Stephen estaba soñando.
Manos, muchas manos, lo estaban transportando. Se sentía ingrávido, como una nube que flotase en un cielo de verano azul intenso arrastrada por una cálida brisa. Algo deliciosamente fresco le tocó la frente. Percibió un intenso perfume a rosas. Oyó voces en torno a él… dulces, reconfortantes. Y luego, de repente, cesó el movimiento y se hizo el silencio.
Con un gran esfuerzo, logró abrir los ojos. Vio a una mujer. Una mujer hermosa de cabello castaño y resplandeciente. Le estaba sonriendo.
– Ahora está a salvo -le dijo, apretándole suavemente la mano-, pero está muy grave. Tiene que intentar recuperarse con todas sus fuerzas. Yo me quedaré a su lado hasta que se cure. Se lo prometo.
Stephen la miró fijamente, abrumado por la belleza de aquel rostro, la suavidad de aquel tacto, la dulzura de aquella voz. La mirada de sincera preocupación de aquellos ojos hizo que se sintiera confuso. «¿Dónde estoy? ¿Quién es esta mujer? ¿Y por qué diablos me encuentro tan asquerosamente mal?» Le latía la cabeza, le ardía hombro y era como si tuviera una enorme losa encima del pecho. Intentó mover el brazo, pero desistió cuando le atravesó una fuerte punzada de dolor.
La mujer apretó algo maravillosamente fresco contra su frente. Aquella sensación calmante fue una bendición para su ardiente piel.
Aquello era como estar en el cielo.
Eso era. Debía de estar en el cielo. Ella debía de ser un ángel.
La agradable frescura volvió a calmarle la frente una vez más y él cerró lentamente los ojos. Estaba muerto, pero ¿y qué más daba?
Le había tocado un ángel.
– ¿Ha mejorado, Hayley? -preguntó la voz dulce y femenina de Pamela desde el umbral de la puerta.
Hayley se giró hacia su hermana y vio la preocupación en sus ojos.
– Me temo que no -informó a su hermosa hermana de dieciocho años-. No hay forma de bajarle la fiebre, y sigue entrando y saliendo de un estado delirante.
Pamela cruzó la habitación y apoyó una reconfortante mano sobre el hombro de Hayley. Ésta apretó la mano de su hermana y esbozó una sonrisa, con la esperanza de borrar la expresión de preocupación del rostro de Pamela.
– ¿Hay algo que pueda hacer? -Preguntó Pamela-. ¿Te relevo? Ya llevas una semana así y apenas has descansado.
– Tal vez más tarde, pero me encantaría tomar una taza de té. ¿Te importaría traerme una?
– En absoluto. Ahora mismo te la traigo. También te traeré la bandeja de la cena. Recuerda que debes alimentarte bien para conservar tus propias fuerzas. Si no, no podrás ayudar a nuestro herido a recuperar las suyas.
– Estoy más fuerte que un toro -dijo Hayley para tranquilizarla. Lo cierto era que se sentía muy débil, pero nunca lo reconocería delante de Pamela. Sólo conseguiría preocupar a su hermana, y eso era lo último que quería. Pamela había padecido recientemente una dolencia estomacal. Todavía se veía demasiado pálida y frágil para que Hayley pudiera estar tranquila.
– Acabarás enfermando si sigues así -le advirtió Pamela-. Te traeré la cena y te comerás hasta el último bocado. O si no…
– O si no, ¿qué?
Pamela se acercó más a su hermana.
– O si no, le diré a Pierre que no te ha gustado la comida tan suculenta que te ha preparado.
Una sonrisa sincera iluminó el rostro de Hayley por primera vez en días.
– ¡Dios me libre! ¡Eso jamás! Un insulto de ese calibre a nuestro «queguido cocinego fgancés» sería algo imperdonable.
– Ya lo creo. O sea que, cuando te traiga la cena, te la comes. O «pagagás» las consecuencias. -Después de señalar a Hayley con el dedo con ademán de aviso, Pamela salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
A solas con su paciente, Hayley le volvió a refrescar la cara una y otra vez con un paño frío. Las heridas ya no representaban una amenaza para su vida, pero la fiebre que había desarrollado sí. Su cuerpo ardía bajo los dedos de Hayley. Durante la última semana, ella había estado sufriendo por él, observando cómo entraba y salía del delirio, gimiendo, agitándose violenta y desesperadamente en la cama, con la piel ardiendo y la cara sumamente pálida. El médico lo había visitado a la mañana siguiente de su llegada y había salido de la habitación negando con la cabeza.
– No hay nada que pueda hacer, señorita Hayley -dijo el doctor Wentbridge con seriedad-. Limítese a mantenerlo lo más cómodo posible y rece para que el final llegue pronto. Sólo podría salvarlo un milagro.
Y por eso Hayley pidió un milagro en sus oraciones.
Hacía seis años que su madre había fallecido en aquel mismo lecho al dar a luz a Callie. Su padre también había muerto allí. No iba a permitir que muriera nadie más.
Hayley prosiguió con sus cavilaciones, pensando en cómo habían cambiado sus circunstancias desde que su querido padre falleciera hacía tres años. El capitán Tripp Albright tuvo una muerte lenta y una larga agonía, que casi mata a Hayley del sufrimiento al verlo en aquel estado y que la dejó con sólo veintitrés años completamente responsable de sus dos hermanos y sus dos hermanas menores. Ella les hacía de madre, de padre, de hermana, de niñera y de ama de casa, al tiempo que traía el dinero al hogar -responsabilidades que nunca se había planteado abandonar, pero que a menudo la agotaban físicamente y la consumían emocionalmente.
Tras la muerte de Tripp Albright, su hermana Olivia se fue a vivir con la familia para ayudar a cuidar de los niños. Hayley también heredó la antigua tripulación de su padre -Winston, Grimsley y Pierre- tres ex marineros con el corazón destrozado, cuyo amor por las aventuras de ultramar murió junto con su capitán.
Los tres hombres habían jurado que, si ya no podían velar por el capitán Albright, honrarían la promesa que le habían hecho en su lecho de muerte de velar por su familia. Y se habían negado desde el principio a recibir una paga como sirvientes, insistiendo en que tenían suficientes ahorros para vivir.
Aquellos hombres resultaron ser una verdadera bendición. Para su consternación, Hayley descubrió que también había heredado de su padre, encantador pero negado para los negocios, un montón de deudas. Convencida de que podría afrontar la situación, lo había mantenido en secreto para no dar a su apenada familia otro disgusto más.
No obstante, afrontarlo todo ella sola representaba una carga muy pesada, y Hayley recordaba que durante aquellos primeros meses a menudo lloraba antes de dormirse. En un abrir y cerrar de ojos, había perdido su juventud, sustituida por un impenetrable muro de responsabilidades. Añoraba desesperadamente a sus padres, añoraba su cariño, su guía y su apoyo. La habían dejado con una casa llena de bocas hambrientas dependiendo de ella y menos de cien libras en efectivo. Noventa y ocho libras y diez chelines, para ser exactos.
Y se sentía demasiado sola. La única persona en la que creía que podía confiar la había abandonado cuando más la necesitaba. Tras fallecer su padre, Jeremy Popplemore, su prometido, se desentendió en lugar de responsabilizarse de la familia de Hayley. Al poco tiempo se había dado el capricho de emprender un largo viaje al continente, y ella no lo había vuelto a ver desde entonces.
Hayley recordaba la rabia que sintió cuando Jeremy la abandonó. Había tenido grandes tentaciones de rodearle el cuello con las manos y apretar hasta que los labios se le pusieran morados. Pero, después de hundirse en la autocompasión durante un par de días, Hayley se secó las lágrimas, se puso bien tiesa, se remangó y caminó con el agua hasta la cintura, metiéndose de lleno en las tareas que le aguardaban. Quería a su familia. Era lo más importante para ella. Sus hermanos la necesitaban y ella haría cualquier cosa por ellos.
Una sonrisa iluminó su rostro al recordar el modo en que la rabia de aquellos primeros días había jugado a su favor. Parecía un general, dando órdenes, delegando tareas, distribuyendo encargos. Fue muy duro, pero todo el mundo estuvo a la altura y, en menos de un año, Hayley había conseguido salir de la ruina y saldar parte de las deudas que había dejado su padre.
Lamentablemente, el dinero seguía siendo un constante motivo de preocupación. Había pocas formas de ganar dinero para una mujer joven, y lo desesperado de su situación requería medidas igual de desesperadas. Tragándose la culpa y el orgullo, hizo lo que tenía que hacer para traer dinero a casa, pero estaba obligada a mantener sus actividades en el más estricto secreto. El engaño le carcomía el alma. Ella valoraba la honestidad por encima de todo, pero sus circunstancias no le dejaban ninguna otra opción.
El hombre que la había contratado insistía en mantenerlo en secreto, y ella respetaba sus deseos a regañadientes. El dinero que ganaba era demasiado importante y demasiado necesario para arriesgarse. Si tenía que decepcionar a su familia para llenarles el estómago y darles un techo, lo haría. Cuando Pamela contrajera matrimonio y los chicos concluyeran sus estudios, podría dejar de mentir. Hasta entonces no podía arriesgarse a perder su fuente de ingresos por contarles la verdad. De hecho, todo el mundo creía que Tripp Albright les había dejado suficiente dinero para vivir.
Al darse cuenta de la dirección que habían tomado sus pensamientos, Hayley decidió luchar contra la tristeza. «Tengo que estar agradecida por más cosas que la mayoría de la gente», se dijo a sí misma. Los Albright tal vez no tuvieran muchas pertenencias, pero se tenían los unos a los otros. Hayley dejó vagar la mirada hasta que la detuvo en el hombre herido. «Tengo mucho más de lo que tiene él en este momento, pobrecillo.»
Le cambió el paño de la frente, que se le había calentado, por otro frío y húmedo. Estaba tan pálido y parecía tan indefenso -igual que su madre y su padre antes de morir- que una oleada de firme determinación sustituyó al agotamiento. Esta vez no iba a fracasar.
– Vas a vivir -susurró en tono firme-. Seas quien seas, juro que te levantarás y saldrás caminando de esta habitación y volverás con tu familia.
Apretó el paño húmedo contra la ardiente piel del herido y se permitió recorrer su rostro con la mirada. El grueso vendaje blanco que llevaba en la frente contrastaba con el azabache de su cabello. Los rasguños y moraduras se estaban curando satisfactoriamente, pero ni siquiera las magulladuras conseguían ocultar el increíble atractivo de sus rasgos.
La barba de una semana oscurecía su recia mandíbula, confiriendo a su semblante una variedad de interesantes sombras. Sus marcados pómulos acentuaban la rectitud de su nariz, y Hayley se imaginó que aquel hombre debía de ser bastante espectacular, con aquellos labios tersos, carnosos y curvados hacia arriba en una bonita y sutil sonrisa. Se preguntó por enésima vez de qué color tendría los ojos, cubiertos por aquel tupido abanico de pestañas oscuras que contrastaban con la palidez de su cutis. Ni en sus sueños más salvajes había visto a un hombre tan devastadoramente atractivo.
Hayley volvió a humedecer el paño y lo pasó con delicadeza por el cuello del herido hasta llegar al hombro izquierdo. Tenía las costillas cubiertas por un apretado vendaje, pero la parte superior del tórax y los hombros estaban al descubierto, con la sábana blanca a la altura de las axilas. La densa mata de pelo oscuro que le cubría el ancho tórax hizo cosquillas a Hayley en las yemas de los dedos cuando le pasó el paño por el pecho. Mientras deslizaba la mirada por su larga figura, notó que se le calentaba la cara al recordar la visión de aquel cuerpo, que ella sabía desnudo, bajo la sábana.
Ayudada por Grimsley y Winston, Hayley había quitado al herido los restos de las ropas, sucias y destrozadas, la noche en que lo habían llevado a casa. Hayley conocía bien la anatomía masculina. Había criado a sus hermanos menores, un par de traviesos muchachos a quienes hasta hacía poco les encantaba nadar desnudos en el lago.
Sin embargo, existía una notable diferencia entre los cuerpos adolescentes y juveniles de sus hermanos y el del hombre que estaba acostado en la cama de su padre. Tras la primera noche, Grimsley o Winston se habían encargado de la higiene íntima del herido, pero Hayley no podía quitarse de la cabeza la visión de su cuerpo desnudo. Incluso cubierto de rasguños y moraduras, era hermoso, como un dios griego esculpido en mármol. Escultural, musculoso y perfectamente formado.
Forzándose a abandonar aquellos turbadores pensamientos, Hayley cambió a su paciente el vendaje que le cubría la herida del brazo. Era una estupidez encontrar atractivo a aquel desconocido. Él pertenecía a otro lugar. Sin duda, su familia estaría muy preocupada por él. Hasta era posible que estuviera casado, aunque no llevaba anillo.
Hayley se dio un toque de atención a sí misma. Hacía tres años que no sentía el menor interés por un hombre. Pero no se podía permitir hacerse falsas ilusiones, habiendo aprendido hacía mucho tiempo la inutilidad de desear cosas que uno no puede tener.
Se abrió la puerta y Pamela entró en la habitación con una bandeja donde llevaba el té y la cena de Hayley. Ante la atenta mirada de su hermana, Hayley se sentó en el sofá y dio un mordisco a un apetitoso pastel de carne. Cuando dio un sorbo al té, se le escapó un suspiro de placer. El reconfortante consuelo de la comida y la bebida se filtró hasta sus cansados huesos.
– ¿Cómo están los niños? -preguntó Hayley.
Pamela sonrió.
– Bien. Revoltosos y ruidosos, pero bien.
– ¿Revoltosos? ¿Ruidosos? ¡No me lo puedo creer!
– ¡Seguro que no! -contestó Pamela con un resoplido nada femenino-. La excursión que hemos hecho hoy los ha dejado completamente agotados, gracias a Dios. Creo que voy a organizar otra para mañana.
Una oleada de ternura estremeció el alma de Hayley. Encontraba la energía de sus hermanos agotadora y enternecedora al mismo tiempo.
– Es una magnífica idea. Una larga excursión podría irles muy bien, y a ti también.
– Ya lo creo. ¿Querrás acompañarnos? Te irá bien un poco de aire puro.
Hayley negó con la cabeza.
– Por ahora, mi lugar es éste. -Bajó la mirada y observó con preocupación al herido-. Míralo, Pamela. Es tan corpulento y tan fuerte, pero está tan grave y parece tan indefenso. Se me parte el corazón al verlo ahí estirado, tan quieto, como si estuviera muerto. Me recuerda a cuando mamá y papá… -Su voz se quebró y se desvaneció poco a poco mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
Pamela se acercó a Hayley, le cogió las manos y se las apretó fuertemente en un gesto de consuelo.
– Oh, Hayley…, esto debe de ser muy duro para ti, pero estás haciendo todo lo que puedes…, todo lo humanamente posible, como hiciste con mamá y con papá.
– Los dos murieron -susurró Hayley, consternada al darse cuenta de que se le había escapado una lágrima. No quería llorar. Odiaba llorar. Pero notó que otra lágrima caliente le resbalaba por la mejilla.
– Pero no por tu culpa -dijo Pamela enérgicamente-. Fue la voluntad de Dios.
Hayley luchó contra la oleada de pena y casi de puro terror que amenazaba con engullirla.
– No quiero que se muera, Pamela.
Pamela se arrodilló delante de Hayley y la abrazó.
– Por supuesto que no quieres que muera. Todos queremos que viva. Pero eso es algo que está en manos de Dios, Hayley. Confía en Él y acata su voluntad. Y, mientras tanto, tú no debes enfermar. Nosotros también te necesitamos. Por ahora, nos estamos defendiendo, pero no podremos seguir adelante sin ti durante mucho más tiempo.
Hayley contuvo las lágrimas y se forzó a hacer tres inspiraciones lentas y profundas. Cuando hubo controlado suficientemente sus emociones, se soltó del abrazo de Pamela y consiguió esbozar una leve sonrisa.
– En cuanto él mejore.
– Lo sé. -Pamela sonrió con ternura-. Estoy convencida de que sólo por tu testarudez veremos a ese hombre curado. Sabe Dios que eso es lo que nos mantiene al resto a raya. Pero te echamos de menos. Callie dice que sus meriendas con pastas y té no son lo mismo sin ti, y Andrew y Nathan se pelean a menudo si tú no estás para poner paz. Además, entre lo mal que ve Grimsley, las palabrotas de Winston, lo mal que oye tía Olivia y las protestas de Pierre, me temo que mi salud mental está en grave peligro. No quiero preocuparte, pero me temo que la anarquía está a la vuelta de la esquina.
Hayley soltó una risita involuntaria y de inmediato se sintió mejor. El fino sentido del humor de su hermana siempre conseguía levantarle el ánimo. Se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos.
– Dile a Pierre que todo lo que prepara es perfecto -pidió a Pamela-. Y asegúrate de mantener a la gata alejada de la cocina. Aunque no creo que Pierre cumpla su amenaza de cocinar a Berta, es mejor no tentar a la suerte. Y, en lo que se refiere a Winston…
– ¡ Ah, sí! -La interrumpió Pamela al tiempo que se daba una palmada en la frente-. Casi se me olvida. No te creerás lo que ha hecho hoy.
Medio alarmada y medio intrigada, Hayley preguntó:
– ¿Quiero saberlo?
– Probablemente no. Grimsley y yo estábamos fuera ayudando a tía Olivia. Los perros habían volcado la tina de lavar y los chicos y Callie se unieron a la refriega. En casa reinaba el caos. Lamentablemente, el vicario eligió precisamente ese momento para hacernos una visita en sus paseos semanales.
– ¡No me digas que fue Winston quien le abrió la puerta!
– Salió vociferando: «¿Quién diablos es y qué diablos quiere?»
– ¡Santo cielo! -exclamó Hayley sofocando un grito, e hizo un esfuerzo por contener la risa al tiempo que se avergonzaba de lo ocurrido.
– Desde luego que santo cielo. El pobre hombre tuvo que tomarse dos copas del mejor brandy de papá para recuperar la compostura.
– Debes mantener a Winston ocupado fuera de casa -dijo Hayley entre risas. Sabía que no debería encontrar el episodio divertido, pero no lo podía evitar. Winston era un personaje encantador. Malhablado hasta la médula, bajo su malhumor latía, sin embargo, el corazón de un tierno gatito-. Mantenlo ocupado reparando el tejado del gallinero.
– Insulta y les suelta palabrotas a las gallinas, Hayley.
– Ya, pero a ellas no parece importarles demasiado. Por lo visto, tenemos unas gallinas muy resistentes. O tal vez simplemente estén sordas. La excursión es una buena idea. Así los niños correrán y llegarán a casa cansados.
– Ése es mi mayor deseo -ratificó Pamela con una carcajada.
Hayley hizo una pausa para estudiar atentamente a su hermana durante unos segundos. Resplandecientes rizos de color ébano rodeaban un rostro de delicada belleza. Unas pestañas increíblemente largas enmarcaban sus hermosos ojos azul oscuro, y la finura de su cutis hacía sombra a la textura de un pétalo de rosa. Era buena, dulce y modesta. En opinión de Hayley, no había joven más encantadora en todo Halstead. Ya había varios jóvenes que se habían fijado en ella, sobre todo uno. Hayley estaba decidida a que Pamela disfrutara de la emoción que supone descubrir el galanteo y el romance, y ella ya se encargaría de que fuera apropiadamente vestida para ello. Costara lo que costase.
Hayley había estado tentada muchas veces de explicarle su secreto a su hermana, pero sabía que si Pamela sospechaba que el dinero era un motivo de preocupación para la familia, no le dejaría comprarle vestidos nuevos.
Hayley sonrió.
– Lo estás haciendo de maravilla cuidando a los niños, Pamela. Hacerte cargo de la casa será un buen entrenamiento para cuando formes tu propia familia.
A Pamela se le sonrojaron intensamente las mejillas. Carraspeando para disimular su turbación, se dirigió a la puerta.
– ¿Necesitas algo más antes de que me retire?
«Un milagro», pensó Hayley para sus adentros.
– No, gracias. Que descanses. Hasta mañana.
De nuevo sola, Hayley colocó la mano en la frente del hombre. Para su alivio, tenía la piel más fresca. Tal vez, por fin, le estaba bajando la fiebre.
Después de poner paños fríos en la frente a su paciente durante una hora más, Hayley estaba demasiado agotada para mantenerse en pie. Se tumbó en el sofá acolchado que le había servido de cama durante la última semana y se hizo un ovillo.
A pesar de todos sus esfuerzos por seguir despierta, sus párpados no tardaron en caer y permanecieron cerrados. Su último pensamiento antes de que la reclamara el sueño fue preguntarse si aquel apuesto desconocido se despertaría algún día.