cuchillas afiladas. A unos diez metros, sobre el césped calcinado, yacía el cuerpo mutilado de Valentina. Convertido en carne viva. Lydia se arrodillaba a su lado, la boca abierta, emitiendo un grito estridente que Theo no oía, meciendo entre sus manos el rostro desfigurado de su madre.

Fue entonces cuando el impacto mezcló las imágenes en su mente y las hizo descender en espiral por una fosa oscura y fría.

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