Capítulo 31

El día de Navidad fue duro, pero Lydia lo superó. Su madre tenía resaca, de modo que apenas hablaba, y Alfred se sentía incómodo haciendo de anfitrión en su apartamento de soltero, un lugar pequeño y bastante lúgubre que quedaba justo delante del Barrio Francés.

– Debería haber reservado mesa en un restaurante -comentó por tercera vez cuando se sentaron a la mesa, mientras la cocinera les mostraba un ganso asado en exceso.

– No, mi ángel, así es más hogareño -le tranquilizó Valentina, forzándose a sonreír.

«¿Mi ángel?» «¿Hogareño?» Lydia se horrorizaba. Con todo, compartió con él los ritos de la Navidad, y trató de mostrarse complacida cuando él le plantó un sombrero de papel en la cabeza.

Dos momentos álgidos hicieron que el resto le pareciera casi tolerable.

– Toma, Lydia -le dijo Alfred mientras le alargaba una caja grande, plana, envuelta en un bonito papel de regalo y atada con una cinta de raso-. Feliz Navidad, querida.

Era un abrigo, gris azulado. De corte impecable, pesado, grueso. No le costó adivinar que había sido su madre la que lo había escogido.

– Espero que te guste -aventuró él.

– Es precioso. Gracias.

La prenda contaba con un cuello ancho que se levantaba por completo, y en los bolsillos llevaba metidos unos guantes azules. Apenas se los puso, se sintió maravillosamente bien. Alfred le sonreía, exultante, esperando algo más, y ella sintió deseos de decirle: «Que acabes de regalarme un abrigo no te convierte en mi padre.»

Pero lo que hizo fue acercarse a él, rodearle el cuello con los brazos y darle un beso en una mejilla recién afeitada, que olía a sándalo. Aquello fue un error, no debió haberlo hecho. Por su forma de mirarla supo que él creía que las cosas entre ellos habían cambiado.

¿De veras creía que podía comprarla tan fácilmente?

El otro momento culminante del día se produjo con la aparición de la radio eléctrica. No de esas de hilo de cobre, sino de las de verdad. Estaba fabricada en roble pulido, y contaba con una rejilla de tejido marrón en forma de pájaro sobre el altavoz delantero. A Lydia le encantó. Se pasó casi toda la tarde sin despegarse de ella, moviendo las ruedas, llenando el aire de la habitación con la voz estridente de Al Jolson, o con los tonos acaramelados de Noel Coward, que cantaban Room with a View. Los intentos de Alfred por conversar con ella quedaban casi siempre en eso, en intentos, pero después de que por el aparato dieran una noticia referida al primer ministro Baldwin, él se arrancó con una perorata sobre lo sensato que había resultado firmar un acuerdo y reconocer el gobierno de Chiang Kai-Chek, y se mostró orgulloso de que Gran Bretaña fuera uno de los primeros países en hacerlo.

– Pero ha sido Josef Stalin, y no nosotros, los británicos -añadió- quien ha tenido la buena idea de entregar dinero y asesoría militar a los nacionalistas del Kuomintang. Y ahora Chiang Kai-Chek ha decidido librarse de los rusos. Qué necio.

– Eso no tiene sentido -replicó en voz baja Lydia, con un oído puesto aún en Adele Astaire y su Fascinating Rhythm-. Stalin es comunista. ¿Cómo iba a ayudar al Kuomintang, que se dedica a matar a los comunistas en China?

Alfred se limpió los lentes.

– Debes comprender, querida, que está apoyando la fuerza que cree que saldrá victoriosa en esta lucha de poder entre Mao Tse-Tung y el gobierno de Chiang Kai-Chek. Tal vez parezca contradictorio que Stalin haya tomado esa decisión, pero en este caso debo reconocer que tiene razón.

– Ha expulsado a León Trotski de Rusia. ¿Cómo va a tener razón?

– Rusia, como China, necesita un gobierno unido, y Trotski estaba causando facciones y divisiones, y…

– Silencio -exigió Valentina de pronto-. Dejad de hablar de Rusia. ¿Qué sabéis ninguno de los dos? -Se levantó y se sirvió otra copa de oporto, que llenó hasta el borde-. Es Navidad. Vamos a estar contentos.

Los miró con gesto severo, y dio un sorbo al licor.

Se retiraron temprano, pero durante el trayecto de regreso a casa no se dirigieron la palabra. Las dos albergaban pensamientos que preferían no compartir.


Fue en el día de Año Nuevo cuando todo cambió.

Apenas puso los pies en el claro que se abría junto a la Quebrada del Lagarto, Lydia lo supo. El dinero no estaba. El cielo era de un azul pálido, límpido, y el aire tan frío que parecía morderle los pulmones, pero ella se había cubierto muy bien con el abrigo nuevo, y llevaba puestos los guantes, de modo que no le importaba. Los árboles que flanqueaban la estrecha franja de arena mostraban sus ramas desnudas, blancas como esqueletos, y el agua saltaba tras ellos con gran energía. Lydia había llegado hasta allí con la idea de poner otra marca en la roca plana, una línea fina grabada en ella que indicara que había vuelto allí, por más absurdo que resultara.

Pero el túmulo había desaparecido.

La montaña de guijarros que había levantado en la base de la roca. Destruida. Esparcida. Desaparecida. La tierra sobre la que se alzaba se veía gris y removida. El corazón le dio un vuelco, y hasta su lengua llegó el sabor de la adrenalina. Se arrodilló, se quitó los guantes y escarbó en el suelo arenoso. Aunque en otros lugares la tierra se había helado hasta endurecerse por completo, ahí seguía siendo suave, y se desmoronaba con facilidad. No hacía mucho que otra persona lo había hecho. El tarro de cristal seguía en su sitio, gélido al tacto. Pero del dinero no quedaba ni rastro. Los treinta dólares se habían esfumado. Experimentó una gran sensación de alivio. Estaba vivo. Chang estaba vivo.

Vivo.

Aquí.

Había venido.

Torpemente, con prisas, destapó el tarro, metió la mano dentro y extrajo lo que había dentro. Una sola pluma blanca, suave y perfecta como un copo de nieve. La posó en la palma de la mano y se dedicó a contemplarla. ¿Qué significaba?

Blanca. De un blanco chino. El blanco era el color del luto en China. ¿Significaba que había muerto? ¿Qué estaba muriéndose? La boca se le secó al pensarlo. O… Blanco. La pluma de una paloma. Paz. Esperanza. Un signo de futuro.

¿Cuál de las dos? ¿Cuál de las dos?

Permaneció largo rato arrodillada junto al agujero cavado en la tierra, con la pluma atrapada entre las dos palmas ahuecadas, mientras el viento le lanzaba sus cuchillas desde el río, directamente al rostro. Pero ella apenas se percataba. Finalmente, colocó la pluma sobre un pañuelo, lo dobló con esmero y se lo metió en la blusa. Extrajo entonces la navaja del bolsillo, se cortó un mechón de pelo y lo metió en el tarro. Lo cubrió con la tapa, que apretó con fuerza, y volvió a enterrarlo. Y construyó otra montaña de guijarros.

A sus ojos, el montículo parecía un túmulo funerario.


Un ruido en el sotobosque, tras ella, le hizo girarse. Dos urracas emprendieron el vuelo, alertándola con sus graznidos roncos y los destellos azulados de sus alas. Se le erizó el vello de la nuca, y una sonrisa y un grito de alegría asomaron a sus labios. Dio un paso al frente para ir a su encuentro.

Pero no era Chang.

La decepción se apoderó de ella, desgarrándola.

Una mano larga, de uñas amarillentas, apartó una rama baja de brezo y el cuerpo a la que pertenecía abandonó la espesura. Durante una fracción de segundo Lydia entrevió una figura alta y delgada, vestida con harapos.

No era Chang.

Entonces, la figura se esfumó. Lydia avanzó deprisa, corriendo tras él, entre los arbustos, ajena a las espinas y los rasguños. El camino era poco más que un sendero abierto por las alimañas, estrecho y serpenteante bajo los abedules, pero las manchas de espesa vegetación proporcionaban lugares para ocultarse.

No lo veía. Dejó de correr y aunque se mantuvo en silencio, escuchando atentamente, sólo oía los latidos de su corazón, que resonaban en sus oídos. El aire frío se le clavaba en la garganta. Esperó. Un cernícalo sobrevolaba en las alturas, aguardando también. Sus ojos rastreaban el bosque, en busca de algún movimiento, y al poco vio que una sola rama se agitaba, antes de quedar de nuevo inmóvil sobre ella, a la izquerda, entre una maraña espesa de saúco y hiedra, donde un racimo de bayas heladas se aferraba a los tallos y un gorrión saltaba de rama en rama.

¿Había sido el pájaro el que había movido la rama?

Se adelantó un poco, mientras palpaba la navaja que llevaba en el bolsillo. La extrajo y dejó el filo al descubierto. Avanzó más, observando los arbustos y los espacios en penumbra, y cuando ya creía que lo había perdido, un hombre dio un salto, fue a caer casi a sus pies y echó a correr. Pero sus movimientos eran erráticos. Tropezaba, se ladeaba. Lydia no tardó en darle alcance, se colocó tras él. El corazón le latía con fuerza cuando le agarró el hombro, y el ligerísimo empujón bastó para que le fallaran las piernas y cayera de bruces en el suelo. Ella se arrodilló junto a él al instante, empuñando la navaja. Que fuera capaz de usarla era algo en lo que por el momento prefería no pensar.

Pero la figura encorvada no ofreció la menor resistencia. Se dio la vuelta y levantó las dos manos sobre la cabeza, en señal de rendición, y Lydia pudo observarlo con detalle. Su delgadez era extrema. Los pómulos sobresalían como cuchillas. Tenía la piel muy amarilla, y los ojos, muy separados de sus órbitas, parecían flotar sobre el rostro. Lydia no habría podido adivinar qué edad tenía. ¿Veinte? ¿Treinta? Y, sin embargo, por la piel cuarteada y escamosa de las manos habría dicho que era mucho mayor. Tenía la cara llena de heridas recientes.

Lo agarró por la túnica sucia, raída y deshilachada, que apestaba a orines, y la sostuvo con fuerza, cerrando el puño, por si a aquella especie de cigüeña esquelética le daba por echarse a volar.

– Dime -le dijo, hablando despacio y vocalizando mucho, con la esperanza de que entendiera su idioma-. ¿Dónde está Chang An Lo?

El asintió, los ojos fijos en su rostro.

– Chang An Lo. -Levantó un índice huesudo, señalándola-. ¿Lidya?

– Sí. -El corazón le dio un vuelco. Sólo Chang le habría revelado su nombre-. Soy Lydia. -Tirando de él lo puso en pie, pero a pesar de su altura, la debilidad de su cuerpo era tal que los dos estuvieron a punto de caer de nuevo al suelo-. ¿Chang An Lo? -insistió ella, maldiciéndose por no hablar ni una palabra de mandarín.

– Tan Wah -dijo él, señalándose con una uña amarillenta.

– ¿Tú eres Tan Wah? Por favor, Tan Wah, llévame con Chang An Lo -le pidió, indicando con la mano en dirección a la ciudad.

Él pareció comprender y asintió, moviendo arriba y abajo la cabeza oscura, y se puso en marcha con paso tambaleante, a través del sotobosque. Lydia no le soltaba la túnica, y su impaciencia iba en aumento.


Se dirigían hacia el puerto. Por lo que parecía, había estado buscando en el lugar correcto, en el mundo sin nombres. Sin leyes. Donde las armas mandaban y el dinero hablaba. Sí, el señor Liu tenía razón. Chang estaba ahí. Cerca. Ella lo sentía, esperándola. Respirándole en la nuca. Tiró de los harapos de Tan Wah para pedirle que se diera prisa, porque sin la compañía de Liev se sentía incómoda en los bajos fondos. El riesgo era mucho.

Ya se había acostumbrado a los olores de las calles. El muelle bullía de actividad, de gentes que se empujaban unas a otras, que esquivaban las ruedas de los rickshaws, que gritaban y escupían, que transportaban montañas de productos en carretillas y en las cestas que cargaban al hombro con cañas largas, abriéndose paso. Todo formaba una amalgama de movimiento incesante.

En esa ocasión Lydia no se fijaba en los rostros, y fue precisamente por eso por lo que no pudo anticiparse. Un viejo, doblado bajo el peso de un montón de leña, de pelo lacio y escaso que le cubría la cara, se confundía con el remolino gris de la humanidad que la rodeaba. Ni siquiera lo miró. No hasta que se detuvo frente a ella, impidiéndole el paso. Sólo entonces vio los ojos negros que la observaban, brillantes, ávidos. Tenía la cabeza girada hacia un lado, para poder ver más allá del inmenso fardo que cargaba a la espalda.

No emitió un solo sonido. Se limitó a extraer una daga de filo estrecho de la túnica acolchada, y sin mediar palabra la hundió en el vientre de Tan Wah.

A Lydia se le escapó un grito.

Tan Wah tosió antes de caer de rodillas, mientras con las manos se cubría la súbita mancha escarlata. Ella lo agarró del brazo para sostenerlo, pero cuando adelantó la cara, el viejo lo aprovechó para rebanarle el pescuezo con gesto certero. La sangre salió disparada, describiendo una parábola, y Lydia notó que le rociaba la cara, obscenamente tibia en contraste con el aire helado.

– ¡Tan Wah! -exclamó ella, que se arrodilló en el suelo sucio, junto a su cuerpo inerte. Los ojos, inyectados en sangre, seguían muy abiertos, alerta, pero la pátina de la muerte ya se había posado sobre ellos-. Tan Wah -susurró.

Una mano la agarraba por el hombro. Se puso en pie, zafándose de ella, y gritó a los rostros que pasaban por su lado.

– ¡Ayuda! Este hombre está muerto, necesita… Por favor, llamen a la policía… yo…

Una mujer tocada con un gran pañuelo y un porteador fueron los únicos en detenerse. Ella llevaba un niño atado a la espalda. Se agachó y le dio unas palmaditas en la mejilla al muerto, como si con ese gesto pudiera determinar si su espíritu ya lo había abandonado, y acto seguido empezó a rebuscar entre los harapos, en busca de algún bolsillo. Lydia le gritó, la empujó para que se apartara, mientras sentía que la rabia le oprimía la garganta y la dejaba sin palabras, y le permitía apenas emitir un gruñido animal, primitivo.

La mujer se fundió al instante con la multitud indiferente. Había manos que se aferraban a Lydia, pero a ella todo le daba vueltas, y en un primer momento le pareció que se extendían para ayudarla. Para levantarla. Pero entonces lo comprendió. El viejo de la leña le desabrochaba los botones, le estaba robando el abrigo. Su abrigo. Eso era lo que quería. Su abrigo. Había matado a Tan Wah por el abrigo.

Lydia le escupió en la cara, y se sacó la navaja del bolsillo. Con una parte de su cerebro que parecía funcionar autónomamente, registró que las manos ennegrecidas del viejo apestaban a alquitrán, y que seguían arrancándole los botones. Si no la había apuñalado era porque no quería quedarse sin abrigo. Le clavó la navaja con todas sus fuerzas en el brazo, y sintió que rozaba el hueso. Él abrió mucho la boca desdentada y emitió un chillido agudo. Pero soltó el abrigo.

Lydia se abalanzó entonces sobre el fardo de leña que cargaba a la espalda, y le hizo caer sobre el suelo adoquinado, como si de una tortuga panza arriba se tratara. Entonces dio media vuelta y echó a correr.


Un rostro blanco. Salió a su encuentro de un salto. Una nariz occidental, alargada. Pelo corto, rubio, pegado con brillantina a la cabeza. Un uniforme. Entre todos los ojos orientales, ese par de ojos azules, redondos, hizo que Lydia cruzara la calle sin mirar y se aferrara al brazo del hombre que bajaba la escalera de una sórdida casa de juego, oliendo a whisky.

– Lo siento -balbució, y sus palabras brotaron de su pecho como un fuego-. Lo siento, pero…

– Eh, jovencita, ¿qué es lo que tienes? Tranquila.

Era americano. Un marino de la Armada de Estados Unidos. Lo reconoció por el uniforme. Sus manos la calmaron como habrían hecho con una yegua asustada, acariciándole el hombro y dándole unas palmaditas.

– ¿Qué sucede?

– Un hombre. Ha matado a mi… a mi acompañante. Por nada. Lo ha apuñalado. Quería mi…

– Cálmate, conmigo estás a salvo, cielo.

– … quería mi abrigo.

– Malditos bandidos. Venga, vamos a buscar a un policía que solucione este lío. No te asustes. -Y empezó a caminar calle abajo-. ¿Quién era ese acompañante tuyo? Espero que fuera un hombre, porque no soportaría la idea de que una muchacha bonita…

– Era un hombre. Un chino.

– ¿Qué? Un maldito chino. Bueno, tal vez debamos pensarlo mejor.

Se detuvo y, sin quitarle el brazo de la cintura, le dio un codazo a una cabra que, boca abajo, colgaba de un poste con las patas atadas, balando desesperada. Llevó a Lydia hasta un portal, para poder hablar con más calma.

– Te has llevado un buen susto, señorita, pero, mira, si sólo estamos hablando de un chino apestoso, lo mejor es que sean los policías chinos los que se ocupen del caso. -Sonrió, tratando de tranquilizarla con sus ojos azules, sus dientes blancos y bien cuidados, su acento sureño, dulce, suave como un sirope.

De pronto, ella trató de liberarse de su abrazo.

– Suélteme, por favor -dijo secamente-. Si no quiere ayudarme, yo misma iré en busca de la policía.

Él le calló la boca, cubriéndosela con la suya.

La sorpresa y el asco se apoderaron de ella. Luchó con todas sus fuerzas por soltarse, le arañó la cara, pero él soltó una maldición y le inmovilizó los brazos a la espalda, la arrimó a la pared -los ladrillos le rasparon las muñecas- se restregó contra ella y empezó a levantarle la falda. Ella empezó a dar patadas y golpes.

Y aunque se zafó de sus manos, resistirse a él era como luchar contra un buque de guerra americano. Sus dedos se le metían por la cinta elástica de la ropa interior, y con la lengua de babosa invadía su boca.

Mordió con fuerza. Notó el sabor de la sangre.

– Puta -masculló él, plantándole un bofetón.

– Cabrón -susurró ella sobre la mano que le tapaba la boca.

Él se echó a reír y le soltó con fuerza la banda elástica.

– Pare ahora mismo -dijo fríamente una voz masculina, junto al oído del americano.

Lo único que Lydia veía era el cañón de un revólver pegado a la sien de su atacante. El chasquido del percutor al retroceder hacia atrás resonó como un cañón en el silencio repentino. Una vez liberada, dio una patada en la espinilla del americano, que gruñó y se echó hacia atrás.

– Arrodíllese -ordenó la voz.

El marino era lo bastante listo como para saber que no había que discutir con alguien armado. Lydia regresó a la calle, dispuesta a salir corriendo de nuevo, indiferente a quien la había salvado. En los tiempos que corrían, la caballerosidad salía cara.

– Lydia Ivanova.

Se detuvo y observó al hombre de tabardo verde que componía una mueca de preocupación. Le sonaba de algo. Su memoria hacía esfuerzos por imponerse al miedo y a su deseo animal de huir.

– Alexei Serov -dijo finalmente, presa del más absoluto asombro.

– Al menos esta vez me reconoce.

Una cálida oleada de alivio bañó su ser.

– ¿Puedo?

Extendió la mano para pedirle el revólver.

– No irá a disparar a nadie.

– No, se lo prometo.

Él adelantó el percutor con cuidado y permitió que le cogiera el arma. Lydia hundió el pesado cañón de metal en la cabeza del americano, antes de devolvérsela a Alexei Serov.

– Gracias -le dijo, esbozando una amplia sonrisa.

Él la miró, extrañado, escrutando su rostro, su pelo, sus ropas.

– Venga conmigo, la acompañaré a casa -le dijo, ofreciéndole el brazo con gran educación.

Pero ella no se agarró de él, y dio un paso atrás.

– No, no, gracias. Iré a su lado, nada más.

Incluso ella misma se dio cuenta de que su voz no sonaba normal.

– Está usted muy alterada, señorita Ivanova. No creo que pueda caminar sola.

– Podré. -Alexei Serov volvió a observarla, y asintió-. Pero es que han asesinado a una persona -añadió atropelladamente, y señaló el fondo de la calle, aunque sabía que era inútil.

– Todos los días se producen asesinatos en Junchow -respondió él encogiéndose de hombros-. No se involucre usted.

Y, dicho esto, se puso en marcha a grandes zancadas, haciendo señas a los tres hombres que esperaban tras él para que se pusieran en marcha. Hasta ese momento Lydia no se había percatado de su presencia. Eran soldados del Kuomintang.


La acompañó hasta la puerta de su casa.

– ¿Estará su madre? -le preguntó al llegar.

– Sí -mintió ella.

Necesitaba estar sola, necesitaba silencio. Había estado tan cerca de Chang An Lo, apenas a un suspiro de él, y sin embargo, ahora…

Con todo, Alexei ignoró sus protestas y subió con ella hasta la buhardilla, bajando la cabeza para evitar la pendiente del tejado sobre los últimos peldaños. En condiciones normales, ella habría preferido morir a permitir que alguien entrara en su cuarto. Incluso Polly. Pero ese día no le importaba nada. Él la sentó en el sofá, y sirvió té, una taza tras otra, un té oscuro y dulce. Le hablaba ocasionalmente, poco, y cuando se sentó en la vieja silla colocada frente a ella, Lydia se dio cuenta de que Alexei se había quedado con la taza desportillada. Despacio, como si ascendiera por un túnel profundo y resbaladizo que se hallara bajo tierra, su mente empezaba a centrarse de nuevo. La mirada del visitante recorría la habitación, y cuando vio que ella lo observaba, sonrió.

– Los colores son maravillosos -dijo, señalando los cojines fucsias y los retales de tela distribuidos aquí y allá-. Es bonito.

¿Bonito? ¿Cómo podía nadie en su sano juicio afirmar que aquel hueco miserable era bonito?

Dio un sorbo al té, mientras estudiaba al hombre que había invadido su hogar. Alexei se apoyaba en el respaldo de la silla, cómodamente, no como Alfred, que siempre se sentía algo violentado ahí arriba. Tenía la rara sensación de que su salvador era de los que se sentían a gusto en cualquier parte. ¿O era todo una pantomima? No estaba segura. Llevaba el pelo corto, limpio, algo levantado, sin gota de brillantina, a diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, y sus ojos eran de un verde que le recordaba al musgo que cubría la roca plana de la Quebrada del Lagarto. Era alto, y había una languidez general en él, en su boca, en su cuerpo, en su manera de cruzar las piernas. La excepción eran sus manos: anchas y musculosas, parecía haberlas tomado prestadas de otro.

– ¿Se siente mejor? -le preguntó.

– Estoy bien.

Él soltó una risita grave, como si dudara de sus palabras, pero replicó:

– Muy bien. En ese caso, la dejaré sola.

Lydia trató de levantarse, pero descubrió que estaba envuelta en su edredón. ¿Cuándo se lo había puesto?

Él se echó hacia delante, observándola fijamente.

– Ya es peligroso que una mujer vaya al muelle. Y si va sola, es suicida.

– No iba sola. Estaba con un… acompañante. Un acompañante chino. Pero lo… -No le salía la palabra.

– ¿Asesinaron?

Lydia asintió, alterada.

– Lo apuñalaron. -Empezaron a temblarle las manos, que ocultó bajo el edredón-. Debo denunciarlo a la policía.

– ¿Conoce su nombre? ¿Su dirección?

– Se llamaba Tan Wah. Eso es todo lo que sé.

– Yo no insistiría, Lydia Ivanova -sugirió él con firmeza-. La policía china no se interesará lo más mínimo por el caso, se lo aseguro. A menos que fuera rico, claro. Eso lo cambiaría todo.

El rostro esquelético de Tan Wah, amarillento como el polvo que traía el viento, se apareció ante ella.

– No, no era rico. Pero merece justicia.

– ¿Sabe quién lo apuñaló? ¿O dónde encontrar al asesino?

– No.

– En ese caso, olvídelo. Su hombre es, simplemente, uno de los muchos que mueren en las calles de Junchow.

– Eso es muy duro.

– Son tiempos duros.

Lydia sabía que tenía razón, pero todo en su interior se rebelaba contra ello.

– Fue por mi abrigo. Quería mi abrigo. Tan Wah está muerto por culpa de un abrigo, un maldito y estúpido abrigo.

Se desprendió del edredón, se puso en pie y empezó a arrancarse los botones de su regalo de Navidad, a despojarse de aquella cosa horrenda. Una vez que se lo hubo quitado, lo arrojó al suelo. Alexei Serov se levantó, recogió el abrigo azul y, con delicadeza, lo dejó sobre la silla que había ocupado hasta hacía un instante. Luego se acercó al pequeño fregadero de la cocina y regresó con un cuenco esmaltado lleno de agua, y con un paño.

– Tenga -le dijo-, lávese la cara.

– ¿Qué?

– La cara. -Le puso el paño en la mano-. Tengo que irme, pero sólo lo haré si me asegura usted que…

Lydia ahogó un grito y se acercó al espejo colgado junto a la puerta. Se miró horrorizada. No le extrañaba que él hubiera estado observándola con tanta extrañeza. Su piel, blanca como el papel, estaba manchada por salpicaduras de sangre, lo mismo que su cuello, que parecía cubierto de pecas oscuras, marrones. El bofetón que le plantó el americano le había hinchado una mejilla, y un rasguño alargado recorría el lado de la oreja izquierda, seguramente causado por las espinas de los arbustos entre los que había corrido, en el bosque. Con todo, lo peor era el pelo. Más de la mitad se veía aplastado, cubierto de sangre reseca. De la sangre de Tan Wah.

No se atrevió a mirarse a los ojos. Le asustaba lo que pudiera ver en ellos.

Con movimientos rápidos, se pasó el paño por la cara. Luego se acercó corriendo al fregadero y metió la cabeza debajo del grifo. El agua estaba helada, pero se sintió mejor al instante. Más limpia. Por dentro. Cuando se incorporó, supuso que Alexei Serov se habría ido, pero lo encontró tras ella, sosteniendo una toalla. Lydia se frotó con ella el pelo y la piel, y lo hizo con fuerza, como si de ese modo pudiera borrar las imágenes que poblaban su mente. Entonces empezó a cepillarse los cabellos con tal fuerza que se le rompió el mango, y tuvo que parar. Respiró hondo. Se obligó a reír, aunque sin mucho éxito.

– Gracias, Alexei Serov. Ha sido usted amable.

Por primera vez, su interlocutor pareció sentirse incómodo y fuera de lugar en aquella habitación. Se puso firmes con un golpe de talón, y le hizo una reverencia formal.

– Me alegra haber podido asistirla. -Se acercó a la puerta y la abrió-. Le deseo un pronto restablecimiento del mal día que ha tenido hoy.

– Dígame una cosa.

Él se mantuvo a la espera, y la reserva asomó a sus ojos verdes.

– ¿Por qué tiene a soldados del Kuomintang a su servicio?

– Porque trabajo con ellos.

– Ah.

– Soy asesor militar. Entrenado en Japón.

– Entiendo.

– ¿Es todo?

– Sí.

– Entonces, adiós, Lydia Ivanova.

– Spasibo do svidania, Alexei Serov. Gracias y adiós.

Él asintió con la cabeza y salió de la casa.

Antes de que sus pasos se hubieran perdido en la escalera se oyó una exclamación brusca en el rellano inferior. Era la voz de su madre. Tras una breve cascada de frases en ruso que Lydia no comprendió, Valentina irrumpió en la buhardilla.

– Lydia, no quiero volver a ver a ese ruso en mi casa, ¿me oyes bien? Nunca. Te lo prohíbo. ¿Me estás escuchando? Maldita sea, qué frío hace en este cuartucho. No pienso tolerar que esa ociosa familia se acerque por aquí… Lydia, te estoy hablando.

Pero Lydia había recogido el edredón y se había acurrucáis en la cama. Cerró los ojos y se aisló del mundo.


«Chang An Lo. Lo siento.»

Era de madrugada. Lydia observaba la oscuridad. El dolor en las sienes la golpeaba al ritmo de los latidos de su corazón. Había llegado a una conclusión: si Chang había enviado a Tan Wali a la Quebrada del Lagarto era porque debía de estar enfermo. O riendo. Ésa era la única explicación. De otro modo habría acudido él personalmente. Estaba segura de ello, tan segura como de su propia vida. Y ahora, por su culpa, Tan Wah estaba muerto, lo que implicaba que había expuesto a Chang a un peligro mayor. Sin Tan Wah, tal vez Chang An Lo muriera. Las lágrimas no derramadas le oprimieron la garganta, cerrando un nudo.

– ¿Lydia?

– ¿Sí, mamá?

– Dime, dochenka, ¿crees que soy una mala madre?

La buhardilla estaba oscura como la muerte, salvo por un gajo estrechísimo de luna que trazaba una línea plateada en el centro de la cortina. Su madre se había pasado la noche bebiendo, y llevaba un buen rato hablando sola, lo que no era nunca buena señal.

– ¿A qué te refieres, mamá?

– No seas tonta. Sabes perfectamente a qué me refiero.

Lydia se esforzó por hablar. Esa iba a ser su última noche juntas en aquella habitación.

– Nunca me has preparado una tarta. Ni me has remendado la ropa. Ni te has preocupado de que me cepillara los dientes. ¿Te convierte eso en mala?

– No.

– Pues ya está. Ya tienes mi respuesta.

El viento golpeó la ventana, y Lydia sintió que se trataba de los dedos de Chang en el cristal. El sonido de un coche distante fue acercándose, antes de perderse de nuevo.

– Dime qué he hecho bien, dochenka.

Lydia escogió sus palabras con cuidado.

– Te quedaste conmigo, a pesar de haber podido abandonarme en el orfanato de Saint Mary en cualquier momento. Habrías quedado libre para hacer lo que quisieras.

Silencio.

– Y me has dado la música, en mi vida siempre ha habido música. Y, oh, mamá, me has dado besos. Y pañuelos de colores. Y me has enseñado a hablar con elocuencia, aunque a veces te haya vuelto loca con mis palabras. Sí, me has enseñado a pensar por mí misma y, aún mejor, me has permitido cometer mis propios errores.

Una nube cubrió la luna y en la buhardilla se apagó la rendija de luz.

Valentina seguía sin decir nada.

– Mamá, ahora te toca a ti. Dime qué he hecho bien yo.

Se oyó un suspiro profundo en el otro extremo de la buhardilla, y un gemido ahogado. Su madre tardó aún un minuto en hablar.

– Con que estés viva me basta. Lo es todo. -Las palabras de su madre parecieron iluminar la oscuridad y prender fuego a algo que anidaba en la cabeza de Lydia, que cerró los ojos-. Y ahora, a dormir, dochenka. Mañana nos espera un gran día.

Pero una hora más tarde, la voz de su madre volvió a susurrar en la oscuridad.

– Sé feliz, hazlo por mí, cielo.

– La felicidad cuesta.

– Lo sé.

Lydia se frotó con fuerza los ojos con las palmas de las manos para alejar de su mente las imágenes de Chang herido y solo. Sin felicidad podía vivir. Pero estaba decidida a aferrarse a la esperanza.

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