Capítulo 47

¿Estaba muerto?

¿O en un calabozo de la policía?

¿La echaba de menos?

¿Sonreía a la encantadora Li Mei del mismo modo en que le había sonreído a ella?

Ninguna respuesta. Sólo preguntas.

Ojalá no le hubiera dado su palabra a Alfred en el salón de té Tusón. Le había prometido obedecerle a cambio de dinero, pero ya le había mentido antes. Le había robado. Engañarle no le había importado lo más mínimo. Entonces, ¿por qué se sentía tan atada por aquella absurda promesa? ¿Por qué?

Estaba tumbada en la cama, en el lugar exacto que había ocupado Chang An Lo, con la cabeza en la almohada en la que él había apoyado la suya, pero no había dormido nada. Mientras las horas pasaban lentamente, había enterrado la cara en la funda una y otra vez, tratando de aspirar su olor. Pero era demasiado débil. Sólo el perfume de las hierbas. Se había levantado de la cama cuando las primeras luces del día tiñeron el negro de un gris plateado, pues las nubes eran tan densas, y tan bajas, que casi podía tocarlas. Pero al menos había dejado de nevar. Desde su ventana, la mera visión del cobertizo le hacía estremecerse de añoranza, pero no lograba apartar los ojos de aquella endeble estructura de madera cubierta de blanco. Las estilizadas huellas de un pájaro salpicaban la costra inmaculada de nieve que la rodeaba. Finalmente volvió a la cama, y se abrazó a la almohada.

Podía romper su palabra. Salir de casa a escondidas antes de que Alfred y Valentina despertaran. Aunque ni por un momento creyó que su madre estuviera dormida. No, estaría revolviéndose en la cama, escuchando, observando cómo empezaba a clarear. Lydia empezaba a preocuparse seriamente por su madre. Nunca la había visto tan enfadada, tan fuera de quicio. A Lydia le dolía pensar en ello, de modo que se concentró en Alfred.

Sí, podía romper su compromiso con él.

Podía.

Cerró los ojos y trató de respirar profundamente, como hacía Chang An Lo cuando sentía mucho dolor. Aspiraba por la nariz y soltaba el aire despacio por la boca. Pero sus pensamientos no la dejaban en paz.

Podía faltar a su palabra. Ya lo había hecho antes.

No. No.

Esta vez era distinto. Era… -no le salía la palabra- era… fundamental.

Desesperada, se tumbó de lado y dejó que su mente regresara, como una paloma mensajera, al recuerdo del cuerpo de Chang An Lo junto al suyo, dentro del suyo, sobre el suyo. Al sabor de aquella piel en su lengua. A la expresión de sus ojos cuando le dijo que la amaba. La amaba.

Pero por debajo de todo ello, percibía una ira profunda que se movía en círculos en su estómago. Un ácido que la quemaba.

Alexei Serov. Él la había traicionado.


– Buenos días, Lydia.

No le apetecía hablar.

– He dicho buenos días, Lydia.

Suspiró.

– Buenos días, Alfred.

– Así está mejor. Toma, aquí tienes el café.

– Gracias.

Le aceptó la taza, pero la dejó en la mesilla de noche. Sentada en la cama, con las piernas cruzadas y completamente vestida, no hacía el menor esfuerzo por levantarse ni mostrarse cortés.

– Tenemos que hablar -le dijo él.

– ¿Ah sí?

– Todos tenemos que comportarnos como adultos en una situación como ésta.

– Eso díselo a mi madre.

Alfred la miró con recelo y se quitó las gafas, se las limpió con un pañuelo limpio, blanco, y volvió a colocárselas exactamente en la misma posición. Dobló el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. -¿Te importa si me siento?

A Lydia le sorprendió que se lo preguntara, y asintió, señalando en dirección a la silla con un movimiento de cabeza.

– Gracias.

Alfred se sentó y dobló los brazos sobre el pecho. Ahora los dos se encontraban al mismo nivel.

Lydia esperaba. Él se tomaba su tiempo.

– Lydia, lo que hiciste la semana pasada estuvo mal, y tu madre y yo estamos profundamente disgustados por tu comportamiento. Deberías estar avergonzada. -La escrutó con sus ojos castaños-. Pero a mí me parece que no lo estás. He hablado con Wai, y me ha contado que casi no te vio en toda la semana, y que siempre estabas en el cobertizo o en tu cuarto. -Miró a su alrededor, como si esperara encontrar a Chang tras la puerta-. No hay duda de que estuviste aquí con tu amigo chino. ¿Es así?

Lydia asintió.

– ¿Y tu amigo es un comunista fugitivo?

Ante esa pregunta se mostró más cauta.

– No es mi intención preguntarte por el grado de… intimidad que existe entre vosotros… -La incomodidad le llevó a ruborizarse, y se detuvo unos instantes- Pero confío en ti lo bastante como para saber que… bien, que no cometerías ninguna insensatez. Nada inmoral, nada que no fuera cristiano -añadió, con súbita intensidad.

– Alfred, estaba enfermo. He cuidado de él. ¿No te parece eso cristiano?

– Por supuesto que sí, querida. Es algo digno de alabanza. La buena samaritana, ¿no?

– La buena rusa.

La respuesta puso una sonrisa en los labios de Alfred.

– Exacto.

Él parecía algo más relajado. Sólo un poco, pero algo era algo. Lydia sostuvo la taza de café.

– Mmmm, está bueno -dijo-. Gracias.

Él se apoyó en el respaldo y descruzó los brazos.

– De lo que debemos hablar es de qué hacer a partir de ahora. No es mi intención causarte un dolor innecesario.

Ella disimuló el alivio, apartándolo de sus ojos y su rostro. Parecía que Alfred entraba en razón.

– Y me parece que debo recordarte lo que me prometiste en el salón de té. Nuestro trato.

El alivio, pasajero, se alejó tan pronto como había llegado. Se pasó una mano por la cara para ocultar la decepción.

– ¿Qué órdenes vas a darme, entonces?

– Lydia, no me gusta ese tono de voz. Considero que la palabra «orden» no es adecuada, pero te digo que no debes volver a ver a ese comunista chino nunca más. Es demasiado peligroso para ti.

– No. Por favor.

– Insisto en ello.

Lydia sentía que se le desencajaba el rostro. Y lo ocultó entre las manos.

Se hizo un largo silencio en el dormitorio. Y entonces él se sentó a su lado, en la cama.

– Vamos, vamos, querida. Es por tu bien. No llores.

Le dio unas palmaditas en el hombro.

Pero ella no estaba llorando. Se estaba muriendo.

– Alfred -dijo, hablando entre los dedos separados-. ¿Cómo te sentirías si te dijera que no debes volver a ver a mi madre?

– Eso es distinto.

– No lo es.

– Oh, Lydia, mi querida niña. Eres demasiado joven para desesperarte así.

– Por favor, Alfred, déjame verlo.

Él le acarició la cabeza, y por su modo de hacerlo ella supo que iba a responder que no. Entonces se incorporó en la cama y, sin transición, le sonrió.

– Mamá me ha contado que quieres tener un hijo. -Alfred se ruborizó al instante, y apartó la mirada, clavándola en la nieve que cubría el alféizar de la ventana, donde un gorrión revoloteaba, para protegerse del frío-. Y me parece maravilloso, Alfred.

– ¿De veras?

– Sí.

– Me alegro.

Alfred estaba entusiasmado. Lydia se lo notaba en la mirada, y le conmovió saber que le importaba su opinión.

– ¿Qué te parecería que hiciéramos otro trato?

– ¿Cómo dices?

– Otro trato. Haré todo lo que pueda para convencer a mamá, para lograr que se replantee la idea de tener el bebé, si tú…

– No.

– Déjame terminar. Si me dejas visitar a Chang An Lo mientras se encuentre en casa del señor Theo.

– Mira, Lydia, yo…

– El señor Theo puede estar presente en la habitación en todo momento. No estaremos nunca solos. Por favor. Necesito saber que mejora y que sigue a salvo.

– Esto no me gusta nada.

Frunció el ceño, pero sus ojos habían perdido la expresión severa.

– Es muy importante para mí-insistió ella en voz baja.

Él respiró hondo, y se meció en el borde de la cama.

– Me encantaría tener un hermano -insistió ella.

Él no pudo reprimir una sonrisa.

– Eres una joven muy persuasiva, no sé si lo sabías.

– Entonces, ¿podré verlo?

– Oh, está bien, Lydia. Podrás verlo. No, no te alegres tanto. Sólo te permitiré que lo visites una vez, y no será hasta mañana, cuando estés en la escuela. Y para despedirte, nada más.

Lydia no dijo nada.

– Hablaré con Willoughby y lo organizaré -prosiguió Alfred-. Y que sea el final de este asunto.

Lydia se acercó a él y, con dulzura, le rozó la mano, que tenía apoyada en el edredón.

– Dos visitas, Alfred. Por favor, déjame que lo visite dos veces.

Para su sorpresa, su padrastro se echó a reír.

– Eres una señorita muy testaruda, ¿verdad? Está bien. Dos visitas. Bajo la estricta supervisión de Willoughby.

– Gracias.

Alfred le besó la frente, más cómodo que otras veces.

– De acuerdo -dijo, poniéndose en pie.

– ¿Y hablarás con mamá? ¿La convencerás para que dé su autorización?

– Sí, por supuesto.

– Yo hablaré con ella por lo del hermanito. Si le compraras un piano, creo que eso ayudaría.

Los dos se miraron a los ojos un segundo, y supieron que entre ellos había nacido un vínculo. Alfred asintió, sin saber bien qué decir.

– Alfred -dijo Lydia-, para no ser padre, se te da muy bien.

Él volvió a ruborizarse, se acarició la barbilla, ufano, y salió del dormitorio sonriendo.


– Mamá.

No hubo respuesta.

Valentina sostenía un periódico que le ocultaba el rostro, aunque Lydia dudaba de que lo estuviera leyendo. Era su modo de encontrar algo de intimidad. A intervalos, daba golpecitos en el suelo con un pie, calzado con zapatilla de terciopelo. La cena había transcurrido tensa, silenciosa, pero en el salón, más tarde, Alfred le había preguntado:

– Lydia, ¿juegas al ajedrez?

– Sí.

– ¿Te gustaría que echáramos una partida?

– Sí.

– Muy bien.

Trajo entonces un extraordinario juego de piezas antiguas, de marfil, y empezó a arrollarla con facilidad. Con todo, ella aprendía de sus errores. De sus errores en el juego. Y aprendía también más cosas de él. Y de sí misma. Alfred contaba con una paciencia impresionante, pero su disciplina mental resultaba demasiado rígida, mientras que ella era impetuosa. Ésa era a la vez su fuerza y su debilidad. Debía ir más despacio.

– Gracias -le dijo cuando su rey quedó tumbado sobre el tablero.

– Tienes aptitudes de gran jugadora, querida, pero deberías…

– Pensar más antes de mover pieza. Lo sé.

– Exacto. -Alfred sonrió, y sus ojos castaños brillaron tras las gafas-. Exacto.

Y abandonó el salón para guardar la caja con las piezas.

– Mamá.

Despacio, Valentina bajó el periódico y la miró con frialdad.

– ¿Conocía Liev Popkov a tu familia en Rusia?

La expresión de su madre no se alteró, pero Lydia notó que no le había gustado nada la pregunta.

– Trabajó para mi padre. Hace mucho tiempo -respondió al fin, secamente, antes de volver a levantar el periódico. Asunto concluido.

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