Chang An Lo encontró la nota. Supo que era de ella antes de desdoblarla, y pasó con delicadeza los dedos sobre el papel para acariciar una superficie que ella había rozado antes. La nota estaba metida en un pequeño tarro de vidrio que se sostenía sobre una roca plana en la Quebrada del Lagarto, la que ella había usado para tenderse al sol. Sobre el tarro habían colocado una rama, para que pasara desapercibida a otros ojos que no fueran los suyos, y las hojas finas y plateadas del álamo se habían curvado y secado con el calor. La muchacha había obrado con cautela. Nada de nombres. Sólo una advertencia.
Las tropas de élite del Kuomintang van camino de Junchow. Para aniquilar a los comunistas. Vete ahora. Urgente. Tú y tus amigos. Marchaos.
La palabra «Marchaos» estaba subrayada en rojo. En la parte baja del papel había añadido el dibujo de una serpiente con la cabeza partida en dos, y sangre brotando de la herida.
La noche era negra como boca de lobo. Sin luna. Caía una llovizna persistente que amortiguaba cualquier sonido. La casa era imponente, y estaba bien custodiada. Los centinelas eran apenas visibles bajo los aleros puntiagudos. Altos muros sin ventanas, y los patios iluminados por farolillos de colores, incluso en plena noche. En todas las puertas que daban a los patios, las campanillas repicaban incesantemente, movidas por el viento, y protegían tanto de los malos espíritus como de los intrusos, aunque la principal amenaza para Chang la constituía el chow-chow de cabeza enorme que se paseaba por el último patio, el más interior de todos. Sus orejas puntiagudas captaban lo que al oído humano se escapaba.
Los pasos de Chang sobre las tejas quedaban acallados. Sus zapatos de fieltro avanzaban con lenta paciencia, acercándose: primero un pie, después otro. Su objetivo no era el gran patio interior, sino el anterior, el de la fuente cuyo surtidor de agua brotaba de la boca de un delfín, el de la carpa que, en el estanque ornamental que se extendía a su base, se movía como un fantasma, el del ciruelo que crecía en una esquina, y que en esos días se hallaba cargado de fruta madura. Se trataba de un árbol viejo, y sus ramas se apoyaban en la casa lo mismo que un anciano se apoya en su bastón. Chang vestía de negro, y esperaba, agazapado entre las sombras del tejado, con los ojos y la mente concentrados en una ventana.
El guardia de ronda se esmeraba en su trabajo, pasaba la pesada vara por entre los arbustos, y bajo los bancos delicadamente tallados. Chang oía los chasquidos de la caña que ahuyentaba algún reptil nocturno apostado sobre el suelo de mármol, y de las inmediaciones llegó un gruñido prolongado. El farolillo del porche arrojaba su luz sólo en un lado del rostro del guardia, de ojos agudos, alerta, ávido de algo o de alguien que aliviara el tedio de su rutina nocturna. Chang no tenía la menor intención de ofrecerse voluntario. Aún no.
Finalmente, el centinela se internó en las sombras del patio contiguo, donde el perro lo saludó con un aullido servil. Mientras el animal estaba distraído, Chang aprovechó para avanzar más deprisa. Tejas mojadas, resbaladizas bajo sus pies, en lo más alto del tejado. Más tejas traicioneras, cubiertas de musgo. El árbol, fácil como una escalera. Por encima del porche. La ventana abierta. Una luz tenue parpadeaba tras la cortina. Chang puso el pie en el alféizar.
Era un gran aposento. En su centro se alzaba, inmensa, la cama de roble negro, con dosel de seda, profusamente labrada con imágenes de murciélagos con las alas extendidas y las garras desnudas, y aves de cuellos largos que devoraban escorpiones y ranas. A un lado de la cama, una vela ardía en un recipiente de jade, y a su alrededor podía contemplarse un desorden de copas y botellas caídas, tiras de cuero, charcos de cerveza derramada, y un pequeño quemador de latón. Una pipa de embocadura larga, de marfil manchado, había sido arrojada al suelo. El aire desprendía un perfume dulzón y embriagador.
Chang permaneció junto a la cortina el tiempo suficiente como para distinguir a tres figuras sobre las sábanas, dos de ellas inmóviles y en silencio, los ojos muy abiertos, temerosas. Contemplaban el cuchillo que sostenía en la mano. Se trataba de dos concubinas jóvenes, las muñecas atadas mediante tiras de cuero a unos ganchos que sobresalían del cabecero de la cama, y estaban desnudas. Su piel suave relucía, cubierta de aceites olorosos. Una de ellas exhibía lo que parecía ser una marca de látigo sobre los pechos menudos. Entre las jóvenes concubinas, boca arriba, dormía un hombre corpulento, que roncaba con la boca abierta, de la que salía un reguero de vómito amarillento que moría en la almohada. Sólo llevaba puesto un cinturón hecho con dientes de serpiente, que rodeaba su cintura ancha, musculosa. Tenía el vientre cubierto de vello denso e hirsuto.
Chang fijó los ojos en las muchachas. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer. La de la marca del látigo era hermosa, con ojos endrinos y pechos que se henchían, suaves, incitadores, rematados en unos pezones erguidos, rosados. Se acercó más, conteniendo la respiración, y se detuvo a los pies de la cama. De un salto se plantó de rodillas en ella, entre las piernas desnudas del hombre. Los ojos cerrados del hombre se movían en círculos tras los párpados, pero por lo demás no movió ni un tendón, ajeno a todo excepto al caos de unos sueños inducidos por la droga, que escapaban a su control. Chang se acercó más, cogió unos palillos que vio junto a la mesilla de noche, y al hacerlo las dos muchachas se ocultaron entre la montaña de cojines, las tiras de cuero cada vez más apretadas en torno a sus muñecas. Aterrorizadas, temblaban, y en sus cabellos negros parpadeaba la luz de la vela.
– Un demonio de la noche -susurró una de ellas.
– No nos mates.
Él no les prestó la menor atención. Valiéndose de los palillos, que sostenía con la mano izquierda, sujetó el pene flácido del hombre y lo alzó hasta que quedó recto, tieso. El durmiente emitió una especie de gruñido, y trató de llevarse una mano a la entrepierna, pero se detuvo a medio camino. Chang deslizó la punta de la daga entre el vello púbico hasta dar con la base del pene, y con un giro mínimo de muñeca seccionó la carne frágil.
De la boca del hombre brotó entonces un chillido que era como el relincho de un caballo, y que hizo temer a Chang el regreso del guardia.
– Silencio -susurró.
El hombre cerró la boca, y le rechinaron los dientes, tal vez de dolor, tal vez de temor. A Chang le traía sin cuidado el motivo.
– Silencio -ordenó de nuevo.
Los ojos del hombre eran apenas dos ranuras, y observaban a Chang con expresión de odio. Por un instante buscaron la espada, fina y grabada con gran delicadeza, que colgaba en la pared, sobre un altar pequeño, pero Chang incrementó la presión del filo.
– ¿Qué es lo que quieres? -gruñó el hombre, rígido como una piedra.
– Quiero tus pelotas servidas en una bandeja.
Chang controlaba la situación, y ésa era una posición peligrosa. En aquella casa inmensa, grande como un dragón, llena de sirvientes sumisos y patios bien cuidados, sólo un hombre ostentaba el poder. Sólo un hombre echaba fuego por la boca. Y ese hombre era Feng Tu Hong.
Chang franqueó el dintel y se adentró en el último patio, el más hermoso, tanto que a pesar de la oscuridad y la lluvia, consentía el brillo de sus leones de bronce, que amenazaban desde sus peanas. Los guardias y los criados se adelantaron, antes de retroceder, alarmados. Sobre el suelo de mármol, húmedo y gastado, se arremolinaban los pétalos. El perro emitía un gruñido gutural y se mantenía de pie, muy rígido, con el pelo erizado, aunque sin atacar.
Porque delante de Chang se agitaba la figura encorvada de Po Chu. La lluvia descendía por la prominente curva de su espalda, y descendía hasta las nalgas desnudas. Seguía llevando sólo el cinturón confeccionado con colmillos de serpiente, pero ahora, una tira de cuero le ataba las muñecas a los tobillos, de manera que parecía doblemente jorobado, al tiempo que otra le mantenía los pies muy pegados, separados apenas por un palmo. Su avance, como el de una tortuga herida, era lento y humillante, pero la punta de la daga, que seguía pegada a sus testículos, le animaba a seguir avanzando. De su boca brotaba una retahíla de obscenidades que Chang ignoraba.
– Feng Tu Hong -gritó Chang-. Tengo a tu hijo sentado en la punta de mi daga. Si quieres que en el futuro pueda darte nietos, abre las puertas y permítele que se postre a tus pies.
El viento levantó sus palabras, y el cielo de la noche se las tragó. A su alrededor oía el silbido de las espadas al desenvainarse, el murmullo de alientos entrecortados, pero nadie se atrevía a acercarse lo bastante, y una mano callosa tuvo el buen juicio de sujetar al perro por el cuello. Chang sentía el poder que ostentaba en ese instante; ascendía en él como un tifón, recorriendo sus venas, arrastrando consigo todo indicio de temor. Debía disfrutar el momento, saborear su dulzura. Porque podía ser el último.
Las puertas, profusamente decoradas, se abrieron de par en par y Feng Tu Hong apareció en lo alto de la escalera, casi tan ancho como el dintel. Cubría su corpulencia con una túnica escarlata, muy bordada, aunque seguía llevando la cinta blanca en la cabeza, en señal de duelo por la muerte de Yuesheng. No llevaba arma alguna, pero tras él asomaban dos guardaespaldas de rostros anchos, y ambos apuntaban con sus Lugers a Chang.
– Deseas la muerte -sentenció Feng.
Lo miraba con ojos negros, inmóviles, sin atisbo de furia en ellos. Cruzó los brazos sobre el pecho.
– Ésta es la segunda vez que te traigo a un hijo, Feng Tu Hong. Pero en este caso no está muerto. -Observó fijamente al jefe de la tríada de la Serpiente Negra -. Aún no.
Feng bajó la mirada para contemplar la cabeza oscura de su hijo, el único que le quedaba con vida. Estaba vergonzosamente cerca del suelo.
– Po Chu, vuelves a deshonrarme -le dijo, con la voz llena de mofa-. Debería dejar que te cortaran a pedacitos, que no me servirían más que las uñas de un mono.
– Hablemos dentro -instó Chang al momento-, donde nos oigan menos oídos, y donde la lluvia no deshaga nuestras palabras.
Feng abrió la boca, aspiró hondo, entrecortadamente -lo que hizo temblar todo su cuerpo-, y bruscamente se metió de nuevo en la casa. Chang esperó a que los guardaespaldas lo siguieran, y sólo entonces entró él, acompañado de Po Chu, que seguía encorvado y subía los peldaños de lado, a saltitos, emitiendo gruñidos al hacerlo. El hombre atado no decía nada, como si las palabras de su padre hubieran acabado con el poco ánimo que pudiera quedarle.
Sólo el odio callado persistía, tan desnudo y expuesto como sus nalgas.
En el vestíbulo, a la derecha, se alzaba una pared de capillas con imágenes de los antepasados y otros familiares, llenas de ofrendas recientes de comida, bebida y bastones de incienso dispuestas frente a cada una. Que el retrato de Yuesheng se encontrara entre ellas pilló a Chang por sorpresa, aunque no entendía por qué. Lo estudió con detalle. El rostro joven, confiado. Una sensación que era como de agujas aplicadas en los puntos de presión de sus pies creó una bola de luz cegadora que empezó a moverse de modo errático en el interior de sus ojos. Se volvió, pero le persiguió un recuerdo: el de Po Chu golpeando a su hermano menor hasta convertirlo en un bulto ensangrentado a causa de su compromiso político con Mao Tse-Tung, y el de Yuesheng negándose a levantar una mano para defenderse. Chang obligó a Po Chu a emitir un lamento agudo incrementando la presión de la daga en la piel blanda y colgante que tenía entre las piernas. Aquel cuchillo, precisamente, se lo había regalado Yuesheng. Contaba con una hoja muy fina, azul acero, y con un mango de cuerno de búfalo en el que había grabada la imagen de un unicornio chino, Chi Lin, a ambos lados, para atraer la buena fortuna. Y en ese momento la punta oprimía las pelotas grasientas de su inútil hermano.
La escena habría provocado las carcajadas de Yuesheng.
Chang sintió que el espíritu de su amigo se encontraba muy cerca en ese instante. Su voz reverberaba en el aire. Tal vez fuera porque Yuesheng sabía que estaban a punto de encontrarse de nuevo. Y había acudido a mostrarle el camino. Pero Chang negó con la cabeza, la meneó una sola vez, bruscamente.
– Todavía no, Yuesheng -susurró.
– ¿Y bien? -Feng se había situado en el centro de una estancia magnífica, que brillaba por todo el oro y el jade que contenía en su decoración, y que exhibía elegantes rollos pintados en las paredes. Con su gesto, parecía querer recordar a Chang quién mandaba ahí. De pie, con las piernas separadas, los brazos plegados, la cabeza echada hacia delante, el cuello ancho, el rostro, una máscara fría, impenetrable-. ¿Y bien? -repitió-. ¿Cuál es el precio esta vez? ¿Otra imprenta? Creo que ése es el precio a pagar por un hijo. Aunque sea un precio vergonzoso.
– No.
Chang empujó a Po Chu por la nuca, y éste cayó de rodillas al suelo. Cuando lo tuvo ahí, lo agarró del pelo negro, y tiró de él con fuerza, mientras le pinchaba la barbilla con la punta de la daga. Po Chu sudaba profusamente, y temblaba, como si se le hubieran roto las muñecas, que seguían atadas. Toda su piel se mostraba resbaladiza y brillante, y aspiraba el aire a bocanadas, mientras alzaba hacia su padre unos ojos implorantes, llenos de terror.
– Padre sabio y honorable -balbució con voz ronca-. Te ruego concedas a este diablo lo que te pide.
Feng escupió.
– Para mí no eres nada.
– Muy bien -terció Chang sin inmutarse-, si no vale nada, entonces a mí tampoco me sirve. Prepárate para reunirte con tus antepasados, Feng Po Chu.
Le agarró del pelo, tiró de él con más fuerza y vio que las Lugers se alzaban, listas para disparar. Un hedor insoportable a heces impregnó la estancia, pues Po Chu había perdido el control de sus esfínteres. La sangre goteaba por el filo de la daga y descendía hasta los dedos de Chang.
– Llévatelo -ordenó Feng a Chang entre dientes-. Llévate a mi hijo. No es sino veneno para mi corazón.
Chang emitió un grito agudo que desplazó el centro de atención, encomendó su propio espíritu a sus antepasados y se preparó para la quietud del fin, pero, mientras lo hacía, un manto de tristeza le cubrió el pecho, oprimiéndolo. Su corazón se convirtió en plomo al saber que no volvería a verla en esta vida, y que el hilo que lo ataba a ella se rompería. Había fallado a la muchacha-zorro. El momento final de su vida en esta tierra había llegado, y ella seguía en peligro.
Po Chu gritó.
Chang sujetó el cuello de su reo con tal fuerza que sus tendones asomaron como dientes. Y tensó los músculos para proceder a rebanárselo.
– Para.
Era Feng. Sus ojos no eran más que dos líneas negras en un rostro de piedra.
– ¿Cuál es tu precio esta vez?
Por las mejillas de Po Chu resbalaban lágrimas calladas.
– Una vida.
– ¿La tuya?
– No.
– Habla. ¿La vida de quién?
– De la muchacha que robé a los Serpientes Negras en el hu-tong. Tus hombres la persiguen.
– Porque mintió. -La voz de Feng estaba teñida de ira-. Les dijo que no te conocía, que no sabía dónde te ocultabas, pero más tarde la vieron contigo. Mintió. Es una cuestión de honor.
– Feng Tu Hong, ella es bárbara, y como todos los bárbaros no sabe nada del honor. Esa muchacha no merece ni la saliva que gastas en nombrarla, pero yo te doy a tu hijo, al único hijo que te queda con vida ahora que Yuesheng se ha ido, a cambio de su débil existencia. Me parece que es un trato justo.
– Me insultas, e insultas a mi hijo. Si tanto aprecias la vida de esa puta bárbara, ¿por qué no me pediste su vida cuando te prometí el regalo que quisieras cuando me trajiste el cuerpo de Yuesheng para que le diera sepultura? ¿Por qué no me lo pediste entonces?
– Mis motivos son míos.
Feng lo miró con odio. Desde detrás de un biombo taraceado se oyó una risotada masculina, y al sonido de zapatillas al rozar la mullida alfombra de seda precedió la aparición de una figura alta, que sostenía un cigarrillo en la mano.
– Feng, pregunta sólo si estás seguro de que recibirás respuestas. Este joven potro te está dejando atrás.
La voz del hombre era suave, agradable.
Y pertenecía a un inglés. Chang lo reconoció al instante: lo había visto en el Club Ulysses. Era el que hablaba en mandarín como si fuera su lengua materna. Llevaba una túnica gris, holgada, y una gorra bordada, y parecía claro que trataba de ser algo que no era. Chang notaba ese esfuerzo en sus ojos de un gris pálido, pero en ellos había algo más, un dolor. Algo que quería desgarrarse hasta morir.
Feng Tu Hong le dedicó una mirada de advertencia que habría bastado para callar a la mayoría de hombres, pero el inglés se limitó a encogerse de hombros, esbozó una breve sonrisa y formuló una pregunta a Chang en mandarín.
– ¿Quién es esa muchacha bárbara por la que negocias tan convincentemente?
– Una gatita rusa, fanqui -masculló Feng-. Nadie que merezca la pena.
– ¿Cómo se llama?
Chang se dio cuenta del interés de su interlocutor, por más que éste tratara de disimularlo.
– Ivanova -respondió Chang-. Lydia Ivanova. La que tiene fuego en la lengua, así como en los cabellos.
– Ah. -El inglés asintió en silencio, se pasó una mano por la frente, despacio, y se volvió para mirar a Feng-. Te la compro yo.
Lo dijo sin darle demasiada importancia, como podría haberlo hecho al referirse a un saco de castañas de algún vendedor ambulante. Y se sacó del bolsillo un saquito de monedas, que parecía lleno de ellas.
– Las ganancias de hoy a cambio de la gatita. -Lanzó el saquito en dirección a Feng, que no hizo el menor gesto de cogerlo, y aterrizó sobre la alfombra con un ruido sordo.
– La muchacha no está en venta -respondió Feng, que se inclinó sobre el dinero-. Debe morir. Ha de servir de ejemplo a otros que pretendan mentirnos. -Clavaba la mirada en el filo de la daga, pegado aún al pescuezo de su hijo-. Pero a cambio de que no acabes con la vida de ese perro rastrero que tienes de rodillas junto a ti, te ofrezco que tú salves la tuya, Chang An Lo. Y te doy mi palabra de protección. Te va a hacer falta. Si no te la proporcionara, Po Chu te vaciaría la sangre de las venas lentamente, dolorosamente, como un jabalí asándose en espetón sobre las brasas. ¿Aceptas?
Se hizo un largo silencio. Fuera, el aullido de un perro rasgó la oscuridad.
– Acepto -respondió Chang al fin, retirando la daga.
Al instante, un guardia se abalanzó de un salto sobre Po Chu y cortó las tiras de cuero que lo oprimían. Éste se incorporó con dificultad, el cuerpo rígido, tembloroso, avergonzado. Las heces resbalaban por sus piernas, y parecía a punto de hundir los dientes en la carne de Chang.
– Po Chu -ladró Feng-. He dado mi palabra.
El hijo no se movió, y se quedó allí, a un palmo escaso de Chang, echándole a la cara el aliento cargado de odio.
Chang lo ignoró. Ya no le era útil. Su padre habría preferido que muriera antes que tragarse sus palabras. Pero Chang no habría podido pedir la vida de la muchacha a cambio del cuerpo de Yuesheng, porque cambiarlo por una fanqui habría deshonrado el espíritu del difunto. Una vergüenza. En cambio, la imprenta resultaba vital para el futuro de China, algo por lo que Yuesheng había muerto. En ese caso, el precio sí parecía adecuado.
– ¿Y la joven? -preguntó el inglés alto.
Feng le miró, percibió su preocupación y le dedicó una sonrisa cruel.
– Pues verás, Tiyo Willbee, he ordenado que le retuerzan el pescuezo con sus propias tripas, hasta que deje de respirar, y que le corten los pechos.
El inglés cerró los ojos. Chang dudaba que aquello fuera cierto. Creía que, en efecto, había ordenado su muerte, pero no de aquella manera. El jefe de los Serpientes Negras dejaba aquellos detalles a la inventiva de sus secuaces. Si lo había dicho, había sido sólo para escupir su veneno contra el invitado inglés. Chang no sabía por qué,
– Feng Tu Hong, te agradezco el intercambio honroso que hemos alcanzado -dijo Chang, haciendo gala de gran corrección formal-. Una vida a cambio de otra. Y ahora te ofrezco algo mucho más importante que una vida.
Feng ya se dirigía hacia la puerta, impaciente por librarse de la visión y el olor de su hijo, pero al oír aquellas palabras se detuvo.
– ¿Qué es más importante que una vida? -quiso saber.
– Información. Del mismísimo Chiang Kai-Chek.
– Ai-aiee! Para ser un cachorro sin dientes, tus palabras son osadas.
– Mis palabras son ciertas. Tengo información que puede ser de valor para ti.
– Y yo tengo hombres que saben cómo obtenerla mediante unas torturas que no has imaginado siquiera. De modo que ¿por qué iba a comprar algo que puedo obtener gratis? -inquirió, dando media vuelta.
El inglés dio un paso al frente.
– Muéstrate algo más sensato, Feng. Obtener información por esos métodos exige tiempo. -Señaló vagamente en dirección a Chang, dejando un rastro de humo de cigarrillo en el aire-. Y, en este caso concreto, sospecho que mucho tiempo. Tal vez se trate de algo urgente. ¿Qué mal hay en llegar a un acuerdo? -Volvió a soltar una carcajada, una risa grave-. Después de todo, eso es lo que hicimos tú y yo, y mira adonde nos ha llevado.
Feng frunció el ceño, cada vez más impaciente.
– Muy bien, ¿de qué se trata la oferta esta vez?
– Yo te proporcionaré la información secreta que proviene de la oficina de Chiang Kai-Chek en Pekín. A cambio tú me proporcionas a la rusa de pelo de fuego.
Feng se echó a reír, un rugido que le aflojó la mandíbula y que sirvió para aliviar la tensión de todos los que le rodeaban.
– ¿Quieres a esa gatita? ¿Sea cual sea el precio?
– No. La quiero por este precio.
– Está bien. Trato hecho.
– Se ha sabido que Chiang Kai-Chek, antes de que regrese a Nanking, su capital, va a enviar unas tropas de élite a Junchow. De modo que, mientras yo hablo, cada vez están más cerca. Vienen a aplastar a los comunistas, a colgar sus cabezas de los muros de la ciudad, a erradicar la corrupción del gobierno. Como presidente de honor de nuestro Consejo Chino, me parece que esta información ha de serte de utilidad antes de su llegada.
Dicho esto, hizo una reverencia y oyó que Po Chu gruñía.
Feng permaneció inmóvil y en silencio largo rato. Su rostro había empalidecido, y contrastaba aún más con la túnica escarlata que llevaba puesta. Sus manos, anchas, se abrían y se cerraban una y otra vez, hasta que de pronto atravesó la estancia, camino de la puerta.
– La muchacha es tuya -dijo, sin volverse-. Quédatela. Pero no esperes nada bueno. Mezclar bárbaros con nuestro pueblo civilizado es siempre el primer paso hacia la muerte. -Un sirviente, de rodillas, le sostenía la puerta abierta, y el jefe de los Serpientes Negras desapareció tras ellas.
Chang asintió brevemente, en reconocimiento a la ayuda que le había brindado el inglés. Po Chu escupió en el suelo, y pronunció una maldición ininteligible, antes de desaparecer también, de fundirse con la noche. Sólo entonces Chang salió al patio una vez más. Cuando ya se abría paso entre las sombras del segundo recinto abierto, vio a un guardia que, con uniforme negro, caminaba pesadamente, con los hombros hundidos, y que llevaba algo en cada mano. Con la derecha sostenía la cabeza seccionada del chow-chow, la lengua negra colgando, como una serpiente aplastada. Con la izquierda, la del guardia de rostro ávido, el que lo observaba todo con gran atención, pero cuyos ojos traslúcidos ya aparecían exentos de vida. En casa de Feng Tu Hong, el precio del fracaso era muy alto.
Aunque apenas se había distraído un segundo, bastó para que un arma se abatiera con todo su peso sobre un lado de su cabeza, y lo enviara a la negrura del infierno.