Capítulo 11

– Mira, Theo, ese ruso de ayer noche fue un imprudente dejándolo en el bolsillo de ese modo.

– ¿El collar?

– Sí.

Theo Willoughby y Alfred Parker jugaban al ajedrez en la terraza del Club Ulysses. El director habría preferido las cartas, una partida rápida de póquer, pero era domingo, y Alfred era muy estricto con esas cosas. Nada de jugar en el sabbat. A Theo le parecía absurdo. ¿Por qué no se podían llevar sombrillas los sábados, ni mondarse los dientes con palillos? No tenía sentido. Movió el alfil y se llevó uno de los peones del triángulo defensivo de Alfred.

Éste frunció el ceño. Se quitó las gafas y, meticuloso, se las limpió con un pañuelo blanco, almidonado. Poseía un rostro redondo, bonachón, unos ojos castaños de mirada intensa. Se trataba de un tipo íntegro, que se tomaba su tiempo ante las cosas, algo sorprendente, tratándose de un periodista. Pero había cierta tensión alrededor de la boca, lo que siempre llevaba a Theo a sospechar que su amigo se hallaba al borde del pánico. Tal vez China no era lo que esperaba. Sobre ellos, un cielo azul, fiero, chupaba la energía a la jornada. Incluso las hojas etéreas de la glicina parecían colgar indolentes, fatigadas, pero en la pista de tenis dos mujeres jóvenes ataviadas con sus deliciosos uniformes blancos perseguían una pelota. Theo las observaba de vez en cuando, con discreto interés.

– Le está bien -dijo-. Me refiero al ruso. La verdad es que no me importa lo más mínimo. Ya sé que el viejo Lacock y sir Edward están furiosos por que algo así haya pasado delante de sus narices, pero, la verdad… -Se encogió de hombros y encendió un cigarrillo-. Tengo otras cosas en las que pensar.

Parker alzó los ojos del tablero, observó a su contrincante y asintió, antes de mover el caballo.

– Circulan rumores -dijo- de que el ruso era un agente enviado por Stalin para negociar con el general Chiang Kai-Chek. El general ha llegado desde Nanking, y se dice que en este momento se encuentra en Pekín.

– Aquí siempre hay rumores.

– Se supone que el collar debía ser un regalo para Mai-ling, la esposa de Chiang Kai-Chek. Rubíes de la colección de fabulosas joyas de la zarina muerta.

– ¿Ah sí? Veo que estás muy bien informado, Alfred -dijo Theo, soltando una sonora carcajada-. Tiene sentido que pase de la esposa de un déspota a la de otro, supongo, pero para quienquiera que lo tenga en su poder ahora, su valor es nulo.

– ¿Cómo es eso?

– Bien, nadie, ni siquiera un traficante chino de objetos robados, se arriesgaría a vender esa pieza en estos momentos. Más que un collar, se ha convertido en una soga al cuello. Todo el mundo lo conoce, resulta demasiado peligroso. De modo que el ladrón no podrá venderlo. Se ha corrido la voz, y apenas diga algo sobre los rubíes, su cabeza acabará metida de una de esas jaulas de bambú que cuelgan de las farolas.

– Una práctica de lo más bárbara -comentó Parker, que se estremeció al pensarlo.

– Todavía te queda mucho por aprender.

Jugaron en silencio media hora más. Sólo un reloj de pared, al dar las horas, y el canto de un jilguero, alteraban sus pensamientos. Luego, Theo, nervioso y cansado del juego, tendió su trampa y el rey de Parker cayó.

– Bien hecho, muchacho. Me has pillado. -Parker se apoyó en el respaldo de la silla de ratán, en absoluto afectado por la derrota, y encendió la pipa de brezo con parsimonia-. ¿Para qué me has hecho venir hoy? Sé que odias este lugar. Y no habrá sido sólo para que jugáramos al ajedrez, supongo.

– No.

– ¿Y bien?

– Tengo un problemilla con Mason.

– ¿El jefe del departamento de educación? ¿El bocazas de la mujer silenciosa?

– El mismo.

– ¿Qué pasa con él?

– Alfred, escúchame. Tengo que descubrir algo de él, algo sucio en su pasado. Algo que pueda usar para quitarme de encima a ese cerdo. Tú eres periodista, tienes contactos y sabes escarbar donde hace falta.

Parker parecía escandalizado. Dio una chupada a su pipa, y lentamente exhaló una nube de humo que interceptó una mariposa que pasaba por allí.

– Tiene mala pinta, muchacho. ¿En qué anda metido?

Theo fue al grano.

– Le debo al Banco Courtney una suma considerable. Por la ampliación de la escuela que llevamos a cabo el año pasado. Mason es uno de los directores de la entidad -ya sabes cómo se jacta de todo-, y me ha amenazado con reclamarme el préstamo a menos que…

– ¿A menos que qué?

– A menos que le complazca.

Parker tosió, incómodo.

– Dios mío, ¿qué quieres decir?

Theo apagó el cigarrillo, pisándolo en el suelo.

– Quiero decir que quiere hacer uso de Li Mei.

Alfred Parker se ruborizó al instante, y hasta la punta de la nariz se le puso roja.

– Theo, muchacho, esto no me gusta, creo que no quiero seguir oyendo más. -Apartó los ojos, y con ellos siguió a un sirviente chino ataviado con túnica blanca que se acercaba al porche sosteniendo una bandeja pequeña en la mano.

Theo se echó hacia delante y dio unas palmaditas secas en la rodilla de Parker.

– No seas tonto, Alfred, que no me refiero a lo que estás pensando. ¿Por quién me tomas? Li Mei es mi… -Pero la mirada acusadora de su interlocutor lo detuvo.

– ¿Tu qué, Theo? ¿Tu compañera de adulterio? ¿Tu puta?

Theo permaneció inmóvil, y sólo la blancura de sus labios delataba.

– Eso es un insulto a Li Mei, Alfred. Te pido que lo retires.

– No puedo. Es la verdad.

Theo se puso en pie de un salto.

– Cuanto antes abandonen Inglaterra las camisas de fuerzas racistas y religiosas que paralizan a hombres como tú y sir Edward y a todos los demás fracasados sociales que atestan este club, antes será libre nuestro pueblo y el pueblo de China. Libres para pensar, para vivir, para…

– Para, amigo mío. Todos estamos aquí para cumplir con nuestro deber, por el rey y por el país. Que tú te hayas vuelto nativo no significa que tengas que dar por sentado que el resto de nosotros vamos a olvidar las leyes de Dios, la necesidad de establecer unas líneas claras entre el bien y el mal. Dios sabe que en un país cruel y pagano como éste, Su Palabra es la única esperanza. Su Palabra y el Ejército Británico.

– China ya era un país civilizado cientos de años antes de que se pensara siquiera en la existencia de Gran Bretaña.

– A esto no se le puede llamar civilización.

Theo no replicó nada. Se puso en pie, muy tenso, y miró sin ver a las dos parejas que acababan de aparecer en el jardín dispuestas a iniciar una partida de croquet.

– Siéntate, Theo -le pidió Parker en voz baja, disimulando lo incómodo del momento dándole la vuelta a la pipa y golpeándola suavemente con el índice. Desde el jardín llegó el chasquido de una bola al chocar contra la otra, y una voz que decía:

– Corky, te digo que esto no es normal del todo.

De pronto, Theo se sacudió, como un perro que quisiera librarse del agua que lo empapaba. Bajó los ojos entornados para observar a su acompañante.

– Alfred, si creyera que tienes razón, me iría de Junchow mañana mismo. Pero tengo fe en este pueblo, en lo que tú llamas «país cruel y pagano». -Volvió a sentarse, estirando las piernas largas, como para fingir que se relajaba, e hizo una seña al camarero chino de la bandeja.

»Un whisky, por favor -dijo en perfecto mandarín. Y, volándose hacia Alfred, esbozó una sonrisa y añadió-: Convengamos en diferir. Ya sabes que soy lo que Mason denomina «amante de lo chino».

Se suponía que Alfred debía reírse, pero no lo hizo.

– No puedes tener los dos mundos, Theo. O carne o pescado. Quieres que la gente de bien te envíe a sus hijos a la escuela, pero a la vez no disimulas el desprecio que sientes por sus padres. ¿Cómo puede…? -Hizo una pausa, fijándose en el camarero que se alejaba del porche-. Muchacho, acércate inmediatamente.

– ¿Qué sucede, Alfred?

Pero Parker ya se había puesto en pie.

El sirviente los miraba, pero sin moverse de su sitio. Alfred dio unos pasos hacia él.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -inquirió.

El chino no respondió.

Theo se acercó a ellos. ¿Qué diablos le pasaba a Alfred?

– Aquí hay algo que no me cuadra -dijo Alfred, apuntando al criado con la pipa-. Míralo.

Theo hizo lo que le pedía. Túnica blanca, limpia, bandeja en la mano.

– A mí me parece normal.

– No digas tonterías. Se le ven golpes por toda la cara.

– ¿Y?

– Y lleva mal los pantalones. Son negros, sí, pero no los del uniforme. Y el pie vendado, y esos zapatos que son un desastre. El club nunca permitiría el acceso a alguien con ese aspecto, y mucho menos para servir a los socios. Este muchacho es un intruso.

– Yo trabajo. -El criado levantó la bandeja-. Bebidas.

Ahora que se fijaba, veía a qué se refería Alfred. Tenía razón, ese joven no era como los demás. No tenía mirada de criado. Miraba directamente a los ojos, como si quisiera golpearte, colgar tu cabeza en una de aquellas malditas jaulas de bambú.

– ¿Quién eres? -le preguntó Theo en mandarín.

Pero Alfred le señalaba el bolsillo del pantalón, muy abultado.

– Vacíalo. Ahora mismo.

El muchacho, insolente, apartó la mirada del panamá de Parker y la clavó en sus zapatos recios, impecables.

– Haz lo que te ordenan -intervino Theo, de nuevo en mandarín-. Vacíate los bolsillos, o te azotarán como a un perro.

– Vayan a buscar a los guardias de seguridad -gritó Parker -. Ayer hubo un robo aquí mismo, y esta persona es…

– Vacía los bolsillos -insistió Theo secamente. Por un momento le pareció que el muchacho iba a atacarlos. Algo en sus ojos parecía querer liberarse, algo salvaje, colérico, pero entonces aquellas emociones volvieron a quedar enjauladas. Si mediar palabra, le dio la vuelta al bolsillo, y lo que contenía cayó en el suelo enlosado del porche. Un buen puñado de cacahuetes salados rebotaron alrededor de sus pies.

Theo se echó a reír.

– Fíjate en tu ladrón de joyas, Alfred. Lo que el chico tiene es hambre.

Pero Parker no estaba dispuesto a dejarlo en paz tan fácilmente.

– ¿Y los demás bolsillos?

El criado obedeció, y extrajo de ellos un hilo de bambú, un anzuelo de pesca envuelto en barro y una hoja de papel cubierta de caracteres chinos. Theo se la quitó y la observó brevemente.

– ¿Qué es? -preguntó Parker.

– No gran cosa. Un cartel que anuncia un encuentro de algún tipo.

Pero cuando el muchacho se agachaba para recoger sus pertenencias, Theo entrevió el mango de un cuchillo que llevaba oculto al cinto, y de pronto temió por su amigo.

– Deja que se vaya, Alfred. Esto no tiene nada que ver con nosotros. El chico tiene hambre. Casi toda China está hambrienta.

– Un ladrón es un ladrón, Theo, robe cacahuetes o joyas. «No robarás», ¿te acuerdas? -Pero ya no estaba enfadado. Su expresión era más bien triste, con los lentes caídos hasta media nariz-. Se lo debemos. Tenemos que enseñarles a distinguir el bien del mal, y no sólo a construir fábricas y tender líneas férreas.

Se acercó al criado para sujetarle el brazo, pero Theo intervino, interceptándole la muñeca.

– No lo hagas, Alfred. Esta vez no. -Se volvió en dirección a la figura silenciosa de ojos negros, llenos de odio-. Vete -le dijo muy rápido, en chino-. Y no vuelvas.

El muchacho se alejó, perdiéndose con paso renqueante entre los árboles que bordeaban el jardín, y desapareció. Para Theo fue como contemplar la imagen de una criatura que regresaba a la jungla y se preguntó qué le habría llevado a salir de ella. Porque era evidente que no lo había hecho por un puñado de cacahuetes.

– Tal vez lamentes lo que acabas de hacer -le dijo Parker, meneando levemente la cabeza, en señal de indignación.

– «La misericordia descendió como una lluvia mansa» -citó Theo, cínico, y volvió a fijarse en la hoja de papel que aún sostenía, y que, en realidad, era un panfleto comunista.

«Sha! Sha! -rezaba-. Matad, matad a los odiados imperialistas. Matad al traidor Chiang Kai-Chek. Larga vida al pueblo chino.»

Aquellas palabras preocupaban a Theo más de lo que quería admitir. Chiang Kai-Chek y sus nacionalistas del Kuomintang se habían hecho con el control, y merecían una oportunidad, siempre y cuando las potencias occidentales lo apoyaran y lo protegieran de aquellos agitadores. Los comunistas harían con China lo mismo que Stalin estaba haciendo en Rusia: convertirla en una tierra baldía. China poseía tanta belleza, tanta alma, que no merecía ser despojada de todo como una prostituta cualquiera. «Que Dios nos guarde de los comunistas. Dios y el ejército de Chiang Kai-Chek.»


– ¿Ha dicho que sí?

– Sí.

Li Mei le besó la nuca.

– Me alegro por ti, Tiyo. Parker es un buen amigo.

Apoyó la mejilla contra su espalda desnuda, aunque sin dejar de acariciarle ambos lados de la columna con las yemas de los dedos, presionando con fuerza los músculos. Theo se encontraba tendido en el suelo, boca abajo, en el baño, mientras Li Mei le daba un masaje para aliviar la tensión de su cuerpo. A él siempre le asombraba la fuerza de aquellos dedos, la presión exacta que ejercía con la palma de la mano para liberar otro demonio de debajo de su piel.

– Sí, Alfred es un buen amigo, aunque algunas de sus opiniones son tan cerradas que encajarían bien con las de Oliver Cromwell.

– ¿Oliver Cromwell? Dime, ¿quién es? ¿Otro amigo?

Theo se echó a reír, mientras sentía que ella le masajeaba la clavícula con los nudillos.

– Te burlas de mí, Tiyo.

– No, amor mío, te venero.

– Eso es mentira. Tiyo malo. -Le golpeó las nalgas con los puños, hasta lograr que la sangre confluyera en sus ingles. Él se dio la vuelta y la agarró de las muñecas, se puso en pie y atrajo hacia sí su cuerpo desnudo. Olía a sándalo y, no sabía por qué, a helado. Inició el ascenso de la escalera con ella en brazos.

– Alfred se ha puesto furioso al saber lo corrupto que es Mason. Se ha escandalizado al enterarse de que quería obligarme a meterlo en el cártel del opio. Le he jurado a Alfred que el hecho de que tu padre lo dirija no quiere decir que yo esté implicado en modo alguno. Ya sabes lo que opino sobre las drogas.

– Una abominación, así llamas tú al opio.

Theo sonrió y le besó los cabellos oscuros.

– Sí, mi tesoro. Una abominación. De modo que ha aceptado investigar el pasado de ese cabrón para ver si encuentra algo que yo pueda usar para tenerlo en mis manos.

Entró en el aula vacía, acunándola en sus brazos.

– Por suerte es domingo -dijo ella entre carcajadas.

Theo la levantó un poco más y la sentó, mirando hacia él, sobre su mesa, frente a las hileras de pupitres.

– Cuando mañana me plante aquí y hable a mis alumnos del Vesubio, pensaré en esto -dijo, echándose hacia delante y besándole el pecho izquierdo-. Y en esto cuando describa un triángulo equilátero. -Sus labios se aferraron al pezón derecho-. Y en esto cuando explique a esos cabezas huecas cosas sobre el corazón profundo y húmedo de África.

Bajó la cabeza y le besó la mata oscura que le nacía en el extremo del vientre.

– Tiyo -susurró ella, tirándole del pelo-. Tiyo, ten cuidado. Mason tiene poder.

– No es el único que lo tiene -replicó él, echándose a reír.

Y la tumbó despacio, suavemente, sobre el suelo.

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