Capítulo 5

El Club Ulysses era tan pretencioso como su nombre. Theo lo odiaba, pues representaba todo lo que él rechazaba de la arrogancia colonial. Era de esos lugares que se daban aires de grandeza y se mostraban desdeñosos. El edificio se alzaba en el corazón del sector británico, algo retrasado respecto de la calle, como si quisiera desvincularse del ruido y el ajetreo de la ciudad tras la espesa barrera de rododendros y la extensión de un césped bien cortado. Exhibía una fachada blanca, imponente, de altas columnas, base y pórtico, todo ello profusamente labrado a mayor gloria del conquistador.

Mientras enfilaba la escalinata que conducía a la entrada le vino a la mente la imagen de un santuario, y en cierto sentido eso es lo que era aquel lugar: un templo erigido al dios del conservadurismo. Al mantenimiento del statu quo. Y no hacía falta ni decir que nadie de piel amarilla, ni un solo miembro de aquella tribu pagana que te mentía a la cara y vendía a sus hijos, podía franquear aquellas puertas sagradas, a menos que fueran las traseras, y siempre que vistieran las ropas de la servidumbre.

A Theo le asqueaba todo aquello. Pero Li Mei tenía razón. Entre los besos que habían prendido fuego a sus ingles, y las dulces palabras que agitaban su cerebro, ella le había enseñado a verlo como un juego. Un juego que debía jugar. Que debía ganar.

– Willoughby, muchacho, me alegro mucho de que haya podido venir.

Christopher Mason venía hacia él con la mano extendida y la sonrisa afable de una serpiente. Pasaba de los cuarenta, pero se mantenía en forma montando a caballo. Se comportaba como un oficial de caballería, aunque Theo estaba seguro de que nunca en su vida había asistido a un desfile de la guardia montada. A una edad temprana, había optado por hacer carrera en los despachos, en el gobierno, y no solicitó un puesto en China hasta que supo de las fortunas que podían amasarse en el país si uno sabía lo que hacía. De ojos redondos, astutos, y pelo castaño oscuro, peinado hacia atrás, lo que resaltaba su pico de viuda, era unos centímetros más bajo que Theo, aunque compensaba esa desventaja hablando en voz muy alta mientras los dos atravesaban el salón.

– ¿Ha oído la noticia? Pone los pelos de punta. Y, en mi opinión, llega antes de tiempo.

– ¿A qué se refiere?

Theo se mostraba escéptico. Sabía que, en aquel hormiguero ajetreado y claustrofóbico en el que vivían, una «noticia» podía ser que Binky Fenton había abandonado un partido de croquet tras ser acusado de tramposo, o que el general Chiang Kai-Chek preparaba una legislación más estricta para despojar a los extranjeros de sus tierras y arrojarlos al mar. Pero las acusaciones de tramposo serían de mal gusto y, por otro lado, nadie esperaba que los chinos cumplieran con sus promesas. Theo esperó a oír lo que teñía de rojo intenso las mejillas de Mason.

– Son nuestras tropas. El segundo batallón de la Guardia Escocesa. Para Año Nuevo abandonarán China a bordo del Ciudad de Marsella, rumbo a casa. Eso es tener cara dura. Nos dejan aquí indefensos en este país tenebroso. ¿Es que no saben que el Ejército Nacionalista del Kuomintang convierte los disturbios en orgías de muerte allí, en Pekín? Por Dios, pero si necesitamos más ejército, no menos. Nosotros somos los que, con los beneficios del comercio, mantenemos a Baldwin y a su maldito gobierno lejos de la bancarrota. ¿Ha visto usted en qué estado se encuentran los mercados financieros?

– En ese caso, tal vez nos convenga aprender a mantenernos por nosotros mismos, ¿no le parece? -observó Theo encogiéndose de hombros, en un gesto que pretendía, deliberadamente, irritar a su interlocutor-. ¿Por qué mantener un ejército en un lugar si aseguramos que deseamos mantener la paz con los chinos? -Mason se detuvo en seco-. Lo que nos hace falta -prosiguió Theo- es un tratado al que todos podamos atenernos de una vez, un tratado que sea razonable, no basado en represalias. Debemos hacer concesiones, si no queremos encontrarnos con otra rebelión como la de Taiping.

Mason lo observo fijamente.

– Maldito pro chino -masculló, antes de dejarlo allí plantado y dirigirse al bar, ajeno a la elegancia de los esbeltos pilares del salón a los candelabros venecianos. Sirvientes autóctonos pasaban por su lado, en silencio, pulcros y dóciles, con sus trajes de faldones blancos abotonados hasta el cuello. Llevaban las bandejas, y sonreían educadamente, con un rictus que parecía congelado en sus rostros. Y, sin embargo, Theo sabía que para los socios del Club Ulysses aquellos hombres no valían más que un periódico de ayer, valían menos, probablemente. Desde el espacioso porche, situado en el ala trasera del edificio, resonó una carcajada repentina, aguda. Lady Carolina bebía ginebra con angostura.

Theo estuvo a punto de darse la vuelta e irse. Salir de allí y dejar plantado a Mason le habría proporcionado un gran placer, pero las palabras de Li Mei seguían resonando en su mente, y lo mantuvieron en su sitio.

«Tienes que jugar el juego, Tiyo. Tienes que ganar.»

Su Li Mei era muy lista. A él le encantaba su modo de aprovecharse de sus debilidades, de apoderarse de su deseo ridículo, típico de la educación británica de los colegios privados, de ver la vida como una especie de juego absurdo en el que debía lograrse la victoria.

Siguió a Mason a través de las puertas de madera labrada, entró en el bar y miró a su alrededor. El local estaba lleno, como siempre a las siete y media de la tarde. Allí se daban cita todos los constructores del Imperio británico. Los grandes, los buenos. Y los no tan buenos. Algunos de ellos tiesos y pagados de sí mismos, vestidos con uniforme militar, sentados en los cómodos chesterfields de cuero, otros apoltronados, puro en mano, en las nuevas butacas de anea Lloyd Loom, más ligeras, llevadas hasta allí para hacer el lugar más atractivo a los ojos de las socias.

Mientras avanzaba entre los congregados, iba saludando con un movimiento de cabeza a los rostros que reconocía, pero no se detenía a hablar con nadie. Por lo que a él respectaba, cuanto antes terminara la reunión a la que había sido convocado, mucho mejor. Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que Mason se dirigía a un grupo de cuatro hombres sentados en torno a una mesa baja de a nube formada por el humo de los cigarrillos parecía suspendida sobre ellos como un halo, a pesar de que los grandes ventiladores de latón giraban sin cesar en los techos, removiendo el calor y las moscas. Para Theo, el rígido cuello de la camisa era como un garrote vil que le oprimía la garganta, pero si debía participar en el juego, tenía que hacerlo con aquella ropa de gala. Se detuvo, encendió un cigarrillo turco y lanzó su primer dado.

– Buenas noches, sir Edward -dijo con tono bondadoso-. He oído que por fin va a echar a los marines de Estados Unidos de Tientsin.

Sir Edward Carlisle apartó la vista del vaso de whisky que sostenía, alzó el rostro -que, en reposo, abandonaba sus rasgos aguileños y se mostraba sorprendentemente plácido-, y sonrió a Theo. Los demás presentes ahogaron unas risitas, aunque Lacock, el comisario de policía, no se sumó a ellos. Binky Fenton, un vivaracho agente de aduanas que siempre se lamentaba de la injerencia de los americanos, levantó su copa y pronunció, muy sentidamente:

– ¡Ya era hora!

Theo tomó asiento junto a Alfred Parker, el único de los allí congregados al que consideraba amigo, y que le dio la bienvenida asintiendo con la cabeza y estrechándole la mano. Alfred era unos años mayor que él, y recién llegado a China. Trabajaba como reportero para el periódico local, el Daily Herald de Junchow. Y no lo hacía nada mal. Su último artículo, un reportaje espeluznante, abordaba la odiosa costumbre de vendar los pies a las mujeres chinas. Aunque ya no se trataba de algo obligatorio desde la caída de la dinastía manchú en 1911, su práctica seguía muy extendida. Afortunadamente, los padres de Li Mei le habían ahorrado aquella barbaridad en concreto. Y Alfred Parker tenía razón. Según él, ¿qué sentido tenía discapacitar a la mitad de la fuerza de trabajo en un país que moría de hambre en la calle? No tenía sentido.

– Buenas tardes, Willoughby -respondió sir Edward, que parecía alegrarse sinceramente de verlo aunque, claro, aquel hombre era un diplomático brillante, y con él nunca se sabía-. Sí, tiene razón, aunque no sé de dónde diablos saca la información. El secretario de la marina estadounidense ha ordenado la retirada inmediata de Tientsin.

– ¿De cuántos hombres hablamos? -preguntó Parker, interesado.

– De tres mil quinientos marines.

Binky Fenton silbó con estridencia y jaleó el dato.

– Adiós, yanquis, feliz expulsión.

– Y nuestra propia Guardia Escocesa se sumará a ellos en enero -masculló Mason, mientras levantaba un dedo. Al momento, un camarero chino se materializó a su lado-. Whisky con soda, muchacho. Sin hielo. ¿Willoughby?

– Whisky solo.

Sir Edward asintió, complacido. Le dolía ver que la gente estropeaba un buen whisky rebajándolo con agua.

– Los nacionalistas del Kuomintang controlan la situación -afirmó con vehemencia el diplomático, aunque sin aclarar si aquel hecho le complacía o no-. Tanto en Pekín como en Nankine, lo que implica que dominan tanto la capital del norte como la del sur. De modo que debemos reconocer que la guerra civil ha terminado al fin, al menos la lucha entre los señores de la guerra, si bien no la que se libra contra los comunistas. El mariscal Chang Tso-lin y su Ejército del Norte han perdido. Y por eso, caballeros, el gobierno británico ha decidido que la necesidad de mantener tantas tropas que protejan nuestros intereses se ha reducido.

– ¿Es verdad que al mariscal Chang Tso-lin y a sus hombres se les están facilitando salvoconductos para Manchuria? -preguntó Alfred Parker, que quería sacar el mayor partido de la primicia.

– Sí.

– ¿Por qué? Los chinos tienen la costumbre de matar a sus enemigos derrotados.

– Eso se lo respondería mejor Chiang Kai-Chek -respondió sir Edward dando una chupada a su puro, con la mirada vivaz, los ojos muy abiertos.

Se trataba de un hombre imponente, de unos sesenta años, alto y elegante, ataviado con un esmoquin entallado, con pajarita blanca y cuello alzado. Su mata de pelo blanco contrastaba con el mostacho militar, que amarilleaba por la dosis diaria de nicotina, taninos y el mejor whisky de las Tierras Altas escocesas. En tanto que gobernador de Junchow, sobre él recaía la imposible tarea de mantener la paz entre las distintas facciones extranjeras: franceses, italianos, japoneses, estadounidenses y británicos, y, peor aún, rusos y alemanes que desde el final de la Gran Guerra, en 1918, había perdido su estatus oficial en China y pasaban penalidades.

Pero la principal piedra en su zapato eran aquellos redomados americanos, que se precipitaban en todo, por su cuenta, y sólo aceptaban discutir la situación cuando el daño ya estaba hecho. De modo que no estaría mal librarse de unos cuantos, aunque ello implicara que Tientsin quedara más expuesta. Con suerte, el contingente de Junchow seguiría el mismo camino, aunque los japoneses seguirían ahí, y a ésos tampoco se les podía quitar el ojo de encima. Cada vez que pensaba en ellos le hervía la sangre.

Desplazó la mirada entre los congregados y se fijó en que Theo Willoughby lo observaba. Una vez más, sir Edward asintió apenas perceptiblemente, en señal de aprobación. Aquel maestro de escuela le caía bien, y le parecía que llegaría lejos. Lo único que debía hacer era renunciar a aquella obsesión suya por todo lo chino. Su aventura con aquella nativa no importaba lo más mínimo. Varios conocidos suyos bebían de aquella fuente amarilla de vez en cuando, aunque sus inclinaciones personales no fueran por ahí. Dios santo, no. Su querida Eleanor se retorcería en su tumba si lo hiciera. Aún echaba de menos a su niña. Era algo parecido a un dolor de muelas, pero en ese caso no había sacamuelas que lo aliviara. A ella también le habría caído bien Willoughby. Habría dicho de él que era un muchacho encantador. Un quebradero de cabeza encantador, de tener que hacer caso a la expresión de Mason. Entre aquellos dos hombres sucedía algo. Demasiada tensión, y era evidente que Mason creía que tenía las de ganar. Pero no debía bajar la guardia, no subestimar a aquel joven con tendencia a mostrarse impredecible. Lo llevaba en la sangre. No había más que ver lo que su padre había hecho en Inglaterra. Aquello sí fue un escándalo. No era de extrañar que el hijo hubiera ido a esconderse en el otro extremo del mundo.

Dio un generoso trago al whisky, y se lo paseó por la lengua, complacido.

– Willoughby -dijo, sin dejar de observarlo con los ojos muy fijos, unos ojos que se asomaban al mundo bajo sus pobladas cejas-. Se quedará usted al concierto que da esta noche la belleza rusa. -No formuló la frase como pregunta.

– Me encantará, señor.

Maldito viejo. Por su culpa, pasaría toda la noche sin ver a Li Mei.


– Qué sorpresa encontrarte aquí, Theo -comentó Alfred Parker con su voz cortés de siempre, con la que sin embargo no logró ocultar la curiosidad que su presencia le suscitaba.

Se encontraban junto a la barra, los dos solos. Se habían acercado hasta allí para pedir otra copa, pero también para librarse un rato de la acalorada discusión sobre los peligros de la extraterritorialidad, y sobre si los nacionalistas se habrían apoderado de Shanghai el año anterior sin la ayuda de Du Yesheng, apodado Orejas Grandes, y su tríada de la Banda Verde.

Theo se sentía siempre incómodo cuando se abordaba la cuestión de las tríadas chinas. Se le erizaba el vello de la nuca. Había oído rumores sobre las actividades a las que se dedicaban en Junchow. Cuellos cortados, negocios de pronto devorados por las llamas, algún cuerpo sin cabeza que aparecía flotando en las aguas del río… Pero era la belleza de China lo que él adoraba. Una belleza que lo dejaba sin aliento. Le había robado el corazón. No era sólo la exquisita delicadeza de Li Mei, sino la curva sensual de un jarrón Ming, el trazo ascendente de una caligrafía realizada con pincel, los significados ocultos de una acuarela en la que se mostraba a un hombre pescando, el luminoso sol poniéndose tras una hilera de sampanes, bañando la mugre apestosa que los cubría con un resplandor dorado, sobrenatural. Todas aquellas cosas inundaban sus sentidos. En ocasiones, la pasión que le despertaban era tan intensa que le faltaba el aliento. Incluso el sudor acre y los dientes rotos de algún porteador de rickshaw le hablaban de la belleza de un país que existía sólo por el esfuerzo sobrehumano al que se sometían los millones y millones de campesinos.

Pero las tríadas… Eran como ratas en un granero; devoraban, corrompían, envenenaban. Theo se pasó por la frente un gran pañuelo rojo y se metió un dedo en el cuello de la camisa, para respirar mejor.

– No he venido por gusto -respondió-. Mason quiere hablar conmigo.

– Ese hombre es demasiado voraz. Está metido en todo.

Theo soltó una carcajada exenta de humor.

– Es un cabrón avaricioso, y va a por todas. Está dispuesto a aplastar a todo el que se interponga en su camino.

– No te interpongas tú, entonces.

– Para eso ya es demasiado tarde, me temo.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho para irritar a ese tipo?

– Juzga tú mismo: no le gusta que su hija aprenda historia de China, ni que haya establecido la obligatoriedad de la asignatura de educación física también para las niñas, no sólo para los niños. Además, he suprimido las clases de tiro al blanco de los sábados por la mañana. Por ello casi muero ahorcado por una turba de padres enfurecidos.

Parker se echó a reír con ganas. Se trataba de un hombre corpulento, ancho de pecho y cordial por naturaleza, aunque esa noche parecía sentirse algo incómodo. Rebuscó en el bolsillo y sacó una pipa. Se tomó su tiempo para encenderla, y sólo entonces meneó la cabeza, en gesto de reproche.

– Tú todo eso lo haces sólo para provocar.

Theo lo miró, sorprendido. El periodista le hablaba en serio. Tal vez a Alfred le quedara mucho por aprender sobre la manera oriental de hacer las cosas, pero tenía instinto para separar el grano de la paja cuando de gente se trataba. Eso lo convertía en buen periodista, y era la razón por la que a Theo le caía bien. Sí, en ocasiones podía ser un necio pomposo, sobre todo en compañía del sexo débil, pero por lo general se trataba de un tipo decente, lo bastante sensato como para vestirse con chaqueta de lino y camisa de verano, en vez de ataviarse con toda la parafernalia de las cenas formales. Con todo, su último comentario le dejó algo perplejo, pues temía que lo creyera de veras.

– Alfred, escúchame. Lo único que yo quiero es abrir las mentes de esos niños y niñas.

– Privarlos de las cosas que les gustan, como el tiro al blanco, no va a llevarte muy lejos, no sé si lo sabes. Más bien todo lo contrario, diría yo.

– Mira, hace muy poco hemos pasado por una contienda horrible en Europa. Y aquí, en China, entre las Guerras del Opio y la Rebelión de los Bóxers llevan casi dos decenios de violencia. Y piensa en lo que está sucediendo en la India en este momento. ¿Cuándo aprenderemos que el ruido de sables no es la respuesta?

– Frena, Theo. Hemos traído la civilización y la decencia moral a estos paganos. Y salvación a sus almas. Nuestros ejércitos de mar y de tierra han sido necesarios para abrirles las puertas.

– No, Alfred. La violencia no es la respuesta. Nuestra única esperanza de futuro es enseñar a nuestros hijos que una piel distinta o una lengua distinta no convierten en enemigo a otro ser humano. -Apoyó la mano en el brazo de su amigo-. Este país necesita nuestra ayuda desesperadamente. Pero no nuestros ejércitos.

– Además de un maldito pro chino, está usted hecho un pacifista, Willoughby.

Era Mason.

Theo no se volvió. Sintió que el pecho se le llenaba de rabia. A través del gran espejo instalado tras la barra, vio que Christopher Mason se encontraba tras él, con la barbilla muy levantada, como pidiendo a gritos que alguien le diera un puñetazo.

– Señor Mason -terció Alfred Parker cortésmente-. Me alegro de contar con la oportunidad de conversar con usted. Llevaba tiempo con ganas de hacerlo. A nuestros lectores del Daily Herald les interesaría conocer sus opiniones en tanto que responsable de educación de Junchow. Estoy preparando un reportaje sobre las oportunidades que tienen los jóvenes hoy. ¿Me concedería una entrevista?

Mason se mostró sorprendido, pareció que la propuesta le pillaba a contrapié, pero al poco esbozó una sonrisa.

– Por supuesto, Parker. Llame a mi oficina el lunes por la mañana.

– Lo haré encantado.

Mason se balanceó sobre sus talones, antes de añadir, bruscamente:

– Y ahora, Willoughby, creo que ya va siendo hora de que hablemos.


– Latín.

– ¿Cómo dice?

– ¿Por qué enseña latín a mi hija?

– Para ampliar su comprensión de la lengua.

– Y le ha hecho mezclar productos químicos peligrosos.

– Señor Mason, todos los alumnos de mi escuela aprenden latín y ciencias, sean niños o niñas. Usted ya lo sabía cuando la inscribió, hace tres años.

– Poesía latina -prosiguió Masón, ignorando el comentario de Theo-. Diseccionar ranas y arrancar patas a escarabajos. Historia de China con todos esos cuentos de concubinas y decapitaciones. Gimnasia que lleva a las niñas a saltar sobre potros y a hacer la carretilla, casi desnudas, mientras los niños las miran con los ojos fuera de sus órbitas. Nada de todo ello es apropiado para una jovencita.

– Los potros no son de verdad. Forman parte del equipo del gimnasio.

– No se burle usted de mí, joven.

– No me burlo. Lo que hago es indicarle que se encuentran en el interior del gimnasio. Los niños y las niñas acuden por separado a esas clases, por lo que los niños no pueden verlas. Y ellas, por cierto, van respetablemente cubiertas con unos vestidos cerrados. Nadie las ve, salvo la señorita Pettifer.

– Le digo que no es apropiado. A la señora Mason y a mí no nos gusta.

Theo tuvo que morderse la lengua para no comentar que la señora Mason llegaba todos los días en tándem a buscar a Polly a la escuela, y que, por tanto, debía de ser acérrima partidaria de que las mujeres practicaran ejercicio intenso. Concentró la mirada en las profundidades ambarinas de su vaso de whisky, tratando de descubrir qué pretendía Mason. Estaban sentados, solos, en un extremo del largo porche. En el otro, entre palmeras plantadas en tiestos, había un grupo de mujeres que conversaban de sus cosas, y emitían al hacerlo un murmullo continuado que no les molestaba.

– Siempre podría enviar a Polly a otra escuela, señor Mason -propuso Theo en voz baja-. Tal vez el centro de secundaria de Saint Francis le resultara más adecuado.

Mason lo miró con desagrado, con los ojos muy abiertos. Pero había algo más en ellos, en su gris profundo, gélido, que no le gustaba nada, y que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.

– No es eso lo que pretendo, Willoughby.

– ¿Y qué es lo que pretende? -preguntó Theo, llevándose el vaso a los labios.

– Estoy pensando en cerrarle la escuela.

El anuncio lo dejó helado. Sintió que la sangre abandonaba su rostro. Con gran esfuerzo, dejó el vaso en la mesa. Parpadeó, recorrió con la vista el campo de croquet, que a esa hora de la tarde era del color de la lavanda, y la superficie plateada del lago, que había adquirido una tonalidad gris, maciza, como de cola de dragón. Le habría venido bien dar otro trago, pero no se atrevía a levantar el whisky. Mason estaba echado hacia delante y lo observaba con mirada dura, penetrante. Theo se obligó a concentrarse. Despacio, se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y le sostuvo la mirada.

– ¿Debo interpretar que pretende retirarle la licencia a la Academia Willoughby? -preguntó fríamente.

– Es una posibilidad.

– Creo que se encontraría la mesa de su despacho llena de quejas de los padres si optara por una medida tan absurda. Es la mejor escuela de Junchow, y usted lo sabe. Una educación más amplia de miras para las chicas no justifica que…

– No es sólo eso.

Theo frunció el ceño.

– ¿Qué más hay?

– Es el dinero.

Fue entonces cuando Theo supo que había perdido.


– Mira a esa mujer de ahí. ¿No te parece un bombón? Cualquier hombre perdería la cabeza por ella. -Aquellas palabras provenían de un corro de oficiales del ejército que acababan de abandonar la sala de billares.

Theo cruzaba el salón en dirección al fumador. Necesitaba estar solo, alejarse de aquel circo de locos. Necesitaba pensar, decidir cuál debía ser su siguiente paso. Le latían las sienes, y en sus oídos zumbaba un rumor de miles de cigarras, pero las palabras del oficial le hicieron levantar la cabeza y mirar atrás.

Era Valentina Ivanova.

De pronto, Theo recordó el concierto, el maldito compromiso que había adquirido con sir Edward, que le había invitado a asistir. Mason estaría presente, por supuesto, con su sonrisa perversa y sus ojos ávidos, dándose golpecitos con los dedos en aquellos grandes dientes de depredador que tenía. Pero la visión de Valentina Ivanova le aclaró las ideas al momento. Le recordó aquello por lo que debía luchar, pues a su lado, al hacer su entrada en el salón, vio a una de sus alumnas. La joven Lydia. La que había mostrado tanto interés en saber más cosas sobre las artes marciales.

Las dos juntas llamaban aún más la atención, y las cabezas se volvían a su paso. Las mujeres apretaban los labios al verlas. La madre se veía magnífica. Era bastante menuda, algo que compensaba con sus andares, el vaivén de sus caderas finas, la curva de la barbilla, que mantenía muy alta. Tenía una piel blanquísima, perfecta, y llevaba el pelo ondulado, castaño, recogido en lo alto de la cabeza, lo que la hacía parecer más alta, más imponente. Con todo, eran sus ojos, oscuros, luminosos, los que con su sensualidad vulnerable eran capaces de hacer que a un hombre le temblaran las rodillas.

Theo la había visto en otras ocasiones, pero nunca así; llevaba un traje de noche de seda azul de Shantung, resplandeciente. De escote bajo, mostraba el inicio de los senos, así como su elegante cuello. Ocultaba las manos bajo unos guantes blancos, largos hasta los codos, y no lucía ni una sola joya. No las necesitaba. La comparó mentalmente con Li Mei, y tuvo que reconocer que la figura de su amante era menos voluptuosa, de un atractivo más discreto, aunque, para él, había una pureza en Li Mei, una especie de sexualidad inmaculada, que ninguna occidental podía igualar. Como la porcelana china comparada con la de Wedgwood. Sólo una te rompía el corazón con su belleza.

– Dios mío, ¿quién es esa maravillosa criatura? -dijo otro de los oficiales.

– Creo que es la pianista -apuntó otro-. El comité del club ha organizado un poco de diversión, y la diversión es ella.

Su comentario fue saludado con risotadas.

– Pues que venga a entretenerme a mí siempre que quiera.

– No, yo me quedo con la más joven, la cachorrita de leona. Parece que ya está crecidita.

– Bueno, a mí me interesaría ver qué tiene debajo del vestido antes de…

Theo se alejó. Demasiado alcohol. Los delataba el aliento. Pero en una comunidad en la que los hombres superaban en número a las mujeres en una proporción de al menos diez a una, lo que acababa de presenciar no era infrecuente. Los burdeles abundaban, llenos sobre todo de jóvenes rusas o eurasiáticas mestizas. En ambos casos se trataba de mujeres repudiadas en unas sociedades de gran rigidez moral. Theo sintió el deseo imperioso de salir de allí corriendo, dejarlos a todos en el infierno que ellos mismos se habían creado, pero no lo hizo. La velada no había terminado. Y todavía debía vérselas con Mason.

En ese momento, Lydia lo vio y le sonrió, tímida y ufana con su atuendo de gala. Un cachorro de leona, sí. Aquel hombre estaba en lo cierto. Ojos pardos, cabellera roja. Había algo indómito en ella. Esa noche parecía una joven encantadora, pero incluso enfundada en su vestido, que era de color albaricoque, y de lo más moderno, con su talle bajo y su dobladillo a la altura de las rodillas, despertaba una punzada de excitación, incluso de peligro. Con todo, cuando él le devolvió la sonrisa, Lydia se ruborizó como una colegiala.

Загрузка...