Stephen oyó los llantos en cuanto se acercó a la alcoba de Hayley.
Llamó suavemente a la puerta, pero, al no obtener respuesta, hizo girar el pomo con delicadeza. La llave no estaba echada. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Hayley se hallaba de pie junto a la ventana, dándole la espalda y con la cara hundida en las manos.
Stephen sintió que aquellos sollozos ahogados le destrozaban el corazón.
– Hayley.
Hayley dio un respingo y se volvió, con los ojos anegados en lágrimas y abiertos de par en par. Se secó las lágrimas con dedos temblorosos.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– He venido a devolverte tu regalo…
Ella miró las prendas por un instante, luego se le endureció la mirada y se volvió.
– Ya te he dicho que no puedo aceptarlo -dijo-. Ahora, por favor, vete.
Stephen dejó las prendas sobre una silla.
– Ya lo habías aceptado.
– Sí. Pero eso era antes -dijo ella con voz cortante.
– Sí -ratificó Stephen, colocándose justo detrás de ella-. Eso era antes de que yo me comportara como un imbécil. Antes de que te ignorara. Antes de que te hiciera daño. -Le puso las manos sobre los hombros y la instó a girarse.
Ella primero se resistió, pero él ejerció una suave presión hasta que ella se dio la vuelta. A pesar de que estaba de cara a él, Hayley seguía mirando al suelo.
– Mírame, Hayley. -Colocándole un dedo en la barbilla, la obligó a levantar la cara. Las lágrimas seguían manando, dejando regueros plateados en sus mejillas color crema.
A él se le hizo un nudo en la garganta cuando vio cómo una sola lágrima resbalaba por el rostro de Hayley.
– Me he comportado mal esta noche. Por favor, perdóname. Te prometo que no quería hacerte daño. Jamás querría hacértelo.
Ella respiró hondo y tragó saliva con dificultad.
– No lo entiendo -susurró con voz temblorosa-. ¿Por qué le has tenido que seguir el juego? -Se le escapó un sollozo ahogado-. Me he puesto un vestido adecuado. Me he arreglado el pelo, me he comportado como una dama. Pero seguía sin ser suficientemente buena para ti. ¿Qué tengo de malo?
A Stephen se le escapó un atormentado suspiro y la estrechó entre sus brazos, hundiendo el rostro en el suave cabello de Hayley con olor a rosas.
– Hayley… Hayley -le susurró al oído-. ¡Dios! No tienes nada malo. Eres la mujer más extraordinaria que he conocido. Eres dulce y buena y generosa… -Dio un paso atrás y ahuecó ambas palmas alrededor de sus mejillas, apartándole delicadamente las lágrimas con los pulgares-. Eres un ángel. Lo juro por Dios, un verdadero ángel.
– ¿Entonces por qué…?
– Estaba pensando en ti, en tu felicidad. No quería echar a perder tu oportunidad de rehacer tu vida con Popplepuss.
– Popplemore.
– En serio. -Stephen sondeó la mirada de Hayley y se forzó a decir las palabras que sabía iban a hacerle daño-. Los dos sabemos que tendré que irme. Pronto. -«¡Santo Dios! Si supieras lo pronto que me voy a ir!»
– Lo sé -susurró ella.
– No quería echar a perder tu oportunidad de rehacer tu vida con otro hombre. Créeme cuando te digo que he tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano. Quería estar contigo, Hayley. Te lo prometo. Lorelei Smythe no te llega a la suela del zapato. -Negó repetidamente con la cabeza-. La primera vez en mi vida que actúo con nobleza y lo echo todo a perder.
– ¿La…? ¿La has besado?
– No. No tenía el menor deseo de hacerlo. -Sintió un gran alivio cuando vio que parte del dolor desaparecía de los ojos de Hayley.
– A ver si lo he entendido correctamente. Querías estar conmigo, pero has hecho un esfuerzo por comportarte con nobleza alejándote de mí y dejando el campo libre a Jeremy porque vas a irte pronto de Halstead y no querías interferir en mi oportunidad de ser feliz con otro hombre. -Lo miró con expresión interrogativa-. ¿Correcto?
– Sí, más o menos, eso viene a resumirlo todo.
Ella sacudió repetidamente la cabeza.
– ¡Dios mío! ¡Vaya plan tan enrevesado! ¿Cómo se te ocurrió tramar algo tan ridículo?
– Me pareció una gran idea, al principio -musitó Stephen-. De hecho, podría haber funcionado perfectamente, salvo por un detalle.
– ¿Qué detalle?
Él le cogió las manos y se las acercó a los labios, probando el sabor salado de las lágrimas que le impregnaban las yemas.
– Cada vez que Popplepart te tocaba, cada vez que te miraba o te hablaba, tenía ganas de estrangularlo, al muy canalla.
– Popplemore.
– Ya lo creo. Poco me ha faltado para cruzar el salón, agarrarlo por su escuálido cuello y hundirlo en la ponchera.
A Hayley se le pusieron los ojos como platos.
– ¿En serio?
Stephen asintió con expresión solemne.
– Completamente en serio. -Consciente de que estaba jugando con fuego, pero incapaz de contenerse, besó los dedos de Hayley y pasó suavemente la lengua por su piel con olor a rosas. «Déjalo ya. Dile que te vas mañana. Díselo ahora y sal de su alcoba. Antes de que sea demasiado tarde. Antes de que hagas algo de lo que ambos os arrepentiréis.»
– Entonces, ¿podrías… podrías plantearte la posibilidad de quedarte?
Él levantó despacio la mirada buscando la de ella. A Hayley le ardían las mejillas, y sus ojos, todavía húmedos, eran dos inmensos estanques de agua que reflejaban una combinación de incertidumbre y esperanza.
– ¿Qué?
– Si es eso realmente lo que sientes, entonces no te vayas de Halstead. Puedes buscar trabajo en el pueblo o alguna localidad vecina. Si no encontraras nada, siempre te podría contratar yo para que dieras clases a los chicos y a Callie. -Con labios temblorosos, esbozó una dubitativa sonrisa-. Mis hermanos te han cogido muchísimo cariño, y tía Olivia cree que el sol sale y se pone sólo para ti. Hasta has conseguido ganarte a Pierre, una gran hazaña, te lo puedo asegurar. Todos queremos que te quedes. -Su voz se convirtió en un susurro-. Yo quiero que te quedes.
Stephen la miró fijamente, completamente sin habla. ¿Por qué no había previsto que le pediría aquello? Según él mismo le había explicado, podía trabajar en cualquier sitio. Entonces, ¿por qué no en Halstead? «¡Dios mío! ¡Hasta qué punto he liado las cosas!» Tenía que decirle inmediatamente que no podía hacer lo que le pedía.
– Hayley yo…
– Me he enamorado de ti, Stephen. Te quiero.
Aquellas palabras, dichas con una inmensa dulzura, calaron muy hondo en Stephen, dejándole sin habla, anulando absolutamente su capacidad para pensar. Completamente. Irrevocablemente. La miró y vio claramente aquellas palabras reflejadas en sus ojos.
Hayley le quería.
Aquel maravilloso, generoso y hermoso ángel le quería. Se sentía como un completo canalla. «¿Qué voy a hacer ahora?»
– Hayley debo decirte…
Ella le puso la yema de un dedo sobre los labios, sin dejarle continuar.
– No te lo he dicho para que te sientas obligado a decirme lo mismo. Te lo he dicho sólo porque ya no podía callármelo más tiempo. Y quería que supieras, que supieras sin ninguna duda en absoluto, que quiero que te quedes. Y que, si te quedas, siempre serás bien recibido en esta casa y formarás parte de nuestra familia.
A Stephen se le hizo un inmenso y pesado nudo en la garganta. Intentó alejarlo de allí, pero estaba firmemente alojado, como un trozo de pan seco. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por controlar la batalla que se estaba librando en su interior entre sus nobles intenciones y sus deseos. Si no se alejaba de ella rápidamente, sabía quién saldría victorioso. Pero le resultaba imposible pensar con el eco de las palabras de Hayley resonando en su interior. «Me he enamorado de ti. Te quiero, Stephen. Te quiero, Stephen.»
Él no merecía su amor. «¡Dios mío! ¡Si ni tan siquiera sabe quién soy!» Ella se había enamorado de Stephen Barrettson, tutor. Le rechazaría si supiera que le había estado mintiendo todo el tiempo, que en el fondo era un noble de vida disoluta, con una larga lista de amantes, una excusa superficial como familia y un asesino pisándole los talones. Sólo de pensar en que ella pudiera mirarle con desprecio, esfumándose el amor y la confianza de su mirada y dando paso al rechazo, Stephen sentía un dolor desgarrador, como si estuvieran partiéndole en dos.
Tenía que hacer lo que era mejor para ella. Por mucho que le costara.
Stephen soltó un suspiro y apoyó decididamente las manos en los hombros de Hayley. Mirándola directamente a los ojos, rezó para que ella percibiera la profundidad de su tristeza.
– Hayley, no tengo nada que ofrecerte. No puedo darte todo lo que te mereces, lo que querría darte, como querría dártelo. No puedo.
Aquellas palabras apagaron el tenue brillo de la esperanza en los ojos de Hayley, extinguiendo sus tiernos anhelos, instaurando el vacío donde había latido el deseo hacía sólo un momento. A Stephen el sufrimiento que traslucía aquella mirada se le clavó en las entrañas como una fría puñalada.
Zafándose de él, Hayley se acercó a la ventana y miró fijamente la negra noche con la mirada perdida. Él se quedó mirándole fijamente la espalda y tuvo que hacer de tripas corazón para no lanzarse sobre ella, estrecharla entre sus brazos. Hacerla suya.
Cuando por fin Hayley se dio la vuelta y se encaró a Stephen, tenía los dedos de ambas manos fuertemente entrelazados y la mirada clavada en el suelo.
– Lo entiendo. Disculpa mi desmesurado atrevimiento. Es obvio que no deseas… -Su voz se fue desvaneciendo y cerró fuertemente los ojos.
La visión de Hayley, destrozada y humillada, destruyó a Stephen, haciéndole añicos por dentro. Cruzó el espacio que los separaba con dos largas zancadas y la agarró por los hombros.
– ¿Qué no deseo? ¿Que no te deseo…? -Respiró entrecortadamente y se le escapó una risa llena de amargura-. ¡Por el amor de Dios, Hayley! Te deseo tan terriblemente que estoy temblando. Te deseo tanto que no puedo dormir por las noches. Sufro por ti constantemente.
Le cogió la mano y se la restregó lentamente por la entrepierna de los pantalones, presionando la palma de Hayley contra la dura prominencia de carne palpitante.
– Así es como te deseo. Pienses lo que pienses, no se te ocurra decirme que no te deseo.
Hayley se quedó helada, sintiendo cómo la turgente virilidad de Stephen palpitaba en su palma. Las emociones la bombardeaban por todos los flancos, como un barco vapuleado por la furia de un huracán. Él la deseaba. No del mismo modo en que ella lo deseaba a él, pero la prueba de su deseo era real e inconfundible, literalmente palpable. Y demasiado irresistible.
La cabeza de Hayley se rebeló contra el deseo de su cuerpo, gritándole que era demasiado arriesgado, que tenía demasiado que perder. Su reputación, el respeto de su familia. ¿Y si se quedaba embarazada?
Pero no podía acallar a su corazón. Ya tenía veintiséis años. Y durante toda su vida había sido muchas cosas: hermana, amiga, enfermera, cuidadora.
Pero nunca había sido, sencillamente, mujer.
Hayley miró aquellos hermosos ojos, atormentados por la pasión contenida, aquella mirada tan intensa que transmitía una necesidad que ella jamás había soñado con provocar en un hombre. No podía seguir esquivándolo, huyendo de aquella ardiente promesa sensual que manaba de todos y cada uno de sus poros, del mismo modo que no podía arrancar la luna del cielo.
Quería experimentar la pasión, y no quería hacerlo en las manos de ningún otro hombre más que él.
Stephen estudió el rostro ruborizado de Hayley y casi se cae de rodillas al comprender lo que le estaban diciendo sus ojos. Bastó con una sola mirada para sellar su destino.
Un impulso irrefrenable se apoderó de él y entregó su conciencia al mismísimo diablo. La atrajo fuertemente hacia sí y tomó su boca, abriendo con la lengua la entrada a aquella cálida gruta. Temió que su intensidad la asustara, pero ella le devolvió el beso con la misma pasión, enredando los dedos en su pelo y poniéndose de puntillas para apretarse más contra él. Cada parte de ella se adaptaba perfectamente al cuerpo de él, todos sus picos y valles encajados en su cuerpo como si los dioses los hubieran tallado expresamente el uno para el otro. Él la rodeó fuertemente con ambos brazos, pero parecía no tenerla lo bastante cerca. Deseaba absorberla literalmente, metérsela en la piel. En el alma.
Los labios de Stephen dejaron un ardiente rastro en el fino cuello de Hayley, mientras él se dejaba embargar por su embriagador perfume a rosas y sus gemidos entrecortados. Cuando los labios de Stephen llegaron al escote del camisón, él levantó la cabeza.
Mirándola a los ojos, Stephen le desabrochó lentamente los botones del camisón hasta la cintura, con dedos temblorosos pero decididos.
Cuando hubo acabado, separó el tejido hacia ambos lados, lo deslizó sobre los hombros de Hayley y luego se lo bajó por los brazos. Soltó el camisón y éste cayó sobre los tobillos de Hayley hecho un remolino.
Bajó la mirada y se quedó sin respiración. Ella era increíble. Absolutamente perfecta.
Sus enhiestos senos apuntaban a Stephen con orgullo, sus crestas de color coral endureciéndose bajo su ardiente mirada masculina. Su estrecha cintura daba paso a unas voluptuosas caderas que desembocaban en dos largas y esbeltas piernas. La visión del triángulo de rizos castaños en el vértice de los muslos amenazó con eliminar el poco control que Stephen creía que poseía todavía. Cogiéndole las manos, entrelazó sus dedos con los de ella.
– Eres hermosa, Hayley. Increíblemente hermosa.
Stephen sentía como si le fuera a estallar el corazón. Le bombardeaban emociones completamente desconocidas, atacándole por todos los flancos. Ella estaba allí delante, alta y orgullosa, pero sus ojos abiertos de par en par y el rápido ascenso y descenso de su pecho delataban su nerviosismo.
Desentrelazando los dedos, Stephen deslizó las manos sobre los brazos de Hayley describiendo un movimiento ascendente, y luego le acarició la espalda. Bajó la cabeza y la besó, muy lentamente y con una gran ternura, para ayudarle a relajarse. Siguió el contorno de sus labios con la lengua, saboreándola, tentándola hasta que ella fundió su boca con la de él y le rodeó el cuello con ambos brazos.
Él la sedujo poco a poco, con la boca y con las manos, intentando hacer de aquella experiencia todo cuanto ella deseaba, cuanto ella merecía. Los ángeles merecen el cielo, y aunque sólo fuera por aquella única y maravillosa noche, Stephen estaba decidido a dárselo o a morir en el intento.
Stephen se colocó detrás de ella y le deslizó ambas manos por la espalda hacia arriba y hacia abajo, desde los hombros hasta las nalgas, acariciando con los dedos la suavidad de su piel. Ella se retorcía de placer, restregándose contra el cuerpo de Stephen, la respiración, irregular, los suspiros, entrecortados. Aquéllos eran los sonidos más eróticos que Stephen había oído nunca.
Cuando le acarició con las palmas los lados de los senos, él supo que había tocado la tecla adecuada cuando ella respiró brusca y profundamente. Inclinándose hacia delante para verla mejor, deslizó los pulgares suavemente sobre los pezones de Hayley. Ella le recompensó con un gemido de placer.
Llenándose las manos con la turgencia de aquella carne tan sensible, él la siguió atormentando con los dedos, y luego bajó la cabeza y le rozó levemente los erectos pezones con la lengua. Ella emitió un largo y hondo suspiro, enredó los dedos en el pelo de Stephen, tiró de su cabeza y la atrajo hacia sus senos.
El se dejó guiar por Hayley, se colocó delante de ella y le lamió el pezón, acariciándoselo suavemente con la lengua, luego se introdujo el palpitante ápice en la boca y succionó. Los labios de Stephen se movían frenéticamente hacia dentro y hacia fuera, alternando entre ambos senos, hasta que los quejidos de Hayley se fusionaron en un largo y efusivo gemido de placer.
Stephen deslizó una mano hacia abajo y enredó los dedos en los suaves rizos que cubrían las partes íntimas de Hayley.
– Separa las piernas para mí, Hayley.
Ella obedeció y él acarició su humedad, separando los protuberantes pliegues de carne femenina. Una carne que sólo él había tocado, una carne que ya estaba caliente y húmeda. Para él. Una oleada de posesividad se adueñó súbitamente de Stephen. Aquella mujer era suya. Sólo suya. Deslizó suavemente un dedo dentro de ella, gimiendo de placer cuando sus aterciopeladas paredes se contrajeron en torno a él.
Hayley cerró los ojos y se aferró a los hombros de Stephen mientras susurraba su nombre.
La visión de su rostro ruborizado, sus labios húmedos y enrojecidos por los besos, y aquella palpitante presión en su dedo hicieron que Stephen perdiera el control por completo. Quería, necesitaba sentir las manos de Hayley sobre su cuerpo. Por todo su cuerpo. Deseaba sentirlas sobre su piel. Se despojó rápidamente de sus ropas y se quedó de pie, inmóvil ante ella, dejando que los ojos de Hayley captaran todos los detalles, dándole tiempo para que observara su virilidad. Hayley lo miró de arriba abajo con pasión y él apretó los dientes, ansiando su tacto, pero dejándole que se tomara el tiempo que necesitaba… hasta que no podía aguantar ni un segundo más.
– Tócame, Hayley.
En los ojos de Hayley parpadeaba el reflejo de la duda.
– No sé cómo hacerlo.
– Sólo… tócame. Quiero que percibas con tu tacto lo mucho que te deseo. -Tendió el brazo y guió las manos de Hayley hasta su pecho.
Ella extendió los dedos bajo los de él.
– Te late muy fuerte el corazón -susurró-. Y te arde la piel.
Él deslizó las manos de Hayley hacia los costados de su cuerpo.
– No tengas miedo.
Ella deslizó las palmas por el torso de Stephen, primero con inseguridad, luego con mayor atrevimiento, acariciándole también los hombros y la espalda. Los músculos de Stephen se tensaban y contraían bajo las caricias, delicadas e inexpertas, de Hayley, volviéndole loco. Cuando ella empezó a descender, acariciándole el vientre, él no pudo contener un gemido.
Ella se detuvo en seco.
– ¿Te he hecho daño?
«¡Me estás matando!»
– No, mi ángel. No pares.
Visiblemente envalentonada por la respuesta, Hayley deslizó las manos por el cuerpo de Stephen una y otra vez. El soportó aquella dulce tortura, consciente de que el entusiasmo y la admiración ante aquel sensual descubrimiento que se reflejaba en los ojos de Hayley compensaba con creces cualquier tormento. Cuando ella se inclinó hacia delante y apretó sus labios contra el pecho de Stephen, éste respiró hondo y apretó los puños.
– ¿Te gusta?
– ¡Dios! ¡Sí!
Una maliciosa sonrisa femenina arqueó los labios de Hayley. Besó el tórax de Stephen lentamente, encendiéndole la piel hasta el punto de que parecía que un infierno ardiera en su interior. Cuando le rozó el pezón con la lengua, él no pudo soportar más aquel delicioso tormento.
Cogiéndola en brazos, la llevó hasta el lecho y la tumbó delicadamente sobre la colcha. Estaba a punto de estirarse a su lado, cuando se detuvo, completamente paralizado ante la expresión que vio en el rostro de Hayley. La mirada de Hayley traslucía una mezcla de sensualidad, curiosidad y poder femenino recientemente descubierto. Hayley se arrodilló y miró fascinada su enhiesta virilidad.
Todavía de rodillas, se desplazó hasta el borde de la cama con los ojos clavados en aquella parte de la anatomía de Stephen que parecía a punto de explotar.
Excitado más allá de lo soportable, Stephen le cogió la mano y la guió hacia su prominente miembro.
– Tócame, Hayley. No tengas miedo.
Dubitativa y tan hermosa que a él se le antojaba increíble, le tocó suavemente la punta del miembro con el índice. El gemido de Stephen retumbó en el silencio de la habitación. Nunca una caricia íntima le había hecho alcanzar tan doloroso placer. Moriría si ella continuaba. Moriría si se detenía.
– Tócame otra vez -le suplicó con voz ronca-. No pares, por favor.
Ella deslizó los dedos a lo largo de la tensa virilidad de Stephen y él tuvo que apretar los dientes ante aquella maravillosa sensación. Cuando Hayley rodeó su erección con los dedos y presionó suavemente, a él casi se le detuvo el corazón. Hayley deslizó la mano a lo largo del miembro varias veces más hasta que Stephen le cogió la muñeca. Si ella no paraba, Stephen corría el riesgo de derramar el elixir de su pasión sobre la palma. Y no era eso lo que deseaba. No era lo que ninguno de los dos deseaba. Stephen ya no podía aguantar mucho más.
Empujándola suavemente hacia atrás, se tendió sobre ella, mirando sus luminosos ojos.
– Probablemente esto te dolerá…
– Tú nunca podrías hacerme daño, Stephen.
– Inclinándose sobre ella, la besó en la boca, y el imperioso deseo eliminó toda posibilidad de conversación. Abriéndose paso entre sus muslos, Stephen la penetró suavemente, muy poco a poco, hasta que topó con una barrera… Intentó franquearla con delicadeza, pero fue inútil. Sólo tenía dos opciones: retirarse o embestir.
La cogió por las caderas.
– No quiero hacerte daño -le dijo apretando los dientes.
– No me importa -contestó ella entre jadeos. Empujó hacia arriba en el mismo momento en que él se hundía profundamente entre sus piernas, y juntos rasgaron la fina barrera que separaba a la niña de la mujer.
Stephen apoyó la frente en la de Hayley y se quedó completamente inmóvil. O todo lo inmóvil que le permitían su respiración agitada y su palpitante corazón. ¡Dios! Estaba tan húmeda y se contrajo con tal fuerza alrededor del miembro de Stephen… Como una mano que lo estrujase enfundada en un guante de terciopelo.
Gotitas de sudor salpicaron la frente de Stephen mientras se esforzaba por permanecer inmóvil para dejar que ella se fuera acostumbrando a la sensación de tenerlo dentro.
– ¿Estás bien, Hayley? -dijo con un ronco susurro.
– Nunca he estado mejor. ¿Hay más o esto ha sido todo?
Stephen levantó la cabeza y la miró a los ojos. No pudo evitar sonreír.
– Hay más.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y se retorció bajo su cuerpo.
– Enséñamelo. No te olvides de nada.
Dejando de lado cualquier duda, él empezó a moverse lentamente dentro de ella, retirándose casi por completo, sólo para volverse a hundir completamente en sus profundidades otra vez. La mirada de Stephen estaba clavada en la de ella, hipnotizado por el juego de emociones que reflejaba su expresivo rostro. Aceleró el ritmo de las embestidas, temblándole los brazos bajo su peso, decidido a darle a ella placer antes de encontrar el suyo.
Stephen observó cómo la tensión iba creciendo dentro de ella. Hayley se aferró a sus hombros, buscando sus embestidas, con la respiración entrecortada. Cuando alcanzó el clímax, arqueó la espalda, tiró la cabeza hacia atrás e hincó las uñas en la piel de Stephen.
– Stephen. Oh, Dios… Stephen…
Gritó su nombre una y otra vez. Stephen observó cómo Hayley se dejaba llevar por el placer, devorando con ojos y orejas aquella respuesta tan desinhibida. Las contracciones de Hayley estrujaron el miembro de Stephen, llevándole al límite. Volviendo a embestir, derramó su semilla dentro de ella, entregándole un trozo de sí mismo, un trozo de su alma.
Cuando, al final, remitieron los espasmos, Stephen la rodeó con ambos brazos y los dos se tumbaron sobre el costado, todavía unidos íntimamente. Él hundió la cabeza en los despeinados rizos de Hayley y respiró profundamente, llenándose los sentidos de aquel dulce perfume a rosas y del olor a almizcle de sus sexos.
Ella se acurrucó contra el cuerpo de Stephen y le dio un tierno beso en el cuello.
Al notar el beso, Stephen buscó la mirada de Hayley. Los ojos le brillaban con una cálida languidez. Tenía el aspecto de una mujer a la que acaban de hacer bien el amor.
– ¿Te ha dolido? -le susurró él al oído.
– Sólo durante un momento. Luego, ha sido… -Su voz se desvaneció en un suspiro de éxtasis.
Él le acarició el puente de la nariz con un dedo.
– ¿Cómo ha sido?
– Indescriptible. Increíble. -Un brillo malicioso iluminó sus ojos-. ¿Acaso estás esperando algún tipo de elogio, Stephen?
Él soltó una risita y negó con la cabeza.
– No. Ya sé lo maravilloso que ha sido. Yo también estaba ahí, contigo.
– Sí, lo estabas. -Luego arrugó la frente y añadió-: No es que pretenda meterme donde no me llaman, pero supongo que no es la primera vez que haces… esto, ¿verdad?
Stephen reaccionó con recelo. Lo que menos le apetecía en aquel momento era hablar con Hayley sobre su disoluto pasado.
– ¿Por qué lo quieres saber?
– Me estaba preguntando si siempre es tan maravilloso, tan mágico. Puesto que es la primera vez que hago algo semejante y no tengo con qué compararlo, esperaba que tú me lo aclararas.
Stephen pensó brevemente en sus experiencias pasadas, la larga lista de mujeres hermosas con quienes había compartido lecho. No recordaba los nombres de la mitad de ellas, y en aquel momento no conseguía evocar el rostro de ninguna. Todas eran como él, aristócratas egoístas en busca de placer cuya única meta era la gratificación sexual.
– No, Hayley. No siempre es tan maravilloso ni tan mágico. Hasta hoy, nunca lo había sido para mí.
– Entonces ya habías hecho antes el amor-dijo ella con la boca pequeña-. Sabía que debías de haberlo hecho. Me has desnudado con una facilidad indicativa de una gran experiencia.
Stephen sintió una fuerte opresión en el pecho. Comparar lo que acababa de compartir con Hayley con las experiencias sexuales que había tenido con las mujeres que la habían precedido le resultaba repugnante. No había comparación posible, y él sabía por qué. Más allá de la mera atracción física, nunca habían desempeñado ningún papel las emociones, ni por su parte ni por la de sus compañeras de cama.
– No, Hayley. Ahí te equivocas. Sí, me he acostado con otras mujeres, pero nunca he hecho el amor con ninguna de ellas. -Ahuecó ambas manos alrededor de su rostro y le acarició el carnoso labio inferior con los pulgares-. Nunca había hecho el amor. Hasta hoy. Hasta ti. -Su voz denotaba un gran asombro, como si él mismo no se acabara de creer sus propias palabras. Pero eran ciertas.
Una trémula sonrisa curvó los labios de Hayley.
– Amor… Eso es lo que siento por ti, Stephen.
Él cerró los ojos y tragó saliva.
– Lo sé.
– Hazme otra vez el amor.
Stephen abrió los ojos de par en par y la miró fijamente.
– ¿Otra vez? ¿Ahora? -Pero, aunque él lo creía imposible, su virilidad volvía a estar a tono.
Una chispa de malicia brilló en los ojos de Hayley.
– ¿Se te ocurre un momento mejor? Tengo mucho que aprender. -Luego frunció los labios-. Creía que lo tuyo era la enseñanza. Tal vez necesite otro profesor.
La imagen de otro hombre compartiendo lecho con Hayley, de Hayley estirada bajo otro cuerpo, mirándolo con amor, riéndose y bromeando con otro hombre llenó a Stephen de unos celos tan intensos que estuvo a punto de ahogarse en ellos. Era suya, ¡maldita sea! Era su ángel. Su parte racional le decía que no tenía ningún derecho a sentir aquello, pero no podía evitar sentirlo. Era como si pudiera matar a cualquier hombre que osara ponerle las manos encima.
Incapaz de reconciliar aquellas emociones contradictorias, la besó casi violentamente en la boca.
– No, no necesitas ningún otro profesor-refunfuñó. Enfadado consigo mismo e irrazonablemente enfadado con ella por hacerle sentir tan inquieto e inseguro de sí mismo, la empujó para estirarla boca arriba y la penetró de una sola y fuerte embestida.
– ¡Stephen!
– ¡Oh, lo siento! -«¿Qué diablos me pasa?», pensó. Acababa de penetrarla con la falta de delicadeza propia de un escolar sobreexcitado en su primer encuentro sexual. Había estado a punto de partirla en dos-. ¿Te he hecho daño?
Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Hayley.
– ¿Te has dado cuenta de que no paramos de preguntarnos el uno al otro si nos hemos hecho daño?
Stephen se relajó y la arruga que se había formado en su frente se suavizó.
– Sí, me he dado cuenta, pero supongo que es bastante normal entre nuevos amantes, sobre todo teniendo en cuenta que uno de ellos es virgen.
– Era virgen -le corrigió ella con una sonrisa maliciosa. Súbitamente, adoptó una expresión de fingida seriedad-. Supongo que no debería estar demasiado satisfecha de ello. Probablemente debería estar avergonzada y consternada por mi escandaloso comportamiento y debería echarte a patadas de mi lecho. Por lo visto, vuelvo a merecerme el sermón que me soltaste sobre mi falta de decencia.
– ¿Ah, sí? -Stephen se retiró casi por completo y volvió a embestir, hundiéndose en la sedosa y acogedora calidez de Hayley- No sé cómo se me ocurrió semejante tontería.
– Oooh… -gimió ella-. Afortunadamente no estoy nada avergonzada y no tengo la menor intención de echarte a patadas de mi cama.
– ¡Menos mal! -Stephen volvió a retirarse y luego embistió hasta el fondo.
– Me ha gustado bastante lo que has dicho antes -susurró ella mientras se movía debajo de él.
Stephen volvió a retirarse y a penetrarla.
– ¿Qué he dicho?
– Has dicho que éramos amantes. Me gusta cómo suena eso.
Stephen se retiró y la penetró de nuevo.
– ¿Y cómo se siente esto?
Él se inclinó hacia delante y se introdujo en la boca el pezón de Hayley, contraído por la excitación, provocándole un largo gemido de placer. Empezó a succionar, primero con delicadeza, incrementando luego la presión y deteniéndose justo antes de que a ella le resultara doloroso. Hayley se agitaba violentamente bajo el cuerpo de Stephen, levantando las caderas para buscar el encuentro con él en cada embestida.
– Rodéame la cintura con las piernas -le instruyó él con la respiración entrecortada.
Ella obedeció sin dudarlo, abriéndose todavía más para él. Él se balanceó sobre ella, aumentando la duración y la profundidad de las embestidas hasta que ella empezó a gritar su nombre sofocadamente.
Stephen volvió a penetrar la acogedora calidez de Hayley, incapaz de controlarse por más tiempo. Una fuerza inexplicable se había apoderado de él. Por completo. Su cuerpo se movía involuntariamente, entrando y saliendo de ella, cada vez más deprisa, cada vez con más intensidad. El sudor le salpicaba la frente y le cubría la espalda, resbalándole por la piel. Cuando sintió que las aterciopeladas paredes de Hayley se contraían a su alrededor, perdió el control por completo. Embistió una y otra vez, cegado por la pasión, dominado por un torrente de sensaciones. Cuando alcanzó el clímax, sus espasmos fueron increíblemente fuertes. Y la penetró por última vez, con ímpetu salvaje.
Cuando por fin cesaron los espasmos, Stephen se desplomó sobre ella, incapaz de moverse, apenas capaz de respirar. Sabía que probablemente la estaba aplastando, pero no podía mover ni un músculo.
Hayley lo rodeó con los brazos, acariciando su resbaladiza espalda, empapada de sudor, y se apretó contra su pecho.
– Quiero hacer otra vez el amor -le susurró al oído al cabo de varios minutos.
Si Stephen hubiera sido capaz de reír, lo habría hecho. «¡Por Dios! ¡Esta mujer me va a matar! Pero vaya forma tan maravillosa de morir.»