Capítulo 43

Lydia seguía acostada, inmóvil. No quería alterar la oscuridad.

Todo había cambiado. Incluso la almohada olía distinto. Sentía como si le hubieran cambiado el cuerpo por otro nuevo de la noche a la mañana y debiera familiarizarse con él por completo, pues su cuerpo sabía y hacía cosas por instinto que su mente sólo era capaz de observar, presa del asombro. Ese cuerpo carecía de pudor, y más bien se regodeaba en aquellos actos extraordinarios de intimidad. Y a ella le admiraba que no supiera lo que era la vergüenza de la desnudez, ni siquiera bajo la mirada atenta de un hombre.

Y no un hombre cualquiera, sino un chino.

¿Qué diría su madre?

Sonrió, y una burbuja de risa abandonó su boca y se asomó a la habitación silenciosa. Imaginó el rostro de Valentina si entrara en ese instante, los ojos y la boca redondos de estupor primero, después muy finos, moldeados por la ira. Con todo, nada de todo eso lograba impresionarla. Ya no, metida en ese nuevo cuerpo. En ese cuerpo deseable. En ese cuerpo que no se avergonzaba. Dobló las extremidades, estiró los dedos de los pies, desperezó los músculos recién despiertos que tenía entre las piernas y la zona inferior del abdomen, y sintió un leve dolor en ellos. No, no era exactamente dolor, sino un delicioso calambre que le recordaba lo que le había sucedido. Aunque no se trataba de algo que pudiera olvidar así como así.

Ya no era virgen. La idea sólo provocó en ella un escalofrío de placer, a pesar de saber que su madre se pondría furiosa y le diría que ningún hombre la querría, pues ahora su mercancía se había echado a perder.

Aquello era una estupidez de tal calibre que no pudo reprimir una sonrisa. Era todo lo contrario: había pasado de ser un producto anodino que se guardaba al fondo del estante a un artículo nuevo y resplandeciente. Brillante, iluminado por dentro. ¿A quién le importaba lo que dijeran los demás hombres? Se estremeció de asco al pensar que otro hombre pudiera tocarla. Era a Chang An Lo a quien deseaba. A nadie más.

Acercó el oído a la boca de su amado para asegurarse de que seguía respirando. No se fiaba del todo de sus dioses. Tal vez lo quisieran a su lado. Pero ella lo quería más.

– Hora de desayunar, amor mío. Sí, ya sé que ni siquiera es de día -añadió, entre risas, señalando la negrura de la ventana-. Pero es que me muero de hambre.

Él sintió que el calor de su cuerpo desaparecía de su lado.

– Yo sólo quiero comerte a ti -dijo, sonriendo.

– No. Hoy te toca huevo duro y tostadas. Debo mantenerte con fuerzas. Nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitarlas.

Se alejó de él emitiendo una risita maliciosa, encendió la luz y se metió en el baño. A él seguían impresionándole los lujos de las casas occidentales. La oía llenar la bañera mientras canturreaba. Y aunque sonrió, sabía que debía prepararla.


– Háblame de tu infancia.

Lydia estaba sentada al borde de la cama, con las piernas cruzadas, comiéndose los restos de algo que se llamaba pudín. De vez en cuando se echaba hacia delante y le metía una cucharada en la boca. A él, aunque no decía nada, le parecía demasiado empalagoso, y no comprendía que a ella le entusiasmara tanto, pero disimulaba.

– Mi infancia -dijo él- estuvo rodeada de lujos. Tutores, sirvientes y esclavos. Mi padre era un gran mandarín. Una pluma de pavo real en el sombrero y tejas doradas en el tejado como signo de superioridad. Era un asesor muy valorado de la emperatriz Tzu Hsi, pero después de que Sun Yat-sen…

– ¿Mi conejo? -sonrió ella.

– Después de que el verdadero y noble Sun Yat-sen pusiera fin a la dinastía Ching en 1911, mi familia se libró de la muerte. Y eso sólo porque al nuevo gobierno central le hacían falta los conocimientos financieros de mi padre. Pero -Chang notó que el rostro se le tensaba y perdía expresión- los señores de la guerra se rebanaron los pescuezos los unos a los otros, y fueron a por él.

– ¿Y tu familia?

– Muertos. Todos muertos. Decapitados en Pekín. Por orden del general Yuan Shi-k'ai.

– Lo siento. Lo siento mucho, amor mío. Perder a todos…

Él meneó la cabeza, como si de ese modo fuera a apartar la imagen de su mente.

– Yo me salvé. Había optado por vivir con los monjes para aprender un modo de vida más simple. En un templo de las montañas, al norte de Yenan.

– ¿Un templo?

– Sí.

– Yo creía que los comunistas no creían en la religión.

– Y tienes razón. Pero no es una tarea fácil erradicar la superstición de la mente humana. -Se acercó a ella, la atrajo hacia sí y con la lengua le robó un resto de crema que asomaba a sus labios-. O el amor del corazón del hombre.

– ¿Es eso lo que nos ha sucedido a nosotros?

– ¿La huida?

– No, el amor.

Él le acarició la barbilla y metió la mano sin vendajes en su blusa, donde sintió que su corazón latía con fuerza.

– ¿No lo notas? Aquí.

– Noto un dolor.

Él se rió en voz baja.

– Te amo, mi hermosa niña-zorro.

Lydia abrió mucho los ojos y los clavó en los de él, mientras sentía que se le formaba un nudo en la garganta.

– Y yo te amo a ti, Chang An Lo. No permitiré que nadie nos separe.

Del pecho de él brotó también un dolor agudo.

– Vivamos el ahora, amor mío. Nadie nos arrebatará este momento.


– Es hora de trasladarse.

– ¿Qué?

– Al cobertizo.

– ¿Por qué ahora? -le preguntó ella-. Es viernes, y ni siquiera es de día. -Las primeras luces del alba acariciaban la cortina-. No van a volver hasta mañana, de modo que tenemos todo el día, y la noche, para…

– Lo siento. Debo trasladarme ahora. Hoy. Antes de que llegue la mañana.

– ¿Por qué?

– Para prepararme. Prepararse es vivir. ¿Y si adelantan su regreso? Llamarán a la policía de inmediato.

– Por favor. No.

– Mi precioso amor, no puedes mantenerme encerrado en una jaula como haces con tu conejo.

– Pero es que quiero que estés bien, dar tiempo a tu cuerpo para que se cure y vuelva a ser fuerte. Todavía tienes algo de fiebre.

– Ya sé que estoy débil.

– Ayer noche no me lo pareciste.

– No. Ya ves que eres tú la que me da fuerzas.

– Por favor, Chang An Lo. Espera a mañana.


Lydia lo trasladó todo cuando la noche tocaba a su fin. Sábanas, mantas, medicamentos, vendas, velas, alimentos y agua. Juntos descendieron la escalera y se dirigieron al cobertizo, él apoyándose en su hombro, sorprendido al constatar lo débil que aún se sentía. No dijo nada, pero ella no dejaba de volverse hacia él, de mirarlo con preocupación mientras Chang arrastraba los pies sobre la hierba helada. Y aunque asentía para tranquilizarla, ella no parecía demasiado convencida. El cocinero y su esposa eran unos holgazanes, y en ausencia de su amo seguían en la cama, de modo que no había peligro de que los descubrieran, pero lo que él temía era no llegar siquiera al cobertizo.

¿Qué sucedería entonces? ¿Podría ella cargar con él?

– Deberías haber esperado a mañana -le dijo secamente Lydia cuando él, tras tropezar en el quicio de la puerta, se desplomó y cayó al suelo.

Él se arrastró hasta la pared y se levantó junto a Sun Yat-sen mientras ella le improvisaba una cama sobre los tablones de madera. Le dolía la cabeza y le temblaban las piernas. Pero le encantaba observarla. Ver cómo se movía. Eficiente y llena de energía.

– Gracias -le dijo, mientras ella le ayudaba a subirse a una pila de mantas y le colocaba una bolsa de agua caliente bajo los pies-. No te enfades.

– Silencio, amor mío. No estoy enfadada, pero me da miedo que me abandones.

– Mírame bien. ¿Crees que tengo fuerzas para saltar por tu tejado y esfumarme?

Ella se echó a reír.

– Ahora acuéstate y duérmete.

– ¿Y tú?

– Yo iré al mercado en cuanto abra. Quiero comprarte algo de ropa.

Chang se aferró a su mano al constatar que veía borroso, y que el rostro de Lydia aparecía y desaparecía frente a él.

– Unas plumas de pavo real y unas zapatillas de oro no estarían mal.

Ella sonrió.

– Yo estaba pensando más bien en un frac y una chistera.

Chang no tenía ni idea de a qué se refería, pero se llevó los dedos a la boca.

Ella volvió a sonreír.

– Y nada de fiestas salvajes en mi ausencia.


Alguien golpeaba el candado. En silencio, Chang abandonó el calor de las mantas, con el cuchillo de hoja afilada ya en la mano, y se agazapó a un lado de la puerta.

– ¡Señorita Lydia! Señorita, ¿está usted ahí? Soy Wai.

Era el cocinero. Chang suspiró, aliviado. Aquel hombre debía de ser un zoquete si no se daba cuenta de que Lydia no podía encontrarse en el interior del cobertizo si el candado estaba cerrado por fuera. Allí no había ventanas, sólo una pequeña claraboya en el techo, lo que implicaba que nadie podía mirar dentro. Oyó que el cocinero se alejaba, murmurando maldiciones contra el viento cortante, pero Chang permaneció donde estaba. Se obligó a quitarse de encima las telarañas que nublaban su mente. Debía mantenerse alerta. Escuchó, por si oía más pasos, pero todo seguía en silencio. A su alrededor todo era penumbra y aire húmedo, pero el sol se colaba por un rincón e iluminaba unas motas de polvo. Una cucaracha solitaria se internó en la oscuridad con paso decidido.

Gradualmente, la luz fue cambiando. Chang calculaba el paso del tiempo en función del rectángulo de luz que se deslizaba sobre el suelo, acariciaba la nariz de Sun Yat-sen, y seguía hasta un montículo de termitas, antes de posarse en su pila de mantas como si se sintiera fatigado. Entre unos sacos de arpillera que se alineaban contra una pared, se oía el arañar de un ratón. Chang observó también a una araña que, con callada concentración, tejía su tela entre dos latas de pintura, y habría dado un dedo por contar, en ese instante, con la misma agilidad para sus piernas.

Porque intuía peligro. No sabía de dónde le vendría, ni en qué forma, pero casi podía olerlo. Estaba en el aire.

Cuando el sol abandonó al fin el interior del cobertizo, empezó a preocuparse por Lydia. Retiró una de las mantas de la cama, se envolvió con ella y metió algunos medicamentos en una funda de almohada, dispuesto a huir en caso de necesidad. Con la mano derecha, cuidadosamente, se quitó el vendaje de la izquierda. El tiempo de la indulgencia había terminado. Se observó las manos con detenimiento. La derecha curaba bien, pero la izquierda todavía se veía fea e hinchada, y del espacio vacío que ocupaba el lugar en el que había estado el meñique brotaba pus. La visión de sus manos le ofendió profundamente. La simetría había desaparecido. Se veían como desplazadas. Aunque se curaran, carecerían de equilibrio.

Desde su estómago, donde aguardaba agazapado, ascendió un brote de ira, pero logró controlarlo respirando despacio, inspirando, espirando. Y al momento, sin descanso, se puso a ejercitar aquellos dedos.


– Siento haber tardado tanto. No debes preocuparte por mí. -Le había bastado con mirarle a la cara para leerle el pensamiento, más allá de la sonrisa de bienvenida que le había dedicado. Se agachó y le besó los labios-. ¿Qué estás haciendo aquí, junto a la puerta? Deberías estar en la cama, descansando.

– Ya he terminado de descansar.

Ella volvió a fijarse en él, pero no añadió nada, y se limitó a desenvolver los paquetes. Su amplia sonrisa llenó el oscuro cobertizo de calor y vitalidad, que él creyó sentir inundando sus venas.

– Me temo que no son nuevas, pero son buenas.

Le alargó las ropas.

Tenía razón, eran de buena calidad. Le conmovió pensar que había tenido que acercarse al mercado chino de la ciudad antigua, pues estaba claro que no se trataba de prendas occidentales; unos pantalones holgados, de campesino, una túnica a cuadros, y una chaqueta gruesa, acolchada. En otro paquete, un par de botas resistentes, de ante. Un zurrón de cuero, desgastado y con rozaduras, pero todavía intacto, fue lo que más le gustó, porque le recordaba curiosamente a sí mismo. Aunque él no estuviera precisamente intacto.

– Gracias por estos regalos.

– La mano. -Lydia frunció el ceño-. ¿Qué has estado haciendo? Vuelve a sangrar. Déjame que te la vende.

– Con una sola vuelta. Ni una más.

Ella volvió a mirarlo de aquel modo peculiar.

– En el mercado inglés, donde he comprado el zurrón, he oído rumores. Sobre las bombas. Dos más esta noche. -Extrajo de la funda de la almohada el ácido bórico que usaba como antiséptico, así como el tarro de pasta de sulfuro-. ¿Pensabas ir a alguna parte? -le preguntó como sin darle importancia.

– No.

Lydia asintió, aunque el gesto le quedó algo forzado.

– Dicen que los que ponen las bombas son los comunistas. Ocho personas murieron a la salida de un club nocturno, y se dice que están peinando el distrito en busca de sindicalistas. La gente está muy enfadada.

– Tienen miedo -musitó Chang, sin hacer caso del dolor que le causaba la herida de la mano izquierda, que ella volvía a vendarle.

– ¿Y tú crees que son los comunistas?

– No. Es Po Chu. Es muy listo.

– Pero él no gana nada con…

La puerta se abrió de golpe y un viento brusco la despeinó. Un mechón cubrió parte del rostro de Chang, que aun así distinguió la figura alta plantada en el dintel. Permaneció inmóvil, pero con la mano derecha agarró el cuchillo.

Lydia se puso de pie de un salto.

– ¡Alexei Serov! -exclamó en tono de sorpresa, plantándose frente al hombre, no sin que Chang tuviera tiempo de fijarse en sus ojos verdes, intensos, que se habían clavado en la cama improvisada, en sus manos, en las manchas de sangre reseca que había en el suelo.

– Entre en casa -le instó Lydia con firmeza, mientras salía del cobertizo, obligando al ruso a emprender la retirada. Una vez en el exterior, cerró la puerta y el candado.

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