Capítulo 27

Septiembre y calor. Calor todavía.

Un ventilador de latón giraba en el techo. Lo único que hacía era arrancar bocados de aire recargado y masticarlos un poco. Lydia estaba harta de estar allí de pie, con los brazos extendidos, mientras madame Camellia le iba clavando alfileres. Harta de la sonrisa complacida de su madre, que lo observaba todo sentada en una silla. Y, sobre todo, estaba harta del silencio de Chang, un silencio que atronaba en sus oídos y le hacía anhelar noticias suyas.

Un mes entero sin novedades. Un mes entero desesperada por no saber.

Debía de haber recibido su aviso. Debía de haberse ausentado de Junchow. Aquél debía de ser el motivo de su silencio, lo que implicaba que, al menos, estaba a salvo. Se aferraba a esa idea, se calentaba las manos con ella, y una y otra vez, cuando por las noches no podía dormir, murmuraba: «Él está bien, él está bien, él está bien.» Si lo repetía muchas veces, lograría que fuera cierto, ¿no?

En ese momento estaría en alguno de los campamentos de entrenamiento del Ejército Rojo. Lo imaginaba ahí, disparando contra dianas, participando en marchas, limpiándose las botas y las hebillas para que quedaran relucientes, desafiando al peligro colgado de cuerdas. ¿No era eso lo que los soldados hacían en los campamentos? Estaba a salvo, seguro. Por favor, que estuviera a salvo. Por favor, que todos aquellos extraños dioses suyos lo protegieran. Él era de los suyos, ¿no? Tenían que cuidar de él. Pero para tranquilizarse, para que el corazón no se le saliera por la boca, tenía que respirar hondo, porque en el fondo no confiaba en ellos, ni en los suyos ni en los de él.

– Querida, deja de moverte. ¿Cómo va a trabajar madame Camellia si no te estás quieta?

Lydia dedicó a su madre una mirada asesina. Valentina se veía de lo más moderna y elegante, pues llevaba un vestido de lino color crema que le había confeccionado aquella misma modista, la más solicitada de Junchow. Su salón copiaba los últimos modelos de París, y tenía una larga lista de clientas, de modo que había sido todo un honor que les permitieran saltarse la cola. Y todo gracias a Alfred, que había movido algunos hilos. Su futura esposa estaba decidida a contar sólo con lo mejor el día de su boda.

– ¿No está adorable con ese vestido, madame Camellia?

La dueña china de la casa de modas alzó la vista para contemplar el rostro de Lydia, y permaneció unos instantes observándolo en silencio. Lydia estaba de pie sobre una pequeña plataforma redonda, acolchada, en el centro de la habitación, mientras madame Camellia manipulaba, retorcía y tiraba de la suave seda verde, pálida como el cuello del pájaro cantor que vivía encerrado en una gran jaula en un rincón de la sala, y que emitía sus trinos constantes, así como una profusión de escalas de notas que destrozaban los nervios de Lydia.

– Se ve preciosa -dijo al fin madame Camellia, esbozando una sonrisa dulce-. Este tono eau de Nil combina a la perfección con su color de pelo.

– ¿Lo ves, Lydia? Ya te dije que te encantaría.

La joven no dijo nada, y se concentró en los pasadores de jade que salpicaban el pelo de la modista.

– Señora Ivanova, esta mañana han llegado unas muestras de las nuevas telas de Tientsin. Anticipándose al invierno, me ha parecido que tal vez le interesara alguna para su vestido de luna de miel. ¿Le gustaría verlos? -Se lo preguntó como si la hiciera partícipe de un privilegio especial.

– Me encantaría.

Madame Camellia hizo un gesto de cabeza a su joven asistenta, que condujo a Valentina al exterior de la sala, un espacio de paredes pálidas, llena de telas de un rosa claro, y al que las orquídeas de un jarrón, así como la jaula del pájaro, daban unas vivas pinceladas de color.

– Señorita Lydia -dijo la modista en voz baja-. ¿Qué es lo que no le gusta del vestido?

¿El vestido? Como si el vestido le importara lo más mínimo.

Obligó a su mente a regresar a la casa de modas, y observó los cabellos suaves y satinados que se enroscaban en lo alto de la cabeza de madame Camellia. Entre sus ondulaciones de ébano reposaba la flor de la que tomaba el nombre. Parecía un pajarillo negro, brillante y rápido, su figura menuda encerrada en un cheongsam ajustado, azul turquesa, con la raja lateral que dejaba al descubierto una pierna esbelta. Pero Valentina le había comentado que, por las noches, la modista se vestía con elegantes modelos occidentales, durante sus incursiones por los clubes nocturnos, colgada del brazo de su último amante estadounidense. Se había convertido en una mujer rica, y podía escoger lo que mejor le conviniera.

La modista observó a Lydia con expresión aguda.

– Dime cómo te gustaría que fuera.

– Es un vestido de dama de honor. Mamá es la que decide cómo ha de ser.

– Sí, lo sé, pero ¿qué estilo preferirías tú?

– A mí me gustaría que fuera… bueno… más… -Pensó en los ojos luminosos de Chang. ¿Qué era lo que los hacía brillar?

– ¿Más qué?

– Más revelador.

Madame Camellia no se rió, ni dijo: «¿Qué tienes tú que revelar?» Se limitó a asentir para sus adentros y se incorporó para cambiar de sitio un trozo de tela, para deshacer unas cuantas puntadas.

– ¿Mejor así?

Lydia se miró en un espejo largo que tenía delante. El recatado cuello cerrado que su madre había escogido había pasado a ser un escote fluido que mostraba parte de su piel blanca, suave.

– Mucho mejor, gracias.

Madame Camellia se dedicó entonces a las mangas, con intención de recortarlas y pegarlas más a los brazos.

– Madame, usted vive en el barrio antiguo, en la zona china, ¿verdad?

– Mmm -asintió ella, con la boca llena de alfileres.

– ¿Y todavía hay soldados allí?

Unos dedos expertos clavaban los alfileres en las mangas.

– ¿Te refieres a esos apestosos barrigas grises?

– Los que llevan las cintas amarillas en los brazos, los de Pekín. Las tropas del Kuomintang.

– Ai! Son diablos.

– ¿Todavía están en Junchow?

Madame Camellia abandonó por un momento su adorable sonrisa y, al hacerlo, repentinamente su rostro reflejó su verdadera edad.

– Avanzan arrasando, como una tormenta de arena, cada día por una calle distinta. Arrancan a los obreros de sus bancos, a los escribas de sus oficinas. Acuden allá donde un dedo acusador les señala. Decapitaciones y ejecuciones al anochecer, hasta que nuestras calles se tiñen de rojo. Aseguran estar limpiando la ciudad de comunismo y corrupción, pero a mí me parece que se están ajustando muchas cuentas pendientes.

A Lydia se le había secado la boca.

– ¿Y matan también a gente joven?

Madame Camellia miró con atención a la muchacha rusa.

– A algunos. Estudiantes, y esas cosas. Los ideales comunistas están muy arraigados entre la juventud. -Bajó la voz-. ¿Conoces a alguno?

Lydia estuvo a punto de revelar el nombre de Chang, tal era su desesperación por obtener noticias.

– No -se apresuró a decir-. Me preocupan todos, en general.

– Entiendo. -La modista le rozó la mano-. Muchos de ellos escapan. Siempre queda la esperanza.

A Lydia se le hizo un nudo en la garganta, y deseó arrancarles los ojos a aquellos dioses suyos tan insensibles.

– ¿Cree usted, madame, que podría llevar lentejuelas en el vestido?


No hablaban. De la boda no. Lydia se daba cuenta de que se habían puesto en marcha los preparativos. Había oído hablar de una fecha en enero, pero no preguntó nada, y nada le dijeron. Empezaron a llegar cartas en sobres gruesos, pero ella no comentaba nada, y ni siquiera cuando Valentina se ausentaba intentaba abrir la preciosa caja de palisandro en la que las guardaba todas. Aquella caja era un regalo de bodas de Alfred. La caja y el anillo. Un solitario con un diamante. Irradiaba luz incluso en aquel cuarto cochambroso, y Lydia no podía evitar pensar que el señor Liu le ofrecería «mucho dólar» por una joya como aquélla.

Los días iban haciéndose más frescos. Pero ella seguía sin noticias de Chang. Con todo, las sombras negras habían dejado de acecharla en las calles, y los movimientos repentinos vistos por el rabillo del ojo ya no disparaban los latidos de su corazón. Tardó un tiempo en estar segura de ello, y no habría sabido explicar el porqué de su certeza, pero el caso era que lo sabía. Las serpientes se habían ido, habían regresado a sus fétidas madrigueras. Desconocía los motivos de aquella retirada, pero estaba convencida de que tenían algo que ver con Chang. Incluso desde la distancia, él seguía protegiéndola.

Por lo demás, nada había cambiado en la buhardilla. Lydia trataba de concentrarse en sus deberes de clase, por las noches, mientras mordisqueaba la punta del lápiz o miraba discretamente por la ventana, estudiando la calle por si oía un paso veloz. En ocasiones observaba a su madre cuando se sentaba en el sofá. O la botella y la copa, que siempre mantenía cerca de su persona, a pesar de la absurda exhibición de abstinencia que había representado el día en que le cortó el pelo. Lo único que cambiaba era la cantidad de líquido que contenían. Valentina se sentaba con una partitura en el regazo y tarareaba alguna fuga de Bach en voz muy baja, hasta que llegaba a algún punto de su mente que se le hacía insoportable, y entonces se levantaba y, moviéndose de un lado a otro, seguía pasando páginas. Después de eso, se pasaba horas mirando sin ver el espacio que tenía delante, viendo cosas que su hija sólo era capaz de adivinar.

Lydia intentaba hablar con ella, pero el único solaz que Valentina buscaba en aquellas ocasiones era el de la botella. Lydia había llegado a calcular con bastante exactitud el momento en que, no sin esfuerzo, debía ayudar a su madre a levantarse del sofá y meterla en la cama. Si se anticipaba, se ponía agresiva. Si se demoraba, era incapaz de mantenerse en pie. Su cuerpo esbelto nunca parecía ganar peso, por más comida que apareciera sobre la mesa, que era lo que sucedía últimamente. Ni Lydia ni Valentina comían mucho. Sólo Sun Yat-sen estaba más gordo y más feliz.

– ¿Te gustaría tener una jaula como Dios manda para tu conejo? -le preguntó Alfred un sábado. Había venido a llevarse a Valentina a las carreras. A su madre siempre le habían encantado los caballos.

– Sí -respondió Lydia en contra de su voluntad, pues su intención había sido decir que no.

– Está bien, querida, con mucho gusto te compraré una. Vamos a escogerla ahora mismo, mientras tu madre -miró a Valentina y esbozó una sonrisa indulgente- hace lo que lo tenga que hacer.

Una vez en el mercado, Lydia escogió la jaula para conejos más grande y más lujosa. Contaba con compartimentos separados, así como con cuencos especiales de zinc para el agua y la comida, y unos graciosos motivos decorativos en lo alto, en forma de pagoda. Sabía que Alfred la estaba sobornando. Él también lo sabía. Y ella sabía que él lo sabía.

– Lydia, creo que podemos lograr que esto funcione. Lo nuestro, quiero decir. Que tú y yo seamos parte de la misma familia. Me gustaría al menos que lo intentáramos.

Lydia se mordió la lengua. Esa tarde había dejado que él la comprara, y se sentía sucia, la piel pegajosa. «¿Así es como se siente mi madre todos los días? ¿Comprada y sucia? ¿Por eso bebe tanto cuando él no está? ¿Para quitarse la suciedad?» Se fijó en sus gafas relucientes y se preguntó si se habría planteado alguna vez, remotamente, el daño que les estaba haciendo a las dos. Llegó a la conclusión de que no, de que no veía más allá de aquellos lentes feos, y que su mente era una caja gris e incolora, llena de autosatisfacción. ¿Cómo podía ocurrírsele que ella quisiera formar parte alguna vez de la misma familia que él?

– Gracias por la jaula -dijo fríamente, y corrió escaleras arriba.


El pez marrón se escurrió por la corriente fría y clara del río, ondulando el cuerpo ancho, suavemente, sobre su lecho. Hoy sí, se dijo Lydia. Ahora sí. Contuvo la respiración. Tensa, inmóvil.

La lanza rasgó el agua. Y falló de nuevo. El pez huyó nadando. Lo maldijo y regresó hasta la estrecha franja de arena de la Quebrada del Lagarto, donde se acuclilló bajo el radiante cielo otoñal, mientras esperaba a que remitieran los chapoteos aterrados que agitaban la corriente. Estar ahí, en aquel lugar, la acercaba a Chang. Recordaba el tacto de su pie herido, su peso en la palma de la mano, la tensión en su piel cuando ella clavaba, una y otra vez, la aguja, e iba cerrando sus bordes. El calor íntimo de aquella sangre entre sus dedos. Marcándola. Igual que ella lo marcaba a él.

Cuando terminó la operación de sutura, él suspiró, y ella se preguntó si había sido un suspiro de alivio o – y sabía que era una estupidez pensarlo- si añoraba la caricia de sus manos. Ahora pasaba los dedos por la arena vacía, buscaba el más mínimo rastro de su sangre. En su mente oía, con la misma claridad con la que llegaba hasta ella el fluir del río, la extraña risita que él dejó escapar cuando ella le pidió que encontrara un modo de entrar en el Club Ulysses para recuperar los rubíes. Cada vez que lo recordaba, se ponía enferma. ¿Cómo se le había ocurrido siquiera exponerlo a semejante peligro?

– Me convertirías en un ladrón -le dijo él ese día, muy serio.

– Podemos repartirnos el dinero entre los dos.

– ¿Y la condena? ¿Nos repartiríamos también la condena de cárcel?

– No te dejes atrapar, y no habrá cárcel -replicó ella.

Pero ya entonces Lydia sintió que se ruborizaba. Volvió la cara hacia el río, para que la brisa que ascendía por él le refrescara las mejillas, y estuvo tentada de decirle que no lo intentara, que no se arriesgara. Que se olvidara del collar. Pero su lengua no encontraba las palabras adecuadas. Cuando volvió a mirarlo, él le dedicó una sonrisa que, en cierto modo, alivió el tormento de su alma. Era un sentimiento raro, nuevo para ella. Estar con alguien y no tener que ocultar nada. Él veía lo que había en su interior, y lo comprendía.

A diferencia de lo que le sucedía con Alfred Parker, que quería hacer de ella alguien que ella no sería jamás, la perfecta señorita inglesa. Su mente adocenada estaba impaciente por quitarle a su madre, y para lograrlo, a cambio, le ofrecía una jaula de conejo. ¿Qué clase de negocio era ése?

«Oh, Chang An Lo, te necesito aquí, a mi lado. Necesito tus ojos claros y tu palabra sosegada.»

Se puso en pie, tratando de moverse despacio, y se concentró en el agua. Tenía que atrapar un pez para llevárselo a la señora Zarya, de modo que, del bolsillo, se sacó una navaja que le había robado a un niño en el colegio y se puso a afilar aún más la punta de la lanza, como había visto hacer a Chang. La rama del sauce ya tenía la punta muy afilada, pero a ella, la acción de cortar algo, le hacía sentirse mejor.


– ¡Santo Cielo! Moi vorobushek! ¿De dónde ha salido esa cosa horrible? -La señora Zarya agitaba las manos, asombrada, y contemplaba a Lydia con desconfianza-. No pretenderás ofrecérmelo a cambio del alquiler, ¿verdad? Ya os toca pagar el mes.

Lydia negó con la cabeza.

– No, esto es un regalo. Lo he pescado para usted.

La señora Zarya esbozó una amplia sonrisa.

– Ah, gorrioncito, qué lista eres.

A Lydia le alivió constatar que, en vez de conducirla al salón de pesados muebles, desde el que el general Zarya observaba con ojo acusador, su casera la precedía por el pasillo y entraba en la cocina. Era la primera vez que entraba en aquel sitio, pequeño y marrón. Dos sillas, una mesa, un fregadero y un aparador. Todo marrón. Pero olía a limpio, a jabón. En una esquina, un samovar abrillantado, con su pequeña tetera en lo alto, siempre caliente.

– Veamos -dijo la señora Zarya-. Veamos ese monstruo marino que me traes.

Lydia colocó el regalo sobre la mesa. Se trataba de un lenguado de río, pardo como la madera sobre la que reposaba, aunque con pequeñas motas amarillas que le salpicaban el ancho lomo.

– ¿Y lo has pescado tú?

– Sí.

La señora Zarya asintió, impresionada, y lo tocó con un solo dedo.

– Es bueno. Ahora lo cocino. ¿Tú comes conmigo?

Lydia sonrió.

– Spasibo. Es usted muy amable, dobraya. Ya plobaya povariha. No soy buena cocinera.

– ¡Vaya! ¡Por fin hablas ruso! Otlichno! ¡Qué bien!

– No. Lo estoy aprendiendo con ayuda de un libro. Pero es muy difícil.

– Dile a esa madre perezosa que tienes que deje de una vez la botella y te enseñe russkiy yazik.

– No quiere.

– Ah. -La señora Zarya abrió los brazos de par en par y enterró a Lydia entre sus pechos, en un abrazo cálido y asfixiante, sin que a ella le diera tiempo a impedirlo. La enorme delantera olía a alcanfor y a polvos de talco, y sentía en la mejilla la presión del aro de un sostén.

– Ayuda -musitó.

La rusa la dejó libre, y la miró con gesto de preocupación.

– Necesito ayuda -aclaró Lydia-. Para aprender ruso.

La señora Zarya se llevó una mano enorme al pecho, que se agitó, amenazador.

– Yo, Olga Petrovna Zarya -dijo con voz triunfal-, te enseño tu lengua materna. ¿Sí?

Da. Sí.

– Pero antes, aso el pescado.


Lydia rastreó los lugares en los que Chang podía encontrarse. Al salir de la escuela, todos los días, lo primero que hacía era acercarse a la Quebrada del Lagarto, con la esperanza de que, tras abrirse paso entre la maraña de arbustos, viera su cabeza oscura, inclinada sobre una hoguera incipiente, o su daga centelleando un instante antes de hundirse en la carne de un pescado, o de cortar una rama de sauce. Todo lo que hacía lo hacía con suavidad. Limpiamente. No era descuidado y torpe, como ella. Lo imaginaba de noche, en la cama, le veía alzar la vista de lo que estuviera haciendo y mirarla con aquella intensidad tan suya. Y le sonreía, y en su sonrisa había un resplandor que le decía que se alegraba de que lo hubiera encontrado.

Porque lo cierto era que no estaba segura de lo que sentía por ella. Tal vez no había vuelto porque se había cansado de ella y de sus locas discusiones de fanqui. Trató de hacer memoria. ¿Lo había insultado? Había ido al funeral, sí. ¿Cuál era el problema?

Por los barrigas grises no sería. No podía ser por ellos.

Cada vez que pensaba en sus rifles y en sus espadas apuntándole a la cabeza sentía un escalofrío. Veía a los soldados. Sus bandas en los brazos, el sol reflejado en sus gorras, como si fueran los amos del mundo. Patrullando por la ciudad vieja. Aunque era una locura, ella seguía acudiendo allí, no lograba evitarlo. No se aventuraba en los hutongs, pero escrutaba las multitudes de las calles principales una y otra vez, y no encontraba más que miradas hostiles, varas que se abrían paso, bocas que le gritaban palabras inimaginables. En una ocasión llegó a entrever una nuca con una serpiente negra tatuada. Pero el hombre no demostró el más mínimo interés en ella. Y ella no salió corriendo. Como tampoco escapaba de los mendigos que la acosaban con sus dedos esqueléticos, ni del hombre de negocios chino, impecablemente vestido, que le ofreció llevarla de paseo en su gran Cadillac negro. La probabilidad de encontrar a Chang en aquel hormiguero de humanidad era…

Se negaba a verbalizarlo siquiera.

– Ah, señorita, mis ojos brillan de placer al volver a verla. Hace mucho tiempo desde la última vez. -Con un gesto, el señor Liu le indicó que tomara asiento, y separó las manos, mostrándole la tienda-. Espero que mi miserable negocio no le resulte desagradable.

Lydia sonrió.

– Se ve distinto. Muy moderno. Sus clientes deben de acercarse hasta aquí por el mero placer de admirar un lugar tan magnífico, señor Liu.

Su interlocutor, flaco como un lápiz, pareció henchirse de orgullo, y se acercó al hornillo en el que aguardaba una tetera también nueva. De porcelana lisa, color crema. De hecho, todo allí era nuevo. Estantes, armarios, puertas, ventanas, incluso el taburete en el que estaba sentada. Del de bambú no había ni rastro, ni de la mesa de ébano. Los estantes y el mostrador, a juego, eran modernos, limpios, horribles. Del universo de antes sólo había sobrevivido el viejo hornillo. Y el té de jazmín. Eso no había cambiado.

– Estoy impresionada, señor Liu. El negocio debe de irle muy bien.

– Son tiempos difíciles, señorita, pero siempre hay alguien que necesita algo. El secreto está en proporcionárselo. -Se veía más viejo, tenía la piel de avellana más fina que el papel, y el pelo corto y canoso, pero volvía a crecerle la barba rala, y él se la tocaba constantemente, como si se tratara de una vieja amiga.

Se preguntó qué era lo que se dedicaba a proporcionar. ¿Armas? ¿Drogas? ¿Información?

– Señor Liu, si quisiera encontrar a alguien en la ciudad vieja de Junchow, ¿qué debería hacer?

Su interlocutor entrecerró los ojos, y los clavó en ella.

– ¿Dispone usted de la dirección de esa persona?

– No.

– ¿De su lugar de trabajo?

– No.

– ¿De su familia?

– No.

– ¿Amigos?

Lydia vaciló.

– Conozco a una amiga, pero sólo de vista.

– Bien. -El señor Liu escondió las manos en el interior de las mangas, y permaneció observándola tanto tiempo que ella empezó a sentirse incómoda-. Bien -repitió-. Ese alguien, ¿podría estar en apuros?

– Es posible.

– ¿Oculto?

– Tal vez.

– Ya entiendo.

Lydia esperó una eternidad mientras él rumiaba de nuevo.

– El lugar en el que debe buscar, señorita, son los muelles. En el puerto. Se trata de un mundo sin ley, sin nombres. El único lenguaje que se conoce ahí es el del dólar. El del dólar y el de la navaja.

– Señor Liu, es usted generoso con las palabras. Gracias.

– Vaya con cuidado, señorita. Ese es un lugar peligroso. La vida vale menos que un pelo de su cabellera cobriza.

– Gracias por la advertencia. Lo tendré en cuenta. -Dio un sorbo al té y miró a su alrededor, echando un vistazo a los objetos expuestos. La pierna metálica plantada junto a la puerta ya no estaba, pero en su lugar destacaba la concha de una tortuga gigante-. Tengo algo que tal vez le interese.

El señor Liu siguió tomándose su té, impasible.

Lydia le mostró un objeto envuelto en un paño. Se trataba de un bolso. Alfred lo había comprado como regalo para Valentina, y a cambio había obtenido un beso, pero, cuando él se fue, su madre se había encogido de hombros y lo había metido debajo de la cama.

– ¡Rojo! -exclamó-. No consentiré que nadie me vea jamás con un bolso rojo.

Con todo, parecía un objeto caro. Forrado de raso, rematado por unas perlas diminutas junto al cierre. Lydia lo dejó sobre la mesa. El señor Liu lo miró, sin decidirse a tocarlo, y juntó mucho los labios.

– Treinta dólares -ofreció.

Lydia lo miró, boquiabierta. Aquello era más de lo que esperaba, y no pensaba discutir con él. Asintió. Él se sacó un canutillo de billetes de la túnica y, tras contar seis de ellos, se los puso en la mano.

– Gracias, señor Liu. Es usted muy generoso.

Se puso en pie, dispuesta a irse.

– Cuídese, señorita. Sólo tenemos una vida. No desperdicie la suya.

Los enterró. Enterró los treinta dólares.

Los metió en un tarro, que escondió bajo tierra, junto a la roca plana. Cada vez que iba a la Quebrada del Lagarto usaba un guijarro para dibujar una línea en un costado de la roca grande, para que él se diera cuenta de que había estado ahí. Ese día, además, juntó varias piedras y formó con ellas un montoncito, justo en el lugar en el que había enterrado el tarro, como un túmulo.

– Te darás cuenta, Chang An Lo, estoy segura de que te darás cuenta. Treinta dólares no es mucho dinero, pero algo es algo. Te traeré más, te lo prometo. Si estás en apuros, te serán de ayuda.

Apoyó la mano sobre la última de las piedras del túmulo, y la rozó con los dedos, como si, al hacerlo, estuviera acariciando al propio Chang.

– Que no esté en apuros -susurró, invocando a los dioses-. Que sólo me necesite a mí.

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