– ¿Qué es?
Valentina estaba de pie en medio de la habitación, señalando con el dedo muy rígido una caja de cartón en el suelo. Lydia acababa de llegar a casa, y el desván le parecía más asfixiante que de costumbre: las ventanas estaban cerradas, y olía raro, aunque no percibía por qué.
– ¡Tú! -acusó Valentina alzando la voz-. ¡Debería darte vergüenza!
Lydia se revolvió, incómoda, sobre la alfombra, buscando a toda prisa respuestas en su mente. ¿Vergüenza de qué? ¿De Chang? No, de él no. De modo que, una vez más, debería recurrir a las mentiras. Pero ¿a qué mentira?
– Mamá, yo…
Se fijó en su madre. Dos manchas de rojo encendido iluminaban las pálidas mejillas de Valentina, que tenía los ojos muy oscuras, las pupilas dilatadas, las pestañas maquilladas.
– Ha venido a verme Antoine -explicó al fin, como si aquello fuera culpa de Lydia. El dedo acusador volvió a señalar en dirección a la caja-. Mira qué hay dentro.
Lydia se acercó a ella sin darle la menor importancia. Se trataba de una sombrerera a rayas, rodeada de una cinta roja. No entendía por qué demonios su madre estaba tan enfadada y le había organizado aquella escenita ridícula sólo porque alguien le hubiera regalado un sombrero. A ella los sombreros le encantaban. Y cuanto más grandes, mejor.
– ¿Es pequeño? -preguntó, antes de inclinarse sobre la caja y levantar la tapa.
– Sí.
– ¿Y tiene pluma?
– No tiene plumas.
Lydia levantó la tapa. En el interior de la caja se agazapaba un conejo blanco.
– Sun Yat-sen.
– ¿Qué?
– Sun Yat-sen.
– ¿Qué nombre es ése para un conejo?
– Fue el padre de la República. Abrió la puerta a una vida totalmente nueva para el pueblo de China, en 1911 -respondió Lydia.
– ¿Y eso quién te lo ha contado?
– Chang An Lo.
– ¿Mientras le cosías el pie?
– No, después.
– Eres tan valiente, Lydia… Yo me habría muerto antes de meter una aguja en la carne de nadie.
– No, Polly, no te habrías muerto. Si hubieras tenido que hacerlo, lo habrías hecho. Hay muchas cosas que somos capaces de hacer si debemos hacerlas.
– Pero ¿por qué no llamas al conejo Caramelo, o Nube, o incluso Lewis, en honor a Lewis Carroll? Algo bonito.
– No. Se llama Sun Yat-sen.
– Pero ¿por qué?
– Porque va a abrirme la puerta a un mundo nuevo.
– No seas tonta, Lyd. Es sólo un conejo. Te sentarás con él y lo acariciarás, como yo acaricio a Toby.
– A eso me refiero, Polly.
Era la una y media de la madrugada. Lydia se levantó de la silla que había acercado a la ventana. Ya no iba a venir.
Aunque, tal vez sí, tal vez sí viniera. Aún era posible. Podía estar escondido en alguna parte, esperando a que la noche…
No, no iba a venir.
Sentía la lengua y la boca secas. Llevaba horas discutiendo consigo misma, con los ojos vidriosos de cansancio. No por mucho que ella lo deseara iba a aparecer él. «Chang An Lo, confié en ti. ¿Cómo he podido ser tan tonta?»
A oscuras se dirigió al fregadero y se echó agua fría en la boca. Sin querer, emitió un gemido grave, pues no soportaba el dolor que le oprimía el pecho. Chang An Lo la había traicionado. El mero pensamiento de aquellas palabras le causaba una herida. Hacía mucho tiempo había aprendido que la única persona en la que se puede confiar es en uno mismo, pero pensó que él era distinto, que entre ellos existía un vínculo. Se habían salvado la vida el uno al otro, y estaba tan segura de que entre ellos había una… una conexión especial… Y sin embargo parecía que sus promesas no valían más que una boñiga de mono.
Él sabía que el collar era la única oportunidad que tenía para empezar de nuevo, para empezar una nueva vida en Londres, o incluso en América, donde, según se decía, consideraban a todo el mundo igual. Una vida brillante, sin rincones oscuros. Era su oportunidad de devolverle a su madre al menos una parte de lo que los rojos le habían robado. Un gran piano con teclas de marfil que sonara como los ángeles, y el mejor abrigo de visón, no uno de esos que vendía el señor Liu, de segunda mano, sino uno reluciente y nuevo. Todo nuevo. Todo. Nuevo.
Cerró los ojos. De pie en la oscuridad, descalza, cubierta con unas enaguas que habían pertenecido a otra persona, se obligó a aceptar que él se había ido y que, con él, se había ido el collar de rubíes, y la nueva vida, el brillo, la felicidad. Todo se había ido.
El nudo que sentía en la garganta la oprimía cada vez más. Casi no podía respirar, le faltaba el aire. Sin ver, se dirigió a la puerta. Se pilló un dedo con ella, se hizo un rasguño, pero la abrió y bajó los dos tramos de escaleras. Se dirigió a la parte trasera del edificio. A la puerta que daba al patio. Levantó el tirador una y otra vez, hasta que al fin se abrió, y salió como una exhalación, impregnándose del aire fresco de la noche. Aspiró hondo una vez, dos veces. Obligó a respirar a sus pulmones, a seguir respirando, inspirando, exhalando. Pero le costaba. Trató de apartar de su mente la ira, la desesperación, la decepción, el miedo, la furia y todo aquel deseo, aquel anhelo, aquella necesidad. Y eso le costó aún más.
Al fin el pánico remitió. Le temblaba todo el cuerpo, tenía la piel sudorosa, pero al menos volvía a respirar. Y a pensar con claridad. Pensar con claridad era muy importante.
El patio estaba muy oscuro, ocupaba un espacio angosto, rodeado de altos muros, y olía a moho y a cosas viejas. La señora Zarya guardaba en él muebles inservibles que iban pudriéndose y mezclándose con montañas de sartenes oxidadas y zapatos antiquísimos. Era de las que no se decidían nunca a tirar nada. Lydia se subió a un baúl desvencijado puesto de lado, sobre una mesa rota, cuya abertura estaba cubierta por una tela metálica, que hacía las veces de tapa. Acercó mucho la cara a la tela.
– Sun Yat-sen -susurró-. ¿Estás dormido?
Se oyó algo que arañaba, husmeaba, y finalmente una nariz rosada, suave, se apretó contra la suya. Ella desató la tela y sostuvo en sus brazos aquel cuerpecillo inquieto, que al instante quedó inmóvil complacido, sobre sus costillas, la nariz hundida en el hueco del codo. Lydia permaneció allí, acunando al animal soñoliento. De sus labios brotó una canción de cuna rusa que tenía casi olvidada, y alzó la vista para contemplar las pocas estrellas que brillaban sobre su cabeza.
Chan An Lo se había ido. Ella había escondido el collar en el club y le creyó cuando él le dijo que se lo traería. Pero la tentación debía de haber sido demasiado fuerte para él. Había cometido un error, y no estaba dispuesta a cometer otro.
Subió la escalera de puntillas, sin el menor ruido esta vez, pues sus pies hallaron el camino silenciosamente por la casa oscura, el ovillo caliente aún alojado en su brazo, acariciando con las yemas de los dedos la piel sedosa de sus orejas largas y su cuerpo suave, sintiendo su aliento etéreo contra la piel.
Abrió la puerta de la buhardilla y se sorprendió al comprobar que su madre había encendido la vela de su habitación, que brillaba tenuemente tras la cortina. Lydia se dirigió rápidamente a la suya, impaciente por esconder a Sun Yat-sen, pero cuando descorrió la cortina se detuvo en seco.
– Mamá -dijo.
Su madre estaba ahí de pie, con el camisón ladeado, observando la cama de Lydia con ojos muy abiertos. Llevaba el pelo sobre los hombros, muy enredados, y unas lágrimas calladas resbalaban por sus mejillas. Se rodeaba el cuerpo con sus delgadísimos brazos, como si tratara de mantener unidas todas sus partes.
– Mamá -volvió a susurrar Lydia.
Valentina volvió la cabeza y abrió mucho la boca.
– ¡Lydia! -exclamó-. Creía que te habían llevado.
– ¿Quién? ¿La policía?
– Los soldados. Han venido con armas.
A Lydia el corazón le latía cada vez con más fuerza.
– ¿Aquí? ¿Esta noche?
– Te sacaban de la cama y tú gritabas y gritabas, y golpeabas a uno de ellos en la cara. Él te encañonaba la boca y te arrancaba los dientes, y luego te arrastraban hasta la nieve y…
– Mamá, mamá. -Se acercó deprisa a su madre y le pasó un brazo por los hombros temblorosos, atrayéndola hacia sí-. Tranquila, mamá, ha sido sólo un sueño. Una pesadilla, nada más.
Valentina estaba helada, y Lydia sentía los espasmos que recorrían su cuerpo, como si algo estuviera quebrándose en su interior.
– Mamá -musitó, con la boca pegada a sus cabellos sudorosos-. Mírame, estoy aquí, sana y salva. Las dos estamos bien. -Retiró los labios-. ¿Lo ves? Conservo todos mis dientes. -Valentina se fijó en su hija, haciendo esfuerzos por comprender las imágenes que se agolpaban en su mente-. Has tenido una pesadilla, mamá, no ha sido real. Lo real es esto. -Y besó a su madre en la mejilla.
Valentina meneó la cabeza, tratando de desprenderse de la confusión. Acarició el pelo de su hija.
– Creía que estabas muerta.
– Estoy aquí, estoy viva. Tú y yo seguimos juntas en esta ratonera apestosa, con la señora Zarya, que sigue contando los dólares en la planta baja, y la casa de los Yeoman sigue oliendo a alcanfor. No ha cambiado nada. -Imaginó el collar de rubíes pasando de unas manos chinas a otras-. Nada.
Valentina aspiró hondo una vez. Dos veces.
Lydia la condujo hasta su cama, junto a la que una vela chisporroteaba y emitía su luz titubeante. La arropó con las sábanas y, amorosa, le besó la frente. Sun Yat-sen seguía acurrucado contra su cuerpo y tenía los ojos, rosados como ratoncillos de azúcar, muy abiertos, en señal de alarma, de modo que también le besó en la cabeza, aunque Valentina no se percató siquiera.
– Te dejo la vela encendida -susurró, aunque sabía que era un despilfarro que no podían permitirse. Pero su madre lo necesitaba.
– Quédate.
– ¿Que me quede?
– Quédate aquí, conmigo -aclaró Valentina, levantando la sabana.
Sin decir nada, Lydia se metió en la cama y se tumbó boca arriba, con su madre a un lado y el conejo al otro. Se mantenía inmóvil por si su madre cambiaba de opinión, y observaba el humo y las sombras bailar en el techo.
– Tienes los pies helados -dijo Valentina, que parecía más sosegada y apoyaba la cabeza contra la de su hija-. Ya no recuerdo la última vez que estuvimos juntas en la cama.
– Fue cuando te pusiste enferma. Pillaste una infección de oído, y tenías fiebre.
– ¿De veras? Entonces tiene que haber sido hace tres o cuatro años, cuando Constance Yeoman te dijo que tal vez me moriría.
– Sí.
– Vieja bruja. Hace falta algo más que una fiebre, incluso algo más que un ejército de bolcheviques para acabar conmigo. -Apretó la mano de su hija bajo las sábanas, y Lydia se aferró a ella.
– Cuéntame cosas de San Petersburgo, mamá. De cuando el zar fue a visitar tu escuela.
– No, otra vez no.
– Pero si no he oído la historia desde que tenía once años.
– Tienes una memoria rarísima para las fechas, Lydochka.
Lydia no respondió. El instante era muy frágil, y su madre podía volver a levantar la guardia en cualquier momento, y entonces ya estaría fuera de su alcance.
Valentina suspiró y empezó a tararear un pasaje del Nocturno en mi bemol mayor de Chopin. Su hija se relajó al momento, y Sun Yat-sen se apretujó contra ella y apoyó la diminuta barbilla contra su pecho, haciéndole cosquillas.
– Nevaba -empezó su madre-. Madame Irena nos hizo pulir el suelo hasta que quedó reluciente como el hielo que se acumulaba en las ventanas, hasta que vimos nuestras caras reflejadas en él. Lo hicimos durante la clase de francés, que ese día no dimos. Estábamos tan emocionadas… A mí me temblaban mucho los dedos. Estaba asustada, y no podía tocar. Tatiana Sharapova vomitó en el pupitre, y la enviaron todo el día a la cama.
– Pobre Tatiana. Sí, se lo perdió todo.
– Pero la que debería haberse sentido indispuesta eras tú -apuntó Lydia.
– Exacto. A mí me escogieron para tocar para él. El Padre de Rusia, el zar Nicolás II. Era un gran honor, el mayor honor con el que una muchacha de quince años podía soñar en aquellos días. Nos escogió a nosotras porque nuestra escuela era el Instituto Ekaterininsky, el mejor de toda Rusia, mejor incluso que los de Jarkov y Moscú. Éramos las mejores, y lo sabíamos. Orgullosas como princesas, andábamos con las cabezas tan erguidas que casi tocaban las nubes.
– ¿Y habló contigo?
– Por supuesto. Se sentó en una gran silla labrada, en medio del salón, y me pidió que empezara. Yo había oído que Chopin era su compositor favorito, así que toqué el Nocturno, y le puse todo mi corazón. Y, cuando terminé, él tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que no se molestó en ocultar.
Por la mejilla de Lydia también resbaló una lágrima, que no supo bien de quién era.
– Todas llevábamos nuestras capas blancas, cortas, y nuestros pichis -prosiguió Valentina-, y él vino hasta mí y me besó la frente. Recuerdo que me pinchó la cara con la barba, y que olía a cera de pelo, pero las medallas de la pechera relucían tan intensamente que parecía que las hubiera rozado el dedo de Dios.
– Cuéntame qué te dijo.
– Me dijo: «Valentina Ivanova, eres una gran pianista. Algún día tocarás el piano en la corte, en el Palacio de Invierno, para mí y para la emperatriz, y te codearás con lo mejor de San Petersburgo.»
Un silencio complacido llenó la habitación. Lydia temió que su madre concluyera el relato en ese punto.
– ¿Y el zar fue acompañado de alguien? -le preguntó, como si no lo supiera.
– Sí, con un séquito de cortesanos del más alto rango. Todos permanecieron de pie, junto a la puerta, y aplaudieron cuando finalizó mi actuación.
– ¿Y había alguien especial entre ellos?
Valentina aspiró hondo.
– Sí, había un joven.
– ¿Cómo era?
– Era como un guerrero vikingo. Su pelo relucía más que el sol, iluminaba la habitación entera, y en los hombros podría haber cargado con la gran hacha de Thor. -A Valentina se le escapó una risita que era como un vaivén, y que llevó a su hija a pensar en el mar y en los largos barcos vikingos.
– ¿Te enamoraste?
– Sí -respondió Valentina, en voz muy baja, muy dulce-. Me enamoré de él la primera vez que vi a Jens Friis.
Lydia se estremeció de placer, un placer que apaciguaba el agudo dolor que sentía en el pecho. Cerró los ojos e imaginó la gran sonrisa de su padre, sus brazos fuertes doblados sobre el pecho. Trató no sólo de imaginarlo, sino de recordarlo. Pero no pudo.
– Y también había alguien más -prosiguió Valentina.
Lydia abrió los ojos al momento. Aquello no formaba parte de la historia. La historia terminaba cuando su madre se enamoraba a primera vista.
– Alguien a quien tú conoces. -Valentina parecía decidida a contarle algo más.
– ¿Quién?
– También estaba la condesa Natalia Serova. La única que tuvo las agallas la otra noche de decirte que deberías hablar ruso. Pero ¿adónde ha llegado ella hablando ruso? A ninguna parte. Cuando los perros Rojos empezaron a morder, ella fue la primera en hacer cola para huir del país en el Transiberiano, llevándose todas sus joyas. Y ni siquiera esperó a saber si su esposo, que era moscovita, seguía vivo o estaba muerto, antes de casarse con ese ingeniero de minas francés aquí mismo, en Junchow. Aunque ahora él se ha ido al norte, no sé adónde exactamente.
– ¿Entonces ella tiene pasaporte?
– Sí, claro. Por matrimonio dispone de pasaporte francés. Cualquier día de éstos estará en París, en los Campos Elíseos, bebiendo champán y luciendo a sus perritos de aguas mientras yo me pudro y me muero en este triste infierno.
Acababan de fastidiarle la historia. Lydia sintió que el momento de felicidad se desvanecía. Permaneció inmóvil unos instantes, contemplando el baile de las sombras, antes de hablar.
– Creo que me iré a mi cama, ya estás mejor.
Su madre no dijo nada.
– ¿Estás mejor, mamá?
– Estoy mejor de lo que estaré nunca.
Lydia le dio un beso en la mejilla, sostuvo entre sus brazos al conejo hecho un ovillo y dejó la cama.
– Gracias, cariño. -Valentina seguía con los ojos cerrados, y las sombras parpadeaban sobre su rostro-. Gracias. Apaga la vela cuando salgas.
Lydia aspiró hondo y, de un soplo, mató la llama.
– ¿Lidia?
– ¿Sí?
La palabra reverberó en la oscuridad. ¿Sí?
– No traigas más a ese gusano a mi cama.
Los siguientes cinco días fueron duros. Fuera a donde fuera Lydia no dejaba de buscar a Chang An Lo por todas partes. Entre el mar de rostros chinos rastreaba por si encontraba alguno de mirada despierta, marcado por un cardenal. Cualquier movimiento que se produjera a su alrededor la llevaba a volver la cabeza, expectante. Bastaba un grito lanzado desde el otro lado de la calle, o una sombra en un portal. Pero, al cabo de cinco días de mirar por la ventana de la clase en busca de una figura oscura merodeando junto a la verja de la escuela, sus esperanzas se extinguieron.
En su mente, lo había excusado de todas las maneras posibles: estaba enfermo, la infección del pie le había llegado a la sangre, o estaba oculto en algún lugar, a la espera de que cesara la búsqueda. O incluso no había logrado recuperar el collar, y le daba vergüenza admitirlo. Pero sabía que, de ser así, se lo habría hecho saber de algún modo. Se habría asegurado de que ella no permaneciera en aquella incertidumbre. Sabía lo mucho que el collar representaba para ella. Lo mismo que ella sabía lo mucho que podía representar para él. La imagen del joven azotado, con grilletes, en la cárcel, la asaltaba en sueños, por las noches.
Y peor aún. Mucho peor. Del mismo modo que su padre la había protegido, y por ello había muerto en las llanuras nevadas de Rusia, así también, ahora, Chang había salido en su defensa, y por ese motivo había perdido la vida. Veía su cuerpo inerte arrojado a un río negro y de aguas bravas, y despertaba gimiendo. Pero de día no se engañaba. El Asentamiento Internacional era campo abonado para el rumor y el chisme, de modo que si hubieran detenido al ladrón, y la joya hubiera vuelto a su propietario, ella lo habría oído.
Era un ladrón, así de simple. Se había llevado el collar y había desaparecido. Le daba igual el honor, y que le hubiera salvado la vida. Se sentía tan enfadada con él que habría querido arrancarle los ojos y pisarle el pie que le había suturado con tanto cuidado, para verle sufrir lo mismo que sufría ella. En su mente resonaba un rumor que se parecía al de los dientes de una sierra en contacto con un metal, y no estaba segura de si era cólera o un hambre atroz. El señor Theo no paraba de regañarla en clase por no prestar atención.
– Cien veces, Lydia. Escriba «No soñaré en clase». Quédese a hacerlo a la hora del recreo.
No soñaré en clase.
No soñaré en clase.
Soñaré en clase.
Soñaré.
Soñar.
Las palabras alteraban sus pensamientos, y asumían sus propios tintes sobre el papel blanco, rayado, por lo que a veces aquel «soñaré» se pintaba de rojo intenso, y giraba sobre la página. Pero el «no» seguía siendo negro como la boca de una mina, y a partir de cierto momento fue dejándolo fuera de las frases, lo que creó una profunda sima en ella, hasta el final, momento en que el señor Theo acercó la mano a la hoja para cogerla. Sólo entonces, y a toda prisa, garabateó los «noes» que faltaban. Él no pudo evitar sonreírse, divertido, y aquella sonrisa hizo que el rumor que oía en la cabeza sonara con más fuerza. Por eso no quiso mirarlo, y fijó la vista en la mancha de tinta que la pluma había dejado en su dedo izquierdo. Tan negra como el corazón de Chang.
Al salir de clase se quitó el uniforme y el sombrero, se puso un vestido viejo -no el de las manchas de sangre, ése no podía ni verlo-, y se fue en busca de alimento para Sun Yat-sen. El lugar propicio era el parque. Todas las hierbas que asomaran el tallo en las calles eran automáticamente arrancadas por los vagabundos, pero ella había encontrado un parterre abandonado en el parque Victoria donde crecían los dientes de león. Si seguían en su sitio era porque los chinos tenían vetado el acceso a la zona ajardinada. A Sun Yat-sen le encantaban sus hojas ásperas, y de un salto, como una bola blanca y peluda, se subía a su regazo mientas ellas se las daba, una por una.
Cuando hubo llenado la bolsa de cartón arrugada de hojas y de hierba, se dirigió al mercado de las verduras, en el Strand, con la esperanza de encontrar algunos restos esparcidos por el suelo. El día era caluroso y húmedo, el suelo abrasaba las plantas de sus pies, a pesar de las sandalias, por lo que caminaba por la sombra siempre que podía y observaba a las niñas que hacían girar coquetas sus preciosos parasoles, o que se metían en el Café La Fontaine para pedir un helado, o en el salón de té Buckingham, donde vendían sorbetes y sándwiches de pepino, sin corteza.
Lydia volvió la cabeza. Apartó la mirada, y los pensamientos. Las cosas no iban bien en su casa en ese momento. Nada bien. Valentina llevaba toda la semana sin salir de la buhardilla, desde que se suspendió el concierto en el club, y parecía vivir de su vodka y sus cigarrillos. El aroma intenso de la brillantina de Antoine todavía impregnaba el cuarto, pero nunca estaba ahí cuando ella volvía a casa, donde sólo encontraba los cojines esparcidos desordenadamente por el suelo, y a su madre en diversos estadios de desesperación.
– Querida -le había susurrado el día anterior-, ya va siendo hora de que me vaya con Frau Helga, si es que me acepta.
– No digas esas cosas, mamá. Frau Helga regenta un burdel.
– ¿Y qué?
– Que está lleno de prostitutas.
– Te digo una cosa, niña, si nadie vuelve a pagarme por deslizar los dedos sobre el piano, deberé ganar el dinero deslizándolos sobre otras cosas. En este momento, no valen para mucho más.
Levantó las manos y extendió los dedos como abanicos rotos para que su hija los estudiara.
– Mamá, si los usaras para fregar el suelo o colgarte la ropa, al menos esta casa no parecería una pocilga.
– ¡Bah! -Valentina se pasó las manos por el pelo enredado y se echó de nuevo en la cama. Lydia siguió leyendo junto a la ventana.
Sun Yat-sen se había quedado dormido sobre su hombro, y con la nariz le susurraba sus sueños al oído. El libro lo había sacado de la biblioteca, y se trataba de Jude el oscuro, de Hardy. Era ya la tercera vez que lo leía. Lo abyecto de la miseria que se exponía en él la reconfortaba. A su alrededor, el desorden de la habitación era absoluto, pero ella lo ignoraba. Había llegado a casa del colegio el día anterior y había encontrado la ropa de Valentina esparcida por el suelo, a la espera de que alguien la recogiera. Señales de otra pelea con Antoine. Pero esa vez Lydia se negó a hacerlo, y las esquivó. Era como caminar sorteando cadáveres. En casa no había comida. Las pocas cosas que había comprado ella con el dinero de la venta del reloj ya se habían terminado hacía tiempo.
Lydia sabía que debía llevar su vestido nuevo a la tienda del señor Liu. Sí, el que había llevado al concierto, el de color albaricoque el de la cintura baja, de raso. Pero no lo había hecho. Cada día decía que lo llevaría al día siguiente, pero el vestido seguía colado en el gancho de la pared, y ella estaba cada vez más flaca.
El Strand empezaba a vaciarse cuando Lydia llegó. El calor sofocante había disuadido a mucha gente de salir a la calle, pero en el mercado de verduras, situado en un cobertizo grande y ruidoso, en uno de sus extremos, había más de la que esperaba encontrar a esa hora. El Strand era la principal zona de compras del Asentamiento Internacional, dominado por la fachada gótica de los grandes almacenes Churston, donde las damas adquirían su ropa interior y los caballeros sus puros habanos, y donde Lydia se refugiaba a mirar cuando llovía.
Pero ese día pasó de largo, con prisas, y se dirigió al mercado, en busca de algún puesto que estuviera a punto de cerrar y en el que tiraran a la basura alguna hoja de col rota, o algún durián golpeado, mientras barrían el suelo. Pero, cada vez que daba con uno, una turba de niños de la calle se le adelantaba y saqueaba las sobras, como si fueran cachorros de gato. Al cabo de media hora de concienzuda búsqueda, recogió una mazorca de maíz que algún distraído había echado al suelo de un codazo, y se fue de allí sin esperar más. La metió en la bolsa de cartón, junto con las hojas y la hierba, y acababa de bajar de la acera para cruzar la calle, tras el paso de un carro tirado por un burro, cuando una mano se alargó hacia ella y le quitó la bolsa.
– Devuélvemela -gritó, tratando de aferrarse a la nuca del ladrón.
El pelo, negrísimo, se le levantaba como una escoba a medida que se abría paso entre el tráfico, y aunque no podía tener más que siete u ocho años, se movía con la agilidad de una nutria que se sumergiera, se retorciera, subiera a la superficie. Lydia iba tras él, y al doblar una esquina tropezó con un malabarista y le desbarató los aros. Pero no quitaba los ojos de aquella cabeza que parecía un cepillo. Le dolían los pulmones, pero no se detenía, y sus zancadas doblaban las del muchacho-nutria. No iba a permitir que Sun Yat-sen pasara hambre.
De pronto, el muchacho se detuvo a unos veinte metros de ella, y la miró. Era pequeño, de piernas flacas y mugrientas, y tenía un absceso bajo un ojo, pero se notaba muy seguro de sí mismo. Sostuvo la bolsa en alto un segundo, observándola con sus ojos fijos y entonces separó los dedos y soltó la bolsa, antes de retroceder unos cuantos pasos.
Sólo entonces Lydia paró y miró a su alrededor. La calle estaba tranquila, pero no desierta. Un coche pequeño, de color teja y guardabarros empotrados en la carrocería estaba aparcado a su lado, más adelante, mientras dos ingleses, enfrente, reparaban un motor. Uno le contaba al otro, en voz muy alta, un chiste sobre una suegra y un loro. Se trataba de una calle inglesa. Con cortinas caladas en las ventanas. Aquello no era un callejón de la parte vieja de la ciudad. Allí estaba a salvo. Pero entonces ¿por qué se sentía cada vez más insegura? Se acercó despacio al niño.
– ¡Eh, tú, sucio ladrón! -le gritó.
No obtuvo respuesta.
Sin quitarle los ojos de encima, se agachó deprisa, recogió la bolsa del suelo y la estrechó con fuerza contra el pecho, palpando con los dedos la mazorca. Pero, sin tiempo para comprender qué estaba pasando, una mano surgió desde atrás, le tapó la boca, y unos brazos poderosos la introdujeron en el asiento trasero del vehículo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, aunque ella no pudiera ni parpadear siquiera. Alguien le acercó la punta de un cuchillo al ojo derecho, y una voz áspera ladró algo en chino.
Una mano le impedía abrir la boca. La sangre se le agolpaba en los oídos, y el corazón le latía con tal fuerza que le dolían las costillas, pero logró estirar una pierna y le dio una patada a una pantorrilla.
– Quieta.
Esa voz era más suave, y le hablaba en su idioma. El rostro del que provenía también lo era. Eran dos hombres, obreros chinos, uno de cara ancha, que apestaba a ajo, y el otro de mirada dura y rasgos menudos, finos. Él era el que sostenía el cuchillo, el que le acercaba la punta al párpado.
– Perderás ojo. No problema. -Hablaba en voz baja, y Lydia oyó a los dos ingleses reírse de su estúpido chiste, al otro lado de la calle-. ¿Comprendes?
Ella parpadeó con el ojo izquierdo.
El otro hombre le retiró de la boca la mano repugnante.
– ¿Qué quieren? -balbució Lydia-. No tengo dinero.
– No dinero. -El más suave de los dos meneó la cabeza-. ¿Dónde Chang An Lo?
Lydia sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda.
– No conozco a ningún Chang An Lo.
La punta del cuchillo se clavó en su piel, y el párpado empezó a escocerle.
– ¿Dónde él?
– No lo sé, pero no vuelva a cortarme. Es la verdad. Se ha ido. No sé adónde.
– Mientes.
– No, es cierto. -Levantó un dedo-. Córtemelo, y le responderé lo mismo. No sé dónde está.
Los dos rostros vacilaron, y se miraron. Fue entonces cuando vio la serpiente negra, enroscada sobre sí misma, que los dos hombres llevaban tatuada a un lado del cuello. La última vez que vio una serpiente fue en el callejón de la ciudad vieja, y también era negra.
– Pero supongo que podría adivinarlo -añadió, escupiendo en su cara.
El más duro de sus dos captores le escupió a ella, y el más tranquilo se acercó más.
– ¿Dónde?
– En la cárcel.
Desconcierto, ceño fruncido, enfado.
– ¿Por qué cárcel?
– Robó una cosa. En el Club Ulysses. Lo han pillado y lo han encerrado en la cárcel. Seguramente le han enviado a una cárcel de Tientsin. Al menos eso es lo que suelen hacer los ingleses. No volverán a verlo en bastante tiempo.
Los dos hombres se enzarzaron en una acalorada discusión, y entonces el más duro se mostró comprensivo, le gritó algo, la agarró del brazo y la echó del coche. Cayó sobre el asfalto. El cráneo golpeó contra las piedras, pero ella apenas se percató. El coche se alejó, y del muchacho no había rastro. Se apoderó de ella un alivio tan dulce que le impregnó la boca. Como pudo, se puso en pie y, por primera vez, uno de los dos ingleses se percató de su presencia.
– ¿Está bien, señorita?
Ella asintió, y volvió a la calle principal a toda prisa, con la bolsa marrón en la mano.