Capítulo 17

Hayley entró en su alcoba más tarde aquel mismo día, y una expresión de confusión se dibujó en su rostro. «¿De dónde diablos ha salido este paquete?»

Cogiendo el paquete, que estaba envuelto con un sencillo papel de regalo, estiró de una tarjetita que había debajo de la cinta del paquete. Rompió el precinto lacrado del sobrecito y leyó la nota: «Para Hayley, con mi más profunda gratitud, Stephen.»

Stephen le había hecho un regalo.

Llevaba todo el día intentando quitárselo de la cabeza, a él y el apasionado encuentro de la noche anterior, pero él llenaba todos y cada uno de los rincones de su mente. Su sonrisa, sus ojos, maliciosos y juguetones en un momento, nublados por el deseo en el momento siguiente. El tacto de sus manos, el sabor de su boca… Hayley cerró fuertemente los ojos. Tenía que dejar de pensar en él. Pero ¿cómo?

Apretó el paquete contra su pecho, soltando un profundo suspiro. Volvió a dejar el paquete sobre la cama y desató la cinta con dedos temblorosos. Retiró el envoltorio, miró con admiración el contenido del paquete y luego levantó el vestido más bonito que había visto jamás. Metros y metros de una muselina del matiz más claro de azul imaginable caían sobre el suelo. El vestido tenía las mangas cortas y abullonadas, adornadas con cintas de color crema. El corpiño tenía un generoso escote y estaba adornado con una cinta color marfil justo debajo del busto, con un ribete de flores color crema y violeta oscuro.

Las flores eran pensamientos.

El mismo ribete de pensamientos adornaba el dobladillo del vestido, y había enredaderas de color verde claro bordadas a lo largo de los pliegues de la falda. Hayley se puso el vestido a la altura del cuello y miró hacia abajo sin creer lo que veían sus ojos. Parecía justo de su talla, la línea del dobladillo le rozaba la parte superior de sus sufridos zapatos marrones de piel.

Se deshizo rápidamente de su polvoriento vestido marrón y deslizó con reverencia aquella creación azul sobre su cabeza. El vestido le iba como anillo al dedo, como si se lo hubieran hecho a medida. Sin apenas poder respirar, Hayley se acercó al espejo de cuerpo entero que había en la esquina de la habitación.

El generoso escote dejaba al descubierto una considerable extensión de piel que la hizo sonrojar. El fino material le caía sobre los pies desde la cinta color marfil que había bajo el busto. Hayley resiguió con un dedo uno de los pensamientos bordados en el corpiño, todavía sin creerse que llevara puesto un vestido tan bonito. Se sentía como una princesa.

Alguien llamó a la puerta.

– Adelante -dijo aturdida, sin poder apartar la vista del espejo.

– Hayley, podrías… -Pamela se paró en seco en cuanto vio a su hermana delante del espejo-. ¡Hayley! ¡Qué vestido tan exquisito! ¿De dónde lo has sacado?

Hayley se dio la vuelta y miró fijamente a su hermana.

– Es un regalo.

– ¿Un regalo? ¿De quién? -Pamela tocó la fina muselina con un dedo.

– De Stephen -dijo Hayley con un hilo de voz-. Me lo ha regalado Stephen.

Pamela abrió la boca de par en par.

– ¿Dé dónde diablos lo ha sacado? ¿Y cómo ha podido pagar un vestido así? Ha debido de costarle una pequeña fortuna.

Hayley sacudió repetidamente la cabeza.

– No tengo ni idea. Lo único que sé es que me he encontrado este paquete encima de la cama al regresar del pueblo. Llevaba una tarjeta. Está ahí, sobre la cama.

Pamela se acercó a la cama, cogió la tarjeta y leyó lo que había escrito. Luego observó el paquete y volvió a quedarse boquiabierta.

– ¿Has visto el resto?

– ¿El resto? ¿Qué resto? -preguntó Hayley ausente. No podía dejar de pensar en el vestido el tiempo suficiente para atender a cualquier otra cosa.

– Mira esto -dijo Pamela sofocada-. ¿Has visto alguna vez una cosa tan preciosa?

Hayley se giró y miró boquiabierta la combinación que le mostraba su hermana. Aquella prenda de ropa interior era de un blanco resplandeciente y estaba tejida con tal delicadeza que casi parecía transparente.

– ¡Santo Dios! -exclamó Hayley acercándose a su hermana. Juntas fueron extrayendo uno a uno los demás artículos que había en el paquete. Unas medias de pierna entera de pura seda, un liguero de raso color marfil adornado con una cinta azul claro, y un par de zapatos azules satinados. Hayley deslizó un pie en uno de ellos. Eran justo de su número.

– ¡Oh, Hayley! -exclamó Pamela con voz entrecortada-. Debe de habértelo comprado para que te lo pongas en la fiesta de mañana. ¡Qué increíblemente romántico!

– No me lo puedo creer -dijo Hayley aturdida-. ¿Cómo lo ha hecho? ¿De dónde lo ha sacado? ¿Cómo ha sabido exactamente qué talla comprar? -Se sonrojó al recordar que Stephen había tocado prácticamente todos los rincones de su cuerpo. Él, mejor que nadie, podía estimar con bastante exactitud sus medidas.

– Tienes que importarle mucho -dijo Pamela con dulzura. Cogió las manos de Hayley y se las apretó con fuerza-. Estoy tan contenta por ti. El señor Barrettson me cae de maravilla y, si te hace feliz, yo le recibiré con los brazos abiertos.

Hayley levantó la cabeza y desplazó su anonadada mirada de los preciosos zapatos al radiante rostro de Pamela.

– ¿De verdad crees que le importo?

– Por supuesto -dijo Pamela sin asomo de duda-. Un hombre no le regalaría algo así a una mujer a menos que le importara muchísimo. -Su mirada se detuvo en la ropa interior desparramada sobre la cama-. Tienes que importarle mucho.

Hayley cerró los ojos e inspiró profundamente.

– Oh, Pamela. Ojalá tengas razón. ¡Dios! Ojalá la tengas.

– Por descontado que la tengo. -Pamela le dio un breve abrazo-. Ahora vamos a quitarte el vestido antes de que se estropee. -Ayudó a Hayley a quitarse la prenda y a colgarla en el armario.

– Espera a que el señor Barrettson te vea con este vestido. Se arrodillará ante ti y te declarará amor eterno -predijo Pamela, alargándole la ropa interior, que Hayley guardó con sumo cuidado en el cajón de la cómoda.

– Espero que la conmoción de verme con algo distinto que un vestido de estar por casa no haga que se le pare el corazón -dijo Hayley con una risa.

– Creo que el corazón del señor Barrettson va a estar demasiado ocupado latiendo desbocadamente para plantearse siquiera la posibilidad de pararse.

Hayley no pudo borrar la radiante sonrisa que sabía había iluminado su rostro al oír las palabras de Pamela. Se volvió a vestir rápidamente con la idea de dirigirse al establo.

Cogidas del brazo, ella y Pamela salieron de la habitación y bajaron las escaleras. En el vestíbulo, se encontraron con Stephen. Con una tímida sonrisa, Pamela se excusó y dejó a Hayley a solas con él.

Hayley abrió la boca con la intención de darle las gracias por el regalo, pero se quedó sin palabras al contemplar la multitud de costras que salpicaban la mandíbula de Stephen.

– ¡Santo Dios! ¿Qué te ha pasado en la cara?

A Stephen se le escapó una risita de arrepentimiento.

– Me he afeitado.

– ¿Te has hecho daño?

– Sólo a mi orgullo. Me temo que afeitarme no es una actividad en la que destaco.

– Entonces, ¿por qué?… -Su voz se desvaneció cuando cayó en la cuenta del motivo-. ¿Te has afeitado por lo que te dijo tía Olivia?

Él se encogió de hombros.

– Tal vez. Y Andrew me había pedido que le enseñara a afeitarse. Me temo que el pobre ha acabado con la cara tan llena de cortes como yo, pero, al fin y al cabo, nos las hemos arreglado bastante bien.

Hayley se derritió por dentro. «¡Dios mío, es encantador! Destrozarse la cara para complacer a una anciana y a un adolescente.» Por un momento, se preguntó por qué sería tan poco hábil en una actividad tan típicamente masculina que probablemente llevaba años realizando, pero no le dijo nada. Era evidente que a Stephen le avergonzaba su falta de habilidades, y ella no tenía ninguna intención de hacerle sentirse violento.

Poniéndole la mano en la manga, le dijo:

– Por favor, déjame ayudarte la próxima vez. Me estremezco con sólo pensar en que tú o Andrew podríais rebanaros el cuello en el intento.

– Te tomo la palabra.

Hayley notó que le subía una oleada de calor por el cuello y supo que se estaba sonrojando.

– Stephen, he encontrado el vestido. Es el vestido más bonito que he visto en mi vida…, que jamás podría llegar a imaginar. Nadie me había hecho nunca un regalo tan maravilloso, o que se sale tanto de lo corriente. -Al pensar en las medias y la ropa interior, se sonrojó todavía más-. No sé qué decir, o cómo agradecértelo.

Stephen le tocó suavemente la cara con un dedo.

– No hace falta que me digas nada, y me lo puedes agradecer poniéndotelo mañana por la noche en la fiesta de la señora Smythe.

– ¿De dónde lo has sacado? ¿Cómo lo has conseguido? ¿Por qué?

– Escribí a Justin, le expliqué con sumo detalle lo que quería y él me lo ha traído hoy. En lo que se refiere al porqué, bueno, supongo que tenía ganas de que tuvieras un vestido que no fuera marrón o gris. Quería que estuvieras tan hermosa como eres. Me preguntaba cómo te sentaría un vestido del color de tus ojos.

A Hayley se le escapó una risita nerviosa.

– Espero no decepcionarte.

Stephen negó con la cabeza y la miró fijamente con ojos sombríos y serios.

– Tú nunca podrías decepcionarme, Hayley.

Al oír aquellas palabras, Hayley se sintió la mujer más afortunada del mundo. Antes de que ni siquiera pudiera pensar en la respuesta, él se inclinó hacia delante con la mirada fija en su boca. «¡Dios mío! Va a besarme. Aquí, en medio del vestíbulo.»

Con el corazón desbocado, ella levantó el rostro. Sólo les separaba una respiración. Estaba…

– ¡Que me aten a la lancha salvavidas y me tiren al mar! -bramó Winston.

Hayley jadeó y dio un paso atrás para separarse de Stephen con tal rapidez que casi tropieza. Se dio la vuelta y respiró aliviada al ver que el ex marinero se estaba peleando con varias cajas que bloqueaban la visión del vestíbulo.

Winston se percató de la presencia de Hayley y Stephen.

– ¿Tiene un minuto, señor Barrettson? Estas cajas no pesan, pero son grandes, y no sé dónde se ha metido ese enclenque saco de huesos.

– Me encantaría ayudarle -dijo Stephen. Se giró hacia Hayley-. ¿Adónde ibas?

– Al establo. Pensaba sacar a Pericles a dar un paseo. -«¡Santo Dios! Ha estado a punto de besarme en el vestíbulo a plena luz del día.» Pero todavía le sorprendía más el hecho de que ella había deseado desesperadamente que lo hiciera. Si Winston no les hubiera interrumpido, probablemente ella se habría colgado de su cuello y lo habría besado hasta olvidarse de su propio nombre.

– Ayudaré a Winston y luego iré a ver cómo te va. Que disfrutes de la cabalgada.

– Gracias. -Intentando disimular su azoramiento, Hayley se dirigió hacia la puerta. «Casi nos besamos en el vestíbulo. ¡Por el amor de Dios! He perdido la cabeza. Callie casi nos cogió in fraganti ayer por la noche, un error que me juré no repetir, y ahora he estado a punto de hacer lo mismo.» Negando con la cabeza, se recordó a sí misma que se suponía que estaba intentando mantenerse alejada de Stephen, una misión que parecía ser incapaz de cumplir durante más de dos segundos seguidos. Cuanto más lo conocía y más tiempo pasaba con él, más insoportable se le hacía la idea de su partida.

«¡Que Dios me ayude! ¡Quiero que se quede!»

«Pero él pronto tendrá que reemprender su vida.»

Fue entonces cuando Hayley descubrió que, a pesar de sus mejores intenciones, nunca aprendería a dejar de desear lo que no podía tener.


Tras ayudar a Winston con las cajas, Stephen fue al establo, pero no había ni rastro de Hayley o Pericles. Volvió a entrar en la casa, fue a la biblioteca y cogió un número atrasado de Gentleman's Weekly. Sentándose cómodamente en el sofá de brocado, buscó la página de Las aventuras de un capitán de barco. Estaba a medio relato, cuando un párrafo le hizo detenerse súbitamente. Volvió a leerlo, seguro de que le estaban engañando los ojos.


– No hay nada más maravilloso que los hijos -dijo el capitán Haydon a su tripulación-. Cuando nació cada uno de mis hijos, mi esposa y yo lo miramos y recordamos el momento en que lo habíamos concebido. -Su risa retumbó en la calma de la brisa marina-. Les pusimos nombres en honor al lugar donde nos habíamos amado. ¡Menos mal que ninguno fue concebido junto a un riachuelo o el pobre se habría llamado «Aguado» o «Riachuelo»!


Miró fijamente la página, boquiabierto, mientras las piezas empezaban a encajar. ¿«Aguada»? ¿Elegir el nombre de los hijos en honor al momento en que fueron concebidos? H. Tripp, Tripp Albright, capitanes de barco, las indagaciones de Justin sobre la situación financiera de los Albright… «¡Maldita sea! Si Hayley no es la autora de los relatos, desde luego tiene alguna relación con ellos.»

¿Era así como mantenía a toda la familia? ¿Vendiendo relatos basados en las experiencias de su padre a Gentleman's Weekly? Stephen recordó la conversación que habían mantenido sobre Las aventuras de un capitán de barco. Hayley se ofendió cuando él cuestionó las habilidades literarias de H. Tripp. Y reconoció que se leía todos los relatos. Por supuesto que los leía, los escribía ella misma. O, por lo menos, ayudaba a alguien a escribirlos.

Empezó a dar vueltas a las implicaciones de todo aquello. Era evidente que Hayley tenía que mantener en secreto su participación en los relatos. Gentleman' s Weekly era la revista de mayor prestigio entre los miembros masculinos de la alta sociedad. Cada lord que Stephen conocía la leía asiduamente, de cabo a rabo. Si los preciados miembros de la aristocracia llegaran a descubrir algún día que los relatos por capítulos de su revista favorita eran obra de una mujer, se escandalizarían y horrorizarían, aparte de dejar de comprar inmediatamente la revista. Un escándalo de ese calibre arruinaría a la revista… y dejaría a la familia de Hayley sin lo que Stephen imaginaba que era su única fuente de ingresos.

Debería haberse escandalizado. Que una mujer vendiera relatos a una revista para hombres era algo que estaba fuera de toda norma, algo completamente inaceptable. Pero, de algún modo, la admiración superaba con creces la conmoción que le había provocado aquel descubrimiento. Cuando tuvo que enfrentarse a circunstancias adversas, Hayley había sabido encontrar la forma de sacar adelante a su familia. Pero, ¿era Hayley el mismo H. Tripp, o simplemente la asesora del verdadero autor de los relatos?

La imperiosa necesidad de conocer la respuesta a aquella pregunta sorprendió a Stephen. Necesitaba ver a Hayley, hablar con ella. ¿Sería capaz de leer la verdad en sus ojos? Sólo había una forma de averiguarlo. La forma en que Hayley se ganaba la vida no era de su incumbencia, pero no podía aplacar la imperiosa necesidad de saber la verdad.

Decidido a hablar con Hayley, se dirigió hacia la terraza. En el vestíbulo se encontró a Grimsley echando una cabezada en una butaca. Dos semanas antes, la visión de un sirviente durmiendo en el vestíbulo le habría enfurecido y consternado. Pero en aquel lugar y en aquel momento, le parecía, en cierto modo, apropiado. Intentando no hacer ruido para no molestar a Grimsley, Stephen se dirigió hacia la puerta que daba al jardín, moviendo repetidamente la cabeza en gesto de negación. Lacayos miopes durmiendo en el vestíbulo, groseros ex marineros vociferando por los pasillos, cocineros lanzando por los aires cazos y sartenes, niños revoltosos rebosantes de energía…; la casa de los Albright y sus ocupantes eran lo más opuesto a aquello a lo que él estaba acostumbrado. Pero, aunque al principio se había sentido aturdido ante aquel caos, ahora sabía que aquel caos no era más que otra forma de llamar al paraíso. Y le iba a resultar muy duro tener que marcharse de allí.

Una vez en el exterior, vio dos figuras en la distancia acercándose a la casa. Enseguida supo que eran Hayley y Callie. Se acomodó en una silla de hierro forjado para esperarlas e inspiró profundamente el aire con olor a tierra. Apoyando la cabeza en el respaldo de la silla, disfrutó del suave picor de los cálidos rayos del sol en la cara. Dentro de dos días estaría de vuelta en Londres, reanudando su vida normal, intentando dar caza a un asesino. «Debo decirle a Hayley que me voy al día siguiente de la fiesta. No puedo posponerlo más, por mucho que lo desee. Se lo explicaré esta misma tarde.»

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de unas voces femeninas. Irguiéndose en la silla, Stephen se protegió los ojos del fuerte sol con una mano. Hayley y Callie estaban corriendo por el césped con los brazos abiertos. Incapaz de resistir la atracción que aquellas risas ejercían sobre él, se levantó de la silla y se acercó a la barandilla del patio para tener mejor perspectiva.

– ¿A que no me pillas? -chillaba Callie, corriendo todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas.

– Oh, sí. ¡Ya lo creo que te voy a pillar! -dijo Hayley mientras la perseguía y simulaba estar a punto de cogerla-. Esta vez no te me escaparás.

Callie siguió dando grititos y riéndose mientras se acercaba al patio, con Hayley pisándole los talones. Stephen observó sus payasadas, y una extraña sensación, una indescriptible nostalgia, le embargó por completo, filtrándosele por las venas. ¿Cómo debía de ser una infancia llena de juegos y risas? ¿De abrazos y sonrisas? Le bastaba con mirar el rostro de Callie, radiante de felicidad, para saber que tenía que ser maravillosa. Hayley estaba siendo una madre excelente para sus hermanos y, si sus sospechas eran correctas, los quería con una profundidad y una generosidad que él creía que no podían existir.

La mirada de Stephen la buscó, siguiéndola mientras perseguía a su escurridiza hermanita simulando que la quería pillar. Se le había soltado el pelo, y sus brillantes rizos castaños flotaban tras ella en un salvaje desorden mientras corría. Stephen sintió que se le agarrotaba la garganta. ¡Era tan condenadamente bonita! Una fascinante combinación de inocencia y naturalidad.

Pero ya no era sólo su hermoso rostro lo que cautivaba a Stephen. Era su belleza interior. Su limpia sonrisa, sus cariñosas caricias. Su corazón generoso, su paciente fortaleza. Si las cosas fueran diferentes…

Stephen cortó en seco sus pensamientos. Las cosas no eran diferentes. Nada era diferente. Y él debía tenerlo presente.

Las risas se hicieron más fuertes, Callie corrió a toda velocidad hacia la casa, pero, justo antes de llegar a los escalones del patio, Hayley la cogió por la cintura y la levantó por los aires.

– ¡Te pillé! -anunció Hayley-. ¡Ya tengo a mi preciosidad! -Cubrió de besos la cara de Callie, y las risitas de felicidad de la pequeña resonaron en la estancia.

Stephen carraspeó, tanto para que ellas se percataran de su presencia como para deshacer el nudo de emoción que se le había formado en la garganta. Dos pares idénticos de ojos azul claro se giraron hacia él. Su mirada se cruzó con la de Hayley, y a él se le aceleró el pulso inmediatamente.

A Hayley se le habían subido los colores del esfuerzo y la piel le brillaba con un intenso color rosa. La mirada de Stephen descendió enseguida hasta la boca, aquella boca carnosa, seductora, que parecía hacerle señas, pidiéndole a gritos que se olvidara de dónde estaban y que la besara hasta la saciedad. Él supo que ella le había leído el pensamiento cuando se esfumó la sonrisa de su rostro y empezaron a temblarle los labios. Casi podía oírla decir: «Sí, quiero que me beses.» Casi podía notar el contacto de sus labios, el sabor de su lengua…

– ¡Señor Barrettson! -Callie se escabulló de los brazos de Hayley y corrió hasta Stephen-. ¡Estamos jugando a «pillar a la chica más guapa»! Yo soy esa chica.

Aquella dulce voz infantil rebosante de entusiasmo interrumpió la sensual ensoñación de Stephen. Él miró al radiante rostro de Callie y no pudo evitar devolverle la sonrisa.

– Ya lo creo que lo eres. Y ya veo que te han cogido.

– Esa es la mejor parte -le confió con un susurro lleno de complicidad.

La mirada de Stephen volvió a centrarse en Hayley.

– Sí, me lo puedo imaginar.

– ¿Le apetece jugar con nosotras? -preguntó la pequeña.

Antes de que Stephen pudiera contestar, intervino Hayley.

– Callie, tanto correr de aquí para allá podría lastimar el hombro o las costillas del señor Barrettson. Podrá jugar con nosotras dentro de una semana o dos, cuando esté completamente recuperado.

– Tal vez -susurró Stephen mientras le invadía una profunda sensación de melancolía.

A partir de pasado mañana, probablemente no la volvería a ver nunca más.

«Díselo. Díselo.» Pero tras contemplar el sonriente rostro de Hayley, radiante de felicidad, Stephen no consiguió hilvanar ninguna palabra.

«Luego. Se lo diré luego.»


– ¿Puedo hablar con usted a solas, Hayley?

Hayley se detuvo cuando se disponía a entrar en la casa. Stephen estaba apoyado en la barandilla del patio, un tobillo sobre el otro y los brazos cruzados sobre el pecho. La cálida brisa le había despeinado, y el sol proyectaba sutiles reflejos en su cabello de ébano. «¡Santo Dios! Se me hace un nudo en la garganta sólo con mirarlo», se dijo Hayley para sus adentros. Tras acompañar a Callie hasta el interior de la casa con la promesa de leerle un cuento después de la cena, Hayley se reunió con Stephen. Estaba a punto de sonreírle, cuando la seriedad de su mirada la paralizó.

Miró hacia abajo y se dio cuenta de que Stephen llevaba en la mano un ejemplar de Gentleman's Weekly. Tuvo un mal presentimiento, y se le puso piel de gallina.

– ¿Va algo mal, Stephen?

Él la miró con una expresión insondable.

– No sé cómo preguntarte esto más que preguntándotelo. ¿Qué relación tienes con H. Tripp?

Las palabras de Stephen hicieron temblar el suelo bajo los pies de Hayley y ella enderezó las rodillas para mantenerse en pie. Notó que se estaba poniendo lívida, pero hizo un esfuerzo para ocultar su angustia y su aturdimiento.

– ¿Qué me acabas de preguntar?

– H. Tripp, el escritor, ¿qué tipo de relación tienes con él?

Hayley empezó a darle vueltas a la cabeza, buscando desesperadamente las palabras adecuadas. «¿Cuánto sabe? ¿Y cómo diablos lo ha averiguado?» Tragándose la angustia y rezando por que su voz sonara serena, preguntó:

– ¿Y por qué crees que tengo alguna relación con él?

En vez de contestarle, Stephen abrió la revista y leyó.


… cuando nació cada uno de mis hijos, mi esposa y yo lo miramos y recordamos el momento en que lo habíamos concebido. […] Les pusimos nombres en honor al lugar donde nos habíamos amado. ¡Menos mal que ninguno fue concebido junto a un riachuelo o el pobre se habría llamado «Aguado» o «Riachuelo»!


Cerró la revista.

– Seguro que ahora entiendes mi pregunta.

Hayley notó que estaban a punto de fallarle las piernas y se dejó caer en una silla de hierro forjado. Abrió la boca con la intención de hablar, pero no le salían las palabras. Había guardado su secreto durante tanto tiempo que no sabía cómo reaccionar. Y, si Stephen se lo había imaginado, ¿cuánto tardaría el resto de la gente en averiguarlo? Si perdía su única fuente de ingresos… Entrelazó los dedos de ambas manos sobre el regazo y apretó fuertemente hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Aquello no podía ocurrir. Ella no lo permitiría. Pero, dadas las circunstancias, no tema ningún sentido intentar mentir a Stephen.

Cogiendo aire con fuerza en señal de determinación, buscó los ojos de Stephen y le miró sin pestañear.

– Yo soy H. Tripp.

Ella esperaba que su confesión molestara a Stephen o le disgustara, pero él se limitó a asentir.

– ¿Lo sabe alguien más?

– No. El editor me ha exigido que lo mantenga en el más estricto secreto…

– Con un buen motivo -la cortó él.

– Sí. -Ella miró a Stephen a los ojos en busca de alguna pista sobre sus sentimientos, pero su rostro seguía igual de impenetrable-. Cuando mi padre murió, necesitábamos dinero desesperadamente. Me negaba a obligar a los chicos a trabajar cuidando niños o como personas de compañía. Los ingresos que recibo de Gentleman's Weekly me permiten mantenerlos. -Restregó las palmas sudadas contra la falda-. Seguro que estás bastante escandalizado.

– No, no lo estoy.

Ella esperaba que Stephen dijera algo más, pero guardó silencio. Tal vez no estaba escandalizado, pero parecía bastante evidente que no lo aprobaba. Y la posibilidad de que su secreto se difundiera la llenaba de pavor.

– Espero que me hagas el favor de no contárselo a nadie. Mi medio de vida depende de que se mantenga mi anonimato.

– No tengo ninguna intención de hacer nada que pueda poner en peligro tu forma de ganarte la vida, Hayley. No revelaré tu secreto. Te doy mi palabra.

Hayley sintió un inmenso alivio y soltó una espiración que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba conteniendo.

– Gracias. Yo…

– No hay de qué. Por favor, discúlpame.

Antes de que ella pudiera decir una palabra más, Stephen abrió la puertaventana y entró en la casa. Hayley lo siguió con la mirada mientras se alejaba y se mordió el labio inferior para impedir que le siguiera temblando.

Aunque él no había dicho nada más, su brusca y fría despedida lo había dicho todo.

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