Los muros eran altos, enlucidos, la valla de roble negro, y en ella, labrado, destacaba el espíritu de Men-shen, que protegía del mal. Un león se agazapaba sobre cada poste. Theo Willoughby observó los ojos de piedra y no sintió más que odio hacia ellos. Cuando un cuervo negro como el carbón fue a posarse en la cabeza de uno de ellos, deseó que con sus garras le arrancara el corazón mineral, que era lo que él quería hacer con sus propias manos: arrancarle el corazón a Feng Tu Hong.
Se acercó al portero.
– El señor Willoughby quiere ver a Feng Tu Hong. -Optó por no expresarse en mandarín.
El portero, con su túnica gris y su calzado de esparto, le hizo una gran reverencia.
– Feng Tu Hong le espera.
La esposa del empleado condujo a Theo a través de los distintos patios. Caminaba con dificultad, pues sus pies no eran mayores que los pulgares de un hombre, y habían sido vendados una y otra vez hasta que, bajo el envoltorio, apestaban a putrefacción, con aquellos pies sucedía lo mismo que con ese país infernal, de podredumbre encubierta. Aquel día los ojos de Theo se revelaban ajenos a la belleza de China, a pesar de estar rodeados de ella por todas partes. Cada uno de los patios que atravesaban acariciaba sus sentidos con nuevas delicias, fuentes frescas que aliviaban el calor de la sangre, campanillas que el viento hacía sonar y que cantaban directamente al alma, estatuas y pavos reales que atraían las miradas, y por todas partes, a la luz oblicua del atardecer, los lirios con su palidez fantasmagórica recordaban al visitante su propia invalidad.
– ¡Tú! ¡Endemoniada puta de alcantarilla!
Las palabras rasgaron la penumbra.
Theo se detuvo abruptamente. A su derecha, en un pabellón profusamente ornamentado, farolillos con forma de mariposas proyectaban una luz tenue sobre las cabezas oscuras de dos mujeres jóvenes que jugaban al mah-jongg. Las dos iban perfectamente peinadas y maquilladas, y ataviadas con magníficas sedas, pero una había hecho trampas, y la otra maldecía como un marinero. «En China el engaño es fácil.»
– Venga -musitó su guía.
Y Theo obedeció. Los patios indicaban el grado de riqueza: a más patios, de más lingotes de plata podía alardear el propietario y, como Theo sabía muy bien, a Feng Tu Hong le encantaban los alardes. Tras pasar bajo un arco profusamente decorado, salpicado de farolillos con forma de dragón, y acceder al último y más lujoso de los patios, una figura surgió de entre las sombras. Se trataba de un hombre de unos treinta años, y el ardor excesivo de la juventud iluminaba todavía su mirada. Apoyaba una mano en el machete que llevaba al cinto.
– Te busco -dijo secamente.
Era ancho de hombros, bajo, de piel fina, y Theo lo reconoció al instante.
– Antes tendrás que clavarme ese machete, Po Chu -respondió Theo en mandarín-. No he venido hasta aquí para que me traten como a un perro. Estoy aquí para hablar con tu padre.
Rodeó al hombre y siguió su camino en dirección al edificio bajo y elegante que se alzaba frente a él, pero antes de llegar al primer peldaño, sintió un filo recortado en forma de zarpa de tigre que se apoyaba entre sus clavículas.
– Te busco -repitió la voz, más áspera.
Theo la ignoró. No pensaba dejarse intimidar, no allí. Se volvió un poco, para que el arma no apuntara directamente al corazón.
– Mátame -masculló.
– Con gusto.
– Po Chu, baja ese machete inmediatamente y pide perdón a nuestro invitado.
Quien hablaba era Feng Tu Hong. Su voz grave había resonado en todo el patio, y provocado que un murmullo general se extendiera por el resto de la casa.
El arma descendió. Po Chu se arrodilló e, inclinándose, rozó el suelo con la frente.
– Mil perdones, padre mío. Sólo pretendía manteneros a salvo.
– Es honor mío mantenerte a salvo a ti, boñiga de mula. Pide perdón a nuestro invitado.
– Honorable padre, no me pidáis eso. Preferiría abrirme las tripas y dejar que las ratas las devoraran a disculparme ante este hijo del diablo.
Feng dio un paso al frente. Bajo su túnica escarlata y holgada, sus piernas, macizas y poderosas, podían matar a un hombre de una patada, y abatir a un buey. Se plantó ante su hijo, cuya frente seguía clavada en el suelo enlosado.
– Pídele perdón -exigió.
Suspiro prolongado.
– Mil perdones, Tiyo Willbee.
Theo bajó la cabeza, burlón, en señal de reconocimiento.
– No vuelvas a cometer el mismo error, Po Chu, si quieres seguir con vida -dijo, y tras extraer un cuchillo con mango de hueso que llevaba metido en la manga, lo arrojó al suelo.
El joven, que seguía postrado en el suelo, ahogó un silbido.
Su padre, complacido, cruzó los brazos sobre el pecho. Entre las sombras oscilantes del ocaso, Feng Tu Hong recordaba a Lei Kung, el gran dios del trueno, aunque en lugar del inmenso martillo ensangrentado, sostenía una serpiente, una serpiente pequeña, negra, con ojos glaucos, más pálidos que la muerte. Se le enroscaba en la muñeca, y olisqueaba el aire, en busca de presas.
– Espero no volver a verte nunca más en esta casa, Tiyo Willbee. No mientras yo viva y conserve las fuerzas para degollarte.
– Yo también esperaba no volver a poner los pies sobre esta alfombra. -Se trataba de una pieza exquisita, de seda color crema, confeccionada por las mejores tejedoras de Tientsin, un regalo que ya hacía cuatro años Theo había ofrecido a Feng Tu Hong-. Pero el mundo cambia, Feng. Nunca sabemos qué nos deparará el futuro.
– Mi odio por ti no cambia.
Theo le dedicó una sonrisa.
– Tampoco el que yo siento por ti. Pero dejemos eso de lado. He venido a hablar de negocios.
– ¿De qué negocios va a saber un maestro de escuela?
– De uno que te llenará los bolsillos y te abrirá el corazón.
Feng ahogó una risotada desdeñosa. Los dos sabían que, cuando se trataba de negocios, no tenía corazón.
– Aunque te vistas como un chino… -apuntó con un dedo grueso la túnica larga, color vino, el chaleco de fieltro, las zapatillas de seda-, hables nuestra lengua y estudies las palabras de Confucio, no creas que puedes pensar como un chino, ni hacer negocios como un chino. Porque no puedes.
– Prefiero vestir con ropas chinas, sencillamente, porque son más frescas en verano, y abrigan más en invierno, y porque, a diferencia de la corbata y el cuello de la camisa, dejan que la sangre me llegue a la mente. Así, mi mente es libre para tomar la senda tortuosa, como cualquier otro chino. Y pienso lo bastante como un chino como para saber que este negocio que te propongo hoy es tan importante para los dos que puede unir los mares negros que nos separan.
Feng soltó una carcajada, una risa estridente, exenta por completo de alegría.
– Bien dicho, inglés, pero ¿quién te ha dicho que necesite hacer negocios contigo? -Recorrió la estancia con sus ojos negros, antes de clavarlos de nuevo en Theo.
El visitante comprendió al momento el sentido de su gesto. El aposento no habría sido más lujoso ni aunque hubiera pertenecido al mismísimo emperador T'ai Tsu, aunque su exceso chocaba con el gusto de Theo por la perfección de las líneas chinas. Allí todo estaba dorado, labrado, engastado con piedras preciosas. Hasta los pájaros cantores, encerrados en sus jaulas de oro, llevaban collares y bebían agua de unos cuencos Ming con esmeraldas incrustadas. La silla en la que Theo había tomado asiento estaba recubierta de pan de oro, y los apoyabrazos tenían forma de dragón, cuyos ojos eran unos diamantes tan grandes como uñas.
Aquella sala era la forma que tenía Feng Tu Hong de exhibirse ante el mundo, además de una advertencia. A ambos lados de puerta se alzaban dos recordatorios de sus orígenes; uno era una armadura, confeccionada con miles de escamas superpuestas, metálicas y de cuero, que semejaban una piel de lagarto, y cuyo guantelete sujetaba una lanza afilada que hubiera podido arrancarle el corazón a cualquiera. Al otro lado se encontraba el oso, un oso negro, asiático, con una franja blanca en el pecho, que se sostenía sobre sus patas traseras, con las fauces abiertas, como a punto de desgarrar el primer cuello que se le pusiera por delante. Era un oso disecado, sí, pero aun así un recordatorio de su poder.
Theo asintió, comprensivo, y en ese preciso instante una muchacha que no tendría más de trece años entró con una bandeja.
– Ah, Kwailin nos trae el té -dijo Feng, que permaneció en silencio observando a la joven, que sirvió el té verde en dos tazas diminutas y se lo ofreció, acompañado de unos dulces aromáticos. A pesar de que sus miembros eran macizos y pequeños, se movía con gracia, y le pesaban los párpados, como si se pasara los días en la cama, comiendo albaricoques y dátiles azucarados. Theo supo al momento que se trataba de la nueva concubina de Feng.
Se tomó el té, pero la bebida no eliminó el sabor amargo que impregnaba su boca.
– Feng Tu Hong -dijo al fin-, el tiempo se retira con la marea.
Su anfitrión hizo un gesto a la muchacha para que se ausentara. Ella, antes de hacerlo, dedicó una tímida sonrisa a Theo, y él se preguntó si aquel gesto le valdría, más tarde, una tanda de azotes.
– Y entonces, inglés, ¿qué negocio es ése?
– Conozco a un hombre de importancia, a un mandarín del Asentamiento Internacional, que desea comerciar contigo.
– ¿Y con qué comercia ese hombre, ese mandarín?
– Con información.
Feng entrecerró aún más los ojos, y Theo sintió que el corazón le latía más deprisa.
– ¿Información a cambio de qué? -quiso saber Feng.
– A cambio, lo que pide es un porcentaje.
– Nada de porcentajes. Una tarifa fija.
– Feng Tu Hong, con ese hombre no se regatea.
Feng cerró los puños y golpeó la mesa con los dos a la vez.
– Aquí las condiciones las pongo yo.
– Pero él es el que conoce el modo de librarse de las lanchas bombarderas.
Feng clavó sus ojos negros en Theo, y durante un largo momento, ninguno de los dos dijo nada.
– El uno por ciento -concedió al fin el anfitrión.
– Me insultas. E insultas a mi mandarín.
– El dos por ciento.
– El diez por ciento.
– ¡Bah! -rugió Feng-. Cree que puede robarme.
– El ocho por ciento de cada cargamento.
– ¿Y qué ganas tú?
– Yo gano el dos por ciento restante por la intermediación.
Feng se echó hacia delante, con la prominente mandíbula abierta, voraz, y al verlo a Theo le vino a la mente el oso asiático.
– El cinco por ciento para el mandarín, y el uno por ciento para ti.
Theo se cuidó mucho de exhibir la menor satisfacción.
– Hecho.
– ¿Ha dicho que sí?
– Ha dicho que sí, y no me ha matado.
Lo dijo en broma, pero Li Mei volvió la cabeza, corriendo el cortinaje de sus cabellos sedosos para alejarse, y se negó a mirarle.
– Amor mío -susurró él-, estoy sano y salvo.
– De momento. -Se asomó a contemplar la neblina que ascendía por el río, asfixiaba la luz de las farolas y se tragaba las estrellas.
– ¿Has visto a mis primas? -preguntó en voz baja-. ¿A mi hermano?
– Sí.
– Tus primas jugaban al mah-jongg en el pabellón.
– ¿Y tenían buen aspecto? -Al fin se volvió hacia él y le miró con ojos brillantes, sin poder disimular la curiosidad-. ¿Se reían, sonreían, parecían contentas?
Theo le rodeó la cintura con el brazo y le besó el pelo. Aspirar su perfume bastó para despertar su deseo.
– Sí, dulce niña, estaban preciosas, con sus peinetas de plata y sus cheongsams [3] color jade y azafrán, sus pendientes de perla y sus sonrisas en la cara. Libres y despreocupadas como pájaros en primavera. Sí, parecían contentas.
Sus palabras la complacieron. Le tomó la mano, se llevó los dedos a los labios y se los besó, uno por uno.
– ¿Y Po Chu?
– Hemos hablado un poco. Ni a él ni a mí nos ha alegrado encontrarnos.
– Ya lo sabía.
Theo se encogió de hombros.
– ¿Y mi padre? ¿Le has transmitido mi mensaje?
– Sí.
– ¿Y qué ha dicho?
En esa ocasión Theo no mintió.
– Me ha dicho -le reveló, atrayéndola hacia sí- «Yo ya no tengo ninguna hija que se llame Mei. Para mí, está muerta.»
Li Mei hundió el rostro en el pecho de su amante, con tal fuerza que él temió que fuera a asfixiarse. Pero no le dijo nada, y se limitó a abrazar su cuerpo tembloroso.