Capítulo 50

Lydia oyó el chasquido en la puerta de su dormitorio. Pasos amortiguados. Abrió los ojos, pero la oscuridad no le permitía ver nada. Con todo, no le hacía falta ver.

– ¿Qué sucede, mamá?

– No puedo dormir, niña.

– Pues ve a molestar a Alfred.

– Él necesita dormir.

– Yo también.

– Tú puedes dormir mañana, en clase.

– ¡Mamá!

– Cállate. Te contaré cosas del club Flamingo. Había una mujer muy afortunada que llevaba un broche de Fabergé, pero la ropa era bastante espantosa.

Lydia se cambió de posición en la cama y Valentina se tendió en ella, tapándose con el edredón, pero no con las mantas, lo mismo que había hecho Lydia al principio con Chang An Lo.

– ¿Lo has pasado bien esta noche?

– Ha sido tolerable. Poco más.

– ¿Has bailado?

– Sí, claro. Eso ha sido lo mejor. Cuando seas lo bastante mayor te llevaré a bailar, y descubrirás lo divertido que es. La banda ha tocado música de jazz con…

Pero Lydia no la escuchaba. Tenía la mejilla apoyada en el hombro de su madre, y su perfume intenso lo impregnaba todo. Se preguntaba si Chang An Lo estaría despierto. ¿En qué estaría pensando? Ella temía que escapara. Que se levantara y se fuera, así, sin más. Sin ella. Pero los dos sabían que en el estado en que se encontraba, le darían alcance. Y sabían que él la necesitaba. Lo mismo que ella a él. Iba a ser difícil, claro. Lydia no ignoraba ese hecho, ni la incertidumbre que les aguardaba en el futuro, pero estar juntos los meses que tardara él en recuperarse les daría tiempo. Un espacio para respirar, mientras planeaban su siguiente paso.

– ¿Y entonces?

Lydia fue consciente de que Valentina había dejado de hablar.

– ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué, mamá?

– Te he preguntado quién es ese bolchevique chino tuyo.

– Se llama Chang An Lo, y es comunista. Pero -se apresuró a añadir- viene de una familia que ya era rica con el último emperador, y ha sido bien educado. Un poco parecido a ti en cierto modo…

– Yo no soy comunista, y nunca lo seré -masculló su madre-. Los comunistas toman un país que es grande y noble y lo destrozan con sus hoces y sus martillos hasta que alcanza el nivel más bajo de un campesino. Mira mi pobre y desolada Rusia, Rusmatushka.

– Mamá -apuntó Lydia en voz muy baja-, los comunistas no han hecho más que empezar. Dales tiempo. Primero tenían que liberarnos de la tiranía, de la brutalidad que llevaba cientos de años existiendo. Eso es lo que están haciendo ahora mismo en Rusia. Y eso es lo que China también necesita. Ellos son los que construirán una sociedad justa en la que todos tengamos voz. Espera, ya verás que se convierten en uno de los mejores países del mundo.

– Estás loca, querida. Ese muchacho bolchevique te ha envenenado la mente y te la ha llenado de porquería de las cloacas, y ahora ya no piensas bien.

– No, estás equivocada. Ahora lo veo todo claro.

– ¡Bah! Será un capricho que te durará dos minutos.

– No, mamá, le quiero.

Valentina suspiró con fuerza.

– No seas ridícula. Eres demasiado joven para saber qué es el amor.

– Tú tenías sólo diecisiete años cuando te escapaste y te casaste con papá. Lo amabas, y lo sabes muy bien. Así que no te atrevas a decirme que yo no quiero a Chang An Lo.

Se hizo el silencio. La oscuridad se hizo más espesa a su alrededor, y Lydia sentía su peso en los ojos, pero se negó a permitirle la entrada en su mente. Con ella se acercó a Chang An Lo, y le costó tan poco encontrarlo que resultaba raro aceptar que no estuviera en el dormitorio con ella. La conexión era instantánea. Y estaba segura de que él estaba despierto en casa del señor Theo, buscándola a ella. Sonrió y sintió que el interior de su cabeza llegaba a una habitación espaciosa, llena de luz, en la que sonaba el agua de la Quebrada del Lagarto. Un lugar en el que se podía respirar.

– Escúchame, mamá.

Fue fácil. Hablarle de él al fin. Se lo contó todo sobre Chang An Lo. Que la había salvado en el callejón, que ella le había cosido el pie en la Quebrada del Lagarto. Que había asistido a un funeral chino, que lo había buscado. Le habló incluso de la casa quemada, y la discusión sobre algunos de los métodos salvajes que los comunistas usaban para alcanzar sus fines. Le salió todo de un tirón. Todo. Bueno, casi todo. Se guardó para ella dos cosas. Lo del collar de rubíes y que habían hecho el amor. No era tan tonta.

Cuando terminó, se sintió como si estuviera flotando.

– Oh, mi niña, mi querida niña. -Valentina se volvió y la besó en la mejilla-. Qué alocada eres.

– Le quiero, mamá. Y él me quiere.

– Esto tiene que terminar, dochenka.

– No.

– Sí.

– No.

Valentina agarró a Lydia por encima del edredón y la abrazó con cierta maldad.

– Lo siento, amor, se te va a romper el corazón, pero hay cosas peores. Sobrevivirás, créeme, sobrevivirás. Tú y yo hemos llegado hasta aquí. No pienso dejar que lo eches todo por la borda ahora que he conseguido que dispongas de dinero para tu educación, para que vayas a la universidad. Podrías ser médica, o abogada, o profesora, algo importante, algo grande, algo por lo que te paguen bien. Estarás orgullosa de ti misma y podrás caminar con la cabeza bien alta. No tendrás que depender nunca más de un hombre que lleve el pan a tu mesa, o que te ponga un anillo en el dedo. No lo eches todo a perder. Ahora no.

– Mamá, ¿hiciste caso a tus padres cuando te dijeron lo mismo?

– No, pero…

– Pues yo tampoco voy a hacértelo a ti.

– Lydia. -Valentina se incorporó bruscamente-. Tú harás lo que yo te diga. Y te digo que esta historia con el bolchevique chino se ha terminado, aunque tenga que encadenarte a la cama y alimentarte a base de pan y agua el resto de tu vida. ¿Me oyes bien?

Lydia no tenía intención de decir lo que dijo a continuación. Pero estaba enfadada y dolida, de modo que contraatacó.

– Tal vez si yo le cuento a Alfred lo que he visto hoy en el Buick, él te diga lo mismo a ti.

Oyó que su madre se atragantaba, y emitía un sonido similar al de los pollos cuando les retuercen el pescuezo. Habría querido volver a meterse las palabras en la boca. Valentina puso los pies en el suelo, pero permaneció sentada en el borde de la cama. Dándole la espalda. Y no dijo nada.

– ¿Por qué, mamá? ¿Por qué? Tienes a Alfred.

Su madre rebuscó en el bolsillo de la bata. Lydia sabía que quería un cigarrillo, pero era evidente que no lo había encontrado, porque no vio el destello del mechero.

– Eso no es asunto tuyo -se limitó a decir secamente.

Lydia se acercó más a ella y alargó la mano. El cuerpo tenso de su madre era más oscuro que la oscuridad circundante. Le rozó el hombro, y durante un segundo regresó a su memoria su mano rozando el hombro de un hombre esa misma noche, unas horas antes. Alexei Serov. Le había acompañado hasta casa, y debía admitir que se había comportado bastante bien ante su error. Dios santo, había hecho tal ridículo con él. «Sicario, malnacido.» Tenía todo el derecho a echarla a patadas. Pero no lo había hecho. Se había limitado a esbozar su sonrisa más arrogante y altanera, mientras bailaban. Sólo un baile. No pudo soportar ni uno más.

Sintió bajo los dedos el calor del kimono de seda de su madre.

– ¿Por qué? -volvió a preguntarle.

Valentina se encogió de hombros, como si no fuera importante.

– Es sólo una aventura.

– Mamá, te he visto con él. Y lo odias.

– Claro que odio a ese demonio, que Dios le pudra el alma.

– ¿Es por las fotografías?

Valentina dejó de respirar.

– Las tengo yo. -Valentina acarició la espalda de su madre-. Y los negativos.

Su madre sollozó.

– ¿Cómo?

– Se las he robado.

– Eso sí se te da bien.

– Sí.

– Gracias -balbució en un susurro.

– O sea que sí es asunto mío.

– De acuerdo. Pero que conste que me lo has preguntado tú. -Su madre aspiró hondo-. En la Academia Willoughby no existen las becas. Llevabas cuatro años malgastados en la escuela de caridad, y sabía que te marchitarías y morirías en ese lugar infernal. De modo que encontré la mejor escuela privada, la Academia Willoughby, y contacté con el responsable del departamento de educación de Junchow. El señor Mason. Y le hice una oferta. Crear una beca. Y concedértela a ti. A cambio de…

– ¿De ti?

– Sí.

Lydia abrazó a su madre y la meció con ternura.

– Oh, mamá.

– Ni después de casarme he podido librarme de él. Por lo de las fotos.

– Las quemaré.

– Yo lo quemaría a él, si pudiera.

– Mamá -sollozó Lydia, y la abrazó con más fuerza.

– De modo que ahora ¿harás lo que te pido? -Valentina se volvió y colocó el rostro frente al de su hija. Dos sombras desprovistas de ojos-. ¿Dejarás a tu bolchevique chino?


Lydia se cerró mejor el abrigo, y con los pies helados pateó la tierra, dura como una roca, bajo el eucalipto. Llevaba una hora esperando. El garaje le impedía ver la casa, lo mismo que impedía que desde la casa la vieran a ella, y había dispuesto de tiempo más que suficiente para estudiar la pared tras la que se ocultaba. Era de obra vista, y ya había contado cuántos ladrillos componían cada hilera: sesenta y dos. Había arrancado tres caracoles de entre ellos, y los había devuelto a los arbustos, y había visto a una araña de patas marrones atrapar a un escarabajo que había caído en su tela. No había mucho más que ver.

Un grajo elevó el vuelo desde el eucalipto, haciendo temblar las hojas plateadas, y tras batir lentamente las alas apenas dos veces ascendió sobre el tejado del garaje y se adentró en el cielo glacial. Ella levantó la cabeza y entrecerró los ojos para verlo mejor. El cielo era de un azul lechoso, salpicado de remolinos blancos, suaves, que le recordaban a una de sus canicas de cuando era niña. La había encontrado junto a una alcantarilla, un pedazo de cielo azul enterrado entre la mugre. La había llevado en un bolsillo durante cuatro días, pero al final aceptó echar una partida contra un grupo de muchachos en el recreo. La apostó y perdió. Al ver que la canica iba a parar a un bolsillo sucio, donde se mezclaría con muchas otras, sintió que la había traicionado.

Algo más allá, en Walnut Road, se oyó el chasquido de una puerta de coche al cerrarse, y un motor se puso en marcha. Buena señal. La gente despertaba, se iba a trabajar al fin. Ya no faltaría mucho. Todavía era oscuro cuando se había vestido con el uniforme escolar y había salido de casa sin ser vista, y apenas una pincelada de oro recorría el horizonte, por el este. Había sido lo bastante sensata como para dejar una nota: «He ido a la biblioteca a terminar una tarea de clase.» Ellos no sabían que no abría hasta las ocho y media, y lo cierto era que había sido un alivio saltarse el desayuno con Alfred. A primera hora de la mañana se mostraba algo raro, y tenía por costumbre alzar la vista de las gachas y fruncir el ceño, de parpadear muchas veces tras sus gafas, como si se preguntara quién diablos eran aquellas dos desconocidas que desayunaban en su mesa.

Lydia se frotó las manos enguantadas y dio unas palmaditas para entrar en calor. Aspiró hondo. Vio que el vaho que salía de su boca era denso como humo de cigarrillo. Volvió a tomar aliento, pero le costaba. Le dolían los pulmones. Se negaban a funcionar bien, por culpa de lo que le había dicho su madre. Aquellas palabras eran como una carga de plomo en ella, y le oprimían el pecho.

No estaba bien.


– Señor Mason.

– Por el amor de Dios, pequeña, me has asustado.

Se veía tan elegante, tan altivo. Llevaba un sombrero Fedora y un abrigo de alpaca, y bajo el brazo se adivinaba un maletín negro de piel de lagarto. En la mano llevaba las llaves del coche. La imagen misma de la respetabilidad. Un pilar de la sociedad. Lydia habría querido arrancarle los ojos y dárselos de comer al grajo.

– ¿Qué estás haciendo aquí plantada en mi garaje?

– No estoy aquí plantada. Estaba esperándole, para hablar con usted.

– Ah, no, ahora no puedo. Tengo prisa. Debo llegar cuanto antes a la oficina.

– Sí, ahora.

Algo en la voz de la joven le llevó a detenerse y a mirarla con recelo.

– ¿No puede esperar?

– No.

– Está bien.

Abrió la puerta del garaje, y desde su interior la observaron los grandes faros cromados del Buick.

– Tengo las fotografías.

A Mason se le cayeron al suelo las llaves del automóvil. Se agachó para recogerlas, tratando de disimular.

– ¿Qué fotografías?

– No disimule.

Él se incorporó, irguiéndose todo lo que pudo, sacó pecho y se acercó mucho a ella.

– Mira, jovencita, soy un hombre ocupado, y no tengo ni idea de qué me estás hablan…

Ella le plantó una bofetada. Alargó el brazo y le dio de lleno con la palma de la mano en la mejilla. El chasquido resonó con fuerza en el aire inmóvil. Aunque ella misma se sorprendió, su sorpresa no fue tanta como la de él. Sus ojos quedaron fijos un instante. La marca roja de los dedos extendidos permaneció un tiempo en su piel. Lentamente alzó los puños, pero ella se echó hacia atrás, quedando fuera de su alcance.

– Eso es lo que se siente cuando te pegan, maltratador, pervertido. Tomar fotografías de su propia hija desnuda…

Él se abalanzó sobre ella, que lo esquivó.

– ¿Qué diría de esto sir Edward Carlisle?

– Vamos a ver si lo aclaramos bien, no es…

– No. No quiero escuchar sus mentiras, babosa inmunda. Sir Edward lo despedirá al momento.

Mason se puso lívido. Le costaba tragar saliva, pero mantenía su mirada astuta. Levantó la mano, de uñas impecables, en un gesto de pacificación.

– Está bien, Lydia, vayamos al grano. Tú no eres nada tonta. Te daré diez mil dólares a cambio de las fotografías y los negativos.

«Diez mil dólares.»

Una fortuna. La cabeza le daba vueltas.

– Puedes cobrarlo al contado. Esta misma tarde. -La miraba fijamente, y de pronto se llevó la mano al bolsillo y se sacó la billetera. De ella extrajo un fajo de billetes que agitó bajo la nariz de Lydia como si de una baraja de naipes se tratara-. Toma, tómalos, como adelanto.

«Diez mil dólares.»

Con ese dinero se podía comprar cualquier cosa. Todo. Pasaportes, visados, pianos, billetes de barco en primera clase. Podía llevarse a su madre a Inglaterra y huir. Ir a la Universidad de Oxford, como Valentina quería. Todo estaba ahí, en la mano de Mason. Lo único que tenía que hacer era decir que sí. Y podría llevarse a Chang An Lo con ella, ponerlo a salvo.

Pero ¿lo aceptaría él? ¿Abandonaría China?

Mason apretó los labios, en un intento de sonrisa.

– ¿De acuerdo?

Ella abrió la boca para decir que sí.

– No.

– No seas necia. Ésta es tu gran oportunidad.

– Pero entonces usted recuperaría las fotografías.

– Las destruiría, te lo prometo.

– No.

– ¿Por qué?

Levantó las manos y las abrió, dejando escapar el dinero.

– Porque es usted escoria. No confío en usted. Mientras conserve las fotografías, al menos estaré segura de que no volverá a ponerle las manos encima a Polly. Ni a su esposa. Ni a mi madre. ¿Me entiende?

Él masculló algo y dio media vuelta. Ella vio que recogía el dinero. Sentía un nudo en la garganta.

– No se acerque nunca más a mi madre.

– Vete al infierno, zorra.

Mason se acercó al coche con la cabeza hundida, y asestó una patada furiosa a una de las ruedas.

– Señor Mason.

Él no la miró.

– Señor Mason, deje en paz también a Theo Willoughby.

Él gruñó de tal manera que Lydia se estremeció.

– No te preocupes por él. Feng y su hijo van a ocuparse pronto de él. -Volvió a clavarle la mirada, y la expresión de sus ojos le puso la piel de gallina-. Igual que harán contigo.

– ¿A qué se refiere?

– Ahora ya saben quién cuidó del comunista.

– ¿Qué comunista?

– No te hagas la inocente. El que andan buscando. El que tú cuidaste.

Lydia sintió que se le helaba la sangre en las venas.

– Eso es mentira.

– No. Polly me lo dijo.

– ¿Polly?

– Sí, claro. Tu amiguita leal. Todavía quieres protegerla, ¿verdad? Sí, ella me lo contó, y yo se lo conté a ellos. En este mismo momento deben de estar en tu casa. -Soltó una carcajada-. No te habrás creído que pensaba darle diez mil dólares a una zorra como tú, ¿verdad? Tú y la furcia de tu madre podéis…

Pero Lydia ya había echado a correr.


Entró en casa a toda velocidad.

– Mamá -gritó-. Mamá.

No obtuvo respuesta.

El mozo, ¿cómo se llamaba? ¿Deng? Gritó su nombre, y al instante llegó corriendo.

– ¿Sí, señorita Lichia?

– ¿Dónde está mi madre?

– No lo sé.

Ella se abalanzó sobre él y lo zarandeó por los hombros.

– ¿Está en casa?

– No, ha salido.

– ¿Tan temprano?

– Sale con señor. En coche.

– ¿Los dos solos?

Sus ojos brillantes la miraron, nerviosos, y levantó dos dedos.

– Señor y señora.

Ella lo soltó y él se alejó al momento, con la cabeza gacha, como un escarabajo.

Lydia se pasó la lengua por los labios. Se había alterado por nada. Pero ello no implicaba que el peligro hubiera pasado. Ahí seguía.

Entró en el salón y miró por los ventanales. ¿Cómo diablos te defiendes cuando no ves a tu enemigo? Apoyó la frente en el vidrio helado y pensó en ello. Y, en su interior, algo se desgarró. Todo le parecía demasiado pesado. Demasiado grande.

Desplazó la mirada hacia el cobertizo, y como era ahí donde podía sentirse más cerca de Chang An Lo en ese instante, abrió la cristalera y caminó hacia él. Sintió el aire frío y limpio en los pulmones, y empezaron a aclarársele las ideas. Oyó una especie de crujido. Una rata roía un tablón de madera, al fondo. Se le aceleró el pulso. ¿Qué estaría buscando?

– ¡Largo! -gritó, y el animal huyó.

El candado seguía cerrado con llave, pero el cerrojo en el que estaba metido colgaba, inútil, de la puerta, con las tuercas arrancadas de cuajo. Lydia ahogó un grito. Alargó la mano y empujó un poco la puerta. El sol había calentado la madera. La adrenalina recorrió todo su cuerpo. Empujó más y la puerta se abrió. Y entonces sí gritó.

Sangre. Mucha sangre. Roja. Pegajosa. Por todas partes. En las paredes. En el techo, en el suelo. En el alambre de la jaula y en los sacos. Como si alguien se hubiera dedicado a pintarlo todo con sangre. El hedor que desprendía se mezclaba con el de heces, pero ella no lo percibía.

– ¡Sun Yat-sen! -exclamó.

El conejo estaba tendido en medio de un charco de sangre, en el suelo, el pelo blanco teñido de vivo carmesí. Incluso los dientes amarillos estaban rojos. Lydia se arrodilló a su lado, sin importarle en qué estado quedara el uniforme escolar, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sun Yat-sen -susurró, y lo sostuvo en brazos.

Todavía estaba caliente. Todavía seguía con vida, aunque ésta lo abandonaba por momentos. Dobló una pata y emitió un chillido raro. Le habían arrancado las orejas y se las habían metido en la boca, y le habían cortado el cuello. Tiró de las orejas largas, suaves, y lo atrajo hacia sí. Lo meció y le canturreó. Hasta que el espasmo final le endureció la columna vertebral. Y sus ojos inyectados en sangre quedaron helados.

Lydia bajó la cabeza para mirarlo, entre sollozos. El golpe, cuando llegó, le arrebató la tristeza. La oscuridad se apoderó de ella.

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