Capítulo 9

Aquella misma noche, sobre las once, Hayley bajó sigilosamente las escaleras. No se arriesgó a encender una vela hasta que hubo cerrado la puerta del despacho de su padre tras de sí. No quería tener que inventarse ninguna excusa para explicar su presencia en el caso de que alguien se despertara.

Una vez que la habitación estuvo bañada por una suave luz, se sentó en la desgastada silla que había delante del escritorio. No estaba segura de qué habitación amaba más: la biblioteca o aquel despacho. Todas las pertenencias de su padre estaban exactamente donde él las había dejado. Su pipa reposaba sobre un cenicero de cristal macizo que había sobre una mesita de cerezo y sus mapas estaban ordenadamente apilados junto a la chimenea. Hayley deslizó los dedos sobre los pergaminos, imaginando el fresco olor a mar y tabaco que siempre acompañaba a su padre.

Los únicos cambios que había introducido en la habitación eran algunas pinturas de Callie, que Hayley había enmarcado y colgado de las paredes, y el nuevo contenido del inmenso escritorio de caoba. Aparte de los papeles personales de Tripp Albright, sus cajones guardaban ahora el secreto de Hayley.

Hayley se apretó las sienes con sendos dedos índices y se las frotó intentando aliviar el palpitante dolor de cabeza que le atormentaba. Estaba agotada. Le escocían los ojos y no había nada que deseara más que tumbarse en la cama a descansar.

Pero tenía trabajo pendiente.

Introdujo la mano en el bolsillo, sacó una llave y abrió un cajón. Extrajo una pila de papeles y pasó la mano sobre la página superior. Las aventuras de un capitán de barco, de H. Tripp.

«El trabajo que amo, el trabajo que detesto», musitó mientras preparaba el material de escritura. Si no hubiera estado tan agotada, se habría reído de la ironía. Le encantaba escribir aquellos relatos. Divulgar las aventuras de ficción del capitán Haydon Mills, basadas en las anécdotas con que su padre había obsequiado a toda la familia, le producía una gran satisfacción personal y una profunda sensación de logro.

Pero también le partía el corazón. Odiaba tener que mentir a su familia, pero, si alguien descubría que el autor de los relatos de aventuras que se publicaban en todos los números de la revista para hombres más famosa de Inglaterra era una mujer, perdería su única fuente de ingresos. Un escalofrío le recorrió el espinazo de sólo pensarlo. Los chicos se verían obligados a buscarse un empleo y a dejar los estudios. Vio a Pamela como institutriz o niñera, echando a perder su juventud y su oportunidad de formar una familia. ¿Y qué sería de Callie y tía Olivia? Sin mencionar a Winston, Grimsley y Pierre. La situación financiera de la familia dependía enteramente de ella y, si tenía que mentir para sacar adelante a su familia, pues mentiría.

La única persona que sabía quién era H. Tripp era su editor, el señor Timothy, y él le había pedido encarecidamente que lo guardara en secreto. En opinión del señor Timothy, un secreto deja de serlo cuando lo conocen más de dos personas. Aquellos relatos le reportaban unos suculentos beneficios y él era demasiado avaricioso para renunciar a ellos y demasiado listo para arriesgarse a perderlos.

Por descontado, si el señor Timothy hubiera sabido desde el principio que H. Tripp era una mujer, nunca le habría comprado el primer relato. Cuando descubrió el engaño, su escuálido rostro se puso lívido. El único motivo por el que la siguió contratando era que la tirada de la revista había aumentado con cada nuevo relato. Ambos eran conscientes de los riesgos que entrañaría, tanto para la empresa del señor Timothy como para la seguridad financiera de la familia Albright, que alguien averiguara la verdad. Y Hayley estaba decidida a no poner en peligro su única fuente de ingresos.

Se sentó cómodamente en la silla y se puso manos a la obra. Estuvo las dos horas siguientes escribiendo sin parar, inmersa en aquel mundo trepidante que ella misma había creado. Cuando hubo acabado la próxima entrega, guardó los papeles en el cajón, lo cerró con llave y apagó la vela de un soplo. Se levantó y arqueó su dolorida espalda, luego se dirigió a las puertaventanas que daban al patio y miró el oscuro cielo nocturno.

La luna llena proyectaba un suave resplandor sobre los jardines, y Hayley sintió la imperiosa necesidad de salir afuera unos minutos. Estaba agotada y le dolían los ojos, pero, puesto que su mente seguía activa, inmersa en el relato que acababa de escribir, sabía que le costaría bastante conciliar el sueño.

Abrió las puertaventanas y salió al exterior. La dulce fragancia de las rosas embargó sus sentidos. Incapaz de resistirse a la llamada de aquella embriagadora fragancia, tomó uno de los senderos de piedra.

Respirando profundamente, dejó que el fresco aire de la noche la llenara de una agradable sensación de paz. Hayley amaba aquel jardín. Lo había plantado su madre hacía años, y las dos habían pasado muchas horas juntas cuidando amorosamente las flores. Aunque siempre se sentía más cerca de su madre cuando estaba en él, también sentía más hondamente su ausencia cuando paseaba entre las flores y arbustos que ella tanto había amado.

Estuvo un rato paseando por el jardín y se olvidó de la fatiga mientras disfrutaba de la paz de la noche. A Hayley le encantaba pasear por allí mientras el resto de la familia dormía. Sus días eran siempre tan febriles y estaban tan llenos de actividad y de niños, con sus necesidades y sus clases, que le gustaba saborear aquellos momentos de soledad.

Cuando llegó a su banco de piedra favorito, se sentó de cara a la casa. Se le escapó un suspiro. El tejado necesitaba urgentemente una reparación. Mantener una casa del tamaño de la de los Albright resultaba caro, algo de lo que no había tardado en percatarse tras la muerte de su padre. Incluso manteniendo muchas de las habitaciones cerradas, el mero hecho de reparar las averías y mantener la casa en un estado razonablemente aceptable requería una suma considerable.

Hayley estimó que el pago que había recibido del señor Timothy en su viaje a Londres hacía una semana debería bastar para mantener a la familia durante los próximos meses. Hasta podría reservar un poco de dinero para comprarle algún vestido nuevo a Pamela.

Quería estar segura de que Pamela tenía las máximas oportunidades de atraer a un joven adecuado para no convertirse en una solterona como ella. Una joven tan encantadora como su hermana se merecía tener hijos y formar su propia familia.

Y, a menos que le fallara la intuición, Marshall Wentbridge, el médico del pueblo, estaba loquito por Pamela. Para su regocijo, Hayley se había percatado de que siempre que su hermana se acercaba a menos de seis metros de Marshall, al joven se le ponían las orejas rojas y la cara colorada como un tomate y que empezaba a tartamudear y balbucear.

A pesar de su timidez, Marshall era un buen hombre. «Es amable, considerado y también bastante atractivo.» Hayley tenía la esperanza de que no tardara mucho en formalizar su relación con Pamela.

Dejando escapar otro suspiro, Hayley pensó en que Marshall Wentbridge no era el único hombre atractivo que había en Halstead en aquel momento.

También estaba el señor Stephen Barrettson.

Por atractivo que fuera Marshall, parecía un sapo al lado del señor Barrettson. Intentó alejar sus pensamientos de su apuesto invitado, pero fracasó estrepitosamente.

No había visto un hombre tan imponente como aquél en toda su vida. Parecía perfecto en todos los sentidos. Alto, apuesto, inteligente. Todas aquellas cosas eran puntos a su favor, tenía que reconocerlo, pero había algo más que le hacía sentirse atraída por él.

Estaba solo.

Y, en cierto sentido, era vulnerable.

No estaba segura de cómo lo sabía, pero lo sabía. Tal vez eran las sombras que acechaban tras sus ojos y oscurecían su mirada lo que apuntaba a un alma atormentada. Hayley sentía que la vida del señor Barrettson no era particularmente feliz. Aquel hombre no tenía familia, un hecho que a ella la llenaba de compasión. Hayley no se podía imaginar un destino más triste que no estar rodeado de personas que te quieren. Stephen era reservado y se guardaba sus sentimientos y pensamientos para sí mismo. Ella no había podido evitar percatarse de la sorpresa que se reflejaba en sus ojos cuando pasaba un rato con la familia Albright. Después de todo, él era un tutor y seguro que estaba acostumbrado a ambientes académicos, serios y silenciosos. El bullicio que había en aquella casa debía de chocarle bastante.

Y luego estaba la cuestión del efecto que él provocaba sobre sus sentidos. Cada vez que lo miraba, se le cortaba la respiración y se le aceleraba el pulso. Ningún hombre le había provocado aquel efecto, y era sumamente turbador. Stephen Barrettson estaba extremadamente atractivo con barba, pero limpio y afeitado, era irresistible. Hayley evocó el momento en que se inclinó sobre él mientras le afeitaba, sus rostros separados sólo por unos pocos centímetros. Si ella se hubiera movido un poco, sus labios se habrían rozado.

– ¿Señorita Albright, qué hace aquí fuera a estas horas de la noche?

Aquella voz profunda sacó súbitamente a Hayley de sus pensamientos. Apretándose la palma de la mano contra el pecho como si así pudiera calmar su acelerado corazón, se puso de pie de un salto. El mismo objeto de sus turbadores pensamientos estaba de pie delante de ella.

– ¡Santo Dios! ¡Señor Barrettson! Me ha asustado.

Sus repentinas ganas de huir la sorprendieron. Normalmente Hayley se consideraba una persona bastante poco asustadiza, pero aquel hombre era capaz de alterar su calma habitual.

Él avanzó hacia ella.

– Discúlpeme. Sólo me preguntaba por qué estaba usted aquí fuera en plena noche.

Hayley pidió a Dios que el intenso rubor de sus mejillas no se percibiera a la luz de la luna.

– Suelo salir a pasear por el jardín cuando todo el mundo está durmiendo. Disfruto del silencio tras el ajetreo del día. Pero… ¿y qué me dice de usted? ¿Qué le ha traído hasta aquí? Usted sí que debería estar descansando.

– Me he despertado hace un rato y no conseguía volverme a dormir. He pensado que un paseo por el jardín me ayudaría a relajarme.

– Al parecer, los dos hemos tenido la misma idea -dijo Hayley con una sonrisa-. ¿Le apetece que paseemos juntos?

Stephen dudó. Tenía literalmente delante de él el motivo que le había impedido volver a conciliar el sueño. Hacía una hora se había despertado de un sueño placentero y sumamente sensual protagonizado por la señorita Hayley Albright. Había tenido que hacer un esfuerzo hercúleo para mitigar su palpitante excitación. Probablemente un paseo a solas con ella a la luz de la luna no era lo más sensato. Abrió la boca para rehusar la invitación, pero las palabras se le ahogaron en la garganta cuando se dio cuenta de cómo iba vestida.

Hayley vestía con una camisa blanca de lino y pantalones de montar oscuros.

«¿Pantalones de montar? ¿A qué tipo de mujer se le puede ocurrir ponerse unos pantalones de montar y encima ajustados?» La mirada de Stephen recorrió a Hayley en toda su estatura, fijándose en cada una de sus curvas y oquedades, acentuadas por aquellos pantalones que se le pegaban a la piel. En toda su experiencia no podía recordar una visión más escandalosamente erótica que la de Hayley embutida en aquellos pantalones de montar. Le iban tan justos que venía a ser como si estuviera desnuda.

«¡Dios! ¿Por qué no seguirá esta mujer los simples dictados de la moda?», se preguntó Stephen. De hecho, era como si toda la casa funcionara sin atender a ningún tipo de norma, algo inconcebible para Stephen, un hombre cuya existencia estaba enteramente regida por las normas sociales. Aquello le desconcertaba y le confundía, y detestaba sentirse así.

En los labios de Hayley se dibujó una sonrisita maliciosa.

– No me había dado cuenta de que «le apetece que paseemos juntos» fuera una proposición tan seria y atrevida.

Stephen arrugó la frente. La muy condenada le estaba pinchando otra vez, de aquella forma tan desenfadada y tan fresca que hacía que se le acelerara el corazón. Como si su corazón no estuviera lo bastante desbocado por culpa de aquellos malditos pantalones de montar.

La expresión de Stephen debió de reflejar sus pensamientos porque Hayley siguió su mirada y se miró las piernas. Y dio un gritito sofocado.

– ¡Dios mío! ¡Los pantalones de montar! Me había olvidado de que los llevaba puestos. -Cruzó los brazos sobre su esbelta cintura y retrocedió dos pasos, con expresión de azoramiento-. ¡Dios mío! Por favor, disculpe mi atuendo. A veces voy así vestida cuando salgo a pasear por la noche para no tropezarme con la falda. Nunca pensé que podría cruzarme con alguien a estas horas. Lo siento mucho. Espero no haberle ofendido.

Stephen no podía apartar los ojos de ella. «Maldita sea. Ojalá estuviera sólo ofendido», pensó para sus adentros. Pero estaba excitado. Y fascinado.

– No, no estoy ofendido. Sólo sorprendido.

– Me lo puedo imaginar. Por favor, discúlpeme. -Retrocedió un paso más-. Si me disculpa un momento…

– ¿Ya no le apetece pasear?

La pregunta de Stephen la sorprendió visiblemente.

– ¿Y a usted? ¿Le apetece?

Él se encogió de hombros aparentando una indiferencia que estaba lejos de sentir.

– No veo qué puede haber de malo en dar un paseo juntos. -Después de todo, era perfectamente capaz de controlarse durante un breve paseo. Sin lugar a dudas. Con toda probabilidad.

Le ofreció el codo e ignoró las campanitas de alarma que tintineaban en su cabeza. Tras dudar momentáneamente, ella lo tomó del brazo y lo guió lentamente a lo largo de un estrecho sendero.

– ¿Qué tal se encuentra? -preguntó Hayley mirando hacia arriba.

«Inquieto. Frustrado. Condenadamente excitado.»

– Bien.

– ¿Ha desaparecido el dolor?

Stephen miró al cielo. Aquel dolor palpitante seguía allí, atormentándole, gracias a ella. Pero no era del tipo que ella se imaginaba.

– Sí, ya ha desaparecido.

Pasearon en silencio durante varios minutos hasta que ella se detuvo junto a un lecho de flores. Soltándose del codo de Stephen, se agachó y tocó una delicada flor.

Mientras seguía agachada, miró a Stephen desde abajo y le preguntó:

– ¿Le gustan las flores, señor Barrettson?

«¿Las flores?» Salvo como algo que solía enviar a sus múltiples amantes en ocasiones especiales, Stephen nunca pensaba en las flores.

– Supongo que sí.

Arrancó una flor y se levantó, alzándola en el aire y dejando que la luz de la luna iluminara sus pétalos morados y amarillos.

– ¿Sabe qué tipo de flor es ésta?

Él la miró.

– ¿Una rosa?

Riéndose, ella se colocó la flor en el ojal superior de la blusa de lino.

– Es un pensamiento.

– Me temo que para mí todas las flores son rosas.

– Los pensamientos eran las flores preferidas de mi madre. Los plantaba cada año. -Deslizando de nuevo la mano en el pliegue del codo de Stephen, Hayley lo guió sendero abajo-. Mi madre se llamaba Chloe, que significa «floreciente». Es un nombre que le pegaba mucho. Amaba las flores, y este jardín floreció bajo sus cuidados. Ella sabía qué simboliza cada flor.

– ¿Todas las flores simbolizan algo? -preguntó él sorprendido.

– Oh, ya lo creo. Del mismo modo que los nombres de las personas tienen su significado, cada flor simboliza un sentimiento o emoción. El lenguaje de las flores tiene cientos de años de historia y ha recibido influencias de la mitología, la religión, la medicina y el uso emblemático de las flores en la heráldica durante el siglo XVI.

Hayley cogió un tallo del que pendían pequeñas florecillas en forma de campana. Acercándoselo a Stephen, le dijo:

– Huela esto.

Stephen cogió con cuidado el tallo entre los dedos y se acercó las florecillas a la nariz, inhalando su dulce fragancia.

– ¿Sabe qué flor es ésta? -le preguntó Hayley mientras le observaba atentamente.

Stephen volvió a inhalar.

– ¿Rosas pequeñas?

Ella se rió y movió la cabeza repetidamente de un lado a otro.

– Lila del valle. Simboliza la pureza.

Siguieron avanzando a paso lento por el sendero. Hayley fue señalando más de una decena de flores diferentes mientras paseaban, indicando a Stephen qué simbolizaba cada una. A Stephen le sorprendió que Hayley fuera capaz de distinguir las flores, pues, a pesar de la luna llena, estaba bastante oscuro. Él se fijaba atentamente en la dinámica mano de Hayley señalando las perfumadas flores, e intentaba recordar sus nombres y lo que simbolizaban, pero se equivocaba constantemente. Le resultaba casi imposible concentrarse en sus palabras mientras ella le sonreía, inmerso en su perfume embriagador y, por mucho que lo intentara, no conseguía olvidarse ni ignorar aquellos condenados pantalones. Al contemplar sus caderas, se le tensaron las partes íntimas y, de repente, notó que se le estrechaban los pantalones.

Al cabo de un rato, se acercaron a un gran lecho de rosas.

– Bueno. Éstas sí que son rosas -dijo él, orgulloso y aliviado por pensar en algo que no fuera ella.

– Correcto -dijo ella sonriendo-. Son mis flores preferidas.

– ¿Qué simbolizan? -le preguntó, con auténtica curiosidad y al mismo tiempo sorprendido por aquel repentino interés. Si alguien le hubiera dicho hacía una semana que estaría paseando por un jardín en plena noche hablando sobre flores con una virginal solterona de pueblo que, de algún modo, le despertaba fuertes deseos carnales, se le habría reído en la cara. Pero ahí estaba. Y lo más sorprendente de todo, se lo estaba pasando en grande.

– Las rosas simbolizan muchas cosas diferentes, dependiendo del color y de lo abiertos que estén los capullos.

Alargando la mano, Hayley cogió un capullo amarillo de un alto rosal. Cortó el pequeño tallo lleno de espinas, inhaló su dulce fragancia y se lo ofreció a Stephen.

– Para usted -dijo con una sonrisa.

– ¿Para mí? -preguntó sorprendido aceptando el regalo. Si la memoria no le engañaba, aquélla era la primera vez en su vida que alguien le regalaba una flor. Acercó la nariz a la rosa e inhaló. Aquella flor de un amarillo intenso olía exactamente igual que Hayley.

– ¿Qué simbolizan las rosas amarillas?

– La amistad.

Stephen levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron.

– ¿Amistad?

Ella asintió con la cabeza y sonrió.

– Sí. Somos amigos, ¿no?

Él la miró fijamente durante varios largos segundos, completamente extasiado ante aquella visión. Resplandecientes ondas de cabello castaño acariciaban los hombros de Hayley y le bajaban por la espalda como un sedoso manto. Varias redecillas ayudaban a recoger los cabellos que se escapaban de la sencilla cinta que apartaba los rizos del rostro más encantador que Stephen había visto nunca. Sus expresivos ojos lo miraban de una manera directa, cálida y natural. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer le había mirado de ese modo? «Nunca. Nadie ha mirado así al marqués de Glenfield. Hasta hoy.»

Las mujeres que conocía Stephen, las superficiales damas de la ciudad, siempre le miraban con calculado interés, elucubrando formas de seducirle para que les comprara joyas caras, urdiendo tretas para convenirse en sus esposas y ofreciéndole a cambio sus encantos en el lecho. Ninguna mujer le había ofrecido su amistad.

Él carraspeó.

– Considerando que me ha salvado la vida y que me ha abierto generosamente las puertas de su casa para que me recupere, desde luego, estoy de acuerdo en que usted es mi amiga -dijo finalmente-. Ojalá algún día pueda devolverle toda su amabilidad.

– Oh, eso no es en absoluto necesario. Me encanta su compañía. Es muy agradable tener a otro adulto con quien poder hablar. -Le dirigió una mirada de soslayo y añadió sonriendo-: Además, me he encariñado bastante de Pericles. Supongo que ya se habrá dado cuenta de que su caballo es el verdadero motivo de que le deje quedarse.

– Entonces, tendré que darle a él las gracias -contestó Stephen con una sonrisa.

Permanecieron de pie durante un momento, uno delante del otro, simplemente mirándose mutuamente, y Stephen se sintió como si ella le hubiera hechizado. Con la luz de la luna iluminando su cabello, resaltando el color crema de su piel, casi parecía que Hayley tuviera un halo a su alrededor. Era como un ángel de ojos cristalinos vestido con blusa de lino y pantalones de montar.

Ella alargó el brazo y le tocó la manga.

– ¿Se encuentra bien, señor Barrettson? Parece alterado.

Stephen miró hacia abajo y clavó la mirada en la mano de Hayley, que reposaba sobre su antebrazo. Un cálido escalofrío le recorrió el espinazo y le hizo hervir la sangre. ¿Por qué el más leve contacto con aquella mujer ejercía un efecto tan perturbador y tan profundo en sus sentidos?

– ¿Señor Barrettson?

El deje de preocupación de aquella dulce voz sacó a Stephen de su ensimismamiento. Levantó la mirada, completamente hipnotizado por la joven que tenía delante. Las arrugas de su frente indicaban que estaba sinceramente preocupada por su bienestar.

– Me encuentro bien, señorita Albright -contestó con dulzura, mientras su mirada se deslizaba lentamente hacia abajo hasta detenerse en la flor que ella llevaba en el ojal. Alargando la mano, tocó un pétalo con un dedo. ¿Cómo ha dicho que se llamaba esta flor?

– Pensamiento.

– ¿Y qué simbolizan los pensamientos?

– «Ocupas mis pensamientos.»

– «Ocupas mis pensamientos…» -repitió él. Aparentemente en contra de su voluntad, sus pies dieron un paso hacia Hayley y luego otro más, hasta que sólo los separaban unos pocos centímetros. Él casi esperaba que ella retrocediera, pero Hayley no se movió; se limitó a mirarlo fijamente con los ojos abiertos de par en par.

Las puntas de los senos de Hayley rozaban la camisa de Stephen cada vez que ella inspiraba. Una imagen del cuerpo de ella apretado contra el suyo en toda su estatura irrumpió súbitamente en la mente de Stephen y le hizo estremecerse íntimamente. Necesitaba alejarse de ella. Inmediatamente.

En lugar de ello, le apartó delicadamente un rizo rebelde de la mejilla y se percató de que le temblaban los dedos.

– Usted está ocupando mis pensamientos en este momento -dijo él, con un ronco susurro.

– ¿Ah, sí? ¿Estoy ocupando sus pensamientos?

– Sí. -La mirada de Stephen sondeó la de Hayley. Él deseaba besarla con todas sus fuerzas, pero, para su desconcierto, estaba experimentando una lucha interna impropia de él, entre sus deseos y su conciencia, una voz interior que había dado por muerta hacía tiempo.

«Te irás de aquí dentro de dos semanas. No te arriesgues a hacer sufrir a una mujer que sólo te ha mostrado amabilidad. Es una inocente chica de campo que no sabe jugar a los enrevesados juegos del amor a los que tú estás tan acostumbrado. ¡Déjala en paz!»

Stephen estaba a punto de hacer un noble gesto, increíble e impropio de él, alejándose de ella, cuando la mirada de Hayley se detuvo en su boca. Él prácticamente podía sentir la suave caricia de aquellos labios en los suyos.

Ahogando un gemido, enterró mentalmente su conciencia en una honda sepultura y se inclinó hacia delante hasta que sólo unos milímetros separaban sus labios de los de Hayley.

Su voy interior hizo un último e ímprobo esfuerzo por hablar, pero él la acalló con firmeza y rozó con su boca los carnosos labios de Hayley.

Aquella sutil caricia, en el fondo no más que una fusión de alientos, dejó a Stephen insatisfecho y ávido de más. Ahuecando las manos alrededor del rostro de Hayley, la volvió a besar, atormentándola dulcemente, recorriendo con sus labios el contorno de los de ella y probando su sabor.

Independientemente de lo que él esperara, desde luego no era el torbellino de sensaciones que inundó todo su cuerpo.

La sangre le empezó a correr a toda velocidad por las venas, palpitando por todo su cuerpo como un río de aguas turbulentas a punto de desbordarse. Su femenina fragancia a flores silvestres lo impregnaba todo, invadiendo los sentidos de Stephen, narcotizándole. Hayley dejó escapar un velado suspiro de placer, y él tensó el cuerpo como reacción.

El cuerpo de Stephen rezumaba calor y, cuando Hayley colocó suavemente las palmas sobre su pecho, él sabía que ella palparía el desbocado latido de su corazón.

Perdiéndose en ella, él ahondó el beso, recorriendo la abertura de los labios de Hayley con la punta de la lengua.

Ella se los abrió como los pétalos de una flor cuando eclosiona, recibiendo de buen grado aquella invasión de su sedosa intimidad. Su boca era increíblemente acogedora y sabía a gloria.

El instante en que sus lenguas entraron en contacto, Stephen sintió que los dos estaban fundidos como la llama se funde con la cera al arder. Emitiendo un grave gemido, ella le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con el mismo fervor.

El abandono de su respuesta confundió a Stephen, despojándole del escaso control que le quedaba. Sus partes íntimas se activaron con un intenso hormigueo, y el hormigueo enseguida dio paso a un palpitante dolor. Cuando Hayley le ofreció dulcemente su lengua, restregándola lentamente contra la de él, Stephen emitió un hondo gemido. Apretándola contra él, capturó los labios de Hayley en una secuencia de largos, lentos y narcotizantes besos que desencadenaron oleadas de paralizante placer por todo su cuerpo.

Él deshizo el lazo que recogía la sedosa cabellera de Hayley y dejó caer la cinta de satén. Acariciando las suaves y perfumadas ondas con ambas manos, enredó los dedos en su cabello mientras hundía su boca en la de ella con un ávido y abrasador apetito.

– Stephen… -le susurró ella al oído cuando él bajó la cabeza para besarle el lado del cuello.

Al oírla murmullar su nombre tan apasionadamente, a él se le escapó otro hondo y dolorido gemido. Stephen le besó ávida e intensamente la larga columna del cuello y, cuando la blusa le impidió avanzar, desenredó los dedos de los rizos de Hayley y le abrió rápidamente varios botones de la blusa.

Los labios de Stephen acariciaron el acelerado pulso de Hayley en la base de la garganta y luego siguieron descendiendo hasta hundirse en las voluptuosas curvas de sus senos, que sobresalían sobre el encaje de la combinación. Stephen inhaló profundamente y luego acarició con la lengua la piel de terciopelo y olor a rosas de Hayley. «¡Dios mío! -pensó-, ¡tiene el tacto de un ángel y sabe a gloria!»

Mientras Hayley se aferraba a los hombros de Stephen, él le deslizó lentamente los labios cuello arriba. Cuando su boca encontró de nuevo la de Hayley, ella separó los labios, acogiendo el fuerte empuje de la lengua de Stephen con un empuje similar en sentido contrario.

Él se sentía como si alguien le hubiera prendido fuego por dentro. Sus palmas recorrieron incansablemente la espalda de Hayley, deslizándose hacia abajo para apresarle las nalgas, levantarla y apretarla fuertemente contra su creciente y dolorosa excitación. La sensación de los prominentes senos de Hayley aplastados contra su tórax, con los pezones endurecidos como puntiagudas crestas, llevó al cuerpo de Stephen al límite.

Su control, un aspecto de su personalidad en que siempre había podido confiar, estaba suspendido al borde de un abismo. Tenía el miembro tan tenso como un puño apretado y le dolía a rabiar. Las manos le temblaban con la acuciante necesidad de apresar los senos de Hayley… e ir descendiendo… bajo sus pantalones.

A menos que pensara despojarla de sus ropas, estirarla sobre la tierra húmeda y tomarla allí mismo, en el jardín de rosas, tenían que parar. Ya.

Con muchas reticencias y no menos fuerza de voluntad, Stephen levantó la cabeza y emitió un hondo y entrecortado suspiro en un intento de recuperar el aliento. Miró a Hayley y fue incapaz de contener la oleada de satisfacción masculina al contemplar la mirada aturdida y rebosante de deseo de Hayley.

– ¡Santo Dios! -dijo ella casi sin aliento-. No tenía ni idea de que besarse pudiera ser tan… tan… -Su voz se desvaneció por completo.

– ¿Tan… qué? -preguntó Stephen con un ronco susurro que no reconoció como su voz. La mantuvo bien apretada contra su cuerpo, con un brazo alrededor de su cintura, mientras le apartaba un rizo de la ruborizada mejilla con la otra mano.

– Tan emocionante. Tan embriagador. -Suspiró-. Tan absolutamente maravilloso.

– ¿No te había besado nunca nadie? -Aquella respuesta tan espontánea y temblorosa convenció a Stephen de que Hayley había sido sincera, pero ella tampoco era ninguna chiquilla. Seguro que alguien la había besado antes.

– Sólo Jeremy Popplemore.

– ¿Quién es Jeremy Popplemore?

– Un joven del pueblo. Estuvimos prometidos durante un tiempo.

A Stephen aquello le sentó como un jarro de agua fría.

– ¿Prometidos?

– Sí.

– ¿Y te besó? -le preguntó Stephen, mientras su enfado iba creciendo más inexplicablemente a cada momento.

Hayley asintió.

– Sí, ya lo creo. Varias veces, de hecho.

– ¿Y qué pasó? ¿Por qué no os casasteis?

Ella dudó antes de responder.

– Cuando falleció mi padre, informé a Jeremy de que no dejaría a mis hermanos cuando nos casáramos, y sus sentimientos hacia mí cambiaron. Me dejó bien claro que, aunque yo le importaba, no estaba dispuesto a cargar con toda mi familia. Me pidió que dejara a mis hermanos con tía Olivia, pero yo me negué. -Hayley movió repetidamente la cabeza en señal de negación-. ¡Santo Dios! ¡Si tía Olivia necesita casi tantos cuidados como Callie! Tras mi negativa, Jeremy se fue de viaje al continente. No le he vuelto a ver desde entonces, aunque creo que volvió a Halstead hace poco.

– Entiendo. -La mirada de Stephen sondeó la de Hayley. Sus ojos expresaban con diáfana claridad sus sentimientos. Reflejaban el daño que le había hecho aquel hombre.

Un repentino deseo de partirle la cara al egoísta de Jeremy Pop… lo que fuera se apoderó de Stephen. La imagen de otro hombre besándola, poniéndole las manos encima, llenó a Stephen de una desagradable pero no por ello menos intensa oleada de celos y posesividad.

– Realmente te enseñó a besar. -«El muy canalla.» Frunció el ceño en una mueca de malhumor mientras le dominaba el enfado. «¿Le habrá enseñado algo más?»

Hayley abrió los ojos de par en par.

– Ah… pero Jeremy no… Me refiero a que él nunca. Nosotros nunca…

– ¿Nunca qué?

– Jeremy nunca me besó como me acabas de besar tú -dejó escapar impulsivamente.

El imperioso deseo de Stephen de partirle la cara a Jeremy Pop… lo que fuera se apaciguó considerablemente.

– ¿Ah, no?

– Tú eres el único que… -Hayley bajó la cabeza.

A Stephen le embargó la compasión y se le hizo un nudo en la garganta cuando se la imaginó ofreciendo su corazón a un imbécil insensible que la había rechazado porque era demasiado buena y generosa para abandonar a sus hermanos pequeños bajo el cuidado de una tía anciana y medio chiflada.

Estaba a punto de decirle que Jeremy Popincart [3] era un imbécil, cuando ella dio un gritito sofocado.

– ¡Santo Dios! ¡La blusa! -Poniéndose de espaldas a Stephen, Hayley empezó inmediatamente a abrocharse los botones y a arreglarse la ropa-. ¡Dios mío! ¡Qué debes de pensar de mí!

«Creo que eres maravillosa», dijo Stephen para sus adentros. Aquel pensamiento le vino súbitamente a la mente, cogiéndole desprevenido. Nunca había pensado nada semejante sobre ninguna mujer. ¿Maravillosa? «Maldita sea, debo de estar perdiendo la cabeza.»

Cuando Hayley se dio la vuelta, Stephen contuvo un gemido. Con las prisas, se había abrochado la blusa incorrectamente, y la melena, despeinada, le colgaba sobre los hombros, confiriéndole un atractivo aire salvaje. El acuciante deseo de volverla a besar le golpeó en los genitales, dejándole sin habla.

– Debo irme dijo ella, con su voz a un paso del pánico-. Buenas noches. Y se fue corriendo por el sendero como si la persiguiera el mismísimo diablo.

Stephen soltó un sonoro suspiro largamente reprimido. El perfume de Hayley seguía impregnándolo todo. Todavía sentía la huella de su cuerpo sobre el suyo.

«¡Maldita sea!»

Había salido a pasear por el jardín para tranquilizar su agitada mente. Pero ahora su mente estaba más agitada que nunca, y encima el cuerpo le dolía con una imperiosa necesidad.

«¿En qué diablos estaba pensando?»

Pero él sabía perfectamente en qué estaba pensando.

Y ahora que conocía su sabor, su tacto, no sabía cómo dejar de pensar en ella.

Acababa de comprobar que descansar y relajarse en el campo estaba sobrevalorado.

De hecho, probablemente tanta relajación le acabaría matando.

Загрузка...