Capítulo 8

Después de que Hayley saliera de la alcoba de Stephen, éste intentó descansar, pero tenía la cabeza demasiado llena de ideas, y la mente demasiado activa para conciliar el sueño. Intentó idear un plan para atrapar a su asesino, pero le resultaba imposible.

Tenía la mente en otro sitio.

La señorita Hayley Albright.

Por mal que le supiera, no podía dejar de pensar en aquella mujer. Y sabe Dios que no podía imaginarse por qué. Era atractiva, pero él conocía a muchas mujeres que, con diferencia, eran más hermosas que ella.

Y, desde luego, no era aquel caos de casa lo que le atraía. El comportamiento de sus habitantes distaba poco de lo insoportable, pero, por descontado, comentárselo a su anfitriona no era lo que a él más le convenía.

Inquieto, molesto y profundamente irritado, Stephen empezó a dar vueltas por la habitación. ¿Qué diablos tenía aquella mujer que tanto le atraía? Recordó con irritación cómo el mero roce de los senos de Hayley en su brazo le había hecho palpitar las partes íntimas. Se detuvo, intentando recordar la última vez que había mantenido relaciones sexuales con una mujer.

Con una exclamación de disgusto, se percató de que hacía casi tres semanas que no visitaba a su amante. Para él era sumamente inhabitual tener períodos de abstinencia tan largos.

Con razón su cuerpo reaccionaba de ese modo ante Hayley. Necesitaba un desahogo. Cuanto antes volviera a Londres y se reencontrara con su amante, mejor.

Desahogarse. Sí, eso era cuanto necesitaba. Un buen y largo desahogo sexual.

Pero, a pesar de que en su mente se agolpaban multitud de imágenes de contenido sexual, Stephen no conseguía imaginarse el hermoso rostro de su pequeña amante de rubia melena. En su imaginación, estaba besando a una mujer alta, esbelta y de cabello castaño que le miraba con unos increíbles ojos de un azul cristalino. Stephen se imaginó el contacto de aquellos labios carnosos con los suyos, el calor de aquel voluptuoso cuerpo apretado contra el suyo.

Soltando una palabrota, Stephen sacudió enérgicamente la cabeza para librarse de aquellos pensamientos y calmar su cuerpo. Iba a estar viviendo allí sólo durante unas pocas semanas. Hayley no era más que una solterona que se había quedado para vestir santos. «Con unos ojos en los que se podría perder cualquier hombre y un corazón bondadoso y compasivo que aparentemente abre a todo el mundo. Una sonrisa maliciosa y un rubor fácil y encantador. Sin mencionar su cuerpo exuberante y curvilíneo, que pide a gritos que lo toquen.»

Dejando escapar un resoplido de disgusto, Stephen se dirigió a la puerta. Si permanecía en aquella habitación un minuto más sin nada que hacer aparte de pensar en ella, iba a volverse loco. Bajó lentamente las escaleras y, al no ver a nadie, se dirigió a la biblioteca. Tal vez la lectura le ocupara la mente en otras cosas.

Una vez allí, inspeccionó los libros y, cuando estaba a punto de escoger uno, descubrió una pila de revistas medio escondidas en una esquina del estante más bajo. El título le llamó la atención y se agachó para coger un ejemplar. Al parecer, el capitán Albright estaba suscrito a Gentleman's Weekly. Aquello le pareció bastante raro, puesto que no le parecía que aquél fuera el tipo de revista propio de un marinero. Cogió el ejemplar que estaba encima y lo contempló sorprendido. Era un número actual, de modo que era obvio que no pertenecía al padre de Hayley.

Colocándose la revista bajo el brazo, siguió inspeccionando a su alrededor y descubrió una garrafa y un juego de copas de cristal. Vertió en una copa un dedo de lo que deseó fervientemente que fuera un brandy aceptable, aunque llegado a ese punto, hasta un brandy horrible habría servido, y se lo bebió de un trago.

El fuerte licor bañó sus entrañas dejando un ardiente rastro, y Stephen suspiró satisfecho. Aquél era un brandy francamente bueno.

Sirviéndose otra copa, Stephen se aposentó en una butaca orejera que había junto a la chimenea y colocó los pies en una otomana a juego. Dio otro sorbo al brandy y abrió la revista.

Parecía que sólo habían pasado unos minutos cuando oyó llamar a la puerta.

– Aquí está -dijo Hayley con una sonrisa mientras empujaba la puerta y entraba en la biblioteca-. Estaba a punto de darle por perdido. ¿No tiene hambre?

– ¿Hambre? -Stephen miró el reloj de sobremesa que había sobre la repisa de la chimenea y se quedó de piedra al descubrir que eran casi las seis.

– Fui a su habitación para preguntarle si seguía queriendo comer abajo o prefería que le subiera una bandeja. Creía que estaba descansando -dijo en tono de suave regañina.

– No conseguía conciliar el sueño, de modo que decidí aceptar su invitación y coger prestado algo para leer. -Miró la copa vacía que tenía en la mano-. También me he tomado la libertad de degustar su excelente brandy. Espero que no le importe.

– En absoluto. Quiero que se sienta como en su propia casa. A mi padre le encantaba el brandy y sólo compraba el mejor. Es maravilloso que alguien más lo pueda degustar. -Hayley se dejó caer en la butaca orejera que había enfrente de Stephen-. ¿Qué está leyendo?

– El último número de Gentleman's Weekly. -Él vio cómo ella posaba la mirada en la revista que él tenía sobre los muslos y se ponía pálida, una reacción que él encontró de lo más curiosa-. Debo admitir que me ha sorprendido encontrar una pila de números actuales de la revista en su biblioteca.

Hayley hizo un gesto brusco con la cabeza y volvió a buscar la mirada de Stephen.

– ¿Sorprendido? ¿Por qué?

– No me puedo imaginar a Winston o a Grimsley leyendo esta revista, y, desde luego, no es una publicación dirigida a las mujeres.

– Bueno… eh… A los chicos les gusta.

Stephen levantó las cejas, intrigado por el repentino nerviosismo de Hayley.

– ¿Los chicos? ¿No cree que es un poco demasiado sofisticada para ellos?

El rubor volvió a teñir las pálidas mejillas de Hayley.

– Nathan y Andrew son muy inteligentes, y en Gentleman's Weekly no hay nada escandaloso.

– No, desde luego que no, pero usted debe de estar de acuerdo conmigo en que es una publicación para hombres, no para niños. -Antes de que ella pudiera decir nada, él continuó-: Yo soy un fiel lector de la revista. Sigo particularmente los relatos por capítulos que se publican en cada número.

A Hayley se le subieron todavía más los colores, pero siguió mirando fijamente a Stephen.

– ¿Ah, sí? ¿Qué relatos le gustan más?

– Hay una serie escrita por un tal H. Tripp titulada Las aventuras de un capitán de barco. Cada semana relata una anécdota diferente sobre los viajes del capitán Haydon Mills, un viejo lobo de mar que siempre se mete en líos. La forma de escribir del señor Tripp no es ninguna maravilla, pero la peculiaridad de las historias compensa con creces su falta de dotes literarias.

Las cejas de Hayley casi se fundieron con la línea del pelo.

– ¿Falta de dotes literarias? -preguntó Hayley con las manos en jarras-. Yo creo que el señor Tripp es un buen escritor, una opinión que comparto con mucha gente, a tenor de la popularidad de sus relatos.

Stephen no pudo ocultar su sorpresa ante el tono beligerante de Hayley.

– ¿Y qué sabe usted de los relatos de Tripp, señorita Albright?

– Me los he leído todos de cabo a rabo. Y me han encantado. -Levantó un poco la barbilla, desafiándole claramente a cuestionar sus impropios hábitos de lectura.

Por sorprendido que estuviera, Stephen decidió no darle ese gusto, pero, por lo menos, ya sabía por qué a Hayley se le habían puesto las mejillas de un rojo carmesí. En tono suave, comentó:

– Ya entiendo. Creía que a la mayoría de las mujeres no les gustaban los relatos de aventuras.

– Me… me temo que yo no soy como la mayoría de las mujeres.

– Parece lamentarlo.

Ella se encogió de hombros.

– No realmente, aunque he de admitir que a veces me gustaría poder ser como las otras jóvenes del pueblo, libre de responsabilidades y con más vida social.

Stephen la estudió por encima del borde de la copa, evaluándola a ella y evaluando también sus palabras. Se hacía cargo ella sola de una prole de niños y de una casa caótica, salvaba la vida a desconocidos y era sumamente inteligente.

Sin mencionar lo ocurrente, sincera, afectuosa y cordial que era, y que podía afeitar a un hombre sin hacerle un solo rasguño. Y el hecho de que supiera montar a caballo a horcajadas y que leyera revistas de hombres fascinaba a Stephen tanto como le horrorizaba.

– No, usted no es como la mayoría de las mujeres -dijo él con dulzura. «Y, créame, eso es un gran cumplido.»


La cena de aquella noche fue algo completamente diferente de lo que Stephen había experimentado hasta entonces. El día anterior había comido con la familia y le había sorprendido que los niños ocuparan la misma mesa que los adultos, pero pensó que aquella violación de las normas sociales básicas debía de ser propia sólo de la comida informal del mediodía.

Puesto que el día anterior Hayley le había llevado la cena al dormitorio en una bandeja, aquélla era su primera cena con los Albright. Para su sorpresa, Andrew, Nathan y Callie compartieron mesa con los adultos. Pero se quedó todavía más de piedra cuando comprobó que Winston y Grimsley también comían con la familia. Hayley presidía la mesa mientras tía Olivia se sentaba en el otro extremo de la larga mesa. La charla era animada y constante, algo a lo que Stephen no estaba habituado.

De niño, nunca le dejaban comer con sus padres. El duque y la duquesa comían en el comedor formal mientras Stephen, Victoria y Gregory lo hacían con la institutriz, una mujer dura y taciturna que no favorecía precisamente la conversación durante las comidas.

Por lo tanto, Stephen estaba acostumbrado a comer en silencio. El bullicio de la mesa de los Albright le sorprendía y desconcertaba.

Cuando todo el mundo tuvo el plato lleno, Hayley dio un golpecito en su copa con el tenedor para atraer la atención del grupo.

– ¡Silencio en la mesa! -exclamó. Cuando todo el mundo se hubo callado, se levantó y dijo-: Tengo una cosa que anunciaros antes de empezar a comer. Quiero que todo el mundo sepa que vamos a tener el placer de tener al señor Barrettson como invitado durante las próximas semanas hasta que tenga las costillas lo bastante curadas como para regresar a Londres a caballo sin que le duelan y sin lesionarse todavía más…

– ¿Significa eso que podrá venir a una de mis meriendas? -la interrumpió Callie con una mirada esperanzada iluminando su dulce rostro.

– ¿Y que podremos seguir almohazando a Pericles? -preguntó Nathan-. Es el caballo más bonito que he visto nunca.

– ¿Y tal vez hasta lo podamos montar? -intervino Andrew emocionado.

– Eso sólo depende del señor Barrettson -dijo Hayley en tono de reprobación. Cogió la copa llena de sidra y la levantó, mirando a Stephen, que ocupaba el lugar de honor, a la derecha de Hayley-. Estamos encantados de compartir nuestra mesa con usted, señor Barrettson. Propongo un brindis por su completa y rápida recuperación. -Y luego inclinó la copa hacia él.

Stephen cogió su copa y rozó su borde con la copa de Hayley. Sus miradas se cruzaron y él no pudo evitar ver la ternura y la aceptación en los ojos de ella. Luego repasó la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de los presentes.

– Gracias, muchas gracias -dijo él, sorprendido por el nudo que se le acababa de hacer en la garganta.

Todos alzaron sus copas y brindaron a su salud.

– ¿A quién le toca hoy dar gracias por los alimentos, Hayley? -preguntó Pamela cuando todo el mundo se hubo aposentado de nuevo en sus sillas.

– Creo que le toca a Callie -contestó Hayley sonriendo a su hermana pequeña, que estaba sentada al otro lado de Stephen.

La niña tendió la mano a Stephen. Él miró fijamente la diminuta palma sin entender absolutamente nada.

– Nos damos la mano durante la oración de la cena -dijo Callie solemnemente.

Stephen se puso tenso. «¡Maldita sea! ¡Esta gente se toca constantemente!» La niña percibió sus dudas porque se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– No tenga miedo, señor Barrettson, no le haré daño. Yo no aprieto tan fuerte como Winston.

Con cierta reticencia, Stephen le cogió la mano y le sorprendió lo pequeña que se veía dentro de su inmensa mano. Justo en ese momento notó que alguien le tocaba suavemente la otra mano. Se giró y vio a Hayley sonriéndole mientras le tendía la mano.

Él levantó la mano del regazo y la puso sobre la mesa con la palma hacia arriba. Sin dudar un momento, Hayley deslizó su mano dentro de la de Stephen, apretándole los dedos con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

– Gracias, señor, por obsequiarnos con esta comida y con otro día más -dijo Callie con voz dulce y aguda, bajando la frente en postura de oración-. Por favor, bendice a Hayley, Pamela, Andrew, Nathan, tía Olivia, Grimsley, Winston y Pierre. Por favor, cuida de mamá y papá, que están en el cielo, y diles que les queremos. -Levantó la cabeza y dirigió una breve mirada a Stephen-. Y, por favor, bendice también al señor Barrettson, porque ahora forma parte de nuestra familia. Amén.

Todo el mundo repitió «amén», se soltó de las manos y empezó a comer. Stephen todavía notaba la cálida huella que le había dejado en la palma la manita de Callie y el hormigueo que le había dejado en la otra mano el contacto con la mano de Hayley. Por algún motivo, se le tensó la garganta y se llevó la copa a los labios en un intento de ocultar su confusión.

– Ha sido una oración preciosa, Callie -dijo Hayley con una sonrisa.

– Gracias -contestó la pequeña. Luego inclinó la cabeza hacia arriba para mirar a Stephen, sus ojos cristalinos eran una réplica exacta de los de Hayley, y examinó atentamente su rostro-. ¿Qué le ha pasado a su pelo? -le preguntó al final.

Stephen reprimió una sonrisa.

– Me lo he afeitado.

– ¿Por qué?

– Porque me picaba.

Callie asintió con la cabeza y luego dijo:

– Mi papá también tenía pelo en la cara. No sé si le picaba o no, pero a mí sí que me picaba cada vez que me besaba.

Stephen no sabía muy bien qué contestar. «¿Cómo se supone que se debe hablar a una niña, especialmente a una niña que está hablando sobre su padre muerto?» Le embargó una profunda compasión por aquella pequeña que había perdido a sus padres y que nunca podría volver a recibir un beso de su padre.

Callie se llevó el tenedor lleno de guisantes a la boca y luego se inclinó hacia Stephen.

– Hayley me da muchos besos, pero no pica nada -le confesó en voz baja-. ¿Es porque ella también se afeita?

Antes de que Stephen pudiera pensar siquiera en la respuesta, intervino Hayley:

– Contadme lo que habéis hecho esta tarde en el pueblo -preguntó a la mesa.

Todo el mudo empezó a hablar al mismo tiempo; Stephen no podía seguir aquella atropellada y caótica conversación que llenaba el comedor. «¿Es así como come la gente corriente? ¿Hablando desordenadamente y a voz en grito?»

Andrew, a pesar de las numerosas interrupciones de Nathan, explicó qué había comprado en una librería. Pamela contó su visita al sastre, y Callie explicó emocionada la golosina que se había comprado y comido de camino a casa.

– ¿Y usted, tía Olivia? -preguntó Hayley levantando un poco la voz. Como la mujer siguió comiendo sin dar muestras de haber oído a Hayley, Grimsley le dio un codazo y ella levantó súbitamente la cabeza en señal de sorpresa.

– ¿Se lo ha pasado bien en el pueblo? -preguntó Hayley levantando todavía más la voz.

– ¿Quéeee?

– El pueblo. ¿Se lo ha pasado bien en el pueblo?

– ¿Por qué? Sí, cariño. Muy bueno, está muy bueno. ¿Me pones otra patata, por favor? -contestó tía Olivia con una radiante sonrisa.

Hayley sonrió y le pasó la bandeja de las patatas.

– Tía Olivia me ha acompañado al sastre -intervino Pamela-. Ha estado haciendo media mientras yo me probaba varios vestidos.

Tía Olivia se sirvió otra patata y fijó su atención en Stephen.

– Tiene mucho mejor aspecto, señor Barrettson -le dijo con una sonrisa maliciosa-. Y la ropa que lleva le sienta estupendamente.

– Sí. He…

Antes de que Stephen pudiera decir nada más, la puerta del comedor se abrió de par en par, al tiempo que entraba un hombre bajito y de pelo moreno ataviado con un delantal. Llevaba un gorro de cocinero ladeado y la piel y la ropa llenas de algún tipo de verdura. Parecía muy enfadado.

Sacrebleu! -Entró pisando fuerte en el comedor-. ¡Esta gata tiene que igse! ¡Miguen cómo ha dejado al pobgue Pierre! -gritó refiriéndose al lamentable estado de sus ropas mientras agitaba las manos en el aire-. No puedo cocinag con esa bestia gondándome pog los pies. ¡Mon Dieu, casi me pagto la cguisma al tgopezag con esa cguiatuga! ¡O sale de la cocina o la conviegto en suflé!

Señaló a Hayley con dedo acusador.

– Mademoiselle Hayley, la cocina es un caos. Si no se deshace de esa bestia, segá Pierre quien se deshaga de ella. ¡Sea como sea, la bestia no puede seguig aquí! -Dejando aquella ominosa amenaza en el aire, el pequeño hombre se dio la vuelta y salió del comedor, dejando tras de sí varias hojas verdes.

Stephen hizo un gran esfuerzo para no quedarse boquiabierto. No le cabía en la cabeza que un sirviente pudiera hablar a su señor de aquel modo. Si hubiera ocurrido algo así en su casa, el sirviente se habría ganado el despido inmediato sin referencias. Sin embargo, la familia Albright al completo parecía aceptar las airadas palabras del cocinero sin pestañear. Stephen tuvo que morderse literalmente la lengua para no dar a aquel insolente la reprimenda que se había ganado con creces. «Pero soy Stephen Barrettson, tutor. No el marqués de Glenfield.»

– ¿Le hemos hablado sobre nuestro cocinero, Pierre? -le preguntó Hayley, intentando reprimir una sonrisa.

– Callie me habló de él, pero no había tenido el… el placer de conocerlo.

– Era él -dijo Nathan innecesariamente.

– Lo suponía -contestó Stephen en tono de guasa-. ¿Cenará con nosotros?

– Pierre sabe que puede comer en la mesa con nosotros cuando quiera -dijo Hayley-, pero sólo lo hace en contadas ocasiones. Dice que la constante informalidad de nuestras comidas le produce dispepsia. -Dirigió una mirada de soslayo a sus dos hermanos.

Stephen consideró de inmediato que, por muy incorrecto que hubiera estado, era evidente que aquel hombre no estaba loco.

– ¿A qué gata se refería?

– Tenemos una gata europea jaspeada que se llama Berta. El lugar que más le gusta de toda la casa es la cocina. Por desgracia, es bastante revoltosa. Pierre amenaza con «cocinagla» a la cazuela varias veces por semana.

Stephen echó un breve vistazo a su plato y suspiró aliviado. «Cordero. Sin lugar a dudas, es cordero. ¡Gracias a Dios!»

– No se preocupe -dijo Callie, tocándole la manga-. En el fondo Pierre quiere mucho a Berta. Nunca la cocinaría a la cazuela.

– Eso es una buena noticia -dijo Stephen-. Tanto para mí como para Berta.

Hubo una carcajada generalizada y luego siguieron comiendo. Stephen fue contestando cuando le preguntaban, pero la mayor parte del tiempo estuvo callado, escuchando la animada conversación. Aquella mesa parecía un gran debate. Hayley hacía de moderadora, procurando que todo el mundo tuviera la oportunidad de hablar. Anticipaba discusiones e introducía nuevos temas en los pocos momentos en que se hacía el silencio. Stephen se debatía entre si aquella atmósfera ruidosa e informal le resultaba entretenida o inaguantable. Pero de lo que sí estaba seguro al final de la cena era de que, con tanto ruido, parecía que iba a estallarle la cabeza.

– ¿Se encuentra bien, señor Barrettson? -preguntó Hayley arrugando la frente-. Se ha puesto bastante pálido.

– Me temo que me duele un poco la cabeza -admitió Stephen.

– Ha tenido un día muy ajetreado -dijo ella inmediatamente-. ¿Quiere que le prepare una infusión?

– No, muchas gracias. Estoy seguro de que sólo necesito dormir un poco. -Se levantó y se inclinó hacia delante-. Gracias por la cena. Ha sido muy, eh…, interesante.

Hayley sonrió.

– Nos ha encantado que nos haya podido acompañar. Que descanse, señor Barrettson.

– Buenas noches, señor Barrettson -repitió todo el mundo mientras Stephen salía de la habitación.

Él se detuvo en el umbral y contestó:

– Buenas noches a todos.

Una vez en su alcoba, Stephen se estiró en la cama sin quitarse las botas siquiera. Le dolía la cabeza y le palpitaban las costillas y el hombro. Pero, por muy agotado que estuviera, no conseguía conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos veía a una sonriente joven de rizos castaños y ojos cristalinos… y largas piernas… y unos labios que pedían a gritos que alguien los besara. Se le aceleró el pulso y notó que se le reactivaban los genitales.

Se le escapó un gemido y miró el reloj. Sólo eran las nueve de la noche.

«¡Maldita sea! -pensó-. Va a ser una noche muy, muy larga.»

Загрузка...