Capítulo 25

Dos noches más tarde las luces brillaban en las ventanas de la residencia de campo de los Blackmoor. Elegantes carruajes adornados con blasones nobiliarios ascendían por la avenida que llevaba a la entrada de la mansión, y los lacayos ayudaban a bajar de sus asientos a miembros de la alta sociedad. Cuando Hayley entró en el vestíbulo de suelo de mármol, la fiesta se hallaba en su apogeo.

Habían asistido más de doscientos invitados, algunos estaban en la pista de baile de parquet, otros charlaban en corrillos. Hayley divisó a Victoria en el lugar acordado, junto al tiesto de una palma, al lado de un ventanal.

Victoria vio a Hayley y fue en su busca.

– Está preciosa -le dijo en cuanto llegó a su lado-. Lleva un bonito vestido.

– Gracias. -Hayley se había puesto el vestido azul claro que le había regalado Stephen. Se apretó el estómago, que tenía algo revuelto, con ambas manos-. Estoy un poco nerviosa.

– Y yo -reconoció Victoria mientras llevaba a Hayley a un rincón-. ¿Ha visto a Stephen?

A Hayley se le humedecieron las palmas de las manos ante la idea.

– No. ¿Está por aquí?

Victoria asintió.

– Sí. Ha llegado hace unos veinte minutos, y me alegra decirle que parece estar bastante sobrio.

– Todavía no estoy segura de que esto sea una buena idea…

– Tonterías -interrumpió Victoria-. Ya lo hemos hablado un montón de veces. Cuando Stephen la vea, cuando haya hablado con usted, todo se arreglará. -Dio a Hayley un apretón de manos para animarla-. Basta con que recuerde que él la quiere. Sólo necesita darse cuenta de sus sentimientos.

– ¿Y si no lo hace? -preguntó Hayley, sintiendo una súbita punzada de inseguridad sobre el plan de Victoria.

– Créame, lo hará. -Victoria dirigió su mirada hacia el salón-. Le veo. Está cerca de las puertaventanas que dan al jardín. Vaya a hablar con él. -Dio un rápido abrazo a Hayley-. Buena suerte. Y quiero que me cuente hasta el último detalle.

– Espero poder darle buenas noticias -dijo Hayley con voz trémula.

Victoria dio a Hayley un empujoncito para incitarla a salir del rincón.

– Venga. Ahora.

Hayley vio a Stephen de inmediato y le dio un vuelco el corazón. Estaba de pie junto a las puertaventanas, solo, con una copa de champán en la mano, mirando hacia la oscuridad. Su elegante traje negro de noche acentuaba la anchura de sus hombros, unos hombros que a Hayley le parecía como si se le hubieran desplomado. Le vio sacar un reloj de mano del chaleco y mirarlo. Se bebió el champán, abrió la puerta y salió al jardín.

Para no perderlo de vista, Hayley recorrió a toda prisa el perímetro del salón de baile, y pocos minutos después salió al cálido aire nocturno que olía a flores. Las nubes ocultaban la luna, pero los jardines estaban iluminados con antorchas. Hayley vio que Stephen se disponía a coger uno de los senderos que salían del fondo del lado derecho del jardín, y se apresuró a seguirle.

Un par de ojos entornados siguieron la repentina salida de Stephen del salón de baile. Una sonrisa de satisfacción arqueó unos labios sumamente finos. «Esta noche, canalla. Esta noche morirás.»


Stephen anduvo por el sendero con la mente ofuscada. Faltaban veinte minutos para que Justin y sus hombres llegaran a sus puestos, pero no podía soportar quedarse más tiempo en el salón de baile.

El empalagoso ambiente que se respiraba en la fiesta le había hecho sentirse como un animal enjaulado. Si avanzaba a paso lento, llegaría al lugar acordado sólo unos pocos minutos antes; y ¿qué podían importar unos pocos minutos?

Quería acabar con aquello de una vez por todas. Quería desenmascarar a quien fuera que quisiera matarle para poder seguir con su vida. Con un poco de suerte, el culpable atacaría aquella noche y sería apresado. Entonces podría continuar con su vida. «¿Pero en qué diablos consiste mi vida? ¿Más fiestas? ¿El juego? ¿Las mujeres?»

Se le escapó un amargo quejido. No tocaba a una mujer desde su regreso a Londres. Y no había sentido el menor deseo de hacerlo. Había ido a ver a su amante la noche anterior, esperando quitarse a Hayley de la cabeza, pero, una vez allí, no había podido hacer nada. Monique Delacroix podría seducir a las estrellas para que bajaran del cielo con su hermoso rostro y sus voluptuosas y sensuales curvas, pero Stephen no soportó que le tocara. Su beso le dejó frió y con un sabor desagradable en la boca. Cuando ella le acarició a través de los pantalones, él tembló, pero no de deseo, sino de asco. Le pidió un brandy, hilvanó una rápida excusa y se fue. Y allí estaba él, paseando por el asqueroso jardín de flores de su hermana e intentando quitarse de la cabeza a la persona en quien no podía dejar de pensar.

Hayley…

Ella ocupaba todos sus pensamientos, llenaba cada recoveco de su mente, y no había nada que la pudiera apartar de allí. Si sólo…

– Stephen.

Stephen se quedó helado y luego farfulló una blasfemia y pensó: «¡Maldita sea, hasta oigo su voz!» Siguió andando. Había dado menos de dos pasos cuando volvió a oír que alguien le llamaba. Se volvió y miró fijamente a la mujer que se le acercaba, sin creerse lo que veían sus ojos. Sacudió enérgicamente la cabeza como si quisiera borrar aquella visión, convencido de que sus ojos le estaban engañando. «Debo de estar borracho», pensó. Pero era imposible, sólo se había bebido una copa de champán. La visión siguió avanzando, deteniéndose aproximadamente a un metro de él.

– Hola, Stephen.

Era real. No era ninguna aparición ni tampoco el producto de su imaginación. Se trataba de Hayley. Su ángel. De pie ante él, con el vestido azul pálido que él le había regalado, los ojos luminosos y brillantes y una tímida e insegura sonrisa en los labios. Stephen cerró los ojos y tragó saliva, bombardeado por una tormenta de sentimientos contradictorios. Confusión. Extrañeza. Alegría.

Abrió los ojos de par en par y la miró, recorriendo su figura de arriba abajo con la mirada. «¡Dios! ¡Qué hermosa es! Y cómo la he echado de menos.»

Pero, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Cómo lo había encontrado? A Stephen se le paró el corazón. «¡Dios mío! Debe de estar embarazada. Por eso me ha seguido la pista.» Multitud de emociones volvieron a bombardearle. «Hayley. ¡Embarazada!» Se le desbocó el corazón y empezó a latirle con más fuerza. Le embargó un júbilo que no tenía ningún derecho a sentir. Estaba a punto de correr hacia ella, abrazarla con todas sus fuerzas y no dejarla marchar nunca más, cuando recuperó súbitamente la razón.

Dentro de sólo unos minutos iban a tenderle una trampa a un asesino, un asesino que podía estar lo bastante loco o lo bastante desesperado como para matar también a Hayley si estaba en medio. Según sus datos, era posible que alguien le estuviera siguiendo los pasos justo en ese momento. No podía poner la vida de Hayley en peligro. Tenía que quitársela de encima. Y cuanto antes mejor.

– Quiero que vuelvas a la fiesta. Ahora.

Ella negó con la cabeza.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Cómo diablos me has encontrado?

– A través de tu hermana.

– ¿Mi hermana? -«¡Maldita sea», pensó, «vaya lío que ha organizado Victoria!»-. Vete. De inmediato.

– No. No pienso moverme de aquí.

Stephen apretó los puños. «¡Maldita testaruda!» Si le ocurría algo a Hayley, mataría a Victoria con sus propias manos. Y parecía que, a aquel paso, tendría que cargar literalmente a Hayley hasta la mansión. Pero antes tenía que saberlo.

– ¿Esperas un hijo? ¿Por eso has venido?

Ella se puso lívida.

– No -susurró.

– ¿Entonces por qué…? -Se le quebró la voz cuando le asaltó una idea que le heló la sangre. Se impuso la realidad, aplastándole con su implacable peso. Conocía demasiado bien la naturaleza humana y sabía que, si Hayley le había buscado después del daño que debía de haberle hecho abandonándola de aquella forma, era porque, como todo el mundo, quería sacar tajada de la situación.

«¡Dios mío, qué estúpido he sido! Es igual que la multitud de aristócratas cazadoras de fortunas y buscadoras de títulos que me sale a cada paso.» Una gélida rabia le hizo apretar los puños. «¿Cómo he podido ser tan idiota y tan ingenuo?»

La miró con los ojos entornados.

– ¿Sabes quién soy?

– Sí. Sé que eres el marqués de Glenfield.

Stephen le contestó con voz gélida.

– ¿Por eso has venido? Averiguaste que era rico y de buena familia y te imaginaste que podrías sacar tajada. ¿Qué pasa? ¿No ganas lo suficiente vendiendo relatos para alimentar a todas esas bocas hambrientas? ¿Acaso vienes a reclamar los varios miles de libras que crees que te debo por haberme salvado la vida? ¿O tal vez por «los servicios prestados»? -La repasó de arriba abajo con una mirada inconfundiblemente insultante-. No tengo la costumbre de pagar los favores sexuales, pero fuiste un interesante pasatiempo. Lamentablemente para ti, ahora voy un poco justo de efectivo, pero contactaré con mi agente para que te pague mañana.

El rostro de Hayley se había puesto pálido como la muerte.

– ¿Cómo puedes decirme esas cosas tan horribles? -susurró mientras se le quebraba la voz-. ¡Dios mío! ¡No te conozco! ¿Quién eres?

A Stephen se le escapó una risa llena de amargura.

– Como tú misma acabas de decir, soy el marques de Glenfield. Y, en calidad de tal, no tengo el deseo ni la intención de proseguir esta discusión. Cualquier relación que hayamos podido tener es cosa del pasado. Sugiero que lo tengas presente y que te mantengas alejada de mí.

Hayley permaneció completamente inmóvil durante varios segundos. Luego levantó la barbilla, echando chispas por los ojos.

– ¿Cómo demonios he podido equivocarme tanto sobre ti? Eres un hombre frío y horrible. Un completo desconocido. -Tras dirigirle una última y fulminante mirada, con una expresión que reflejaba elocuentemente su desprecio y su rencor, se dio la vuelta.

De repente, a Stephen le asaltó la duda. La indignación, el enfado de Hayley… parecían tan auténticos. ¿La había malinterpretado? Alargó la mano y retuvo a Hayley sujetándola del brazo.

– Hayley, yo…

La palma de la mano de Hayley se estrelló contra la mejilla de Stephen con un ruido seco. Soltándose bruscamente de Stephen, Hayley se frotó el brazo en el lugar donde él la había tocado como si intentara eliminar la sensación de aquel contacto en su piel.

– Como tú mismo acabas de decir, eres el marqués de Glenfield -le devolvió sus mismas palabras, con el pecho hacia delante y echando fuego por los ojos-. Y, en calidad de tal, no tengo el deseo ni la intención de proseguir esta discusión. Cualquier relación que hayamos podido tener es cosa del pasado. No quiero tener nunca la desgracia de volverte a ver. -La mirada despectiva que le dirigió podría haber prendido fuego a un bosque-. Sugiero que lo tengas presente y que te mantengas alejado de mí. -Habiendo dicho esto, se dio la vuelta y se alejó sendero abajo, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.

A Stephen le ardía la cara en el lugar donde la mano de Hayley le había dejado la marca de la bofetada, pero aquel escozor no era nada comparado con el terrible dolor que se le clavaba en lo más profundo de su alma. Sintió como si, de repente, se le hubieran secado las entrañas y se moría por dentro cuando se dio cuenta de que acababa de cometer un terrible e imperdonable error. Tras pasar sólo dos semanas en Londres, rodeado de sus colegas superficiales e interesados, se había olvidado de que realmente existía gente como Hayley.

Le había mirado como si le odiara. Y no la podía culpar por ello. Él también se odiaba a sí mismo.

Inmovilizado por la angustia, la miró fijamente mientras se alejaba.

Y contempló cómo Hayley salía de su vida, para siempre.

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