Cuando a la mañana siguiente Stephen entró en la habitación del desayuno, la encontró vacía, exceptuando a tía Olivia, que estaba sentada a la mesa tomándose un café a sorbos lentos.
– Buenos días, señor Barrettson -dijo ella-. Hay café, fruta y bollitos en el aparador.
– Muchas gracias, señorita Albright -dijo Stephen agradecido. Tenía un insoportable dolor de cabeza debido a lo mucho que se había excedido con el brandy la noche anterior. Deseó desesperadamente que Sigfried estuviera allí para aliviarle el dolor con alguno de los horribles brebajes que solía darle tras una noche de excesos. Puesto que su ayuda de cámara no estaba presente, el café le pareció el mejor candidato para aliviarle el malestar. Le debía a Hayley una disculpa, y quería que todas sus facultades estuvieran intactas antes de enfrentarse a ella.
– Por favor, llámeme tía Olivia -le dijo con una cordial sonrisa-. Todo el mundo lo hace. Y ahora usted forma parte de la familia, querido muchacho.
La mano de Stephen se detuvo a medio camino cuando estaba haciendo el ademán de coger una taza de café. «¿Parte de la familia?» Si apenas sentía que formaba parte de su propia familia.
– Eh… gracias… tía Olivia. -Para disimular su confusión, dio un par de sorbos al café.
– Esta mañana se ve un poco pálido -comentó tía Olivia.
La imagen de Hayley le vino súbitamente a la mente.
– Me temo que no he dormido muy bien.
– No se preocupe, querido. Yo tampoco oigo muy bien algunas veces, aunque la mayor parte del tiempo mi oído es bastante fino, por mucho que se empeñen mis sobrinos en decir que estoy medio sorda. -Negó con la cabeza en señal de disgusto.
Stephen dio otro sorbo al café y estuvo a punto de atragantarse.
– He dicho que no he DORMIDO muy BIEN.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo se encuentra esta mañana?
– Me encuentro bien, gracias.
Una radiante sonrisa iluminó el rostro de querubín de tía Olivia.
– ¿Ah, sí? Me alegra oírlo, aunque me extraña un poco. Está bastante pálido.
– Estoy bien -dijo Stephen con cierto deje de crispación. Aquella conversación le estaba empeorando el dolor de cabeza-. ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó levantando un poco la voz para asegurarse de que tía Olivia le oía bien.
– Hayley está dando clase a los niños en el lago.
– ¿Clase? ¿En el lago?
– Claro que sí. Hayley siempre les imparte las clases al aire libre si el tiempo acompaña. -Luego se inclinó hacia delante-. Yo me he quedado en casa para supervisar lo que hace la mujer que viene del pueblo a lavar la ropa. Hayley dice que no sabe cómo se las arreglaría si yo no estuviera aquí para controlar la tina de lavar. ¡Si no estoy encima de ella, podría estropearnos toda la ropa!
Una media sonrisa iluminó los labios de Stephen. Nadie como Hayley para hacer que su tía se sintiera importante. Se acabó el café, se levantó de la silla y se acercó a tía Olivia. Cuando estuvo justo enfrente de ella, le tomó la mano, le hizo una reverencia formal y le dio un breve beso en el dorso de la mano.
– Hayley y los niños tienen mucha suene pudiendo contar con usted, tía Olivia. -Le dijo en voz alta, y supo que ella le había oído cuando un sonrosado rubor le iluminó las mejillas.
– Bueno. -Se atusó el pelo y dejó caer los párpados con disimulada coquetería-. ¡Qué cosas tan maravillosas dice, señor Barrettson! Apostaría a que usted es incluso más encantador que el mismísimo rey. -Lo miró tímidamente desde abajo y se ruborizó todavía más.
Stephen se rió.
– No estoy muy seguro de que la palabra «encantador» sea la más adecuada para describir a Su Majestad.
A tía Olivia se le pusieron los ojos como platos.
– ¡Santo Dios! Pero… ¿acaso usted le conoce en persona?
– Por supuesto. -De repente Stephen se dio cuenta de lo que estaba diciendo y añadió-: No. -Luego tosió varias veces-. Por supuesto que no. -«¡Maldita sea!, tengo que acordarme de quién soy, o mejor, de quién se supone que soy. Desde luego, los tutores no suelen intimar con reyes»-. Si me disculpa -prosiguió- creo que voy a dar un paseo hasta el lago para ver a los demás. -Volvió a hacer una reverencia sobre la mano de tía Olivia y salió del comedor.
– ¡Qué joven tan simpático! -dijo tía Olivia en voz alta cuando se quedó sola-Es tan encantador. Y tan endiabladamente apuesto. Me pregunto qué estará planeando mi sobrina al respecto.
Stephen oyó sus voces antes de verlos.
Deteniéndose tras un bosquecillo de hayas, se mantuvo fuera de la vista del grupo y estuvo un rato escuchando.
– Excelente. -Era la voz de Hayley-. Y ahora, quién puede decirme quién era Brabancio?
– Era el padre de Desdémona en Otelo -contestó Nathan-. Se oponía tajantemente a su matrimonio con el moro.
– Correcto -dijo Hayley-. ¿Y qué me decís de Goneril?
– Era la malvada hermana mayor del rey en El Rey Lear -contestó Andrew-. Ésta es muy fácil, Hayley. Pregúntanos algo más difícil.
– Está bien. ¿Quién era Demetrio?
– El joven que estaba enamorado de Hermia en El sueño de una noche de verano -dijo Nathan.
– No -objetó Andrew-. Era un amigo de Marco Antonio en Marco Antonio y Cleopatra, ¿verdad, Hayley?
– De hecho, los dos tenéis razón -dijo Hayley-. Shakespeare solía utilizar los mismos nombres para los personajes de obras distintas.
Stephen dio un paso y salió de detrás de los árboles.
– Demetrio también era el hermano de Chiron en Titus Andronicus.
La «clase» era una enorme colcha apolillada extendida sobre la hierba. Nathan y Andrew estaban tumbados boca abajo. Hayley estaba sentada con las piernas dobladas y la falda marrón extendida a su alrededor, mientras Pamela y Callie estaban sentadas a cierta distancia delante de sendos caballetes con pinceles en las manos.
Hayley se giró al oír la voz de Stephen.
– ¡Ste… señor Barrettson! ¡Qué… grata sorpresa!
– ¿Puedo unirme a ustedes?
Hayley dudó un momento y luego se apartó para hacerle sitio.
– Por supuesto.
Stephen se sentó a su lado. La repasó disimuladamente con la mirada y se le desbocó el corazón. El fuerte sol matutino centelleaba sobre su melena castaña, produciendo suaves reflejos rojizos, y un delicado rubor rosáceo le coloreaba los pómulos. A pesar del vestido, sencillo y bastante soso, estaba absolutamente preciosa.
Alargando la mano, Stephen le obsequió con un ramillete de flores.
– Para usted.
Una lenta y bonita sonrisa iluminó por completo el rostro de Hayley, y a él, bastante previsiblemente, le dio un vuelco el corazón.
– Pensamientos -dijo ella con dulzura-. Muchísimas gracias.
Él se le acercó, se inclinó hacia ella y en voz baja, para que sólo ella lo pudiera oír, le dijo:
– Discúlpame, por favor. Ayer por la noche dejé que las cosas se me fueran de las manos.
El rubor de Hayley se intensificó, adquiriendo una tonalidad rosa intenso.
– Por supuesto.
Stephen sintió un gran alivio, aunque todavía le gustó más comprobar que a ella le perturbaba su presencia.
– ¿Quiere unirse a nuestra clase? -le invitó ella-. Casi había olvidado que usted es tutor.
La mirada de Hayley se deslizó hacia abajo, deteniéndose en la boca de Stephen, y éste ahogó un suspiro. A él aquella mirada le afectó como si ella le hubiera acariciado. Tardó varios segundos en procesar aquel comentario. Hayley había olvidado que él era tutor. «Yo había olvidado que te dije que era tutor. Estaba demasiado ocupado recordando nuestros besos.»
Con un gran esfuerzo, dejó de mirar a Hayley y se obligó a centrar la atención en Nathan y Andrew.
– Parece que realmente domináis la obra de Shakespeare -comentó Stephen. «Menos mal que no he llegado en medio de la clase de latín», pensó para sus adentros.
– ¿Le gusta Shakespeare, señor Barrettson? -preguntó Andrew, con los ojos brillantes de curiosidad.
– Sí, pero siempre he preferido las historias del rey Arturo y los caballeros de la tabla redonda. -Recordó sus años de infancia, en que se escapaba furtivamente a los bosques que rodeaban Barrett Hall, con Gregory y Victoria, y jugaban a que estaban buscando el Santo Grial.
Era uno de sus mejores recuerdos de infancia. Pero el juego se acabó en cuanto su padre se enteró de «semejante tontería».
– ¡Nosotros jugamos muchas veces a ser caballeros del rey Arturo! -exclamó Nathan. Señaló un claro del bosque en la distancia-. Estamos construyendo un castillo con piedras en el prado que hay más arriba. Andrew es Arturo y yo Lancelot. Nos falta alguien que haga de Galahad. ¿Le gustaría jugar con nosotros?
– Si no recuerdo mal, Galahad es un joven virtualmente sin defectos -dijo Stephen frunciendo el ceño teatralmente-. No creo que diera la talla.
– ¿Y qué me dice de Perceval? -intervino Andrew-. Era uno de los tres caballeros que buscaban el Santo Grial.
– De acuerdo -asintió Stephen-. Yo seré Perceval. -Se giró hacia Hayley-. ¿Y qué papel desempeña usted en Camelot?
Ella se rió.
– Pamela y yo compartimos el papel de la reina Ginebra. Raramente participamos en las grandes hazañas de los caballeros. Nuestra función consiste en cuidar del castillo y esperar el regreso de los valientes caballeros.
– Callie es el paje del rey Arturo -dijo Nathan.
– Realmente parece que tenéis una buena pandilla para buscar el Santo Grial. ¿Cuándo es la próxima expedición? -preguntó Stephen.
Andrew y Nathan miraron a Hayley expectantes e ilusionados.
– ¿Hoy, Hayley? ¡Por favor!
– Mañana, mis valientes caballeros. No habrá búsqueda del Santo Grial hasta que acabemos las clases y las tareas que tenemos pendientes.
Andrew y Nathan se quejaron, pero obedecieron cuando Hayley les indicó que tenían que proseguir con la clase. Stephen observó con interés los métodos de enseñanza de Hayley. Dio instrucciones a Nathan para que redactara un breve relato, se inventó media docena de complicados problemas de matemáticas para Andrew, indicó a Callie que hiciera dibujos con objetos que empezaran por las distintas letras del abecedario. Y, por último, comentó algunos aspectos de las tareas domésticas con Pamela mientras preparaban el picnic del mediodía. Aquello no tenía nada que ver con las frías y disciplinadas clases que Stephen había recibido de sus rígidos tutores particulares durante su infancia.
¿Hacía aquella mujer algo de forma convencional? Por supuesto que no. Y él estaba empezando a sospechar que aquello formaba parte de su tremendo atractivo.
Cuando los niños hubieron completado sus tareas, todo el mundo se reunió en torno a la colcha para comer. Hayley sacó fuentes conteniendo pasteles fríos de carne, pollo, pescado y queso, mientras Pamela iba cortando rebanadas de pan.
Después de servir a los niños, Hayley se dirigió a Stephen.
– Espero que tenga hambre, señor Barrettson.
– Muchísima -le aseguró Stephen, recordándose a sí mismo que estaban hablando de comida.
– ¿Qué parte del pollo prefiere? -le preguntó, mirando dentro de la cesta de la comida-. Tengo tres muslos, una pechuga y dos alas.
– ¿En serio? Debe de verse negra para encontrar ropa que le vaya bien.
Al principio pareció confundida por aquellas palabras y luego, cuando se dio cuenta de lo que significaban, se le tiñeron las mejillas de un rojo intenso.
– No me refería a…
– Estaba bromeando, Hayley -dijo con dulzura, sintiéndose más alegre de lo que se había sentido en muchos años. Alargó el brazo alrededor de Hayley, cogió un muslo de pollo y le dio un mordisco con fruición-. Delicioso -proclamó, guiñándole el ojo con descaro. «Nunca pensé que ser tutor fuera tan divertido.»
Inclinándose hacia Hayley, le dijo bajando la voz:
– Te estás sonrojando, Hayley. Igual que cuando me dijiste que tu nombre significaba «prado de heno». -Hizo una pausa y le miró directamente a la boca-. Creo que ahora nos conocemos lo suficiente para que me expliques por qué el significado de tu nombre te enciende de ese modo las mejillas.
Mirando a su alrededor, Stephen comprobó que Andrew y Nathan estaban absortos en la improbable combinación de actividades que suponía comer pasteles de carne e intentar coger un saltamontes. Pamela y Callie estaban sentadas en el extremo más alejado de la extensa colcha, comiendo, mientras se reían de las payasadas de Andrew y Nathan.
– Esto es todo lo solos que podremos estar entre semejante multitud. Cuéntamelo ahora -le instó.
A Hayley le brillaron los ojos como si algo le pareciera sumamente divertido.
– No quiero escandalizarte.
Él agitó la pata de pollo en el aire en un ademán triunfal.
– Yo no me escandalizo por nada. Te lo aseguro.
– Está bien, pero luego no digas que no te he avisado. En la familia Albright es tradición poner nombre a los hijos en honor al lugar o las circunstancias que rodearon su… eh… concepción.
Stephen la miró fijamente durante varios latidos de corazón mientras iba entendiendo lo que acababa de oír.
– Te refieres a que tus padres…
– Exactamente. En un prado de heno. Estoy profundamente agradecida a que no hubiera ningún riachuelo cerca o tal vez me habrían puesto un nombre tan horrendo como «Aguada» o «Riachuela».
– Desde luego. -A Stephen se le escapó una risita-. Debo admitirlo, ahora siento curiosidad por el origen de los nombres de tus hermanos.
Ella levantó las cejas.
– Tenías razón. No te escandalizas por nada.
– Afirmativo.
– De acuerdo. Pamela significa «fabricada con miel». Al volver de uno de sus viajes, mi padre le trajo a mi madre una jarra de porcelana llena de miel y… -Su voz se fue desvaneciendo poco a poco.
Stephen contuvo la risa.
– No hace falta que sigas. Me lo puedo imaginar.
– Nathan significa «regalo de Dios» y mis padres lo eligieron porque habían rezado pidiéndole a Dios un varón. Andrew significa «varonil», elegido por mi madre porque ella decía que mi padre era… eso, varonil. -Hayley se llevó la mano a la boca y tosió-. Y Callie significa «la más bonita», de nuevo elegido por mi madre para conmemorar su… bueno, aquella noche con mi padre.
Stephen no estaba seguro de qué le hacía más gracia -aquellas «escandalosas» anécdotas o el creciente color carmesí que estaban adquiriendo las mejillas de Hayley. Sus miradas se cruzaron y los dos dejaron de reírse. El regocijo de Stephen se desvaneció súbitamente, dando paso al imperioso deseo de tocarla. De besarla. Todas las promesas que se había hecho a sí mismo la noche anterior se esfumaron como por arte de magia, y el firme propósito que había tomado se derritió como el azúcar en el té caliente.
Por primera vez en muchos años, no tenía absolutamente nada que hacer aparte de sentarse sobre una colcha junto a un lago y mordisquear muslos de pollo, y estaba disfrutando de lo lindo. Todas las obligaciones y responsabilidades con que tenía que cargar estaban a kilómetros de distancia de aquel momento. Le embargó una profunda sensación de paz que no había sentido en toda su vida.
No debería coquetear con Hayley, pero no lo podía evitar. Su mirada se detuvo en aquellos inmensos ojos de un azul cristalino y una lenta sonrisa curvó la comisura de sus labios.
Stephen deslizó un dedo perezoso por la ruborizada mejilla de Hayley. Ella inspiró entrecortadamente y separó ligeramente los labios, atrayendo la atención de Stephen. La necesidad de volver a probar el sabor de aquella apetitosa boca se estaba imponiendo sobre su sentido común a marchas forzadas. Inclinándose más hacia ella, le susurró al oído:
– Tu piel adquiere la tonalidad más fascinante cuando…
– ¡Hayley! -la voz de Callie irrumpió súbitamente-. ¿Puedo tomar un poco de sidra?
Hayley respiró sofocada. A Stephen le embargó una profunda decepción.
Apartando la mano de Stephen con un movimiento brusco, Hayley centró su atención en servir a Callie un poco de sidra, y se perdió la magia del momento.
Pamela volvió a unirse al grupo y se sirvió otra rebanada de pan.
– ¿Qué edad tienen los niños a quienes enseña, señor Barrettson? -preguntó Pamela.
Stephen se forzó en apartar la mirada de la tentadora boca de Hayley.
– El joven a quien tenía como alumno hasta hace poco se trasladó a Eton recientemente, y ahora mismo estoy sin trabajo -improvisó sobre la marcha-. Tengo programado empezar con una nueva familia el mes que viene.
– ¿Dónde vive esa familia? -preguntó Callie-. Espero que viva cerca de Halstead para que le podamos ver a menudo. -Sus grandes ojos se clavaron en Stephen y le miraron con gran expectación.
La alegría de Stephen se desvaneció ligeramente y una nota de seriedad se reflejó en su rostro. En cuanto abandonara Halstead, dudaba que volviera a ver otra vez a los Albright. Su vida estaba casi exclusivamente en Londres o la finca que tenía en el campo, el Señorío de Glenfield, que se encontraba a dos horas de Londres en la dirección opuesta a la de Halstead. Él y los Albright se movían en círculos sociales completamente diferentes. No, era poco probable que los volviera a ver.
– Me temo que la familia vive muy lejos de Halstead, Callie -contestó él. Los ojos de Callie perdieron súbitamente el brillo de la esperanza, y Stephen sintió una punzada de ternura en el corazón.
– Vaya -dijo Callie, visiblemente decepcionada. Luego se le volvió a iluminar el rostro-. Tal vez pueda venir a visitarnos. Hayley me prometió que celebraríamos una fiesta el mes que viene por mi cumpleaños. ¿Le gustaría venir? Habrá una gran merienda con té, pastas y pasteles.
Stephen se salvó en el último momento gracias a un fuerte ladrido. Se dio la vuelta y emitió un grito sofocado mientras observaba atentamente a tres perros gigantescos -¿o eran caballos pequeños que habían aprendido a ladrar?- que corrían directamente hacia ellos como alma que lleva el diablo. Sin demasiado entusiasmo, Stephen hizo ademán de levantarse, pero Hayley le retuvo sujetándole del brazo.
– Yo de usted no me levantaría -le avisó entre risas-. Sólo conseguirá que le tiren al suelo.
– ¿Qué diablos son? -Stephen miró con desconfianza a las bestias que se aproximaban-. Parece como si pudieran comerse a Callie de un bocado. Y casi están encima de nosotros.
– Son nuestros perros. Ya sé que su aspecto es bastante intimidador, pero son dóciles como corderitos. Limítese a quedarse quieto y deje que le olfateen. Se harán íntimos amigos en menos que canta un gallo.
A Stephen no le dio tiempo a contestar. Los tres perros se precipitaron sobre ellos, ladrando, dando lengüetazos y moviendo nerviosamente la cola, y se instauró el caos. Las bestias alternaban entre engullir ávidamente cualquier resto de comida que había quedado sobre la colcha, lamer a los Albright y ladrar de forma desafiante. Stephen se quedó sentado, completamente paralizado, rezando para que el monstruo que le estaba olfateando la oreja no decidiera arrancársela de cuajo al confundirla con unos entremeses.
– ¿Puedo presentarle a nuestros perros, Winky, Pinky y Stinky? -dijo Hayley intentando sin demasiado éxito contener la risa-. Chicos, os presento al señor Barrettson, nuestro invitado. Espero que le tratéis con la máxima amabilidad y consideración.
A la bestia que estaba justo delante de Stephen le faltaba un ojo.
– Supongo que éste es Winky [4] -tanteó Stephen dirigiendo una mirada de reojo a Hayley.
– Sí, el pobre Winky perdió un ojo al poco tiempo de nacer. Y éste es Pinky [5]. Callie le puso ese nombre porque, cuando era un cachorro, no tenía pelo, sólo piel de color rosa.
Stephen se contuvo de señalar que Pinky seguía sin tener mucho pelo. Era probablemente el ser más horripilante que Stephen había visto en toda su vida.
La tercera bestia se acercó a Stephen, restregó el hocico contra su cara y ladró una vez. Sin lugar a dudas, aquel animal era Stinky [6]. El hedor de su aliento casi mareó a Stephen. Luego, antes de que él pudiera hacer nada, la bestia le lamió todo el lado de la cara con su lengua viscosa y hedionda.
– ¡Venga, chicos! -gritaron Nathan y Andrew. Recogieron varios palos y corrieron hacia la orilla del lago.
Al cabo de varios segundos, los perros entraban nadando en el agua, persiguiendo con visible entusiasmo los trozos de madera.
– ¿Necesita un pañuelo? -preguntó Hayley a Stephen mirándole sin ningún disimulo la cara manchada de saliva.
Stephen se tocó la mejilla con los dedos.
– De hecho, creo que un buen baño sería más apropiado -dijo en tono de guasa. Si Sigfried hubiera vivido aquella escena, su impecable ayuda de cámara habría muerto de apoplejía, inmediatamente después de condenar a muerte a aquellos perros.
– Espere aquí, le mojaré una servilleta.
Hayley se levantó, caminó hasta el lago, se agachó y sumergió el extremo de una servilleta de lino en el agua.
– ¡Cuidado, Hayley!
El aviso de Andrew llegó demasiado tarde.
En cuanto Hayley se levantó, una de las bestias saltó sobre ella y le apoyó las enormes patas delanteras encima de los hombros.
Hayley, que evidentemente no estaba preparada para recibir un saludo tan entusiasta, perdió el equilibrio. Se cayó hacia atrás y aterrizó en el agua, con una sonora salpicadura, mientras el gigantesco animal seguía encima de ella, lamiéndole la cara.
Stephen se puso de pie de un salto, ignorando el dolor que aquel repentino movimiento le provocó en las costillas, y corrió hacia la orilla.
– ¡Para ya, perro loco! -chilló Andrew, dándole a la bestia un fuerte empujón.
El perro obsequió a Hayley con un último lametón en la cara y se alejó, corriendo orilla abajo, seguido por sus compañeros en una frenética carrera.
Cuando Stephen llegó a la orilla, Andrew y Nathan habían ayudado a Hayley a ponerse de pie y la estaban ayudando a salir del lago. Stephen se detuvo y contempló la escena.
Hayley estaba empapada, de pies a cabeza. Tenía la melena aplastada contra el cráneo, pequeñas hojitas pegadas a los cabellos y manchas de lodo salpicándole la cara, como pequeñas pecas sobre su pálida piel.
El vestido, manchado de lodo negro, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Stephen la repasó de arriba abajo con la mirada, mientras su imaginación se deleitaba con la perfección de las curvas que se insinuaban bajo el tejido.
Las ventanas de la nariz se le contrajeron en cuanto le llegó una bocanada de aire procedente de Hayley. Olía a perro muerto. Era evidente que Stinky era el culpable. La mirada de Stephen se volvió a detener en el rostro de Hayley y se quedó de piedra, atónito ante lo que veían sus ojos.
Esperaba que Hayley estuviera enfadada. Cualquiera de las mujeres que conocía, incluyendo su hermana, que tenía buen corazón, estaría furiosa y enrabiada después de semejante incidente.
Pero Hayley sonreía.
– ¿Estás bien? -le preguntó Pamela mientras tomaba a Callie de la mano.
Hayley se rió y se miró de arriba abajo.
– Bueno, tengo un aspecto horrible y huelo todavía peor, pero aparte de eso, estoy bien. -Dirigió una tímida mirada a Stephen-. ¿Le había comentado que los perros son algo excitables?
A Stephen se le ocurrieron inmediatamente varios adjetivos más para describir aquellas bestias asquerosas, pero antes de que pudiera decirlas, los perros volvieron corriendo a todo galope con las lenguas colgando. Las tres bestias rodearon al grupo y se sacudieron simultáneamente para secarse, salpicando chorros de agua con lodo en todas direcciones. Luego despegaron al unísono, desapareciendo entre los árboles.
Stephen se miró la camisa empapada e hizo ademán de secarse las gotas de agua de la cara con la manga mojada.
– ¿Ha dicho excitables? -preguntó repasando con la mirada al resto del grupo.
Estaban todos mojados y sucios, especialmente la pequeña Callie, que estaba calada hasta los huesos.
– Quizás excesivamente entusiastas sea la palabra -sugirió Pamela con una risita, mientras se apartaba el pelo mojado de la cara.
– Y también demasiado apasionados -añadió Andrew con una sonrisa.
– De hecho, mentalmente desequilibrados sería más exacto -masculló Stephen mientras negaba repetidamente con la cabeza.
Nathan se giró hacia su empapada y sucia hermana mayor y la miró con ojos suplicantes.
– Hayley, por favor, ¿podemos bañarnos en el lago? Venga, por favor. Ya estamos calados.
Stephen creía que Hayley se opondría, pero vio brillar una chispa de malicia en sus ojos. Se bajó súbitamente la falda empapada hasta las rodillas y dijo:
– ¡Tonto el último!
El resto de los Albright, incluyendo Pamela, la única que hasta aquel momento Stephen había considerado que estaba en su sano juicio, se lanzó al lago. Nathan aterrizó de barriga, salpicando a todos los demás al sumergirse en el agua. Stephen se quedó de pie en la orilla, entre divertido y horrorizado por aquel comportamiento tan eufórico y desinhibido. Empezaron a salpicarse agua unos a otros al tiempo que se proferían insultos shakesperianos.
– «¡Oh, atroz es mi delito! ¡Su corrompido hedor llega hasta el cielo!» -Salpicadura.
– «¡Huelo por todas partes a orines de caballo, lo que pone a mi nariz en gran indignación!» -Salpicadura.
– «¡El suyo es un olor deshonroso y escandaloso!» -Salpicadura.
Stephen negó repetidamente con la cabeza en señal de desconcierto. Todos eran candidatos para ingresar en el manicomio. Pero, maldita sea, su alegría era contagiosa. Inclinando la cabeza hacia atrás, Stephen se rió hasta que le empezó a doler la mandíbula. Sencillamente, no se podía contener. La familia al completo, desde Hayley, supuestamente adulta, hasta la pequeña Callie, estaba empapada, sucia y, evidentemente, pasándoselo en grande.
– ¡Señor Barrettson! ¡Señor Barrettson! Usted es el tonto; todavía no se ha bañado en el lago. -Callie corrió hasta Stephen y le cogió la mano, tirando de él-. ¡Vamos! ¡Se está perdiendo toda la diversión!
Stephen dudó. «¿Juguetear en el lago? ¿Vestido?» Nunca había hecho nada tan indecoroso en toda su vida. Una cosa era verlo y otra muy distinta practicarlo.
Callie volvió a estirarle del brazo.
– No tenga miedo, señor Barrettson. No es más que agua.
Stephen estiró en sentido contrario.
– No tengo miedo.
Acercándose más, Callie le dijo en voz baja:
– Si Winston estuviera aquí, le diría: «Meta su asqueroso culo en el agua de una puñetera vez. No se le va a encoger.» Eso es lo que les dice a Andrew y Nathan cuando se niegan a bañarse.
Una serie de escandalosas carcajadas casi dejan a Stephen sin respiración. Entre horrorizado y divertido ante el desparpajo de Callie, Stephen dio un par de pasos hacia delante mientras se debatía entre si debía o no corregir a la pequeña.
Callie interpretó claramente aquel movimiento como un signo de recapitulación. Se colgó del brazo de Stephen y éste desistió. «¡Qué diablos! ¡Nadie se enterará!» Dejó que Callie le arrastrara hasta la orilla. En el instante en que se unió al resto del grupo, una pared de agua le golpeó el rostro, cogiéndole desprevenido y dejándole farfullando.
– ¡Ahí va eso! -Hayley le dirigió una sonrisa desafiante. Decidido a recuperar su dignidad, Stephen soltó un fuerte gruñido y golpeó la superficie del agua con ambas manos, salpicando agua con todas sus fuerzas. Sus doloridas costillas protestaron, pero él ignoró el dolor, empeñado como estaba en recuperar su honor. Callie y Andrew se pusieron de su lado, en contra de Nathan, Pamela y Hayley, y enseguida se declaró una guerra total.
Tras casi media hora, Hayley pidió un alto el fuego.
– ¡Alto! -dijo sofocadamente, jadeando por el esfuerzo.
Stephen seguía agachado, con las manos bajo la superficie, preparado para atacar. Miró al bando opuesto con ojos achinados.
– ¿Os rendís?
– Sí, yo me rindo. Ya no puedo más -dijo Hayley, apartándose el pelo mojado de la frente.
– Tampoco yo -dijo Pamela jadeando.
– ¡Pero, Hayley! -protestó Nathan-. Yo todavía no me quiero rendir.
Hayley acarició a Nathan en la cabeza.
– Parte de ser un buen jefe consiste en saber cuándo te han derrotado. Ya les venceremos la próxima vez.
– Aceptamos vuestra rendición -dijo Stephen solemnemente. Los bandos opuestos se estrecharon las manos y salieron del lago chapoteando, riéndose y chorreando agua.
Acababan de pisar la orilla cuando les llegó una voz masculina procedente de la densa arboleda.
– ¡Hola! ¿Es usted, señorita Albright?
Las miradas de todos se centraron en un grupo de personas que salían del bosque.
– ¡Santo Dios, Hayley, es el doctor Wentbridge! -dijo Pamela en voz baja y con tono de preocupación-. ¿Qué pensará de mí si me ve en este estado? ¡Oh, Dios!
– Venga, deprisa. -Hayley cogió a Pamela de la mano y corrió con ella hacia la colcha. Recogió una sábana limpia del suelo y la sacudió enérgicamente para que se desprendieran las hojas-. No podemos hacer nada con tu pelo, pero, por lo menos, te taparemos el vestido mojado. -Hayley envolvió a Pamela en la sábana, apartó con la mano un mechón empapado del rostro húmedo y ruborizado de su hermana y luego se giró hacia los recién llegados.
Stephen y los niños se unieron a Hayley y Pamela justo cuando ellas estaban a punto de saludar a dos caballeros y una dama. Cuando los recién llegados se encontraban a unos metros de ellos, se detuvieron.
– ¡Señorita Albright! -dijo el más bajo de los hombres-. Pero… ¿qué clase de tragedia se ha cernido sobre usted?
Stephen miró de arriba abajo al hombre que acababa de hablar. Era un joven apuesto de cabello castaño claro y preocupados ojos azules. Stephen se dio cuenta de que la mirada de aquel hombre se detenía en Pamela, a quien inmediatamente se le ruborizaron las mejillas, adquiriendo un delicado color rosa. Volviendo a mirar a Hayley, a Stephen le extrañó que se hubiera puesto pálida y que guardara un silencio impropio de ella. Su atención estaba centrada en el otro hombre del trío.
El otro joven, de cabello rubio y ojos azul claro, también era bastante apuesto. Stephen se tensó cuando vio que aquel hombre examinaba la forma en que el empapado vestido de Hayley se pegada a las curvas de su cuerpo. Luego Stephen detuvo la vista en la dama que se encontraba entre ambos caballeros. Era bastante atractiva, aunque tenía una expresión un tanto malhumorada.
Hayley carraspeó.
– Estábamos jugando con los perros y acabamos todos en el lago, me temo.
– ¡Qué desafortunado accidente, pero qué propio de usted, querida Hayley! -dijo la mujer arrugando la nariz. Stephen vio cómo la arrogante mirada de la mujer recorría a todo el grupo y se detenía en él. Sus ojos castaños se abrieron de par en par en señal de sorpresa, y luego se entornaron, visiblemente interesados en lo que veían-. Hayley, querida, creo que debería hacer las presentaciones de rigor -musitó la arrogante belleza, mientras sus ojos repasaban ávidamente cada centímetro de la húmeda anatomía de Stephen, aparentemente gustándole lo que veía.
– ¿Presentaciones? -Hayley siguió la mirada de la mujer y vio a Stephen-. Oh, sí. Por supuesto. Les presento al señor Stephen Barrettson, de Londres. Es nuestro invitado y va a quedarse con nosotros varias semanas. -Hayley asintió y luego miró a Stephen-. Señor Barrettson, le presento a la señora Lorelei Smythe, vecina del pueblo -añadió sin el menor entusiasmo.
Stephen hizo una reverencia formal ante la mano que le tendía la mujer.
– Es un placer, señora Smythe.
– El placer es mío, señor Barrettson -asintió la señora Smythe con voz sedosa mientras volvía a deslizar la mirada por toda la estatura de Stephen.
Hayley prosiguió con las presentaciones:
– Le presentó al doctor Marshall Wentbridge, también vecino del pueblo. Marshall completó recientemente sus estudios y ahora es médico. Le visitó cuando estaba herido.
Marshall Wentbridge tendió amistosamente la mano a Stephen.
– Me alegra verle tan recuperado, señor Barrettson. Es evidente que ya ha conocido a Winky, Pinky y Stinky -dijo frunciendo irónicamente los labios.
– Triste pero cierto -asintió Stephen con una mueca.
Stephen soltó la mano del doctor Wentbridge y dirigió la atención al hombre de cabello rubio. Para su irritación, aquel hombre estaba mirando sin ningún disimulo los senos de Hayley, cuyos contornos se marcaban bajo la ropa mojada. Stephen arrugó inmediatamente la nariz.
Esperó a que Hayley hablara, y le sorprendió lo afectada que sonaba su voz.
– Señor Barrettson, déjeme presentarle a otro vecino del pueblo: el señor Jeremy Popplemore.
Aquel nombre le sentó a Stephen como una patada en la entrepierna. Jeremy Popplemore. Hizo un gran esfuerzo por permanecer inexpresivo mientras examinaba al hombre que había dejado plantada a Hayley.
Jeremy le tendió la mano.
– Encantado de conocerle, señor Barrettson -dijo con visible falta de interés, sin apartar la mirada de Hayley.
Stephen dio un paso a un lado y se puso delante de Hayley, impidiendo de ese modo que Jeremy Popplemore siguiera recorriendo su cuerpo tan ávidamente con la mirada, y le estrechó la mano con la misma falta de interés.
– Bueno, me ha encantado volverles a ver a todos -dijo Hayley asomándose tras el hombro de Stephen-, pero, como pueden ver, estamos un poco indispuestos y debemos regresar a casa. Por favor, discúlpennos. -Se dio la vuelta, cogió a Callie de la mano y empezó a andar hacia la casa. No había dado más de dos pasos cuando la voz de Lorelei Smythe la hizo detenerse.
– Antes de que se vaya, Hayley, querida, debo explicarle el motivo que nos ha traído aquí -dijo mientras alargaba la mano para entregarle a Hayley un papel doblado lacrado en rojo-. Es una invitación para que usted y Pamela asistan a una pequeña fiesta que celebraré en mi casa dentro de una semana en honor al feliz regreso de Jeremy a Halstead. También me encantaría que asistiera usted -añadió dirigiéndose a Stephen-. Espero que, para entonces, todavía siga en Halstead, señor Barrettson. Será un placer para mí verlo en mi fiesta. -Una lenta sonrisa iluminó su rostro mientras sus ojos recorrían los músculos claramente visibles bajo la empapada camisa de Stephen.
Stephen percibió enseguida la sugerente invitación en la seductora mirada de la mujer. Parecía como si se lo fuera a comer literalmente como merienda.
Determinado a ser amable con los vecinos de Hayley, Stephen inclinó la cabeza hacia delante y contestó:
– Sería un honor para mí asistir a su fiesta.
– Excelente. -La mirada de Lorelei seguía fija en Stephen. Luego miró puntualmente a Hayley-. Espero que para entonces ya haya podido secarse, mi querida Hayley -dijo con una carcajada. Luego se cogió con ambas manos a los brazos de sendos acompañantes-. Caballeros, volvamos al pueblo antes de que regresen esos salvajes perros.
Los dos hombres se despidieron y a Stephen le hizo gracia que Marshall Wentbridge no apartara la vista de Pamela hasta el último segundo. Sin embargo, no le hizo ninguna gracia que Jeremy Popplemore no apartara la vista de Hayley hasta el último segundo.
Ni la más mínima.
– Hayley, espera.
Stephen no quería que su petición sonara como una orden, pero fue incapaz de ocultar su irritación.
Hayley se giró hacia él con las cejas levantadas en señal de interrogación. El resto del desaliñado grupo continuó por el camino hacia la casa.
– ¿Qué ocurre, Stephen?
Stephen repasó con la mirada el empapado vestido de Hayley, que se pegaba a su voluptuoso cuerpo como un guante de satén, y el más puro deseo masculino se adueñó de él. En vez de sangre, le corría fuego por las venas, y perdió completamente la calma.
– Tenemos que hablar sobre tu falta de… decencia.
A Hayley se le levantaron todavía más las cejas.
– ¿Qué acabas de decir?
– Ese hombre, ese tal Popplecart [7]…
– Popplemore.
– Eso. Le ha faltado poco para ponerse a babear cuando te ha visto el vestido pegado al cuerpo de una forma que sólo se puede describir como indecente.
A Hayley se le encendió el rostro.
– Seguro que le has malinterpretado. Jeremy nunca me ha faltado al respeto.
– Ya lo creo que lo ha hecho. Te ha desnudado con los ojos hace apenas cinco minutos. -«Y, maldita sea, yo también lo he hecho.» Su irritación dio paso a la ira-. Tu forma de vestir dista poco de lo escandaloso. Si no te exhibes en pantalones de montar hiperceñidos…
– ¡Exhibirme! -exclamó Hayley irritada.
– … vas calada hasta los huesos y… -indicó su estado con un movimiento de mano- bueno, calada. Tu comportamiento dista muy poco de lo escandaloso.
Los ojos de Hayley echaban chispas azules.
– ¿Ah, sí? Entonces, dime, ¿qué es exactamente lo que encuentras tan ofensivo?
– ¡Todo! -dijo furioso. Toda la frustración que había ido acumulando en su interior explotó y salió a bocajarro-. La forma en que montas a caballo, a horcajadas. Que leas revistas de hombres. Que siempre lleves el pelo suelto. Por el amor de Dios, sólo las niñas y las cortesanas llevan el pelo de ese modo. -Empezó a dar vueltas nerviosamente delante de ella-. Siempre estás tocando a la gente. ¿Tienes alguna idea de lo inapropiado que fue que me afeitaras? ¿Pasear a solas conmigo por el jardín? ¿Dejar que te besara?
Stephen hizo una breve pausa para tomar aire y prosiguió:
– Y luego está la forma en que llevas la casa. Tus hermanos deberían estar en un internado, Callie necesita una institutriz y a todos les iría bien un poco más de disciplina y unas normas estrictas a seguir. Las clases se dan entre cuatro paredes, no sobre una colcha apolillada. Los niños y el personal de servicio no comen en el comedor ni en la misma mesa que los adultos. -Hizo una pausa en su invectiva y se pasó los dedos por el pelo mojado-. Winston necesita pulir su lenguaje y Pierre controlar su genio. Tu casa está a un paso del caos, y el comportamiento de toda tu familia a menudo roza los límites de la decencia.
Hayley seguía echando fuego azul por los ojos.
– ¿Ya ha acabado el señor?
Stephen asintió tensamente.
– Sí, creo que eso lo abarca prácticamente todo.
– Excelente. -En vez de amedrentarse en vista del enfado de Stephen, como él esperaba, Hayley dio un paso hacia él y le golpeó fuertemente con el índice en el pecho. Stephen retrocedió sorprendido-. Ahora es usted quien me va a escuchar y a entender, señor Barrettson. Puede decir cuanto quiera sobre mí, pero no ose insultar a mi familia. -Volvió a golpearle en el pecho, esta vez más fuerte-. Tal vez nos salgamos un poco de lo habitual, pero sugerir que no somos decentes es un grave error. Todos y cada uno de los miembros de mi «caótica» familia, desde Winston hasta la pequeña Callie, son acogedores, afectuosos, amables y generosos, y yo estoy sumamente orgullosa de todos ellos. No permitiré que ni usted ni nadie digan una sola palabra en su contra.
»Y en lo que se refiere a sus otras quejas, no tuve otra elección que montar a Pericles a horcajadas cuando le rescatamos, puesto que usted no llevaba ninguna silla lateral en su caballo, y no creo que el Parlamento haya decretado que leer revistas de hombres sea ningún crimen. Sólo llevo pantalones de montar por las noches en la intimidad de mi propiedad, nunca en el pueblo. Que usted me viera con pantalones fue un accidente. Raramente pierdo el tiempo intentando «domar» mi pelo porque, me haga el recogido que me haga, siempre se me acaba soltando. Y, en lo que se refiere a tocar a la gente, no es más que mi forma de mostrar afecto. Mi madre y mi padre siempre tenían una caricia para cada uno de nosotros. Ellos me inculcaron esa tendencia con su ejemplo, y yo espero inculcársela también a mis hermanos en ausencia de mis padres. Si hubiera sospechado que lo encontraba tan desagradable, jamás le habría puesto una mano encima.
Hayley hizo ademán de volver a golpear a Stephen en el pecho, pero él se apresuró a dar un paso atrás. Ella seguía echando fuego por los ojos.
– Y, cuando me ofrecí a afeitarle, sólo estaba pensando en su comodidad. Según recuerdo, usted también participó en lo que ocurrió en el jardín. Estoy de acuerdo en que cometí un grave error al permitir que me besara, pero tenga por seguro que no se volverá a repetir, sobre todo teniendo en cuenta que usted lo encontró tan detestable.
– Hayley, yo…
– Todavía no he acabado -dijo, y su mirada sumió a Stephen en el más sepulcral de los silencios-. No dispongo de suficiente dinero ni para contratar a una institutriz ni para enviar a los chicos a un internado, pero quiero dejarle algo muy claro, aunque lo tuviera, jamás se me ocurriría enviar a Andrew y a Nathan lejos de casa.
»Tenemos muchas normas sobre las tareas domésticas y el comportamiento. Tal vez no estén a la altura de sus elevados estándares, pero eso no las convierte en inadecuadas. Imparto disciplina a mis hermanos con firmeza y afecto al mismo tiempo, y creo que son unos chicos estupendos. Revoltosos, sí, pero a mí me preocuparía mucho más que se estuvieran sentados, con la boca cerrada y las manos quietas.
Hayley frunció los labios y se golpeó el mentón con los dedos.
– Hummm… ¿Qué más ha encontrado ofensivo el señor?
Antes de que Stephen pudiera abrir la boca, ella se apresuró a añadir.
– Ah, sí. Nuestra colcha apolillada. Nos gusta hacer clase al aire libre. Me sorprende que, siendo usted tutor como es, no lo haga también con sus alumnos, pero es obvio que discrepamos bastante en la mayoría de las cuestiones. Los niños y los «sirvientes» comen en el comedor porque forman parte de la familia, un concepto sobre el que es obvio que usted no sabe absolutamente nada. Y, si Pierre despotrica de vez en cuando y a veces Winston habla de una forma un tanto grosera, yo los acepto tal y como son porque les quiero, otro tema del que usted parece saber bien poco, y por eso me da lástima.
Stephen la miró fijamente. Lo había dejado sin palabras. No le habían echado semejante rapapolvo en toda su vida. Hacía cinco minutos, se sentía dominado por una ira que él consideraba plenamente justificada. Ahora se sentía como un chiquillo ruborizado en pantalones cortos después de haber recibido un duro sermón.
Se sentía como un imbécil. Al dejarse dominar por el enfado, la frustración y, ¡maldita sea!, los celos, sólo había conseguido enfadar a Hayley, aparte de un pecho dolorido. Se frotó la piel que le palpitaba bajo la camisa. Desde luego, Hayley tenía fuerza en el dedo.
Dirigiéndole una última mirada que a Stephen se le clavó como una espada, Hayley empezó a subir el camino que llevaba a la casa. Stephen sintió una tremenda vergüenza, junto con una desazón que le agarrotó las entrañas.
Aceleró el paso para alcanzarla y la cogió por el brazo.
– Hayley, espera.
Ella se detuvo y miró inequívocamente la mano de Stephen sobre su brazo, y luego le miró directamente a los ojos.
– Por favor, déjeme. Acaba de dejar bastante claro lo mucho que detesta el contacto físico.
Él retiró lentamente la mano mientras se le revolvía el estómago. El problema no era que le desagradara su contacto, sino que le gustaba demasiado.
– Te debo una disculpa.
El silencio y una ceja levantada fueron toda la respuesta de Hayley ante aquella declaración.
– Estaba enfadado y me he pasado. -Y luego añadió-: Lo siento.
Ella lo miró fijamente durante un minuto largo. Luego ladeó afectadamente la cabeza y dijo con frialdad:
– Acepto sus disculpas, señor Barrettson. Ahora, discúlpeme, por favor, debo cambiarme de ropa, no puedo seguir vestida con este «escandaloso» atuendo.
Dio media vuelta y siguió caminando hacia la casa, arrastrando el vestido.
Stephen se quedó allí parado, mirándola fijamente mientras se alejaba. No lograba recordar la última vez que alguien se había atrevido a contradecirle. O la última vez que se había disculpado. Ni aquel desagradable remordimiento por haber hecho sufrir a otra persona. Ni tampoco que le importara que alguien pensara mal de él.
Lo único que sabía era que le dolía el corazón.
Y no tenía nada que ver con los golpes que Hayley le había dado en el pecho.