Capítulo 24

Lydia estaba decidida a disfrutar de la velada. Su primera soiree, que tenía lugar en una de las grandes mansiones de la avenida que marcaba el límite entre los Barrios Ruso y Británico, donde Lydia, en ocasiones, acudía a admirar lo que habían logrado unos pocos afortunados gracias a un puñado de joyas de la era zarista. Pero esa noche la música sólo lograba que se sintiera peor. Se colaba como una inundación, venciendo sus defensas, y arrastrándolo todo en su interior. Las palabras que le había dicho a su madre, los temores por Chang, se fundían en su mente, y no lograba pensar con claridad.

La pieza era un fragmento romántico del Príncipe Igor, de Borodin, uno de los llamados mogutchaya kutchka [5] rusos, que sonaba bastante bien, aunque no tanto como si la hubiera tocado su madre. Lydia se concentraba en los dedos de la pianista, que acariciaban las teclas igual que los suyos acariciaban el pelo de Sun Yat-sen. íntimamente, y con avidez.

– Y ahora, a bailar -declaró la señora Zarya-, antes de que a alguien le dé por cantar los tristes lamentos georgianos.

Las hileras de sillas se habían dispuesto en los extremos del salón de baile, y las parejas empezaron a tomar la pista. La señora Zarya se dejó caer pesadamente junto a Lydia, de espaldas a la pared, y su voluminoso vestido de tafetán crujió sonoramente. Desprendía un intenso olor a naftalina, y tenía un pequeño remiendo en una manga, que se habría desgarrado al pillarse con algo, aunque Lydia fantaseaba con la idea de que se lo hubiera hecho la bala de algún rifle bolchevique.

– ¿Lo estás pasando bien, de momento?

– Muy bien, spasibo.

– Excelente. Otlichno!

Curiosamente, la parte de la noche que más le había gustado había sido la primera, la dedicada a las lecturas poéticas. No había comprendido ni una palabra, claro, pero eso no importaba. Eran los sonidos. La voz de Rusia. Las vocales rotundas, las difíciles combinaciones que brotaban de las bocas de quienes las pronunciaban y, de algún modo, parecían amplificarse. Su oído hallaba una rara satisfacción en ella, algo que no dejaba de sorprenderla.

– Me ha gustado la poesía -dijo-. Y me gustan los candelabros.

La señora Zarya se echó a reír y le dio unas palmaditas en la mano.

– Claro que sí, gorrioncito -exclamó, divertida, y al hacerlo, su pecho, inmenso, ascendió y descendió en un solo movimiento.

– ¿Cree que alguien me sacará a bailar? -Lydia observaba con ojos envidiosos las evoluciones de los bailarines, y no le importaba quién fuera el que la invitara a unirse al baile, aunque fuera uno de aquellos viejos con medallas zaristas en la pechera y tristeza en la mirada. Lo que ella quería era bailar con alguien, con un hombre.

– Nyet. No. Tú no puedes bailar, de ninguna manera.

– Pero sé bailar, se me da bien. Conozco…

– No. Nyet. -La señora Zarya le dio unos golpecitos en la rodilla con el abanico plegado-. Eres demasiado joven. No sería apropiado. Pero si eres una niña… Y las niñas no bailan con hombres.

En ese instante, el general Manlikov, una figura cuadrada e impresionante, de pelo canoso, rizado, y que caminaba muy derecho, las saludó a las dos con una ligera reverencia y ofreció el brazo a la señora Zarya, que inclinó la cabeza y lo acompañó hasta la pista de baile. Lydia observaba. Le molestaba que dijeran que era una niña, pero la mayor parte de las cincuenta o más personas congregadas en aquel salón eran viejas, y aunque las había bien vestidas, otras llevaban ropas remendadas, como la propia señora Zarya, y todas ellas se sentían unidas por una misma conciencia de clase y país. Se encontraban en el espacioso salón de baile, con espejos dorados que cubrían íntegramente una de las paredes, mientras que en otra se abrían unos grandes ventanales que daban a lo que parecía una terraza, y a los jardines contiguos. La oscuridad era total en el exterior; sin luna, sin dios. Pero las alegres luces y las risas del salón envalentonaron a Lydia.

Se puso en pie, se acercó a uno de los ventanales y miró a través de él, a la oscuridad circundante. No se movía nada. Ni siquiera un murciélago, una rama. No veía a nadie, pero ello no implicaba que no pudieran verla a ella. Aun así, salió a la terraza y empezó a bailar al son de un vals de Chopin que se colaba por los ventanales abiertos. Sintió el aire fresco y húmedo en las mejillas, y sus brazos desnudos se estremecieron al contacto con aquel placer secreto, mientras giraba y se mecía al ritmo de la música. Durante un breve instante, perdió de vista el mundo, y su mente quedó, al fin, despejada y limpia.

– ¡Qué encantadora!

Lydia se detuvo bruscamente y dio media vuelta. Un joven de poco más de veinte años la observaba apoyado lánguidamente en el quicio de uno de los ventanales. Lenta y teatralmente empezó a aplaudir. Aquel gesto era casi un insulto.

– Espléndida.

– Es de mala educación espiar a las personas -dijo Lydia secamente.

El se encogió de hombros, indiferente.

– No tenía idea de que esta terraza estuviera reservada sólo para usted.

– Debería haberme hecho saber de su presencia.

– Su exhibición de baile resultaba tan… interesante. -Se expresaba con un ligero acento ruso, y curvaba hacia arriba un lado de la boca.

– El general Manlikov ha organizado la diversión dentro de la sala, no aquí. Un caballero respetaría la intimidad de una dama -replicó Lydia con intención de resultar cortante, al modo en que Valentina hablaba en ocasiones a Antoine.

Él extrajo una pitillera de plata del bolsillo superior y se tomó su tiempo en encender un cigarrito puro, golpeando, antes de hacerlo, un extremo contra la tapa. Sólo entonces volvió a mirarla, y lo hizo con gesto demorado, burlón. Unió los talones en un gesto marcial, y bajó la cabeza en señal de reverencia.

– Siento no ser un caballero, señorita Ivanova.

Que supiera su nombre fue para ella toda una sorpresa.

– ¿Nos conocemos? -exigió saber.

Pero, mientras formulaba la pregunta, se dio cuenta de quién era su interlocutor: Alexei Serov, el hijo de la condesa Natalia Serova. Apenas lo reconocía, salvo por sus modales, que seguían siendo igual de altivos. Pero se había cortado el pelo muy corto, llevaba una elegante chaqueta blanca de esmoquin combinada con unos pantalones negros, de pernera estrecha, que realzaban la longitud de sus piernas. No había la menor duda de que era hijo de una condesa rusa.

– Creo recordar que nos presentaron en un restaurante. La Licorne, diría.

– Yo no lo recuerdo -respondió ella sin darle importancia. Se alejó de su lado y fue a apoyarse en la balaustrada de piedra que bordeaba la terraza-. Y me sorprende que lo recuerde usted.

– Cómo olvidar semejante vestido.

– A mí me gusta mi vestido.

– De eso no cabe duda.

La música cesó de pronto, y el aire de la noche se cubrió de silencio, un silencio que ella no hizo el menor esfuerzo por perturbar. Hasta ella llegaba el suave perfume de humo de madera, mezclado con el de su tabaco. Le sorprendió constatar que se trataba de un olor muy masculino, que le llevó a pensar en Chang. No es que él oliera a humo; su olor era más bien el del agua limpia del río ¿O era el del mar? Durante un instante breve se preguntó si, al rozarle la piel con la lengua, sentiría un sabor salado. Se ruborizó al momento, y se enfadó consigo misma por ello.

– Es usted la muchacha rusa que no habla ruso, ¿no es cierto? -le preguntó Alexei Serov.

– Y usted es el ruso que no sabe expresarse con educación.

Se miraron fijamente a los ojos, y Lydia se dio cuenta de que los de él eran de un verde muy intenso, a pesar del aire de indiferencia que impostaba.

– La música es excelente -comentó él.

– A mí me ha parecido bastante mediocre. Predominaban los bajos, y el tempo estaba desequilibrado.

Alexei volvió a esbozar su sonrisa arrogante.

– Me inclino ante su conocimiento superior.

Ella sintió entonces el deseo imperioso de demostrar que su conocimiento del mundo iba más allá de la música.

– El Asentamiento Internacional está tranquilo, por el momento, y se presta a veladas como ésta. -Señaló el salón de baile iluminado-. Pero en China todo está cambiando.

– Instruyame, señorita Ivanova.

– Los comunistas exigen igualdad para los trabajadores, en vez de feudalismo. Y una distribución justa de la tierra.

– Olvídese de los comunistas. Serán fulminados en las próximas semanas, aquí mismo, en Junchow.

– No, se equivoca. Están…

– Están acabados. El general Chiang Kai-Check ha ordenado que una división de élite de las tropas del Kuomintang entre en nuestra ciudad y termine de una vez por todas con las picaduras de pulga. De modo que podrá seguir asistiendo usted a sus veladas, no se preocupe.

– No estoy preocupada.

Pero sí lo estaba.

De pronto, en el salón de baile sonaron los primeros compases de un quickstep, todo un estallido de vida y energía.

– ¿Le apetece bailar? -le preguntó Lydia, movida por un impulso.

– ¿Con usted?

– Sí.

– ¿Aquí fuera?

– Sí.

Por la expresión de Alexei Serov, se diría que acabaran de pedirle que se arrojara al camión de la basura.

– Creo que no. Es usted demasiado joven.

Aquello le dolió.

– ¿No será que es usted demasiado viejo? -replicó, y se puso a bailar sola de nuevo, ignorando su presencia.

Daba vueltas y más vueltas, cada vez más mareada, y en realidad le molestaba que su interlocutor no fuera lo bastante cortés como para dejarla sola. Mantenía los ojos entrecerrados, y se negaba a mirarlo. Lo alejaba de ella, e imaginaba que era Chang quien la sostenía en sus brazos, y flotaba mecida por la suave brisa, y el cuerpo oscilaba, se deslizaba desde un extremo al otro de la terraza. El ritmo de la música parecía latir en su sangre, el aliento se le aceleraba, y sentía la piel tan viva que parecía captar cada caricia de rocío, cada roce del ala de una polilla en su viaje hacia el círculo de luz.

– Ya tebia iskala, Alexei.

Lydia se detuvo, aunque la cabeza seguía dándole vueltas. Había una joven de pie, junto a Alexei Serov, con una copa de vino en cada mano, y pronunciando unas palabras que ella no comprendía. Llevaba el pelo, rubio, liso, en una media melena, y un vestido moderno que le llegaba justo por debajo de la rodilla, como el de Lydia, aunque el de aquella mujer estaba cubierto de lentejuelas de un azul muy vivido. Un vestido de París, de alta costura. El color realzaba el de sus ojos, que en ese instante se abrían mucho, sorprendidos por la presencia de Lydia. El instante duró poco. Lydia se despidió de ellos con un leve movimiento de cabeza y se alejó con la cabeza bien alta, pasando por su lado. Ellos siguieron murmurando cosas en ruso, pero cuando Lydia entraba en el salón de baile, oyó que Alexei Serov, deliberadamente, pasaba de nuevo al inglés.

– Esta niña es igual que su padre. Él también tenía mucho carácter. En una ocasión le vi arrojar un violín al fuego porque no lograba sacarle la nota exacta que quería.

A Lydia le ardían las orejas, pero siguió caminando.


Chang An Lo la observaba. Desde la húmeda oscuridad de un sauce llorón. La observaba allí, en la terraza, como quien observara a una golondrina de cola larga, zambulléndose y giirando en el cielo sólo por placer. A su alrededor, el aire parecía reverberar, y sus cabellos incendiaban la noche. Hasta él llegaba su calor, y oía el crepitar de sus llamas.

Aspiró ligeramente, y al hacerlo sintió que, junto al aire, por su pecho ascendía también un destello inconfundible de ira. El baile y la música le resultaban ajenos, pero las acciones de Lydia Ivanova estaban más que claras. Se movía como lo hacían las gheisas jóvenes frente a los machos que les gustaban, cuando estaban dispuestas a aparearse con ellos. Se contoneaba, seductora, esquivando sus aproximaciones, frotándose, ronroneando, meneando los costados.

El hombre no se mostraba interesado, el cuerpo blando, desmadejado, bañado por la franja de luz del ventanal, pero a pesar de ello no se iba. Clavaba la mirada en la joven con tal intensidad que Chang habría querido clavarle un arpón y observar cómo se retorcía de dolor. Vaya, no eran sólo los Serpientes Negras quienes reptaban hacia ella. La mano de aquel hombre que parecía no tener huesos había olvidado que sostenía un puro entre sus dedos, pero sus ojos entrecerrados no se olvidaban de contemplar el gracioso vaivén de sus caderas. Seguía ahí.

Como seguían ahí las sombras; la que cubría los peldaños que conducían a la terraza; la que se confundía con una tinaja de agua, negro más profundo sobre negro. La que su aliento desharía. El resplandor de un ventanal rebotó contra el metal de un shuriken, la estrella ninja alojada en una mano precisa.

Chang desenvainó la daga. Seguía observándola, vigilándola.

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