Maldito, maldito, maldito.
Maldito Chang An Lo. Le había salvado su inútil pellejo por segunda vez, y ¿qué había sacado ella? Un golpe en la cabeza y un ojo herido. Nada de collar, nada de gran piano Erard.
Una vez de vuelta en el Strand, Lydia descubrió, para su horror, que estaba temblando. Tenía calor, se sentía sudorosa, enojada. Su boca sabía a tierra, y habría dado lo que fuera por tomarse algo frío, una bebida con hielo y un gajo de mango nadando en ella. Sólo había tomado hielo una vez en su vida, y eso fue cuando Antoine le compró aquel zumo de frambuesa en la heladería del sector francés, mientras esperaban a que su madre escogiera un sombrero. Había chupado los cubitos helados hasta que se le entumeció la lengua.
Abrió las puertas de cristal de los almacenes Churston y se retiró el pelo del cuello. Al menos allí no haría tanto calor. Los ventiladores gigantes del techo, de latón, no eran de hielo, pero le sirvieron para refrescarse. Dentro, los mostradores bullían de actividad. En uno de ellos, una estadounidense de pelo corto compraba un perfume de Guerlain; en otro, un hombre sostenía unos pendientes junto al rostro de su esposa, y sonreía. «Tal vez sea su amante», pensó Lydia.
Sobre sus cabezas, pequeños cartuchos de madera zumbaban por toda la sala y, a través de tubos, transportaban dinero y recibos desde y hasta el cubículo situado en un rincón. Allí, una mujer con cara de cabra, con un pelo en la barbilla, controlaba el dinero y anotaba en una lista, con letra diminuta, las sumas de cada transacción. Por lo general, a Lydia le gustaba observarle las manos, siempre ocupadas, nunca quietas, pero ese día no estaba de humor. Lo cierto era que no estaba de humor para nada de todo aquello.
Contemplar los escaparates con sus bolsos de piel de serpiente y sus cajas de madreperla le hacía sentirse peor.
Dio media vuelta, dispuesta a salir de allí, y casi tropezó con un hombre al que reconoció: se trataba del señor del traje color crema y el panamá, el del mercado chino de la semana anterior, el del reloj, el inglés al que le gustaba la porcelana. Se alejó de él, no sin antes fijarse en que se metía la billetera en un bolsillo lateral de la chaqueta y se dirigía a la salida. Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en papel de seda blanco.
La decisión fue instantánea. Recordó lo fácil que le había resultado la otra vez. Además, sólo un tonto llevaría la billetera tan descuidadamente. Cuando el hombre alcanzó la puerta, ella ya se encontraba allí. Caballerosamente, él la abrió y le cedió el paso, llevándose los dedos al ala del sombrero, y ella le dio las gracias con una sonrisa mientras pasaba por su lado.
Una vez en la calle, de vuelta al calor, dio dos pasos. Ni uno más. Una mano le agarró la muñeca y no la soltaba.
– Jovencita, devuélveme la billetera.
Lo dijo sin gritar, pero la rabia de su voz le rebotó en la cara.
– ¿Cómo dice?
– No empeores las cosas. Mi billetera. Ahora.
Lydia forcejeó para liberarse de aquella mano, se retorció y se volvió, pero él la agarraba con mucha fuerza. Era la tercera vez desde la muerte de su padre que sentía el tacto de la mano de un nombre. La primera, hacía unos días, en el callejón; la segunda, hacia apenas unos minutos, en el interior de aquel vehículo; y ahora esa. Le sorprendió constatar lo fuertes que eran todos.
– Mi billetera.
Ella levantó la bolsa de papel con la mano que le quedaba libre, y extrajo de ella el bien ajeno, devolviéndolo al bolsillo, aunque al interior en esa ocasión. Pero él seguía sujetándola por la muñeca.
Bajó la cabeza. ¿Qué más quería de ella?
– Lo siento -balbució.
– Con sentirlo no basta. A ti hay que enseñarte una lección. Te llevo derechita a la comisaría de policía.
– No.
– Te lo advierto, si me das algún problema, pediré ayuda a un par de agentes del tráfico. No creo que quieras pasar esa vergüenza.
Y se puso en marcha, arrastrándola. Algunas cabezas se volvieron, pero nadie se mostró lo bastante interesado como para intervenir. Una sensación de pánico se apoderaba de Lydia por momentos. Podía resistirse, sentarse en el suelo y negarse a moverse pero ¿de qué iba a servirle?
Ninguno de los dos hablaba; avanzaban en silencio.
– ¿Señor?
– Me llamo señor Parker.
– Señor Parker, no volveré a hacerlo.
– Por supuesto que no. Pienso asegurarme de ello.
– ¿Qué me hará la policía?
– Encerrarte en la cárcel, que es donde merecen estar los ladrones.
– ¿Aunque sólo tenga dieciséis años?
Sin aminorar la marcha, la miró como si hubiera visto un escorpión. Ella le sostuvo la mirada.
– Hace una semana sufrí otro robo -dijo, tenso-. Seguramente fue un mendigo chino, no mayor que tú. Probablemente era pobre, y tenía hambre. Pero eso no es excusa para robar. Nada disculpa un robo. Va contra la Palabra de Dios, y contra los cimientos mismos de nuestra sociedad. Si me hubiera pedido algo, yo se lo habría dado. Eso es la caridad. Pero no el reloj. Por Dios, eso no.
– Si yo le hubiera pedido, señor Parker, ¿me habría dado?
El hombre la miró, y un atisbo de confusión asomó a su rostro.
– No.
– Pero yo también soy pobre.
– Tú eres blanca. Deberías tener más conocimiento.
Lydia no dijo nada más. Tenía que pensar, mantener su cerebro en funcionamiento. En ese instante apareció ante ellos, a la derecha, la iglesia de San Agustín, gris y poco atractiva, y se le ocurrió algo, algo tan tentador que la adrenalina recorrió todo su cuerpo.
– Señor Parker.
El hombre no volvió la cabeza.
– Señor Parker, necesito entrar ahí.
– ¿Qué?
– En la iglesia.
Esa vez sí la miró, desconcertado.
– ¿Por qué?
– Si voy a ir a la cárcel, como usted dice, necesito buscar ante la paz de Dios.
El señor Parker se detuvo en seco.
– ¿Me está tomando el pelo, jovencita? ¿Me tomas por tonto?
– No, señor -musitó, bajando los ojos, modosa-. Sé que lo que he hecho está mal, y debo pedir el perdón del Señor. Le prometo que no tardaremos mucho. -Vio que su captor vacilaba-. Es para lavar mi alma.
Se hizo el silencio. Los ruidos de la calle parecieron remitir, como si sólo ese hombre y ella existieran en toda China. Contuvo la respiración.
El hombre se colocó bien los lentes.
– Está bien, supongo que no puedo negártelo. Pero no creas que vas a escaparte desde ahí dentro.
La condujo por la escalinata de piedra, agarrándole con fuerza la muñeca, y abrió de un empujón la pesada puerta de roble.
Al encontrarse dentro, Lydia quedó petrificada.
El hombre se detuvo e, impaciente, estudió su expresión.
– ¿Y ahora qué?
Ella negó con la cabeza. Era la primera vez que pisaba una iglesia. ¿Y si Dios la fulminaba y caía muerta?
El señor Parker pareció intuir sus temores.
– Dios te perdonará, niña, aunque yo no pueda.
Con los puños muy cerrados, dio unos pasos al frente. No estaba preparada para aquel descenso de temperatura, ni para los techos abovedados que se alzaban sobre ella como los hombres se alzan sobre las hormigas. Se estremeció, y Parker asintió, satisfecho ante su reacción. Ese lugar olía un poco como el patio trasero de la señora Zarya, y el aire húmedo impregnaba su olfato, pero la visión de las vidrieras llenó de emoción sus sentidos. La luz, el fulgor de los colores, eran de una intensidad absoluta, la túnica de la Virgen María más vivida que el pecho de un pavo real, y la sangre de Cristo del tono exacto de los rubíes del collar que Chang le había robado.
– Siéntate.
Lydia obedeció, y lo hizo en un banco largo, cerca del fondo. Alzó la vista para observar a un Cristo de tamaño natural situado por encima del altar, con el temor de que en cualquier momento empezara a brotarle sangre del costado. Había algunas personas sentadas en otros bancos, las cabezas inclinadas, los labios moviéndose al ritmo de las oraciones que murmuraban, pero la iglesia estaba, sobre todo, llena de vacío, y Lydia comprendió por qué la gente acudía a ella. Para alimentarse de aquel vacío. El corazón le latía más despacio, y el pánico que dominaba su mente la abandonó. Allí sí podía pensar.
– Recemos -dijo Parker, que apoyó la cabeza en las manos echándose hacia delante y apoyándose en el respaldo del banco que quedaba frente a ellos.
Lydia lo imitó.
– Señor -murmuró-. Perdónanos a todos, pecadores. Y perdona especialmente a esta joven por su transgresión, y dale la paz que nace de la comprensión. Señor, guíala con Tu Mano Todopoderosa, por la gracia de Jesucristo nuestro Salvador, Amén.
Lydia observaba, a través de su mano entreabierta, que un escarabajo se estaba montando en el zapato reluciente de Parker. Se hizo un largo silencio, y ella valoró la conveniencia de escapar en ese instante, pues el hombre le había soltado la muñeca. Pero no lo hizo, porque sabía que él la atraparía apenas ella moviera un músculo. Además, se estaba bien ahí. El vacío y el silencio.
Cuando cerraba los ojos se sentía como si flotara allí dentro. Miraba hacia abajo. Se despedía de las ratas y el hambre de abajo. ¿Es así como se sienten los ángeles? Ingrávidos, despreocupados y…
Abrió los ojos de golpe. ¿Quién iba a cuidar de su madre y de Sun Yat-sen si se alejaba en una nube blanca de algodón? Dios no parecía haber hecho un gran trabajo con los millones de chinos que morían de hambre, así que, ¿por qué pensar que iba a ocuparse de Valentina y de su conejito blanco?
Dejó que el silencio la rodeara de nuevo, con los ojos entrecerrados.
– Señor Parker.
– ¿Sí?
– ¿Puedo yo también decir una oración?
– Claro. Para eso hemos entrado.
Lydia aspiró hondo.
– Por favor, Señor, perdóname. Perdona mi horrible pecado, y haz que mamá mejore de su enfermedad, y mientras yo estoy en la cárcel, por favor, no dejes que muera, como murió papá. -Entonces recordó algo que había oído decir a la señora Yeoman-. Y bendice a todos tus niños de China.
– Amén.
Al cabo de un instante, volvieron a sentarse. Parker la miraba con una preocupación que parecía haber desplazado a su indignación. Le plantó una mano en el hombro.
– ¿Dónde vives?
– ¿Cómo te llamas?
– Lydia Ivanova.
– ¿Y dices que tu madre está enferma?
– Sí, está postrada en la cama. Por eso he tenido que venir al centro sola, y por eso le he cogido la billetera. Para pagar unos medicamentos.
– Dime la verdad, Lydia. ¿Habías robado alguna vez?
Lydia volvió el rostro hacia él, horrorizada, mientras iban montados en el rickshaw que los llevaba al Barrio Ruso.
– No, señor Parker, nunca. Que se me caiga la lengua si miento.
El hombre asintió, esbozando una sonrisa fugaz. A ella, la forma de su cabeza le recordaba la de un búho: lentes redondos, cara redonda y nariz pequeña y puntiaguda. Confiaba en que, una vez que viera a su madre inconsciente en la cama, y se diera cuenta de que vivían en una especie de leonera, se le ablandaría el corazón y la dejaría ir.
Se olvidaría de la policía, y hasta era posible que les ofreciera unos cuantos dólares para comprar comida. Lo miró de soslayo. Aquel hombre tenía corazón, ¿no?
– ¿Era muy valioso el reloj que le robaron? -le preguntó, mientras el rickshaw enfilaba su calle, que, incluso a sus ojos, parecía cochambrosa y destartalada.
– Sí, lo era. Pero lo grave del caso es que era de mi padre. Me lo regaló antes de partir para India, donde lo mataron, y desde entonces no me había desprendido nunca de él. Saber que lo llevaba siempre en el bolsillo del chaleco era algo muy importante para mí. Y ahora ya no lo tengo.
Lydia apartó la mirada. Al infierno con él.
Subió como una exhalación los dos tramos de escalera. Oía los Pasos del señor Parker tras ella, lo que le sorprendió: debía de estar más en forma de lo que su aspecto daba a entender. Abrió la puerta de la buhardilla de un empujón, se fue derecha a la habitación… Y paró en seco.
No notó que Parker se plantaba a su lado, pero sí oyó la exclamación de sorpresa que no logró reprimir.
– Mamá-dijo-. Estás… mejor.
– Querida, ¿de qué estás hablando? A mí nunca me ha pasado nada. Nada en absoluto.
Nada en absoluto. Valentina estaba de pie en medio de la estancia, y a pesar de lo oscuro del pelo y el vestido, lograba hacer de aquel desván un lugar más luminoso. Su pelo resplandecía sobre los hombros, suave y perfumado, y llevaba un vestido de seda azul marino con cuello blanco, voluminoso, y de escote bajo, que le realzaba el pecho. Se le pegaba a las caderas, pero, excepto ahí, el corte era ancho, muy suelto, y disimulaba muy bien su extrema delgadez. Lydia no se lo había visto nunca puesto. Estaba guapísima. Resplandecía, brillaba.
Pero ¿por qué ese día? ¿Por qué había tenido que escoger ese momento para transformarse en un ave del paraíso? ¿Por qué? ¿Por qué?
Parker carraspeó, incómodo.
– ¿Y quién es nuestro visitante, Lydia? ¿No piensas presentármelo?
– Éste es el señor Parker, mamá. Quiere conocerte.
La sonrisa de Valentina lo engulló y lo llevó a su mundo. Le tendió la mano con un movimiento elegante, y él se la estrechó.
– Encantado de conocerle, señor Parker. -Se rió, con una risa que era sólo para él-. Debe disculpar esta humilde morada nuestra.
Hasta ese momento Lydia no se había fijado en la buhardilla, y al hacerlo constató que había cambiado, que resplandecía. Las ventanas estaban abiertas de par en par, todas las superficies impecables, todos los almohadones en su sitio.
Se había convertido en un lugar lleno de dorados, bronces, luces color ámbar, sin el menor rastro de bichos muertos en el suelo, ni de zapatos desparejados bajo la mesa. El aire olía a lavanda, y no se veía ni un solo cenicero.
Aquello no era lo que Lydia había esperado.
– Señora Ivanova, también para mí es un placer conocerla. Pero lamento comunicarle que no traigo buenas noticias.
Valentina agitó las manos.
– Señor Parker, no me alarme.
– Me disculpo por ser motivo de preocupación para usted, pero su hija se ha metido en un lío. -A pesar de sus palabras, la miraba con gesto benigno, y ella se sentía cada vez más segura de sí misma. Tal vez pasara por alto el episodio de la billetera.
– ¿Lydia? -Valentina meneó la cabeza, indulgente, agitando la negra cabellera-. ¿Qué habrá hecho ahora? No habrá vuelto a nadar en el río.
– No. Me ha robado la cartera.
Se hizo un largo silencio. Lydia esperaba que su madre se escandalizara, pero no lo hizo.
– Le pido disculpas por el comportamiento de mi hija. Hablaré con ella, se lo prometo -dijo con voz grave, disgustada.
– Y me ha dicho que estaba usted enferma. Que le hacía falta dinero para comprarle medicamentos.
– ¿Le parezco enferma?
– En absoluto.
– En ese caso, es que le ha mentido.
– Estoy contemplando la posibilidad de ir a la policía.
– Por favor, no lo haga. Pase por alto esta equivocación suya, por esta vez. No volverá a suceder. -Se volvió para observar a su hija-. ¿Verdad que no, dochenk?
– No, mamá.
– Pídele perdón al señor Parker, Lydia.
– No se preocupe por eso, ya lo ha hecho. Y, lo que es más importante, se ha disculpado ante Dios.
Valentina arqueó una ceja.
– ¿De veras? Me alegro mucho de oírlo. Sé perfectamente lo mucho que le preocupa el estado de su alma juvenil.
Lydia se ruborizó, y dedicó a su madre una mirada asesina.
– Señor Parker -dijo en voz baja-, le pido disculpas por haberle mentido, y por robarle. He hecho mal, pero cuando he salido de aquí mi madre estaba…
– Lydia, querida, ¿por qué no le preparas un té al señor Parker?
– … mi madre había salido, y yo tenía un hambre atroz. No pensaba con la cabeza. Le he mentido porque estaba asustada. Lo siento.
– Muy bien dicho. Acepto tus disculpas, señorita. Olvidemos el asunto.
– Señor Parker, es usted el hombre más amable del mundo. ¿Verdad que sí, Lydia?
La joven hizo esfuerzos por no reírse, y se acercó a una esquina a preparar el té. Lo había visto muchas veces, había sido testigo de cómo los hombres se dejaban el cerebro olvidado en la puerta tan pronto como ponían los pies en la habitación en la que se encontraba su madre. Bastaba un parpadeo de sus ojos resplandecientes. Los hombres eran idiotas. ¿Es que no veían que les engañaban? ¿O acaso no les importaba?
– Venga, siéntese, señor Parker -le invitó Valentina, cambiando sutilmente de tema-, y cuénteme, ¿qué le ha traído a este país extraordinario?
El hombre tomó asiento en el sofá, y ella se instaló a su lado no demasiado cerca, pero sí lo suficiente.
– Soy periodista -dijo-. Y a los periodistas siempre nos atrae lo extraordinario. -Miró a Valentina y dejó escapar una risa algo forzada.
Lydia lo observaba desde su rincón, veía que su cuerpo se aproximaba al de su madre, que incluso sus lentes parecían echarse hacia delante. Tal vez fuera de los que se pierden por unas faldas, pero tenía una risa bonita. Trató de prestar atención a su conversación, pero sus desordenados pensamientos la distraían.
¿Qué había sucedido allí exactamente?
¿Por qué su madre iba vestida con ropa nueva? ¿De dónde la había sacado?
¿De Antoine? Era una posibilidad. Pero aquello no explicaba la limpieza de la habitación, ni el perfume de lavanda que impregnaba el aire.
Sirvió el té en la única taza que les quedaba y se lo llevó al señor Parker, al que dedicó la mejor de sus sonrisas.
– Lo siento, pero no tenemos leche.
El hombre parecía algo indeciso.
– Bébalo solo -terció Valentina, echándose a reír-, como hacemos los rusos. Es mucho más exótico. Le gustará.
– Si lo prefiere, puedo bajar a comprarla -se ofreció Lydia-. Aunque para eso necesitaría dinero.
– ¡Lydia!
Pero Parker estaba mirando a la joven. Su mirada se desplazó hasta su vestido desgastado, pasó por sus sandalias remendadas y llegó a sus muñecas huesudas. Era como si acabara de darse cuenta de que, cuando le había dicho que era «pobre», lo que había querido decirle era que no tenía nada. Ni siquiera dinero para comprar leche. De la billetera extrajo dos billetes de veinte dólares y se los alargó.
– Sí, baja a comprar leche, por favor. Y algo de comer para ti.
– Gracias -respondió ella, y se fue deprisa, por si cambiaba de opinión.
No tardó más de diez minutos en ir a por leche y unas galletas María, pero, cuando regresó, Valentina y Parker ya estaban de pie, listos para ausentarse, y su madre se estaba enfundando unos guantes nuevos.
– Lydochka, si no salgo ahora mismo, llegaré tarde a mi nuevo trabajo.
– ¿Trabajo?
– Sí, empiezo hoy.
– ¿Y qué trabajo es?
– Bailarina.
– ¿Bailarina?
– Así es. No pongas esa cara.
– ¿Y dónde?
– En el hotel Mayfair.
– Pero si siempre has dicho que las bailarinas no eran mejores que las…
– Cállate, Lydia, no seas tonta. A mí me encanta bailar.
– No soportas a los hombres torpes. Dices que son como renos que te pisotean.
– Esta noche quedaré a salvo de esa suerte, porque el señor Parker se ha ofrecido amablemente a acompañarme para asegurarse de que no me pase mi primera noche sentada, como una flor en un florero.
– ¿Baila usted bien, señor Parker? -le preguntó Lydia.
– Aceptablemente.
– En ese caso estás de suerte, mamá.
Su madre le dedicó una mirada difícil de interpretar, antes de salir agarrada del brazo de su acompañante. Cuando llegaron al primer rellano, Lydia oyó que Valentina exclamaba:
– Vaya por Dios, he olvidado algo. ¿Le importaría esperarme aquí un momento? No tardo nada.
Sonido de pasos corriendo escalera arriba, y la puerta que se abrió, antes de cerrarse de golpe.
– Eres tonta, eres una niña tonta e imprudente -masculló su madre con la mano extendida. El bofetón le echó la cabeza hacia atrás-. Podrías estar en el calabozo de la policía en este preciso momento. Entre ratas y violadores. No salgas de casa hasta que vuelva -le ordenó.
Y volvió a salir.
Su madre no le había puesto nunca la mano encima. Jamás. Su estupor era tan grande que empezó a temblar y a agitarse. Se llevó una mano a la mejilla, que le ardía, y emitió un gemido gutural. Empezó a caminar de un lado a otro, buscando alivio en el movimiento, como si de ese modo fuera a ir más deprisa que sus pensamientos, y entonces vio en el suelo el paquete que el señor Parker había comprado en los almacenes Churston, el que llevaba envuelto en papel de seda blanco, y que se había dejado olvidado, concentrado como estaba en su madre. Lo levantó, lo abrió, y encontró una pitillera de plata engastada con lapislázuli y jade.
Se echó a reír. Reía y reía sin poder evitarlo. La risa ascendía desde su pulmones, inagotable, hasta que le pareció que iba ahogarse. Todo era tan absurdo… Primero el collar, y ahora la pitillera. En ambos casos a su alcance, y a la vez fuera de su alcance. Lo mismo que Chang An Lo.
«Chang, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo?» Todo lo que quería se le escapaba.
Cuando el ataque de risa remitió, se sintió tan vacía que empezó a llevarse galletas a la boca. Primero una, después otra, y otra, y otra más, hasta que sólo quedó una, que aplastó, mezcló con las hojas y las hierbas de la bolsa de cartón. Una vez que lo hubo hecho, bajó a ver a Sun Yat-sen.