Media hora después, Hayley entraba como un rayo en casa de los Albright con el doctor Marshall Wentbridge pisándole los talones.
– ¿Dónde están? -preguntó a Grimsley jadeando.
– En la alcoba del señorito Nathan -dijo Grimsley retorciéndose las nudosas manos, visiblemente preocupado.
Hayley subió las escaleras de tres en tres, seguida de Marshall. Cuando llegaron a la puerta de la alcoba, entró Marshall y ordenó que saliera todo el mundo.
– Les diré algo en cuanto le haya examinado -dijo con firmeza, y luego les cerró la puerta en las narices, dejándolos angustiados en el pasillo.
– ¿Ha recuperado la conciencia mientras yo estaba fuera? -preguntó Hayley mirando alternativamente a Stephen y a Pamela, temiéndose la respuesta que se reflejaba en la expresión de ambos.
Stephen negó repetidamente con la cabeza.
– No. Se ha quejado un par de veces, pero no ha llegado a abrir los ojos.
– ¿Se va a morir? -preguntó Callie con un hilillo de voz y expresión asustada. Apretó a la señorita Josephine contra su pecho y miró a Hayley con los ojos como platos.
Intentando desterrar sus propios miedos, Hayley se arrodilló y abrazó a la pequeña.
– No, cariño, Nathan no se va a morir -le contestó, intentando con todas sus fuerzas que no le temblara la voz. «Me niego a dejarle morir.» Le dio un beso en la frente y añadió-: El doctor Wentbridge va a dejar a Nathan como nuevo. De hecho, estoy segura de que va a despertarse pronto, ¿y qué te apuestas a que lo primero que querrá hacer será comerse una de las galletas de azúcar de Pierre?
– Seguro que sí, Callie -intervino Pamela-. ¿Por qué no nos vamos las dos a la cocina y preparamos una merienda con todas las pastas preferidas de Nathan?
Callie inspiró haciendo ruido por la nariz y luego se la frotó con el dorso de la mano.
– ¿Una merienda con pastas? -preguntó, mirando a todos los presentes.
– La merienda más maravillosa del mundo -le prometió Hayley con una sonrisa.
– De acuerdo -dijo Callie, dándole la mano a Pamela y dejándose guiar hacia la cocina.
Hayley se volvió hacia Andrew.
– ¿Por favor, te importaría ir a ver cómo están Pericles y el caballo del doctor Wentbridge? Los hemos dejado atados en la entrada. Los dos necesitan agua y pienso, y Pericles que lo cepillen.
Andrew miró de soslayo la puerta cerrada.
– ¿Me explicaréis lo que diga el médico? -preguntó, visiblemente reacio a marcharse.
– En cuanto salga de la habitación -le prometió Hayley. Dio a Andrew lo que intentaba ser una palmadita tranquilizadora en el hombro y luego observó cómo se alejaba. En cuanto su hermano estuvo fuera del alcance de su vista, a Hayley se le desplomaron los hombros y hundió el rostro en las manos.
Stephen sabía que estaba luchando por no perder el control, y eso le encogió el corazón. Estaba intentando con todas sus fuerzas parecer entera ante todo el mundo, pero él sabía que estaba aterrada. ¡Maldita sea! Nunca se había sentido tan impotente en toda su vida. No lograba recordar la última vez que había pedido algo a Dios, pero desde que habían encontrado a Nathan no había dejado de rezar para que el niño estuviera bien. Alargó el brazo y tocó la manga de Hayley.
– Hayley -le dijo con dulzura, sufriendo por ella.
Ella levantó la cabeza de las manos y lo miró, mientras le resbalaban por las mejillas todas las lágrimas que llevaba rato intentando contener.
– Por Dios, Hayley, no llores, por favor. -A Stephen, la visión de aquellos ojos acuosos, anegados de lágrimas, y de aquel rostro pálido de miedo le partía el corazón. Abrió los brazos y ella, con un sollozo entrecortado, se refugió en ellos.
Stephen la apretó contra su pecho y sus brazos la rodearon como dos barras de metal. Ella lo cogió por la cintura y se apretó contra su torso, hundiendo la cara en su hombro y mojándole la camisa con las lágrimas. Dándole delicados besos en el pelo, Stephen le susurró palabras dulces con el afán de consolarla. No sabía cómo ayudarla más que abrazándola. Las lágrimas de Hayley atravesaron a Stephen, calándole primero la camisa y mojándole luego la piel hasta llegarle al centro del alma. Escuchando sus sollozos amortiguados, Stephen pensó que el corazón le iba a estallar en mil pedazos.
Cuando los sollozos acabaron y dieron paso a una serie de hipidos, Stephen se dio cuenta de que había pasado lo peor y se le escapó un suspiro de profundo alivio.
Rebuscando en el bolsillo del vestido, Hayley extrajo un pañuelo. Se reclinó hacia atrás apoyándose en los brazos de Stephen y se sonó sonora y nada femeninamente.
– ¿Mejor? -le preguntó Stephen mientras una leve sonrisa tiraba de la comisura de sus labios. Cuando ella levantó la cabeza y lo miró, la sonrisa de Stephen se desvaneció completamente. Tenía los ojos enrojecidos y todavía se leía el miedo en su mirada.
– Estoy tan asustada, Stephen -susurró-. Primero mi madre, luego mi padre… -Se le escapó un sollozo-. No podría soportar si Nathan…
– Va a ponerse bien, Hayley -dijo Stephen con firmeza, y él sabía que habría dado cualquier cosa para que sus palabras se hicieran realidad. Vio cómo una lágrima solitaria se escapaba de las pestañas de Hayley y le resbalaba por la mejilla. Alargó el brazo y la capturó con un dedo. «No sabía que los ángeles lloraran.»
Hayley hizo ruido con la nariz y se volvió a secar los ojos con el pañuelo.
– Siento haber perdido el control de esta manera. No suelo hacerlo. Gracias por estar aquí. Por ser mi amigo. Por ayudar a Nathan. Por consolarme.
– No se merecen. – ¡Dios! Parecía tan asustada, tan vulnerable, mirándole fijamente con aquellos inmensos ojos de agua.
Hayley alargó la mano y acarició la mejilla de Stephen.
– Eres un hombre maravilloso, Stephen -le susurró.
Un fuerte impulso de protección se adueñó de él. Sintió la abrumadora necesidad de derribar la puerta de la alcoba y sacudir al médico hasta que les asegurara que Nathan iba a ponerse bien.
Quería talar el odioso árbol que había derribado a Nathan de sus ramas. Le invadieron emociones completamente desconocidas para él… emociones que le hacían querer destruir a cualquier persona o cualquier cosa que osara lastimar a aquella mujer que le estaba mirando como si él fuera una especie de héroe. Como si él importara. Como si tuviera algo más que un título y un montón de dinero. «Eres un hombre maravilloso, Stephen», repitió para sus adentros.
Cerró momentáneamente los ojos y dejó que aquellas palabras resonaran en su interior. «Eres un hombre maravilloso, Stephen.» Nadie, ni siquiera su hermana, le había dicho nada parecido en toda su vida. Y él sabía perfectamente que no tenía nada de maravilloso. Después de todo, había alguien que le odiaba lo suficiente como para querer verle muerto.
A Stephen se le hizo un nudo en la garganta. Quería decirle algo a Hayley, desengañarla, explicarle que lo que ella creía no era verdad, pero no le salían las palabras.
– Sí, lo eres -le dijo ella con dulzura, como si le hubiera leído el pensamiento-. Tal vez no lo creas, pero lo eres. No sólo eres maravilloso, eres noble, generoso y bueno. -Le puso la mano justo encima del corazón-. Lo que hay aquí dentro, en lo más hondo de tu corazón, en tu alma, eso es lo que cuenta. -En sus labios se dibujó una trémula sonrisa-. Yo nunca te mentiría. Confía en mí. Lo sé.
Stephen ahuecó las manos en torno al rostro de Hayley y la miró con ojos sombríos. Su mirada sondeó la de Hayley, buscando no sabía muy bien qué, pero, de repente, se sintió confundido y, en cierto modo, vulnerable. «Yo nunca te mentiría.» Todo lo que él le había contado sobre su vida era mentira. Se sentía como un verdadero canalla.
– Hayley, yo…
Se abrió la puerta de la alcoba y Marshall Wentbridge salió al pasillo. Si le sorprendió encontrarse a Hayley y Stephen tan cerca el uno del otro, las palmas de Hayley sobre el tórax de Stephen y él rodeándole el rostro con ambas manos, no lo demostró.
– ¿Cómo está Nathan? -preguntó Hayley separándose de Stephen-. ¿Está bien?
– Sí. Está bien -la tranquilizó Marshall con una sonrisa.
Stephen la vio frotarse los ojos durante varios segundos. Él mismo sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.
– ¡Gracias a Dios! -dijo ella, tomando la mano de Stephen y apretándosela fuertemente.
– No tiene ningún hueso roto, y se ha despertado mientras le estaba examinando -prosiguió Marshall-. Es un chico muy afortunado. Le he curado el corte de la frente, que, a propósito, era poco más que un rasguño, y le he prohibido con toda la dureza de que soy capaz que se vuelva a subir a un árbol.
– Quizás a usted le haga caso -dijo Hayley con una risita trémula-. Desde luego, a mí no me lo ha hecho.
– Si quieren verle, ahora está despierto. Le he dado un poco de láudano, de modo que no lo estará por mucho tiempo. Necesita guardar cama un día o dos, y luego estará como nuevo.
Hayley tomó las manos de Marshall entre las suyas.
– Gracias, Marshall, de todo corazón. Muchísimas gracias. ¿Puede explicarle a los demás que Nathan está bien? Y tal vez le apetezca quedarse a tomar el té.
– Me encantaría. Ambas cosas -dijo Marshall con una sonrisa de oreja a oreja, y luego se dirigió hacia las escaleras.
Hayley abrió la puerta y miró a Stephen al verle dudar.
– Vamos -le instó. Cuando vio que seguía igual de dubitativo, le cogió de la mano y tiró de él-. Has ayudado a rescatar a Nathan. Eres parte de la familia, Stephen. Entra conmigo.
«Eres parte de la familia.» Stephen observó la mano que le había cogido Hayley, sus dedos estaban entrelazados con los de ella, y dejó que lo arrastrara al interior de la alcoba de Nathan.
«Eres parte de la familia», se repitió.