Capítulo 56

La sometieron dos veces más al truco del agua. Cada vez durante más tiempo. Le ardían los pulmones. Vomitaba. Se agitaba por falta de aire. Le fallaba la visión. Quería morirse, pero cada vez luchaba por la vida como un animal salvaje.

El hombre de la risa malvada disfrutaba con su trabajo. No dejaba de golpear los lados de la Caja y de decir cosas en chino, con voz aguda. Sólo cuando se convencía de que esa vez iba a ahogarse, cuando las estrellas iluminaban el túnel negro que llenaba la cabeza de Lydia y sus pulmones le ardían, se acercaba y abría una tapa que quedaba a los pies de la muchacha. El agua salía, y ella se acurrucaba en el suelo del baúl, prácticamente muerta. Le dolía todo.

Cuando se le aflojaron las tripas, apenas se dio cuenta.


Había perdido la cuenta del tiempo.

A veces se pellizcaba la mejilla para asegurarse de que seguía con vida. De que seguía siendo Lydia Ivanova. Empezaba a dudarlo.


Cuando la tapa volvió a cerrarse, todo su cuerpo se estremeció. Pasos en la escalera. Se obligó a aspirar hondo, muy hondo, a expandir todos los receptáculos de todos los bronquios. Tenía que almacenar aire, antes de que el agua llegara. Sentía la piel entumecida de frío. De pánico. Se incorporó. Lista.

Pero en esa ocasión no escuchó el sonido de la manguera arrastrándose por el suelo. En esa ocasión oyó un arañazo sobre la madera, y la luz parpadeante ganó intensidad.

¿Qué vendría ahora?

«Concentración. Respiración. No llores.»

De pronto el mundo entero cambió. El techo desapareció. Una mano se introdujo en la Caja y la agarró del pelo, tirando de las raíces, obligándola a ponerse en pie. Su cuerpo agarrotado resbalaba, y se ganó un golpe junto a una oreja. Ahora miraba a la cara a un chino de piel aceitunada, rostro anguloso y ojos negros, muy juntos. Tenía los dientes rojos, y durante un segundo pensó que podía tratarse de sangre, que acababa de comerse alguna criatura viva, aunque enseguida vio que masticaba unas semillas granates que sostenía en la mano.

– Guo lai! Gi nu.

La sacó de la Caja y ella miró a su alrededor, entrecerrando los ojos a la luz tenue. Estaba en lo cierto. Aquello era una bodega, un sótano. Dos ratas se detuvieron en un rincón y la observaron, meneando los bigotes. La Caja era un cubo de metal sobre una tarima de madera, con un desagüe debajo y una escalera pequeña arrimada a un lado. Ella cayó por la escalera, porque tenía los pies demasiado agarrotados.

«No llores. No supliques.»

«Escúpele en la cara a este asqueroso.»


No lloró. No suplicó. No le escupió en la cara. Hizo lo que le decía. Su captor le metió las muñecas en unas esposas de madera, le ató una soga al cuello y la condujo como si fuera un perro al exterior del sótano, a través de un pasadizo mohoso de paredes forradas de madera, como si se tratara de un paso entre edificios. Subieron una escalera. Peldaños. Cinco. ¿Debía intentar escapar? ¿Ahí?

Pero tenía que hacer acopio de toda su fuerza interior para mantenerse en pie. Cuando tropezaba o vacilaba, la soga le oprimía tanto el cuello que no le quedaba la menor duda de la fuerza de ese hombre, y sabía que su propio cuerpo era un desecho humano. De modo que no. Nada de escapar aún. El hombre de la cara angulosa abrió una puerta.

Calor.

Eso fue lo que primero llamó su atención. Le recorrió la piel en oleadas radiantes, absorbiendo el frío que tenía metido en los huesos. Habría podido llorar de placer. Sintió un súbito arrebato de gratitud por sus captores, que le proporcionaban ese calor, pero una parte de su mente le recordó que aquella idea era absurda. Los odiaba. Los odiaba.

Luego llegó el ruido. La estancia estaba tan llena de ruido que la cabeza empezó a darle vueltas. Grandes voces. Risotadas estridentes que resonaban en su cerebro hueco, mientras las luces le lastimaban los ojos. Los entrecerró mientras se adaptaba a ellas y trataba de determinar qué clase de lugar era ése. Un aposento de techos altos de vigas policromadas y profusamente labradas; bajo sus pies baldosas rojas que formaban patrones repetidos; y ventanas pequeñas con barrotes. Las paredes aparecían cubiertas con tapices pesados, bordados, y en ellas se alineaban bancos de madera con respaldo. Llenos de rostros chinos. Sonrientes, burlones. Dedos que señalaban. Bocas que escupían. Figuras de negro por todas partes. Demasiado negro. Demasiada muerte.

El hecho de que ella sólo llevara encima unas esposas primitivas y una soga al cuello no la perturbaba. Estaba más allá de eso. No le preocupaba más su desnudez de lo que le habría preocupado de encontrarse ante una jauría de perros salvajes.

Un puño cerrado se dirigió lentamente hacia su cara. Ella se agachó y logró esquivarlo. Los rostros que poblaban la habitación se abrieron en cavernas coloradas de risa, pero al hombre que había tratado de golpearla no le pareció igual de gracioso. Fornido, ancho de pecho, tenía la cara carnosa y la piel suave y algo aceitosa. A Lydia se le daba muy mal adivinar las edades de los chinos, pero ése parecía tener unos treinta años, y se comportaba con aire de autoridad. El pelo empezaba a retirársele de la frente, y sus labios eran oscuros y con ellos componía un gesto petulante. Curiosamente, vestía con un respetable traje negro, a la occidental. Aquello le dio cierta esperanza. El hombre se plantó frente a ella y la maldijo en chino.

– Ramera asquerosa del comemierda sin dientes. -Aquellas palabras, pronunciadas en su lengua, la desconcertaron-. Tú también pierdes dedos. Y ojos. Y pechos blancos y podridos. Yo los doy a ratas del sótano.

Las amenazas no provenían del hombre de piel lisa, sino de un joven que no tendría más de quince años y que llevaba el pelo alborotado y la miraba con ojos nerviosos mientras pronunciaba aquellos exabruptos sin la menor emoción en la voz. Estaba de pie, inmediatamente detrás del hombre que la maldecía en chino, y finalmente Lydia comprendió que se trataba sólo del intérprete, que reproducía las palabras de su señor.

Volvió a concentrarse en éste, y al momento los engranajes de su cerebro empezaron a moverse con mayor rapidez. Lo reconoció. Del funeral al que Chang la había llevado. Era el que se postraba ante el ataúd vestido de blanco. El hermano de Yuesheng, el hijo de Feng Tu Hong. Era el mismísimo Po Chu. Sin pensarlo dos veces, escupió en la cara al hombre que había torturado a Chang An Lo. Él la golpeó con furia y masculló algo:

– Ni ei xi хhе hui vhun.

– Aprende respeto -tradujo el muchacho.

– Suélteme -dijo ella, y notó que le sangraba la boca.

– Tú respondes preguntas.

– Soy hija de un importante periodista británico. Suélteme inmediatamente o el ejército británico vendrá con sus rifles a…

– Bao chi!

– Silencio -repitió el intérprete.

La mano del hombre atrapó un mechón de su pelo y, retorciéndoselo, le obligó a echar la cabeza hacia atrás. Le gritaba a la cara, el aliento apestoso de alcohol, y con ojos oscuros le recorría los pechos, el cuello, descendía hasta los muslos y… Lydia cerró los ojos para no seguir viéndolo.

Entonces le soltó los cabellos, se agachó y le arrancó un vello púbico. El dolor fue intenso, pero breve, y no gritó. Po Chu sostuvo en alto el pelo rojizo, para que todos lo vieran, y los hombres que abarrotaban la sala lo vitorearon. Mientras lo hacían, a ella le vino a la mente el modo tan distinto en que Chang An Lo se enroscaba aquel mismo vello entre los dedos, mientras decía que aquello eran destellos de muchacha-zorro. Pero lo que más le perturbó fue verse el antebrazo cuando forcejeaba para liberarse del hombre. Tenía la piel cubierta de picaduras. Eran las marcas de sus propios dientes, pues cuando se encontraba encerrada en la Caja se mordía las extremidades. Como una zorra en una trampa. Y aquello la asustaba.

Se dijo que debía mantenerse muy erguida.

– El señor Edward Carlisle le despellejará vivo por esto.

El muchacho tradujo. Po Chu se echó a reír.

– Zai na? ¿Dónde Chang An Lo?

– No lo sé.

– Sí. Tú sabes. Tú dices.

– No, no lo sé. Escapó cuando vinieron las tropas del Kuomintang.

– Mientes.

– No. Bu.

– Sí.

Cada vez que Po Chu decía algo en chino, el joven lo reproducía con voz neutra.

– Di verdad.

En esa ocasión, la demanda vino acompañada de un bofetón.

– Di verdad.

Otro golpe. Tres bofetones seguidos. Y otro más, y otro. Lydia perdió la cuenta. Se le partió el labio. Le ardían la cara y las orejas. Bofetón. Bofetón.

Cada vez más fuertes. La punta de una navaja se pegó a la comisura de un párpado, y empezó a reseguir el ojo, como si quisiera vaciárselo.

– ¡Está muerto! -gritó al fin.

La navaja se detuvo. Los golpes cesaron. Lydia respiraba entrecortadamente.

– ¿Cuándo muerto? -quiso saber Po Chu. En esa ocasión no lo preguntó en chino, pero Lydia apenas se dio cuenta. Su mente estaba sometida a un gran esfuerzo.

– ¿Cómo muerto? -El hombre le pasó el filo de la navaja por un pecho, y ella sintió la punzada, y el cosquilleo de la sangre en su descenso.

– De enfermedad.

– Shen meshihou? ¿Cuándo?

– El sábado. Lo llevé a los muelles. Lo cuidé… En una choza vieja… murió. -Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. No le costó demasiado llorar.

El muchacho tradujo, pero fueron las lágrimas las que parecieron convencer a Po Chu, que retrocedió esbozando una sonrisa astuta, lanzó el cuchillo al aire, y en su caída lo atrapó por el mango con un movimiento certero de muñeca. La miró fijamente.

– Guo lai.

– Ven -tradujo el muchacho.

Po Chu recogió la soga que llevaba atada al cuello y tiró de ella por la estancia en dirección a un biombo que ocultaba un rincón. Los ojos de Lydia repararon en sus paneles con incrustaciones de lapislázuli, coral, marfil y madreperla, y los grabó a fuego en su memoria. Si ese cabrón pensaba dejarla ciega, debería hacer durar mucho tiempo su última visión.

– Mira, gi nu. -Po Chu retiró el biombo.

Lydia miró. Y lo que vio le hizo desear haberse ahogado dentro de la Caja.

Sobre una mesa, ordenadas como instrumentos quirúrgicos de precisión en un quirófano, se alineaban dos hileras de herramientas. Pesadas pinzas, cuchillas, algunas dentadas y otras afiladas, y junto a ellas pequeños martillos romos, cadenas, correas y abrazaderas de cuero. Sus ojos se sintieron atraídos por una pieza de hierro con una pala en un extremo y un asa de madera en el otro. Ni aguzando la imaginación lograba imaginar para qué podía servir.

El corazón le dio un vuelco. Ninguno de sus órganos parecía funcionar, y se le cortó la respiración. Notó que un fluido cálido descendía por sus muslos, y supo que su cuerpo trataba de evacuar el miedo que sentía. No sintió vergüenza. La vergüenza la había dejado atrás hacía mucho.

– Mira, gi nu -insistió Po Chu-. Ramera podrida. Mira.

Los oídos todavía le funcionaban. Y captaron la impaciencia en su voz.

– Di verdad.

Ella asintió.

– ¿Dónde Chang An Lo?

– Muerto.

Él levantó unas pesadas tenazas de hierro, las sostuvo en la mano sin inmutarse, frunció el ceño, concentrado, y se las aplicó a un pezón. Apretó.

Lydia gritó.

Sangre roja y brillante como pintura. Un dolor intenso en el pecho. Gritaba. Le gritaba el odio y la cólera, bramaba en sus narices, y si nadie hubiera tirado de la soga que llevaba atada al cuello, se habría abalanzado sobre él y le habría mordido los ojos.

– Bien. -Po Chu sonrió fríamente, con una salpicadura de sangre en la mejilla-. Ahora di verdad.

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