Capítulo 30

Liev Popkov no hablaba, y ella tampoco. Sin embargo, se mantenían muy juntos, rozándose incluso en algunos momentos. El uno al lado de la otra, se echaban hacia delante, luchando contra el viento gélido que ascendía por el río Peiho. A Lydia le dolían los pulmones del esfuerzo.

– Aquí -murmuró él.

Se refería a una calle estrecha que, serpenteante, se alejaba de los muelles por la izquierda. Era gris, estaba adoquinada y desprendía un hedor fuerte a agallas de pescado podrido. Lydia asintió. La mano de su acompañante, ancha como una pala, la atrajo hacia sí, hasta que ni una rendija de luz invernal se coló entre ellos, hasta que su cuerpo pasó a ser una extensión más de aquel oso grasiento e inmenso. Aquel hombre tenía en ella un efecto curioso: la hacía sentirse grande, atrevida, valiente. Los ojos hostiles que los miraban ya no le daban escalofríos, y cuando uno de los estibadores chinos alargó una mano para tocarla, Liev levantó un brazo sin esfuerzo y le dio con el codo en la cara. Hueso roto, sangre y gritos agudos. Lydia contempló el desastre y se sintió mal. Habían seguido avanzando sin hablar. Liev era hombre de pocas palabras.

Durante sus primeras incursiones por los muelles, ella había intentado hablarle en su precario ruso, pero sólo había recibido gruñidos por respuesta. O silencio. Finalmente se acostumbró. Le resultaba más fácil concentrarse en las caras que pululaban por el ajetreado puerto y en los hutongs resbaladizos, más fácil esquivar a los miles de porteadores que transportaban pesadas montañas de quién sabía qué, bien en los cubos, bien en las cestas que colgaban en ambos extremos de la vara. Más fácil era fijarse dónde ponía los pies.

Que le resultara más fácil no quería decir que todo aquello se le hiciera sencillo.


– Lydia Ivanova.

Lydia alzó la vista del pupitre. Jirones de brillantes sueños abandonaron su mente, y miró al señor Theo a los ojos, unos ojos grises que se habían vuelto negros, inmensas las pupilas. Y su lengua, más afilada que nunca.

– ¿Está usted con nosotros, señorita Ivanova? ¿O prefiere que le traiga una cama?

– No, señor.

– Me sorprende usted, niña. Habría dicho que el idilio entre Felipe II de España y María Tudor de Inglaterra le habría parecido lo bastante apasionado como para mantener los ojos abiertos en clase. ¿Acaso no son esas cosas las que les gustan a las jóvenes de su edad? ¿Las historias de amor? Aunque sean con muchachos chinos.

– No, señor.

El profesor sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa.

– Se quedará castigada al salir de clase. Y escribirá una redacción sobre…

– Por favor, señor, al salir de clase no. Me quedaré toda la semana a la hora del recreo, pero no…

– Se quedará castigada cuando yo le diga, jovencita.

– Pero es que… -Se interrumpió. Todos la miraban, y la observaban con atención. Polly le hacía señas, pero ella no entendía por qué.

– Lydia. -Theo se acercó a su pupitre. El guardapolvo negro se movía a su alrededor, y Lydia imaginó que era un cuervo de largas patas que venía a arrancarle los ojos-. Se quedará castigada hoy. Después de clase. ¿Entendido?

Ella sintió deseos de golpearle. Como habría hecho Liev Popkov. Pero bajó la cabeza.

– Sí, señor.


– Oh, Lyd, qué tonta eres. ¿Cuándo vas a aprender a ser sumisa con él? -Polly ahogaba su risita, como una gallina clueca-. Sólo hacía falta que le dijeras: «Lo siento, señor Theo, le prometo que no volverá a suceder», y te habría retirado el castigo.

– ¿De veras?

– Eres demasiado ingenua, Lydia. Claro que te lo habría retirado.

– Pero ¿por qué?

– Porque eso es lo que les gusta a los hombres, sentir que tienen poder.

Finalmente lo entendió. Sí. A la gente le gusta sentir que tiene poder. Se había dado cuenta en aquel mundo ajeno de los muelles, cuando iba en compañía de Liev Popkov, con el que había aprendido lo bien que podía sentirse uno gracias a ese poder. Hombres poderosos que se aseguraban de obtener lo que deseaban, lo mismo que el padre de Polly sabía cómo conseguir lo que se proponía. O a la gente a la que deseaba. Sintió un escalofrío. Se le ocurrió algo, pero no estaba segura de cómo decírselo a Polly.

– Polly, a ti se te da mucho mejor que a mí tratar con la gente. A veces no consigo ni que mi madre me dé lo que quiero. -Hizo una pausa, y se frotó una uña-. Por cierto, ¿va mi madre alguna vez a vuestra casa de visita?

– Por Dios, no. ¿Por qué habría de ir?

– No sé, he pensado que tal vez fuera de vez en cuando a charlar con tu madre, ya sabes, como hacen muchas madres cuando sus hijas son amigas. -Se encogió de hombros-. Tenía curiosidad, eso es todo.

– A veces dices cosas muy raras, no sé si lo sabes.

– Pero si fuera, me lo contarías. A tu casa, quiero decir.

– Claro.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Bien.

– ¿Y cómo está Parker, por cierto?

– Todavía sigue ahí.

– Tienes mucha suerte. Cuando se case, te dará todo lo que siempre has querido, una casa, ropa bonita, vacaciones, y todo eso. -Se echó a reír y le dio una palmadita en las costillas-. Y un uniforme nuevo, entre otras cosas. Que buena falta te hace.

– Eso no me hace falta -replicó Lydia-. Eso es lo que la gente con poder te hace creer que me hace falta.

– Oh, Lydia, eres incorregible.


Liev Popkov estaba de pie, al final del camino, esperándola. Debía llevar ahí bastante rato, porque la nieve se le había amontonado sobre los hombros, y el sombrero se veía, blanco como un armiño con pelaje de invierno.

– Lo siento -se disculpó ella-. Prastitye menya. He llegado tarde porque he tenido que quedarme en la escuela.

Él gruñó algo y se puso en marcha a grandes zancadas, con su paso desmadejado, y Lydia tuvo que darse prisa para no quedar rezagada. Así, juntos, se dirigieron de nuevo al puerto. Se trataba de un universo deprimente pero frenético en el que todo se vendía y se compraba, desde cuernos de rinoceronte hasta esclavos de diez años. Con todo, Lydia agradecía la oportunidad de observar los buques más modernos y los vapores oxidados que acercaban el mundo exterior al corazón de Junchow. Inglaterra parecía tan cercana que casi podía tocarse extendiendo la mano. Veía a los hombres de mirada dura, a las mujeres envueltas en pieles que caminaban por las pasarelas como si fueran los amos del mundo, mientras sus porteadores les llevaban el equipaje. La nieve había dejado de caer.

– Ésta -masculló Liev.

La condujo por otro pasaje sucio y mohoso, donde unos vendedores ambulantes trataban de comerciar incluso con los harapos que los cubrían. En un tenderete ofrecían grifos de bañera, una caja llena que habían robado de uno de los tinglados que flanqueaban el puerto; más allá vio una hilera de muñecas de porcelana sentadas como niñas muertas. Lydia no había tenido nunca una, y siempre le había asombrado que a sus amigas les gustaran tanto. Como Polly. A ella le parecía tan…

Un hombre de rostro redondo interrumpió sus pensamientos. Hablaba en chino, muy deprisa, y señalaba el fondo del callejón. Ella negó con la cabeza para indicarle que no comprendía, pero se dio cuenta de que en realidad se dirigía a Liev, no a ella. Cada vez se expresaba en voz más alta, y gesticulaba más. Liev se limitaba a mover su enorme cabeza de un lado a otro.

– Nyet, nyet, nyet.

El hombre sacó una navaja.

Lydia trató de retroceder, pero otros dos individuos se habían apostado detrás de ella. Sintió que se quedaba sin aliento, y quiso echar a correr. Con una mano, Liev Popkov le agarró de la muñeca, mientras con la otra extraía un cuchillo de debajo del abrigo, un arma de tamaño descomunal, casi una espada, larga, curvada y de doble filo. Tenía un mango de metal pesado y negro, que encajaba a la perfección en el puño del ruso. Dio un paso al frente, emitiendo un gruñido, arrastrando consigo a Lydia, que resbaló al pisar un resto de verdura congelada, pero sin siquiera mirarla él la levantó por los aires a la vez que le cortaba la cara al chino.

Todo sucedió tan rápidamente que cuando quiso darse cuenta ya había terminado. Los hombres se esfumaron, y un reguero de sangre empezó a helarse sobre los adoquines. Liev volvió a meterse el arma en el cinturón y, sin soltarle la muñeca, siguió avanzando por el hutong atestado como si nada hubiera sucedido.

– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó Lydia-. ¿Era necesario usar el cuchillo?

Él se detuvo, la miró fijamente con el ojo bueno, se encogió de hombros y siguió su camino.

Lydia insistió, en ruso esta vez.

– O chyon vi rugalyis?

– Quería comprarte.

– ¿Comprarme? ¿A mí?

– Da.

Lydia no preguntó nada más. Se daba cuenta de que estaba temblando. Maldito oso. Le molestaba que él supiera que estaba asustada. Trató de liberarse del puño que le rodeaba la muñeca, pero eso era como querer arrancar con los dedos un remache del casco de un barco. Era imposible.

– No sabía que hablaras mandarín -comentó al fin.

– Me has ofrecido bastante dinero -replicó él, emitiendo una especie de graznido que tardó en identificar como una risa.

– Maldito seas -soltó ella.

Pero aquel graznido seguía y seguía.

– Aquí -dijo ella para que se callara.

Era un kabak. Un bar.


Supo que era un error desde el momento en que puso los pies en aquel garito. Veinte pares de ojos se volvieron a mirarlos, como si una serpiente acabara de entrar arrastrándose bajo la puerta. El aire parecía sólido, inerte bajo el techo, y lleno de olores que Lydia no reconocía. En un rincón, una estufa escupía calor y humo.

No bajó la mirada, y desafió las de los hombres, observando sus rostros y sus ropas, todos grises como la ceniza. Se sentaban a unas mesas laqueadas, cuarteadas, inclinados sobre vasos que contenían un brebaje incoloro. En un extremo de la barra, encadenado, había un mono, y al hombre que atendía tras ella le faltaban las dos orejas. Llevaba un trapo manchado enrollado a la cabeza, y sostenía otro en la mano, con el que secaba un vaso. Sin apartar los ojos de Liev Popkov ni un segundo, buscó algo bajo el mostrador y sacó un rifle. Echó hacia atrás el tambor con la pericia que le daba la práctica, y apuntó hacia el pecho de Lydia, que al instante sintió que se le contraían las costillas. El rifle parecía antiguo, tal vez una reliquia de la Rebelión de los Bóxers. Pero ello no quería decir que no disparara bien. Nadie hablaba.

Liev asintió. Con movimientos lentos la arrastró tras de sí y, caminando de espaldas, salieron del bar.

– No estaba ahí -balbució ella cuando estuvieron fuera. Le alivió ver que le salía vaho de la boca, constatar que todavía le funcionaban los pulmones.

Liev volvió a asentir.

– Hay muchos bares.


Esa noche visitaron diez de ellos, repartidos por distintas zonas del puerto. No volvieron a apuntarles con rifles, pero no les recibieron con sonrisas. Los ojos los miraban con el mismo desprecio, y las bocas murmuraban maldiciones y escupían su odio al suelo.

Empezaba a correrse la voz. Se decía que un oso gigante acompañado de una niña pelirroja se dedicaba a romperle la cara a la gente. Cuando entraban en un bar y se plantaban frente a la puerta no más de dos minutos, las cabezas se volvían hacia ellos, pues todos habían oído hablar de aquella extraña pareja que recorría los muelles. Lydia lo notaba en la cara, lo mismo que sentía su deseo de rebanarles el pescuezo a aquellos dos fanqui. Cada vez que se asomaba a la penumbra de algún antro oscuro y maloliente y oía el silencio que se hacía en las mesas cuando los parroquianos se volvían a mirar, no esperaba encontrar el rostro que buscaba, el de los ojos intensos y pensativos que siempre la observaban con atención, el de la nariz que se dilataba cada vez que algo le divertía, a pesar de que su sonrisa tardara en llegar. No esperaba verlo. Pero aun así seguía esperando.

En uno de los bares, un hombre bajito como un tonel, de pelo grasiento, se plantó nervioso frente a ellos, y les dijo algo en chino.

Liev Popkov clavó su ojo bueno en el desconocido, pero se dirigió en ruso a Lydia.

– Pregunta a quién estás buscando.

– Dile que no voy a decirle el nombre. Dile que informe a todos los… -buscó en su memoria la palabra rusa- pyanitsam, los clientes, que la niña pelirroja ha estado en su bar. Y que está buscando a alguien.

Liev frunció el ceño.

– Díselo.

Él lo hizo.

Una vez de nuevo en la calle, el hombretón se detuvo, indiferente a los copos de nieve que se le pegaban a la barba negra, y le puso la mano en el hombro, con la fuerza de un camión que acabara de aterrizar en él.

– ¿Por qué no pronuncias su nombre?

– Porque es demasiado peligroso para él, slishkom opasno.

– ¿Es comunista?

– Es una persona.

– ¿Cómo vas a encontrarlo si no dices cómo se llama?

– Estoy aquí. La gente habla. Se enterará.

– ¿Y sabrá que eres tú?

– Sí, lo sabrá.


Lydia estaba tendida en la cama, vestida. Temblaba. No lograba sacarse de los huesos el frío gélido de los muelles. Le parecía que se le iban a partir, y aunque tenía los dedos metidos bajo las axilas, aún notaba en ellos el viento cortante. Se había envuelto en el viejo edredón, hecha un ovillo, y sobre él había colocado todas las ropas de que disponía, pero estaba helada. La estufa antigua echaba humo. No es que les faltara keroseno, cosa que no sucedía desde la aparición de Alfred en sus vidas. Pero el escaso calor que proporcionaba no suponía la menor amenaza contra el aliento del invierno chino, que subía hasta su ventana todas las noches, y se colaba por ella.

La puerta de la buhardilla se abrió de par en par.

– Blin! Lo siento, querida, no quería despertarte.

Lydia oyó que en el campanario de la iglesia daban las dos.

– No estaba dormida.

– Encenderé sólo una vela. Duérmete ya.

Valentina había ido a una fiesta con Alfred. Y había bebido. Lydia lo notaba por su manera de caminar. Se oyó el chasquido de un mechero, y un débil resplandor iluminó la oscuridad. El ruido de una silla arrastrada por el suelo, y luego silencio. Lydia sabía qué estaba haciendo su madre: sentarse frente a la estufa y fumar, le llegó el olor del tabaco. Y beber. Lo sabía. Aunque Valentina era capaz de abrir una botella y servirse un vaso de vodka sin hacer ruido, ella lo sabía.

– Mamá, hoy he visto una cosa mala.

– ¿Cómo de mala?

– He visto a un bebé muerto. Desnudo. Estaba tirado en una cloaca, y una rata le comía los labios.

– ¡Agh! No, amor mío, no dejes que esas cosas se te metan en la cabeza. Este maldito país está lleno de ellas.

– No consigo olvidarlo.

– Ven aquí, pequeña mía.

Lydia salió de la cama, aún cubierta con el edredón, y descorrió la cortina. Su madre, en efecto, estaba acurrucada frente a la estufa, con un cigarrillo en una mano y un vaso en la otra. Llevaba un abrigo de pieles nuevo, del color de la miel oscura, y el rubor cubría sus mejillas.

– Ven, esto te hará olvidar -le dijo, alargándole su vaso.

Lydia lo aceptó. Nunca lo había hecho, pero esa noche… necesitaba algo que le ayudara a seguir creyendo que, en algún lugar, ahí fuera, Chang estaba a salvo. Su cabeza se inundaba. Grandes y asfixiantes pozos de negrura se habían abierto en él. Rostros. Flotaban en la superficie embarrada, rostros, rostros y más rostros. Los ojos de Chang, tan abiertos y atentos, tan desesperados por hacerle comprender, y luego estaba el niño muerto sin labios, una mandíbula china convertida en masa informe, las pupilas dilatadas del señor Theo, y todos los rostros de las calles, llenos de odio, resentimiento y veneno.

Se bebió el vodka.

Una patada en el estómago. Y luego calor. Un calor que le subió hasta el pecho y la hizo toser. Dio otro sorbo. Esta vez más despacio. Los pozos negros se iban volviendo grises. Otro trago. Sabía horrible. ¿Cómo podía gustarle a nadie esa cosa?

Su madre la observaba, pero no le dijo nada.

Lydia se sentó en el suelo, delante de la estufa, y Valentina le acarició la cabeza.

– ¿Mejor?

– Mmm.

Valentina le recogió el vaso vacío, y lo llenó para seguir bebiendo.

– ¿Te gusta mi abrigo?

– No.

Valentina se echó a reír, mientras acariciaba el pelo suave y hermoso.

– A mí sí.

Lydia echó la cabeza hacia atrás, la apoyó en las rodillas de su madre y cerró los ojos.

– Mamá, no te cases con él.

Despacio, dulcemente, Valentina siguió acariciando el pelo de su hija.

– Lo necesitamos, dochenka -susurró-. En este mundo, cuando necesitas algo, tienes que pedírselo a un hombre. Las cosas son así.

– No. Fíjate en nosotras. Hemos sobrevivido todos estos años sin un hombre. Nos las hemos apañado entre las dos. Una mujer puede…

– Eso son memeces, por usar una de las palabras de Alfred. -Valentina volvió a reírse, aunque esta vez sin el menor atisbo de alegría-. Siempre he conseguido que me contrataran para dar conciertos a través de hombres, nunca de mujeres. A las mujeres no les caigo bien. Me ven como una amenaza. C'est la vie.

Pero a Lydia no le pasaba por alto la soledad de sus palabras.

– No son memeces, mamá. Es verdad. Podemos apañárnoslas.

– Dochenka, no me enfurezcas con tu estupidez. Mírate. Cuando quisiste un conejo, se lo pediste a Antoine. Si necesitas dinero, recurres a Alfred. Sí, sí, no te hagas la sorprendida. Ya me ha contado que fuiste a pedirle unos dólares.

– Eran para… cosas.

– No te preocupes, no te estoy interrogando. En realidad, Alfred estaba bastante conmovido, porque se los pediste a él en vez de salir a robarlos.

– Ese hombre se complace fácilmente.

– Me dijo que era una señal de que empezabas a madurar. Y de que tu sentido de la moral va mejorando.

– ¿Te dijo eso? ¿De veras?

– Sí.

– Pero mamá, yo también pido ayuda a mujeres. A la señora Zarya, a la señora Yeoman, e incluso Anthea Mason me enseñó a preparar un pastel. Y tú me has enseñado a bailar. Y la condesa Serova me enseñó a caminar más recta.

Valentina apartó la mano de la cabeza de Lydia.

– ¿Qué?

– Me dijo que me pusiera…

– Por lo más sagrado, ¿qué tienes tú que ver con esa bruja? -Valentina dio un trago de vodka-. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a…?

– Mamá. -Lydia se volvió a mirar a su madre, pero su rostro quedaba en la sombra, pues la única vela encendida se encontraba tras ella, sobre la mesa. Sólo sus ojos brillaban-. No te alteres, mamá. Esa mujer no es importante. -Valentina aspiró profundamente el humo del cigarrillo, encendiendo su punta con un fuego brillante, y lo exhaló con furia, como si escupiera veneno. Lydia se frotó la mejilla contra la rodilla cubierta por el abrigo de pieles-. No puede hacerte daño.

Valentina permaneció en silencio, apagó con fuerza el cigarrillo, encendió otro y se sirvió más vodka. Lydia sentía que la cabeza le daba vueltas, y una lentitud plácida, y un peso en los párpados. Tras ellos, la sonrisa de Chang flotaba, envuelta en niebla.

– ¿Adonde vas estos días, Lydochka? Al salir de clase, quiero decir.

– A casa de Polly. Estamos trabajando juntas en una tarea de clase. Ya te lo había dicho.

– Sí, ya sé que me lo habías dicho. -Dio otro trago de vodka-. Pero eso no significa que sea verdad.

En ese momento, Lydia estuvo a punto de contárselo. De hablarle de Chang, de sus saltos imposibles, del pie herido, de sus férreas creencias, de su boca, que se curvaba hasta formar una perfecta… La bebida le había soltado la lengua, y las palabras ansiaban brotar de su boca, necesitaba contárselo a alguien. A alguien.

– Mamá, ¿qué te dijeron tus padres cuando te casaste con un extranjero?

Para su horror, notó que la rodilla de su madre empezaba a temblar, y cuando alzó la vista, vio que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lydia le acarició la rodilla tiernamente, una y otra vez,

Y comprobó que las pieles del abrigo eran casi tan suaves como el pelo de Sun Yat-sen.

– Me desheredaron.

– Oh, mamá.

– Habían planeado casarme con el hijo mayor de una buena familia rusa, de Moscú. Pero Jens Friis y yo nos escapamos juntos, y nos maldijeron por ello. Me desheredaron. -Se secó las lágrimas con el anverso de la mano en la que sostenía el cigarrillo, para evitar quemarse el pelo.

– Pero vosotros dos os amabais, y eso es lo único que importa.

– No, durocbka, no seas tonta. Eso no basta. Se necesita más.

– Pero erais felices juntos, lo erais, siempre me lo has dicho.

– Sí, lo éramos. Pero mírame ahora. La maldición de mi familia me ha llevado a esta situación.

– Eso es una tontería. Las maldiciones no existen.

– No te engañes, cielo. Lo único en lo que ese monstruo de Confucio acertó, entre todas esas sandeces sobre las mujeres, es en que hay que obedecer a los padres. -Dio unos golpéenos al vaso, sobre la cabeza de Lydia-. Y eso es algo que tú deberías aprender, gatita callejera. Los padres saben qué es lo mejor para sus hijos.

Lydia sintió unos deseos irreprimibles de echarse a reír. No podía controlarlo. La risa surgía de la nada y ascendía hasta estallar, por más que tratara de impedirlo. Y una vez que empezó, ya no pudo parar. Enterró la cara en el regazo de su madre, tratando de ahogar las carcajadas.

– Eso es por el vodka -susurró su madre-. Qué tonta.

Pero ella también se echó a reír.

– ¿Sabías -le preguntó a Valentina- que Confucio dijo que una madre amorosa debería alimentar a sus abuelos con la leche de su pecho cuando ya no pudieran comer alimentos sólidos?

– ¡Dios mío!

– ¿Y que -prosiguió Lydia entre risas- un hombre debería cortarse los dedos y dárselos de comer a sus padres en tiempos de hambruna?

– Pues bien, dochenka, ya va siendo hora de que te cortes los tuyos y me los des.

Lydia se sentía débil de tanto reír, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y le costaba tanto respirar que le daba el hipo.

– ¡Qué niña tan mala! -exclamó Valentina de pronto-. ¡Mira, aquí tenemos a la alimaña!

Lydia volvió la cabeza y vio unas orejas blancas y alargadas que se movían, inquietas, a su lado. Sun Yat-sen se había bajado de la cama y había acudido a investigar qué era tanto ruido. Lo cogió en brazos, le besó la punta de la naricilla rosada, volvió a apoyar la cabeza en el regazo y al instante se quedó dormida.

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