Capítulo 2

Junchow, norte de China, julio de 1928

El aire, en el mercado, olía a boñiga de mula. El hombre del traje de lino color crema no sabía que le seguían, que unos ojos seguían todos sus movimientos. Se acercó un pañuelo blanco y almidonado a la nariz y se preguntó una vez más cómo había llegado a aquel lugar remoto y olvidado.

Inesperadamente, el rictus inglés, serio, que su boca esbozaba dio paso al atisbo de una sonrisa. Remoto tal vez sí, pero no olvidado por sus propios dioses paganos. El sonido lúgubre de unas enormes campanas de bronce descendía desde el templo hasta la plaza del mercado e, imponiéndose, resonaba en su cerebro, reverberaba allí con su sonido monocorde que parecía no tener fin. En un esfuerzo por distraerse, tomó una pieza de porcelana de uno de los muchos puestos en los que los vendedores voceaban sus productos, y lo levantó para que le diera la luz. Traslúcido como el aliento de un dragón, frágil como el corazón de una flor de loto. El cuenco encajaba a la perfección en la palma de su mano, como si aquél fuera su lugar natural.

– Primera época de la dinastía Ching -murmuró, complacido el europeo.

– ¿Usted compra? -le preguntó el vendedor, que llevaba una túnica de un gris apagado, y lo miraba expectante, con sus ojos negros, fingiendo buen humor-. ¿Gusta?

El inglés se echó hacia delante, cuidándose mucho de evitar todo contacto entre el destartalado tenderete y su inmaculada chaqueta. En un tono educado en extremo, le preguntó:

– Dígame, ¿cómo es que su gente es capaz de producir las creaciones más perfectas de la tierra y a la vez la suciedad más espantosa que he visto en mi vida?

Con la mano libre señaló la maraña de cuerpos que atestaban la plaza del mercado, la recua de mulas que, a sus resistentes lomos, cargaban enormes bloques de sal mientras se abrían paso, ruidosamente, entre la muchedumbre, por entre los puestos de comida, soltando por todas partes sus excrementos, que se secaban al calor sofocante del día. El mulero, con la cara picada por la viruela, ahora que había llegado al fin a Junchow y se sentía a salvo, sonreía como un simio, pero apestaba como un yak. Y luego estaba la suciedad blanca de las aves, que brotaba de los centenares de jaulas de bambú y cubría el empedrado de los suelos, confundiéndose con el hedor de la alcantarilla al aire libre que corría por un lado de la plaza. Dos niños de trenza puntiaguda y negra se acuclillaban junto a ella mientras, indiferentes a todo, daban cuenta a mordiscos de algo verde y jugoso. Dios sabía qué sería. Dios y las moscas, que se arremolinaban sobre todo.

El inglés se volvió hacia el vendedor y, con un atisbo de desesperación, volvió a preguntarle:

– ¿Cómo lo hacen?

El chino alzó la vista para observar mejor al fanqui, el «diablo extranjero». Aunque no había entendido nada, le había prometido a su nueva concubina que le compraría unas zapatillas nuevas, rojas, bordadas, por lo que se resistía a perder una venta. Así que repitió una de las ocho palabras que conocía en el idioma de su interlocutor:

– ¿Compra? -A la que añadió, esperanzado-: Muy bonito.

– No. -El inglés depositó con cuidado el cuenco junto a un bote de té lacado en blanco y negro-. No compra.

Y se alejó, aunque no por ello le dejaron en paz, pues al instante le abordó el vendedor del tenderete contiguo. La incesante cháchara, pronunciada en aquella maldita lengua que no comprendía, sonaba a sus oídos occidentales como una pelea de gatos. Y hacía tanto calor que empezaba a pasarle factura. Se secó la frente con el pañuelo y consultó la hora en el reloj de bolsillo. Debía emprender el regreso. No quería llegar tarde a su almuerzo con Binky Fenton en el Club Ulysses. El viejo Binky era muy estricto para esas cosas. Y hacía bien.

Sintió un golpe en el hombro: un rickshaw se abría paso, traqueteando sobre la calle adoquinada. Los había por todas partes, maldita sea. No deberían estar permitidos. Molesto, clavó la vista en el ocupante del vehículo, y al instante su mirada se ablandó. Sentada muy erguida, delgada, con su cheongsang lila, de cuello alto viajaba una hermosa joven china. Su larga cabellera negra coleaba como una capa de raso, más larga que la espalda, y detrás de una oreja, sostenida con una peineta de madreperla, lucía una orquídea amarilla. No le vio los ojos, pues, discretamente, dirigía la mirada a sus manos diminutas, que apoyaba en el regazo, pero el rostro era un óvalo perfecto, y su piel, exquisita como el cuenco de porcelana que acababa de sostener entre sus manos.

Un grito ronco hizo que su atención se desplazara al esforzado porteador del rickshaw, pero, apenas lo hizo, apartó la mirada, escandalizado. El hombre no llevaba más que unos harapos en la cabeza y un taparrabos sucio atado a la cintura. No era de extrañar que la joven prefiriera mirarse las manos entrelazadas. Era repugnante el modo en que aquellos nativos exhibían sus cuerpos desnudos. Se llevó el pañuelo a la nariz. Qué olor, por Dios. ¿Cómo podían convivir con él?

El súbito chillido de una trompeta lo sobresaltó y terminó de destrozarle los nervios. Se echó hacia atrás, y tropezó contra una joven europea que caminaba detrás de él.

– Por favor, le ruego disculpe mi torpeza. Ese ruido vil ha podido conmigo.

La muchacha llevaba un vestido azul marino y un sombrero de paja, de ala ancha, que le ocultaba el pelo e impedía al inglés verle el rostro. A pesar de ello, su impresión era que aquella europea se reía de él, pues la trompeta resultó no ser más que el modo en que el afilador anunciaba su llegada al mercado. Tras despedirse de ella con una breve inclinación de cabeza, cruzó la calle. En cualquier caso, aquella joven no debería estar allí sola, sin carabina. Sus pensamientos se interrumpieron ante la visión de una imagen tallada de Sun Wu-Kong, el dios-mono de poderes mágicos, que se exhibía en uno de los puestos, y dejó de preguntarse qué motivos tendría una muchacha blanca para recorrer sola un bullicioso mercado chino.

Las manos de Lydia eran rápidas. Su tacto, suave. Era capaz de robar con los dedos la sonrisa del mismísimo Buda sin que ni él se diera cuenta.

Se alejó entre la multitud. Sin mirar atrás. Eso era lo más difícil. El deseo de girarse a comprobar que estaba a salvo era tan intenso que le ardía en el pecho. Pero metió la mano en el bolsillo, se ocultó bajo el extremo gastado del palo del aguador, y se dirigió hacia el arco profusamente labrado que daba acceso al mercado. En los puestos, a ambos lados de la calle, se apilaban pescados y frutas, y en el tramo final, que se estrechaba, la multitud se hacía más densa. Allí se sentía más segura.

Pero tenía la boca seca.

Se pasó la lengua por los labios, y se atrevió a mirar atrás, sólo un instante. Sonrió. El traje color crema seguía en el mismo lugar en que lo había dejado, inclinado frente a un tenderete, abanicándose con el sombrero. Con su vista aguda distinguió a un pilluelo autóctono que llevaba lo que parecía un basto pijama azul, y que merodeaba con malas intenciones frente al extranjero, que no se había percatado en absoluto. Todavía. Pero en cualquier momento podía decidir consultar la hora en su reloj de bolsillo. Eso era lo que hacía cuando ella lo vio por primera vez. ¿Se podía ser más cabeza hueca? ¿Es que no tenía dos dedos de frente?

Y lo supo al instante: iba a ser una presa fácil.

Dejó escapar un suspiro complacido. No era sólo la voz de la adrenalina una vez apresado con éxito el botín. La visión del mercado, extendido ante ella, le causaba gran placer. Adoraba la energía que desprendía. Rebosante de vida en cada esquina, lleno de ruido y estruendo, con los gritos agudos de los vendedores y los amarillos y los rojos vivísimos de palosantos y sandías. Adoraba los aleros de los tejados, su modo de curvarse hacia arriba, como si quisieran salir volando, llevados por el viento, y los ropajes livianos de la gente que se afanaba para comprar cangrejos, o cuencos de anguilas asadas, o un jin [1] de brotes de alfalfa. Era como si el aroma de aquel lugar se le infiltrara en la sangre.

No como en el Asentamiento Internacional. A Lydia le parecía que allí la gente llevaba corsés con ballenas no sólo sobre el cuerpo, sino sobre la mente.

Avanzaba deprisa, pero sin excederse. No quería llamar la atención. Aunque no era raro ver a extranjeros en los mercados locales sí lo era encontrarse con una muchacha de quince años caminando sola. Debía andarse con cuidado. Ante ella se extendía el camino ancho y pavimentado que conducía al Asentamiento Internacional, y allí era donde esperaría encontrarla el hombre del traje color crema si le daba por buscarla. Pero Lydia tenía otros planes, y giró a la derecha.

Allí se topó de cara con un policía.

– ¿Está bien, señorita?

El corazón le latía con fuerza.

– Sí.

Era joven. Y chino. Uno de los agentes municipales que patrullaban, orgullosos, con su elegante uniforme azul marino y su cinturón blanco, lustroso. La observaba con curiosidad.

– ¿Está perdida? Jóvenes damas no vienen aquí. No bien.

Ella negó con la cabeza y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.

– No. Voy a reunirme con mi amah aquí.

– Su niñera debería saberlo. -Frunció el ceño-. No bien. Nada bien.

Un grito de indignación resonó en todo el mercado, detrás de Lydia, que se dispuso a emprender la carrera. Pero el policía había perdido interés. Se llevó la mano a la gorra y, apresuradamente, se dirigió a la plaza abarrotada. Apenas se hubo ido, Lydia inició su huida. Subió corriendo los empinados peldaños, dejó atrás el arco que había de introducirla en el corazón de la ciudad vieja, con sus antiguos muros custodiados por cuatro inmensos leones de piedra. No solía internarse en ella, no se atrevía, pero en ocasiones como ésa, merecía la pena correr el riesgo.

Era un mundo de callejones oscuros y odios más oscuros todavía. Las calles eran estrechas, empedradas, de suelos resbaladizos por los restos de verduras pisoteadas. A sus ojos, los edificios presentaban un aspecto secreto, ocultaban sus suspiros tras los altos muros. O bien eran bajos y achatados, parecían encajarse los unos contra los otros formando ángulos raros, junto a los salones de aleros curvados y verandas pintadas con colores alegres. Los rostros grotescos de extraños dioses y diosas la observaban desde hornacinas que aparecían por sorpresa.

La adelantaban hombres que cargaban con sacos, mujeres que llevaban a recién nacidos en brazos. Todos la miraban con ojos hostiles, le decían cosas que no entendía, aunque la palabra que más se repetía era fanqui, diablo extranjero, que le causaba escalofríos. En una esquina, una anciana, envuelta en harapos, pedía limosna en medio de un lodazal, extendiendo una mano que era como una garra, mientras las lágrimas resbalaban sin cesar por entre los surcos profundos de su rostro esquelético. Se trataba de una imagen que Lydia había visto en muchas ocasiones, y que ya había llegado, a veces, a las mismas calles del Asentamiento. Pero no se acostumbraba nunca a ella. Aquellos mendigos la asustaban, y hacían que el pánico se apoderara de su mente. En sus pesadillas, era uno de ellos, vivía en el fango, sola, y sólo tenía gusanos para comer.

Se dio prisa. La cabeza gacha.

Para tranquilizarse, metió la mano en el bolsillo y con los dedos palpó aquel pesado objeto. Parecía caro. Se moría de ganas de echar un vistazo al producto de su saqueo, pero allí habría sido demasiado peligroso. Algún miembro del tong le cortaría la mano apenas la viera, de modo que se obligó a ser paciente. Pero, a pesar de ello, le recorrió un escalofrío por la espalda, y sólo al llegar a Copper Street empezó a respirar más aliviada, y el hormigueo en la base del estómago remitió. Era el miedo. Y siempre la invadía tras un hurto. Las gotas de sudor se deslizaban por su espalda, y ella se decía que era por el calor. Se ladeó el sombrero viejo con gracia, alzó la vista hacia el cielo blanco, plano, que se posaba sobre la ciudad vieja como una manta asfixiante, y se dirigió a la tienda del señor Liu.

El comercio ocupaba el fondo de un porche mugriento. La puerta era estrecha y oscura, pero el escaparate resplandecía, alegre y luminoso, enmarcado por planchas de madera talladas y decorado con láminas pintadas con gran delicadeza. Lydia sabía que era por la necesidad que tenían los chinos de cuidar la apariencia. «La fachada.» Pero lo que tuviera lugar tras ella era un asunto privado. El interior era apenas visible. No sabía qué hora era, pero estaba segura de que ya había gastado el tiempo libre que tenía asignado para almorzar. El señor Theo se enfadaría con ella por llegar tarde a clase, tal vez le pegara con la regla en los nudillos. Sería mejor que se diera prisa.

Pero, mientras abría la puerta de la tienda, no pudo evitar sonreír. Tal vez sólo tuviera quince años, pero sabía bien que cerrar con prisas un trato en China era una esperanza tan absurda como contar las palomas que revoloteaban sobre los tejados grises de Junchow.

En el interior, la luz era tenue, y los ojos de Lydia tardaron un poco en adaptarse a la penumbra. El perfume a jazmín impregnaba el aire, fresco en contraste con la humedad de las calles. La visión de la mesa negra de una esquina, sobre la que reposaba un cuenco con cacahuetes fritos, le recordó que no había comido nada desde que, para desayunar, le habían dado apenas un par de cucharones de gachas de arroz aguadas.

Un hombre flaco, con túnica larga, marrón, salió de detrás de un mostrador de roble. Tenía la cara arrugada como una nuez, y unos pelos largos y ralos le crecían en la punta de la barbilla. Seguía llevando el pelo a la manera manchú antigua, recogido en una trenza que descendía por la espalda como una serpiente. La expresión de sus ojos negros era de astucia.

– Señorita, bienvenida a mi humilde comercio. A mi pobre corazón le hace bien volver a verla. -Cortés, le hizo una reverencia, que ella imitó.

– He venido porque en todo Junchow se dice que el señor Liu es el único que conoce el verdadero valor de las obras de arte más hermosas -abrió fuego Lydia, con voz dulce.

– Es para mí un honor, señorita. -El señor Liu sonrió, complacido, y le señaló una mesa baja colocada en un rincón-. Pero siéntese, por favor. Refrésquese un poco. Las lluvias del verano se muestran crueles este año, y los dioses deben de estar en verdad enfadados, pues desde el cielo nos lanzan fuego por la boca todos los días. Permítame que le traiga un té de jazmín para aliviar el calor de su sangre.

– Gracias, señor Liu, se lo agradezco.

Se sentó en el taburete de bambú y, apenas el vendedor se dio la vuelta, se introdujo un cacahuete en la boca. Mientras el hombre estaba ocupado tras un biombo con pavos reales de marfil taraceados, Lydia se dedicó a observar la tienda.

Se trataba de un espacio oscuro, secreto, lleno de estantes tan atestados de objetos que se apoyaban unos sobre otros. Piezas de porcelana de Jiangxi, de siglos de antigüedad, convivían con los últimos modelos de radios de baquelita, color crema, brillantes. Rollos de papel delicadamente pintados colgaban junto a feroces espadas chinas, y sobre ellas, un peculiar árbol retorcido, hecho de bronce, parecía crecer en lo alto de la cabeza de un mono sonriente. En el extremo opuesto, dos osos de peluche alemanes se apoyaban en una fila de chisteras de seda fabricadas en Jermyn Street. Un artilugio extraño, de madera y con muelles metálicos, estaba apoyado junto a la puerta, y a Lydia le llevó un momento darse cuenta de que se trataba de una pierna ortopédica.

El señor Liu tenía una casa de empeños. Compraba y vendía los sueños de la gente, y lubricaba los engranajes de la existencia diana. Lydia recorrió con la mirada el colgador que ocupaba el fondo de la tienda. Allí era donde le encantaba demorarse. Una vistosa selección de vestidos de noche y abrigos de pieles, tantos y tan pesados que la barra se combaba en su centro, como arqueando la espalda. La mera visión de tanto lujo hacía que el corazón de Lydia latiera de envidia. Antes de abandonar el establecimiento, siempre se acercaba hasta allí y pasaba una mano por entre aquellos abrigos de pelo tupido. Ya fueran visones relucientes o martas cibelinas, había aprendido a distinguirlos. Y se prometía a sí misma que, algún día, las cosas serían distintas. Algún día ella no entraría allí a vender, sino a comprar. Aparecería con un montón de dólares en la mano, y se llevaría alguna de aquellas prendas. Cubriría con ella los hombros de su madre y le diría: «Mira, mamá, mira qué guapa estás. Ya estamos a salvo. Puedes volver a sonreír.» Y su madre soltaría una carcajada gloriosa. Y sería feliz.

Se metió dos cacahuetes más en la boca e, impaciente, empezó a dar golpecitos con el zapato en el suelo.

Al instante, el señor Liu reapareció con una bandeja en la mano, y una sonrisa atenta. Colocó sobre la mesa dos tazas finas como el papel, sin asa, junto con una tetera mate, sin vitrificar, que parecía antiquísima. En silencio, el anciano vertió el té en ellas. Curiosamente, el aroma a jazmín que se elevó en el vapor del líquido caliente alivió la mente acalorada de Lydia, que sintió la tentación de dejar sobre la mesa, en ese preciso instante, el producto de su hurto. Pero no iba a hacerlo. Antes debían charlar un rato. Así era como se hacían los negocios en China.

– Espero que goce usted de buena salud, señorita, y que, en estos tiempos convulsos, todo vaya bien en el Asentamiento.

– Gracias, señor Liu, estoy bien, aunque en el Asentamiento… -se encogió de hombros, en un gesto que esperaba que fuera el de una mujer de mundo- hay siempre problemas.

Los ojos del vendedor se iluminaron.

– ¿No fue un éxito el baile de verano en el Salón Mackenzie?

– Sí, por supuesto. Asistió todo el mundo. Fue de lo más elegante. Todos los coches y los carruajes más distinguidos. Y joyas, señor Liu, usted habría apreciado mucho las joyas. ¡Fue todo tan… -su voz delataba la emoción que sentía- tan perfecto!

– Me alegro de veras de oírlo. Es bueno saber que las muchas naciones que gobiernan este insignificante rincón de China son capaces de reunirse de vez en cuando sin cortarse el cuello las unas a las otras.

Lydia se echó a reír.

– No se crea, que se discutió mucho. Sobre todo en torno a las mesas de juego.

El señor Liu se echó un poco hacia delante.

– ¿Y cuál era el motivo de la disputa?

– Creo que… -deliberadamente, hizo una pausa para dar el último sorbo al té y mantener así el suspense, mientras oía la respiración entrecortada, expectante, de su interlocutor- se trata de algo relacionado con traer a más sijs de la India. Quieren reforzar la policía municipal, ¿sabe?

– ¿Acaso se esperan disturbios?

– El comisionado Lacock, nuestro jefe de policía, comentó que se trataba sólo de una precaución, a causa de los saqueos que tienen lugar en Pekín, y dado que mucha de su gente entra en nuestro Asentamiento Internacional de Junchow en busca de alimentos.

– Ai-ya, no hay duda de que vivimos tiempos terribles. La muerte es tan corriente como la vida. La hambruna y la inanición están por todas partes. -Entre ellos se hizo el silencio, que cayó como una piedra en un estanque-. Pero, explíquemelo, si tiene a bien, señorita, pues yo debo de ser tonto y no lo entiendo. ¿Cómo a alguien tan joven como usted la invitan a asistir a un evento tan ilustre en el Salón Mackenzie?

Lydia se ruborizó al instante.

– Mi madre -respondió con grandilocuencia- era la mejor pianista de toda Rusia, y tocó para el mismísimo zar en su Palacio de Invierno. Actualmente es muy requerida en Junchow. Y yo la acompaño.

– ¡Ah! -exclamó él, respetuoso, con una inclinación de cabeza-. Ahora lo entiendo todo.

A Lydia no terminó de gustarle el tono con que lo dijo. Siempre desconfiaba de su gran dominio del idioma, y le habían comentado que en otro tiempo había sido el capataz de la Compañía Minera Jackson & Mace. No le costaba imaginarlo con un pico en una mano y un puñado de oro en la otra. Pero se rumoreaba que había salido de allí por la puerta trasera. Lydia echó un vistazo a los estantes, y a la vitrina que, cerrada con llave, albergaba las joyas. En la China, los robos no eran infrecuentes.

Ahora le tocaba a ella.

– Espero que el aumento de población en nuestra localidad aporte ventajas a su negocio, señor Liu.

– Ai! Me duele no poder confirmar sus esperanzas. El negocio no va bien. -Entrecerró los ojos pequeños, oscuros, componiendo un gesto exagerado de tristeza-. Ese hijo de serpiente de estercolero, Feng Tu Hong, el jefe de nuestro nuevo Consejo, nos está llevando a todos al arroyo.

– ¡Oh! ¿Y cómo es eso?

– Exige a todos los comercios del viejo Junchow el pago de unos impuestos tan elevados que nos chupa la sangre de las venas. A mis viejos oídos no les sorprende oír que los jóvenes comunistas patrullan de noche pegando sus carteles. Ayer, en la plaza, dos más fueron decapitados. Son tiempos difíciles, señorita. Apenas encuentro ya baratijas con las que alimentarme a mí y a los inútiles de mis hijos. Ai-ya! El negocio va mal, muy mal.

No sin esfuerzo, Lydia consiguió reprimir su sonrisa.

– Lo lamento por usted, señor Liu. Pero le he traído algo que espero que contribuya a que su negocio vuelva a funcionar.

El señor Liu inclinó la cabeza, señal que indicaba que había llegado el momento. Ella se metió la mano en el bolsillo y extrajo su premio. Lo dejó sobre la mesa de ébano, en la que refulgió con el brillo de una luna llena. El reloj era hermoso, incluso a sus ojos inexpertos, y tanto su armazón dorado como su pesada cadena de plata desprendían olor a dinero. Observó con atención al señor Liu. En su rostro no se movió ni un músculo, pero no logró evitar que un destello de deseo recorriera fugazmente su mirada. Con todo, la apartó al momento del reloj y, muy despacio, dio un sorbo más al té. Pero Lydia ya estaba acostumbrada a su estrategia, y conocía bien sus trucos.

Esperó.

Finalmente, el señor Liu lo sostuvo entre los dedos, y de la túnica extrajo un monóculo de aumento para examinarlo. Levantó la tapa delantera, de plata, y la trasera, así como la interior, mientras murmuraba para sus adentros en mandarín y acariciaba delicadamente el metal. Al cabo de unos instantes, lo dejó en la mesa.

– Tiene cierto valor -enunció indiferente-, aunque escaso.

– Yo diría que su valor es más que escaso, señor Liu.

– Ah, pero éstos son tiempos difíciles. ¿Quién tiene dinero para cosas como éstas cuando no hay comida que llevarse a la boca?

– Se trata de una pieza muy bien trabajada.

El vendedor movió un dedo, como si quisiera acariciar la plata una vez más, pero, en lugar de hacerlo, se lo llevó a la barba.

– No está mal-reconoció-. ¿Más té?

Durante diez minutos negociaron, regateando en favor de uno y de otro. En cierto momento Lydia se puso en pie y se guardó el reloj en el bolsillo. Fue entonces cuando el señor Liu aumentó su oferta.

– Trescientos cincuenta dólares chinos.

Ella volvió a dejar la pieza sobre la mesa.

– Cuatrocientos cincuenta -exigió.

– Trescientos sesenta. No puedo permitirme más, señorita. Mi familia pasará hambre.

– Pero vale más. Mucho más.

– No para mí. Lo siento.

Ella aspiró hondo.

– No es bastante.

El vendedor suspiró y meneó la cabeza y la trenza.

– Está bien, no comeré durante una semana. -Hizo una pausa y la estudió con ojos penetrantes-. Cuatrocientos dólares.

Lydia aceptó.

Estaba contenta. Atravesaba deprisa la ciudad vieja, de regreso a casa, con la cabeza llena de todas las cosas buenas que compraría: una bolsa de buñuelos dulces de albaricoque, y sí, un bonito pañuelo de seda para su madre, y unos zapatos nuevos para ella, porque los que tenía le apretaban mucho, y quizás un…

La calle estaba cortada, y la escena que se desarrollaba en ella era de absoluto caos. El centro lo ocupaba un Bentley negro, muy grande, con sus guardabarros anchos y sus remates cromados, relucientes. El vehículo era tan inmenso, tan incongruente en el marco de aquellas callejuelas pensadas para el tráfico de mulas y carretillas, que por un momento a Lydia le pareció que no había visto bien. Parpadeó. Pero sí, el coche seguía en su sitio, aprisionado entre rickshaws, uno de ellos volcado y con una rueda rota, y con un burro con su respectivo carro cerrando el paso por delante. El carro había derramado toda la carga de raíces de loto blanco por el suelo, y el burro rebuznaba en su intento de comérselos. El griterío era general.

Mientras Lydia pensaba cuál era el mejor modo de pasar desapercibida en medio de aquel pequeño drama, la cabeza de un hombre se asomó por la ventanilla del Bentley y habló con el tono de alguien sin duda acostumbrado a emitir órdenes.

– Muchacho, saca de aquí el coche inmediatamente, y toma el camino que va paralelo al río.

– Sí, señor -respondió el chófer uniformado, aunque sin dejar de golpear al carretero con su gorra cónica-. Por supuesto, señor. Ahora mismo, señor. -Se volvió para hacer la reverencia de rigor a su amo, y retiró la vista, al tiempo que añadía-: Pero eso es imposible, señor. Ese camino es demasiado estrecho.

El señor del coche se llevó la mano a la frente, desesperado, y exclamó algo que Lydia no oyó, pues había decidido reanudar la marcha. Tratando de no aparentar la prisa que tenía, dobló al llegar a un callejón lateral. Porque lo conocía. Conocía al hombre del coche. Sabía quién era, al menos. Aquella mata de pelo blanco. Aquel bigote tieso. Aquella nariz aguileña. Sólo podía tratarse de sir Edward Carlisle, el gobernador del Asentamiento Internacional de Junchow. El nombre de aquel demonio bastaba para que los niños que no querían acostarse se metieran derechos en la cama, aterrorizados. Pero ¿qué estaba haciendo él allí? ¿En la ciudad antigua? ¿En el barrio chino? Aquel hombre era conocido por meter sus narices donde no le llamaban, y en ese momento lo que menos falta hacía a Lydia era que la viera.

– ¡Chyort! -maldijo entre dientes.

Era precisamente el intento de evitar el contacto con blancos lo que la llevaba hasta allí, el motivo por el que se arriesgaba a internarse en territorio chino. Vender sus bienes de dudosa procedencia en el Asentamiento habría resultado demasiado peligroso. La policía no dejaba de rondar las casas de empeños y las tiendas de coleccionistas, a pesar de los sobornos que, desde todas las procedencias, acababan en sus bolsillos. Cumshaw, los llamaban. Así funcionaban las cosas por allí. Todo el mundo lo sabía.

Echó un vistazo a la calle en la que se había metido, más estrecha y sórdida que las demás. Y sintió en la nuca un aguijonazo de angustia que era como la mordedura de una araña. Se trataba más de un callejón que de una calle propiamente dicha, y quedaba totalmente en penumbra, porque los edificios de sus dos aceras se alaban a tan poca distancia unos de otros que la luz del sol jamás penetraba en él. A pesar de ello, había ropa tendida en lo alto, prendas que colgaban inertes como fantasmas al calor húmedo, mientras, desde el extremo más alejado, un hombre que llevaba el sombrero característico de los obreros chinos, se acercaba a ella empujando una carretilla en la que había apilado una gran cantidad de hierba seca. Su avance era lento y laborioso, pues se producía sobre un suelo de tierra prensada, y el chirrido de aquella rueda era el único rumor que se oía en toda la calle.

¿Por qué había tanto silencio?

Fue entonces cuando vio a la mujer que lo observaba todo de pie, junto a una puerta. Su rostro se parecía al de las muchachas a las que Polly, la amiga de Lydia, llamaba «Damas de Delicias», con sus ojos muy maquillados de negro, y un toque de carmín en unos labios que asomaban a un rostro cubierto de polvos de arroz. Pero Lydia sospechaba que no era tan joven como parecía. Con un dedo rematado en una uña roja, la mujer llamaba a Lydia. La muchacha vaciló, y se llevó la mano a la boca, en el gesto infantil al que recurría cuando la dominaban los nervios. No debería haberse aventurado por allí, y mucho menos con tanto dinero en el bolsillo. Incómoda, negó con la cabeza.

– Dólares. -La palabra, que brotó de los labios de aquella mujer, descendió por la calle-. ¿Quieres dólares chinos? Sus ojos pequeños se clavaron en Lydia, que seguía sin acercarse.

El silencio pareció volverse aún más denso. ¿Dónde estaban los pillos harapientos que jugaban junto a las alcantarillas? ¿Y los vecinos quisquillosos? Las ventanas de las casas aparecían cubiertas con papeles encerados, más baratos que el cristal, de modo que debería de haberse oído el golpeteo de cazos y sartenes. Pero a sus oídos sólo llegaba, monótono, el chirrido de la carretilla y el zumbido de las moscas negras. Aspiró hondo, y se sorprendió al notarse las palmas de las manos sudorosas. Dio media vuelta, dispuesta a salir corriendo.

Pero de la nada surgió una figura enclenque, vestida de negro, que le cerró el paso.

– Ni zhege yochou yochun de ji! -le gritó a la cara.

Lydia no entendió lo que le decía, pero al ver que escupía en el suelo, y le silbaba, no dudó que aquellas palabras no significaban nada bueno.

Se trataba de un hombre muy flaco que, a pesar del calor sofocante, llevaba una gorra de pieles, con largas orejeras, bajo la que se adivinaban mechones indómitos, canosos. Los ojos, sin embargo, eran brillantes y fieros. Le plantó un puño tatuado frente a la cara y Lydia, como una tonta, se fijó en la suciedad que se acumulaba entre sus uñas. Trataba de pensar racionalmente, pero el corazón le latía con tal fuerza que no lo lograba.

– Déjame pasar, muchacho -logró decirle en un tono que pretendía ser duro, demostrarle que controlaba la situación. Como sir Edward Carlisle. Pero no lo consiguió.

– Wo zhishiyao nide quian, fanqui.

De nuevo aquella palabra. Fanqui. Diablo extranjero.

Intentó rodearlo y seguir su camino, pero él volvió a cerrarle el paso. Tras ella, el chirrido de la carretilla cesó, y al volverse a mirar por encima del hombro vio que la mujer y el obrero estaban juntos, en medio del callejón, bañados en sombras negras, y que observaban todos sus movimientos con gesto hostil.

Una mano delgada se aferró como un alambre a su muñeca.

Lydia fue presa del pánico, y empezó a chillar. Y entonces fue como si los mismísimos demonios del infierno hubieran quedado en libertad. La calle se llenó de ruido, de gritos, mientras la mujer avanzaba con los pies vendados y el hombre soltaba la carretilla y se abalanzaba sobre Lydia, emitiendo un gruñido, con una hoz visible en el costado. Mientras, la presión de la mano de aquel viejo diablo no dejaba de aumentar, y cuanto más forcejeaba ella, más se hundían las uñas en su carne, como afilados dientes.

Sin mediar palabra, una cuarta persona apareció en la calle. Se trataba de un joven, no mucho mayor que Lydia, aunque bastante alto para ser chino, de cuello pálido, esbelto, y pelo corto, que llevaba una camisola de cuello en punta sobre unos pantalones holgados que se mecían al vaivén de sus movimientos. Su mirada era rápida, decidida, pero mientras estudiaba la situación su rostro se mantenía inexpresivo. Al darse cuenta de que el viejo agarraba a la joven por la muñeca sintió ira, y aquello dio a Lydia cierta esperanza. Quiso gritar, pedir ayuda, pero antes de que las palabras asomaran a sus labios, el mundo entero pareció difuminarse en un remolino de movimiento. Un pie veloz se hundió con fuerza en el pecho del viejo. Lydia oyó con nitidez el chasquido de las costillas al romperse, y su captor cayó al suelo emitiendo un chillido de dolor y arrastrándola a ella en su caída.

Lydia retrocedió a trompicones, pero logró mantener el equilibrio. En lugar de huir, permaneció inmóvil, asombrada, con los oros muy abiertos. Los movimientos del joven chino la hipnotizaban, parecía flotar en el aire y quedar suspendido en él antes de extender un brazo o una pierna con la velocidad de una cobra en posición de ataque. Le recordaba a los Ballets Rusos que madame Medinsky la había llevado a ver el año anterior en el Teatro Victoria. Aunque había oído hablar de aquellas artes marciales, nunca hasta entonces las había visto puestas en práctica. Tanta rapidez de movimientos la aturdía, pero vio que el joven se acercaba al hombre de la hoz, y una vez a su altura se echaba hacia atrás, con los hombros levantados y la mano extendida, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Acto seguido dobló todo el cuerpo, dio media vuelta y saltó por los aires. Alargó al brazo, y con la mano golpeó la nuca del hombre sin darle tiempo siquiera a mover la hoz. La boca pintada de la mujer china se abrió, y de ella brotó un grito de horror.

El joven se volvió para mirar a Lydia. Sus ojos eran negros, profundos, almendrados, y mientras ella los observaba, un viejo recuerdo despertó en su interior. Ya había visto aquella mirada, aquella expresión exacta de preocupación en un rostro que la observaba, en la nieve, pero había transcurrido tanto tiempo que casi la había olvidado. Estaba tan acostumbrada a defenderse sola que ver que alguien se ofrecía a luchar por ella produjo un pequeño estallido de asombro en su pecho.

– Gracias, xie xie, gracias -exclamó, con la respiración entrecortada. Él se limitó a encogerse de hombros, como indicando que no le había supuesto el menor esfuerzo; en realidad, y a pesar de lo veloz de su ataque, y del calor sofocante del callejón, no se apreciaba el menor atisbo de sudor sobre su piel.

– ¿No se ha hecho daño? -le preguntó, expresándose a la perfección en su idioma.

– No.

– Me alegro. Esta gente es escoria de alcantarilla, y la vergüenza de Junchow. Pero usted no debería estar aquí, es peligroso para una… -por un momento, a Lydia le pareció que iba a decir fanqui- para una muchacha con el cabello del color del fuego, que valdría elevadas sumas en los cuartos perfumados que se alzan sobre los salones de té.

– ¿El pelo, o yo?

– Ambos.

Con los dedos apartó un mechón indómito que había escapado del sombrero, y mientras lo hacía se fijó en que el desconocido, que seguía mirándola, suspiraba y arqueaba ligeramente las comisuras de los labios. Entonces alargó una mano, y por un instante a ella le pareció que iba a pasarle los dedos por entre las llamaradas de su pelo, pero no, lo que hizo fue señalar al anciano que, gateando, había entrado por una puerta en penumbra. Una vasija de barro ennegrecido se intuía a uno de sus lados, su ancha embocadura cubierta por un tapón de corcho del tamaño de un puño. Doblado de dolor, el hombre alzó el jarrón emitiendo un grito de rabia que le llevó a escupir, y lo estrelló contra el suelo, frente a Lydia y su salvador.

En un acto reflejo, y mientras la vasija se rompía en mil pedazos, ella retrocedió, pero al ver lo que salía de ella sintió que las piernas empezaban a temblarle.

Una serpiente, negra como el azabache, y de un metro de longitud, tardó apenas unos segundos en reptar hacia ella, la lengua bífida percibiendo en el aire el terror que sentía. Con todo, repentinamente, su cabeza describió un arco y desapareció tras meterse por una grieta de la pared. Lydia casi se atragantó de alivio. Jamás olvidaría aquellos pocos segundos.

Miró hacia atrás para observar al joven, y le sorprendió constatar su palidez, y lo rígido de sus miembros. Pero sus ojos no estaban puestos en la serpiente, sino en el viejo diablo que seguía agazapado junto a la puerta y, desafiante, los observaba con un gesto que era mezcla de malicia y triunfo.

Sin apartar de él la mirada, el joven chino le habló con voz impaciente.

– Debe salir corriendo.

Y Lydia corrió.

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