Tal vez estuviera muerto. Por ella, Chang ya podía estar muerto. Las palabras resonaban en su mente como una de aquellas malditas campanas de bronce de alguno de sus dioses, cuyas vibraciones la desesperaban. Podían haberle dado caza, haberlo abatido, como al señor Liu, que a ella no le importaba lo más mínimo.
Desanduvo sus pasos por la ciudad vieja, a toda prisa, buscando con la mirada la señal de la Serpiente Negra entre la multitud ruidosa que atestaba las callejuelas. En una esquina se tropezó con un cuentacuentos que, desde su cabina, mantenía hechizadas a las personas que se habían congregado a su alrededor, y que se sentaban en bancos de madera.
Una de ellas alzó la vista y la miró como si la conociera. Lydia estaba segura de que no había visto nunca antes a aquel hombre. Llevaba el cuello envuelto en un pañuelo, y ella habría querido arrancárselo para ver qué había debajo. ¿El dibujo de una serpiente? ¿La sangre de la herida causada por el sable del señor Liu? La mirada silenciosa pareció seguirla calle abajo, y Lydia aceleró el paso. Dejó atrás el arco antiguo y enfiló el Strand, ya en el Asentamiento.
La biblioteca. Allí estaría fresca. Segura. A los chinos no se les permitía la entrada.
Cuando llegó al edificio de piedra ornamentada, con sus ventanales góticos y su acceso abovedado, le faltaba la respiración. Se encontraba en el centro del Asentamiento Internacional, a un lado de la plaza central y, al entrar estuvo a punto de olvidarse de saludar a la señora Barker, que controlaba el acceso desde su mesa. Se apresuró a internarse en uno de los muchos pasillos largos y tenuemente iluminados, separados por estantes y más estantes, alto hasta el techo y llenos de libros, y no paró hasta llegar al fondo, como un zorro que buscara su guarida.
Aspiró hondo. Con dificultad. No controlaba la situación. Los pulmones se negaban a llenarse de aire, y las rodillas le temblaban al compás de los latidos del corazón. «Chang An Lo, ¿dónde estás?»
Era un ataque de pánico. Puro y duro. La mera idea la enojaba. Y el enojo ya era una ayuda. El enojo, que empezó a abrirse paso a codazos entre ideas frenéticas de serpientes y espadas que se arremolinaban en su cerebro. Al fin sintió que algo de aire llegaba hasta allí, y que empezaba a pensar con claridad.
Por supuesto que no estaba muerto. Por supuesto que no. Si lo estuviera, ella lo sentiría. Estaba segura de ello. Pero debía encontrarlo, advertirle.
El hombre que escuchaba al cuentacuentos no era uno de ellos. Claro que no. La había mirado porque no le gustaba encontrar a diablos extranjeros en el barrio chino. Nada más.
«Claro que no. Por supuesto que no. No seas absurda.»
Se sentó en el suelo enlosado, fresco, y apoyó la cabeza en un sólido estante lleno de sólidos libros ingleses. No tenía ni idea de qué libros eran, pero le gustaba el contacto de su cuerpo con ellos. La consolaban de un modo extraño, que no comprendía.
Cerró los ojos.
– Ya es hora de irse, Lydia.
La muchacha parpadeó, cegada por la luz, y se puso en pie de un salto.
– ¿Te has quedado algo adormilada, querida? Supongo que habrás estado trabajando mucho. -La señora Barker tenía un rostro amable, la nariz cubierta de pecas grandes, como gotas de lluvia, y a veces le regalaba algún caramelo-. Cerramos en diez minutos.
– No tardaré -dijo Lydia, que se alejó corriendo hasta otro pasillo.
La cabeza le pesaba más que el plomo. Sus pensamientos todavía se nutrían de retazos de los sueños violentos que la habían asaltado al quedarse dormida, pero reconoció al instante al hombre que tenía frente a ella. Quería coger un libro de uno de los estantes altos, y no se había dado cuenta de su presencia. Lydia se fijó en el título de la obra: Fotografía: El desnudo femenino.
– Hola, señor Mason. No sabía que le interesara la fotografía.
Mason se sobresaltó, y estuvo a punto de soltar el ejemplar, pero casi al momento recobró la compostura y volvió la cabeza, despacio. Su expresión era amable, pero el traje oscuro le daba un aire autoritario y distante.
– ¡Vaya! No esperaba encontrarte aquí, Lydia. Estoy muy sorprendido. ¿No deberías estar en casa haciendo los deberes?
– He venido a buscar unos libros.
– Pues date prisa. La señora Barker quiere cerrar.
– Sí, ahora voy.
Pero pasó los dedos, lentamente, por una hilera de libros de poesía que le quedaban delante, esperando a ver si el señor Mason dejaba el libro de fotografía en su sitio, como, en efecto, hizo.
– ¿Sabe lo que de verdad me apetecería, señor Mason? -Ni siquiera se molestó en mirarle a los ojos.
– ¿Qué?
– Un helado.
Su interlocutor logró esbozar una sonrisa.
– Entonces permíteme que te invite a tomarlo, Lydia.
Había empezado a llover de nuevo, una lluvia fina y afilada, cuando aún no había llegado a casa. En la buhardilla encontró a su madre, que se preparaba para salir esa noche, y sintió una punzada de decepción. Ah, sí, el empleo nuevo. Por un momento lo había olvidado. El trabajo como bailarina. Con él pagaría el alquiler y, además, era lo que quería, ¿no? De modo que no debía quejarse, aunque tampoco le apetecía quedarse sola. Esa noche no. Valentina tenía mucha mano haciéndose nuevos peinados, y los ojos le brillaban de impaciencia.
No podía ser sólo por el trabajo.
– ¿Va a venir Alfred esta noche también? -Lydia recogió del suelo una de las horquillas de su madre y despegó dos largos pelos negros de ella, que se enrolló en un dedo.
Su madre tarareaba un fragmento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, pero se calló para aplicarse el carmín en los labios que Lydia tanto le gustaba.
– Sí, cielo, va a pasar a recogerme. -Volvió la cabeza a un lado y a otro, frente al espejo, para ver el resultado-. Viene al hotel siempre que trabajo, y compra todos mis bailes. Es un amor.
– Qué ilusa eres, mamá.
– No seas ridícula -replicó su madre-. Nos está ayudando. ¿De dónde te crees que ha salido la cena de esta noche? -Señaló un gran pedazo de pastel de carne que reposaba en una fuente, junto a un melón y a una barra de pan francés-. Deberías estar agradecida.
Lydia no dijo nada, se sentó a la mesa y abrió uno de los libros de poesía que había sacado de la biblioteca. Hojeó sus páginas y, como si acabara de ocurrírsele, dijo:
– ¿Por qué no le invitas a subir un momento? Quiero darle las gracias personalmente.
Valentina dejó de empolvarse el cuello. Volvía a llevar el vestido azul marino, el que Alfred le había dicho que tanto le gustaba, pero Lydia estaba segura de que, a él, una tela de saco y un poco de ceniza le habrían parecido bien si las hubiera llevado su madre.
– ¿Por qué? -preguntó, desconfiada-. ¿Qué estás tramando?
– Nada.
– Tú siempre tramas algo, dochenka. Mira si no esta tarde, con el comisario. Te hablaba en serio cuando te he dicho que eres tan salvaje que merecerías unos buenos azotes.
– Lo sé, mamá.
Valentina se puso un collar de esmalte.
– ¡Qué bonito, mamá! ¿Es nuevo?
– Mmmm.
– Me portaré mejor, ya lo verás. Invita al señor Parker a casa antes de que os vayáis, por favor.
Valentina se pasó un dedo por la mandíbula, como buscando algún defecto.
– Supongo que tienes razón.
Alfred Parker sonrió a Lydia.
– ¡Qué bien!
Llevaba un traje elegante, gris marengo, y se había untado algo brillante en el pelo, que resplandecía. Por primera vez, a Lydia le pareció bastante aceptable. Lástima lo de las gafas. Estaba tomándose el vodka que ella le había servido, y ni siquiera comentó que lo había hecho en una taza. Lydia había vuelto a sentarse a la mesa, con su libro de poemas.
– ¿Tienes muchos deberes?
– Sí.
Se acercó más a ella y se fijó en el libro. El chaleco le olía a tabaco.
– Veo que es Wordsworth.
– Sí.
– ¿Te gusta la poesía?
– Sí.
– Ah.
– Lydochka -intervino Valentina, con una voz educada en exceso-. Creo que querías decirle algo a Alfred.
– Sí.
El invitado esbozó otra sonrisa.
Lydia aspiró hondo.
– Siento haberme portado mal con usted, y quiero agradecerle lo amable que es conmigo. -Miró el collar de su madre-. Con nosotras. Y por eso quiero entregarle esto.
Lo dijo más deprisa de lo que había ensayado mentalmente. Le alargó el pequeño envoltorio de fieltro, atado con el lazo rojo que había sacado de la sombrerera de Sun Yat-sen. Alfred parecía impresionado.
– Lydia, querida, no necesito ningún regalo, en serio.
– Quiero que lo tenga.
Incluso su madre parecía complacida.
– Gracias, qué bien -dijo, mientras aceptaba el regalo y, algo azorado, le daba un beso en la mejilla. Lydia sintió la aspereza de su barba en la piel. Cuidadosamente, Alfred tiró de la cinta y desenrolló la tela, sin duda esperando alguna baratija casera. Cuando vio el reloj de plata brillar en la palma de su mano, su rostro empalideció del todo, y tuvo que sentarse en el sofá.
Fue Valentina la que habló.
– Por Dios, pequeña, ¿de dónde diablos lo has sacado? Es precioso.
– De una casa de empeños.
Alfred Parker manipulaba el reloj, abría y cerraba la tapa, le daba cuerda, ajustaba las manecillas, parecía no cansarse nunca de tocarlo. Sin apartar la vista de él ni un segundo, dijo, emocionado.
– Es el mío.
– Sí.
– ¿Y cómo has sabido en qué casa de empeños estaba?
– Porque fui yo quien lo llevé ahí.
Valentina dedicó a Lydia una mirada asesina por encima del hombro de Alfred, y giró las dos manos, como si quisiera retorcerle el pescuezo.
Despacio, Alfred alzó la vista y la concentró en la muchacha, comprendiendo al fin.
– ¿Me lo robaste tú?
– Sí.
Parker meneó la cabeza.
– ¿Me estás diciendo que me robaste el reloj de mi padre?
– Sí.
Se llevó una mano a la boca, para reprimir las palabras que estaban a punto de salir de ella.
– Claro, por eso me preguntaste si era de mucho valor.
Lydia se sentía peor de lo que esperaba. Le había devuelto el reloj. Entonces, ¿por qué no se iba? ¿Por qué no se iba a bailar?
Pero no, Alfred se puso en pie y se acercó a ella, tanto que le veía los pelos de la nariz.
– Eres una niña muy, muy mala -le dijo con voz tensa, como si le doliera algo-. Rezaré por tu alma. -Con una mano sujetaba el reloj, mientras con la otra se aferraba a la mesa. Se notaba que habría querido decir muchas más cosas, pero no lo hizo.
– Ahora lo ha recuperado -musitó Lydia, sin bajar la mirada-. El reloj de su padre. Creía que se alegraría.
Sin decir nada, Alfred dio media vuelta y abandonó la buhardilla.
– Dochenka, ¡qué tonta eres! -le susurró Valentina-. ¿Qué has hecho?
Eran más de las doce cuando Lydia oyó regresar a su madre. Sus pasos en la habitación silenciosa y oscura resonaron con fuerza, los altos tacones repiquetearon sobre la tarima, pero Lydia siguió en la cama, de cara a la pared, fingiendo estar dormida. Se negó a abrir los ojos incluso cuando Valentina retiró la cortina y se sentó al borde de la cama, donde permaneció largo rato. Sin decir nada. Pero Lydia oía su respiración irregular, el roce los dedos sobre la falda, como si éstos se movieran tan deprisa como sus pensamientos. El reloj de la iglesia dio las doce y media, y tras lo que pareció una eternidad, la una. Sólo entonces Valentina le habló.
– Tienes suerte de seguir en este mundo, Lydia Ivanova. Tal vez Alfred no te haya despellejado viva, pero ha estado a punto de hacerlo. Me asustas. -Lydia habría querido taparse los oídos, pero no se atrevía a moverse-. He conseguido que se calmara. -Su madre suspiró-. Pero estas cosas no me hacen ninguna falta. Y dos veces en el mismo día. Primero la comisaría, y ahora el reloj. Me parece que te has vuelto loca, Lydia.
El silencio regresó largo rato, y ella albergó la esperanza de que Valentina le hubiera dicho todo lo que tenía que decirle. Pero se equivocaba.
– Todo han sido mentiras, ¿verdad? -Su madre esperaba una respuesta, pero como Lydia seguía sin hablar, prosiguió-. Me has mentido sobre la procedencia del dinero. Cuando pienso en ello veo muchas mentiras. Como cuando me dijiste que la señora Yeoman te daba dinero por los recados que le hacías, o que habías encontrado un monedero en la calle, o que habías ayudado a alguien a hacer los deberes a cambio de una ayuda. Y nunca has ayudado al señor Willoughby en la escuela por una paga, ¿verdad? Todo el dinero salió del reloj de Alfred. Eres mala. Eres una ladrona.
Valentina aspiró hondo, mientras Lydia sentía que se asfixiaba.
– Debes parar. Parar ya. O acabarás en la cárcel. Y eso no pienso consentirlo. No debes robar nunca más. Ni una vez más. Nunca. Te lo prohíbo.
Sus palabras subían de tono. Bruscamente, se levantó de la cama, y Lydia volvió a oír los pasos, y una vela parpadeó en el cubículo de su madre. Sintió náuseas al escuchar el golpe seco de una botella contra el borde de una taza. Acurrucada, hecha un ovillo, se cubrió con la sábana y se mordió los nudillos hasta que le dolieron. Su madre la odiaba. Le había dicho que era mala. Pero, si no hubiera sido mala, llevarían tiempo muertas de hambre en cualquier alcantarilla. ¿Qué era lo que estaba bien, entonces? ¿Qué era lo que estaba mal?
¿Ayudar a los comunistas estaba bien o mal?
Entre dientes, se puso a recitar el poema de Wordsworth que había aprendido esa tarde, mientras hacía los deberes de clase, para dejar de pensar en las palabras que inundaban su cabeza. «Vaga solo, como una nube…» Pero ¿qué sabía una nube de la soledad?