Capítulo 3

Stephen despertó lentamente.

Tomó conciencia poco a poco de diversas partes de su cuerpo y de inmediato deseó no haberlo hecho.

Todas le dolían endiabladamente.

Era evidente que alguien le había prendido fuego a su hombro, y una legión de demonios le estaba estrujado las costillas de una forma insoportable. Y, en nombre de Dios, ¿quién diablos le estaba aporreando la cabeza? Probablemente la misma bestia que se dedicaba a clavarle cuchillos en las piernas. «¡Maldita sea! Que ese indeseable se vaya al infierno», pensó.

Con un gran esfuerzo, abrió lentamente los ojos. Intentó girar la cabeza, pero enseguida desistió de la idea cuando el más leve movimiento le hizo palpitar las sienes a un ritmo atroz. «¡Dio mío! ¿Cuánto bebí anoche? ¡Qué resaca tan asquerosamente horrible!» En vez de mover la cabeza, deslizó cautelosamente la mirada, inspeccionando el entorno más inmediato.

Le resultaba completamente desconocido.

De pronto sintió un fuerte mareo que le obligó a cerrar los ojos de golpe, mientras juraba evitar durante el resto de su vida el licor que lo había dejado en aquel estado. Apretando los dientes a causa del dolor, hizo un gran esfuerzo para volver a abrir los ojos e inspeccionó la habitación. La confusión se unió a los percusionistas que le estaban aporreando la cabeza.

Era la primera vez que veía aquella alcoba. «¿Dónde demonios estoy y cómo he llegado hasta aquí?»

En el hogar ardía un pequeño fuego que iluminaba débilmente la estancia con un suave resplandor. Vio una mesa de madera de cerezo y un gran armario ropero de caoba. Paredes decoradas con un descolorido papel a rayas. Recias cortinas color vino. Un par de butacas orejeras a juego. Una jarra y un juego de vasos de cristal.

Había una mujer durmiendo en un sofá.

La mirada de Stephen se detuvo, fascinado por aquella mujer. En una habitación llena de objetos desconocidos, aquella mujer le parecía, en algún sentido, vagamente familiar. Un halo de brillantes rizos castaños enmarcaba un rostro exquisito, de finos rasgos. Largas y oscuras pestañas reposaban sobre sus mejillas proyectando sombras crecientes en su cutis color crema, que parecía de porcelana. Stephen se preguntó de qué color serían los ojos que ocultaban aquellas pestañas. Su mirada se detuvo en los labios de la mujer y permaneció fija en aquella parte del cuerpo durante un rato. Aquella mujer tenía la boca más bonita que él había visto nunca. Labios rosados, carnosos y sensuales. Eran unos labios increíbles, que parecían pedir a gritos que alguien los besara. ¿Los habría besado él alguna vez? No, concluyó. No recordaba haber probado su sabor. Y él sabía que nunca olvidaría el tacto y el sabor de una boca tan sensual. Pero entonces, ¿por qué le resultaba aquella mujer tan familiar?

Antes de que pudiera reflexionar detenidamente sobre ello, sintió otro mareo al tiempo que las sienes empezaron a latirle con furia. Un gemido escapó de sus labios.

El sonido, aunque apenas audible, aparentemente penetró en los sueños de la mujer, que abrió lentamente los ojos con un temblor de pestañas. Stephen vio que posaba en él una mirada somnolienta. Durante varios segundos ambos se miraron fijamente a los ojos. «Azules. Sus ojos son azules. Del azul claro de las aguamarinas.»

La mujer abrió los ojos de par en par. Soltó un grito sofocado, se puso en pie de un brinco y se acercó a la cama.

– ¡Está despierto! -Apoyándose con la cadera en el borde de la cama, alargó la mano y le tocó la frente-. La fiebre ha remitido. ¡Gracias a Dios! -exclamó con una sonrisa.

Stephen la observó, intentando poner orden en sus ideas. El tacto de su mano era suave, reconfortante y familiar. ¿ Quién era aquella mujer? ¿Y dónde diablos estaba?

– ¿Le apetece beber un poco de agua? -le preguntó con una voz suave y rasgada que le recordó a un buen brandy, suave, penetrante y cálido.

Stephen tenía los labios secos y le dolía la garganta. Era como si un batallón entero de Napoleón le hubiera entrado por la boca y pisoteado la garganta con las botas puestas. Consiguió hacer un pequeño gesto afirmativo con la cabeza.

Ella cogió una jarra que había en la mesita de noche y vertió agua en un vaso. Lo incorporó ligeramente, sosteniéndole la cabeza con una mano, le acercó el vaso a los labios con la otra y le ayudó a beber. El agua fresca le bajó por la garganta, calmando la sensación de sequedad. Cuando el vaso estuvo vacío, ella lo volvió a acostar con delicadeza.

– ¿Quién…? -dijo la palabra con un ronco susurro.

– Me llamo Hayley. Hayley Albright. -Una dulce sonrisa iluminó sus carnosos labios-. ¿Puede decirme cómo se llama usted? Me encantaría poderme referir a usted de otra forma que con la palabra «herido».

– Ste… Stephen. -La palabra apenas fue audible, pero ella pareció oírla.

– ¿Stephen? -Él asintió a duras penas y ella amplió la sonrisa-. Bueno, Stephen, bienvenido de nuevo al mundo de los vivos. Hemos estado muy preocupados por usted. ¿Cómo se encuentra?

Quería contestarle que había tenido días mejores, pero un dolor agudo le atenazó repentinamente el brazo, e hizo una mueca. La mueca le exacerbó el latido de las sienes. Cerró los ojos y emitió un gemido.

– No intente moverse ni hablar, Stephen -le instó ella dulcemente-. Limítese a quedarse quieto. Ha estado muy grave durante esta última semana.

– ¿Grave? -repitió Stephen, haciendo un esfuerzo por volver a abrir los ojos. «Bueno, eso tiene sentido. Sabe Dios lo fatal que me encuentro.»

– Sí, le encontramos medio sumergido en un riachuelo en un bosque que hay aproximadamente a una hora de Londres. Le habían disparado en el brazo y tenía una herida profunda en la cabeza, sin mencionar las costillas rotas y un sinfín de cortes, rasguños y moretones. Conseguimos traerle a casa y le hemos estado cuidando desde entonces. -Sus ojos recorrieron el rostro de Stephen, con expresión de sincera preocupación-. ¿Se acuerda de algo?

Stephen la escuchó mientras su mente retrocedía al pasado, intentando asimilar aquellas palabras. Al principio, no tenía ni idea de sobre qué le estaba hablando Hayley, pero, de repente, empezó a recordar. Oscuridad. Peligro. Alguien siguiéndole. Un disparo. Olor a quemado. Un calor abrasador. Un dolor candente en el brazo. Corriendo a toda prisa a lomos de Pericles por el bosque. Un segundo disparo. Y luego una caída.

Las pinceladas y las piezas del rompecabezas encajaron rápidamente. Alguien había intentado matarle. Otra vez. Era la segunda vez que le ocurría en sólo un mes. Pero, ¿quién quería verle muerto? Y ¿por qué? Se le hizo un nudo en el estómago. Fuera quien fuese su enemigo, sin duda lo volvería a intentar en cuanto descubriera que seguía con vida. Tenía que averiguar dónde estaba.

– ¿Dónde… estoy? -«Maldita sea», pensó, «tengo la garganta como si me la hubieran rasurado con una navaja de afeitar oxidada.»

– En mi casa, la casa de los Albright, justo a las afueras del pueblo de Halstead, en Kent. Unas tres horas al sureste de Londres.

Menos mal. Afortunadamente estaría a salvo en un pueblecito tan alejado de la ciudad. Stephen abrió la boca con la intención de hablar, pero, en vez de hacerlo, se encontró a sí mismo mirando a Hayley fijamente, completamente prendado de la expresión de su rostro. Además de tener unos ojos preciosos, su mirada era la más bondadosa que había visto nunca. Transmitía ternura, compasión y sincera preocupación, como un dulce baño de miel. «¿Cuándo fue la última vez que alguien me miró así?», se preguntó. No había habido ninguna otra vez. Nadie le había mirado de aquel modo. Nunca.

Pasó un largo minuto antes de que pudiera preguntar con voz ronca:

– ¿Y mi caballo?

Ella esbozó una sonrisa.

– Su caballo está bien. Es el animal más distinguido que he visto en toda mi vida. Y uno de los más listos. Fue él quien nos guió hasta usted. Se hizo un corte en la pata delantera y algunos rasguños sin importancia, pero está prácticamente curado. Hemos cuidado muy bien de él, se lo prometo. -Hayley se acercó a Stephen y le cogió la mano, apretándosela suavemente entre sus palmas-. No debe preocuparse por nada. Sólo concéntrese en ponerse bien y en reponer fuerzas.

– Duele. -Tragó saliva-. Cansado.

– Lo sé, pero ya ha pasado lo peor. Lo que ahora necesita es comer y dormir. ¿Tiene hambre?

– No. -Vio cómo ella vertía varias gotas de un medicamento en un vaso de agua. Luego lo incorporó, le sostuvo la cabeza para que pudiera beber y le volvió a colocar la cabeza sobre la almohada.

– Le he dado láudano para el dolor. También le ayudará a conciliar el sueño. -Le puso la mano en la frente.

Stephen notó su suave tacto y, de repente, recordó por qué aquella mujer le resultaba tan familiar.

– Ángel -murmuró mientras cerraba los ojos-. Es el ángel.


Varias horas después, Hayley se unió al desayuno familiar.

– Tengo buenas noticias para todos -informó al grupo con una radiante sonrisa en el rostro-. Parece ser que nuestro paciente va a salir de ésta. Esta madrugada se ha despertado y hemos estado hablando un rato. He ido a ver cómo se encontraba y le he tocado la frente justo antes de venir. Está durmiendo plácidamente y no parece tener fiebre. -«Y tiene los ojos verdes. De un precioso verde musgo. Como un bosque en el crepúsculo», añadió para sus adentros.

– Son muy buenas noticias, señorita Hayley -dijo Grimsley mientras dejaba en la mesa una gran fuente de huevos revueltos y arenques ahumados.

– Ya lo creo que sí -intervino Andrew, de catorce años-. ¿Crees que el tipo ese sabrá jugar al ajedrez? Nathan juega fatal. -Andrew dirigió a su hermano menor una mirada fulminante.

– Se llama Stephen, no tipo ese -informó Hayley a su hermano con una mirada de aviso. Supuso que aún debía de estar agradecida porque Andrew no hubiera utilizado una expresión más dura, como asqueroso y repugnante canalla, para referirse al herido.

– ¿Crees que le gustarán las meriendas con pastas y té, Hayley? -preguntó Callie, de seis años, con la esperanza brillando en sus ojitos azules.

– Por descontado que no -intervino Nathan. Puso los ojos en blanco con toda la aversión masculina de que puede hacer acopio un niño de once años-. Es un hombre, no una…

– Ya basta, Nathan -le regañó Hayley con un tono que hizo callar al niño inmediatamente. Se giró hacia Callie y acarició los negros rizos de la pequeña-. Estoy segura de que le encantará tomar el té contigo.

Nathan y Andrew resoplaron disgustados. Callie sonrió alegremente.

Winston entró en el comedor con ropa de trabajo. A petición de Hayley, tanto él como Grimsley comían en el comedor con el resto de la familia. En casa de los Albright nadie estaba para formalismos, y los dos sirvientes eran como dos miembros más de la familia.

Hayley saludó al ex marinero con una afectuosa sonrisa, haciendo un esfuerzo por no reírse abiertamente ante la expresión que se dibujaba en su rostro. Tenía cara de haberse levantado con el pie izquierdo, como un oso a quien han despertado en plena hibernación.

– Buenos días, Winston. Tengo buenas noticias. El hombre se ha despertado y le ha bajado la fiebre.

Winston negó repetidamente con la cabeza y señaló a Hayley con su recio dedo acusador.

– ¡Que me encadenen a la regala y me golpeen con el sextante! Hay que tener cuidado con quién mete uno en casa. Espero que no sea ningún asesino, zeñorita Hayley. Lo arrastramos hasta aquí, le salvamos su miserable vida y ahora tenemos que rezar para que no sea un criminal que nos pueda matar mientras durmamos. Parece despiadado, ya lo creo que lo parece. He visto suficiente mundo con su padre, que en paz descanse, para reconocer a un canalla en cuanto lo veo. Lo mataré con mis propias manos. Le…

– Estoy segura de que no será necesario -interrumpió Hayley sin apenas poder contener la risa-. Parece un hombre muy agradable.

– Parece un necio gorrón -masculló Winston.

– ¿Te ha dicho algo, Hayley? -preguntó Pamela en un evidente intento de modificar el cariz que estaba tomando la conversación.

– Sólo ha dicho unas pocas palabras. Tenía mucho dolor, de modo que le di un poco de láudano. Tal vez se encuentre mejor conforme vaya avanzando la mañana.

Tía Olivia levantó súbitamente la cabeza y miró hacia arriba, con una expresión de confusión en el rostro.

– ¿Cabaña? ¿Para qué queremos una cabaña?

Hayley se mordió la cara interna de los pómulos para contener la risa. Tía Olivia, que guardaba un extraordinario parecido con su fallecido padre, siempre estaba absorta en el libro que estaba leyendo o en su labor de punto. Con la atención fija en su última novela o labor, y siendo un poco sorda, raramente podía seguir una conversación entera.

– No, nadie va a construir ninguna cabaña, tía Olivia -contestó Pamela en lugar de su hermana levantando la voz-. Esperamos que el herido mejore durante esta mañana.

Tía Olivia asintió, con la comprensión reflejándose en sus ojos.

– Bueno, eso espero. La pobre Hayley ha cuidado a ese hombre hasta la extenuación. Recuperarse por completo es lo mínimo que puede hacer él. Y me alegra oír que no vamos a construir ninguna cabaña. No la necesitamos para nada. Ya tenemos bastante con la casa, el establo y el corral.

Todos los días, después de desayunar, el grupo recogía la mesa y luego cada uno se dedicaba a sus obligaciones. Todo el mundo se ponía manos a la obra para ayudar en las tareas domésticas. Yendo tan justos de dinero como iban, no podían contratar a ningún sirviente, exceptuando a una mujer que venía una vez por semana para ayudar a lavar la ropa.

Haciendo caso omiso de las protestas de Andrew y Nathan, Hayley reunió a toda la familia para encargarle a cada uno la tarea de aquel día. A los chicos les tocaba sacudir las alfombras de sus dormitorios, una tarea que odiaban, aduciendo que era cosa de mujeres. Sin inmutarse, Hayley los mandó afuera. A Pamela le tocaba sacar el polvo, y a tía Olivia zurcir ropa. Callie iría a recoger los huevos al gallinero mientras Winston reparaba el tejado. Y Hayley trabajaría en el jardín con Grimsley en cuanto comprobara cómo se encontraba Stephen.

Hayley fue a coger la cesta de los huevos para entregársela a Callie.

– ¿Has visto a Callie? -le preguntó a Pamela.

– No durante los últimos minutos. Probablemente ya está de camino al corral.

– Se ha olvidado de coger la cesta -dijo Hayley con un suspiro. Fue hasta la puerta principal, salió al exterior y cruzó el césped. Cuando llegó al corral, asomó la cabeza y miró dentro.

– ¿Callie? ¿Dónde estás? Te has olvidado de coger la cesta. -Sólo obtuvo el silencio como respuesta. Miró alrededor, sin ver ni rastro de su hermana pequeña.

«Y ahora, ¿dónde puede haberse metido esta niña?»

Stephen abrió lentamente los ojos con un gran esfuerzo, parpadeando ante la fuerte luz solar que se colaba por la ventana. En silencio, repasó mentalmente su anatomía y constató, para su alivio, que se encontraba mejor que la última vez que se había despertado. Le seguían doliendo la cabeza y el brazo, pero el dolor sordo que le paralizaba todos los huesos del cuerpo se había esfumado.

Giró la cabeza y se encontró mirando fijamente a una niña pequeña de cabello oscuro que estaba sentada en el sofá. Recordaba vividamente a la joven que había visto la última vez que se había despertado, y aquella niña era un duplicado en miniatura de ella.

Los mismos rizos relucientes, los mismos llamativos ojos de color azul claro. Era obvio que eran madre e hija.

La niña apretaba una vieja y desgastada muñeca entre sus rollizos bracitos y estudiaba a Stephen, con el rostro iluminado por una ávida curiosidad.

– Hola -le dijo con una sonrisa-. Por fin se ha despertado.

Stephen se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua.

– Hola -le contestó con voz ronca.

– Me llamo Callie -dijo la niña, balanceando las piernas adelante y atrás como un péndulo-. Y usted se llama Stephen.

Stephen asintió con la cabeza y sintió un gran alivio al comprobar que el movimiento sólo le había provocado un leve latido en las sienes.

La pequeña le enseñó su muñeca.

– Le presento a la señorita Josephine Chilton-Jones. Puede llamarla señorita Josephine, pero no la llame nunca Josie. A ella no le gusta, y no se deben hacer cosas que no le gustan a la gente.

Stephen, sin saber si la pequeña esperaba una respuesta, se limitó a volver a asentir con la cabeza. Al parecer, su respuesta agradó a la niña, porque volvió a estrechar a la muñeca entre sus brazos y siguió hablando.

– Estaba muy grave. Los mayores se turnaron para cuidarle, pero a mí no me dejaron. Todo el mundo dice que soy demasiado pequeña, pero eso no es verdad. -Se inclinó hacia delante-. Tengo seis años, ¿sabe? De hecho, estoy apunto de cumplir siete. -Después de facilitarle esta información, se recostó en el respaldo del sofá y volvió a balancear las piernas.

En vista de la mirada expectante de la niña, Stephen llegó a la conclusión de que la pequeña quería que le dijera algo. Se rompió la cabeza intentando pensar en algo que decirle, pero se le había quedado la mente en blanco. La última vez que había mantenido una conversación con un niño él debía de ser también un niño.

– ¿Dónde está tu madre? -le preguntó por fin.

– Mi mamá está muerta.

– ¿Muerta? Pero… si la vi ayer por la noche -susurró Stephen visiblemente confundido.

– Ésa era Hayley. Es mi hermana, pero me cuida como si fuera una mamá. Nos cuida a todos. A mí, a Pamela, a Andrew, a Nathan, a tía Olivia, a Grimsley, a Winston y hasta a Pierre. Ah, y también a los perros y la gata. Mamá está muerta.

– ¿Dónde está tu padre?

– Papá también está muerto, pero tenemos a Hayley. Yo quiero mucho a Hayley. Todo el mundo la quiere. Tú también la querrás -predijo la pequeña asintiendo solemnemente.

– Ya entiendo -dijo Stephen, aunque no entendía nada. ¿Aquella joven cuidaba de toda aquella gente? ¿La única adulta? No, la niña había mencionado a una tía, ¿no?-. ¿Tienes una tía?

Callie asintió, y el gesto hizo rebotar sus brillantes rizos negros.

– Oh, sí, tía Olivia. Es hermana de papá, y vino a vivir con nosotros cuando él murió. Se parece mucho a papá, pero ella no tiene barba, sólo un bigote muy pequeño. Tienes que sentarte en su falda para verlo. Está bastante sorda, ¿sabe?, pero huele a flores y me cuenta cuentos divertidos.

Sin hacer ninguna pausa para respirar, la niña prosiguió:

– Y luego está mi hermana Pamela. Es muy guapa y viene a casi todas las meriendas que organizo. Andrew y Nathan son mis hermanos. -Hizo una mueca de disgusto-. Supongo que son simpáticos, pero siempre se están metiendo conmigo y eso no me gusta.

– ¿Y quiénes son los demás… Winslow, Grimsdale y Pierre?

A Callie se le escapó una risita.

– Querrá decir Winston, Grimsley y Pierre. Antes eran marineros, igual que papá, pero ahora viven con nosotros. Pierre es el cocinero. Es muy refunfuñón, pero hace pasteles que están para chuparse los dedos. Winston arregla las cosas que se estropean en casa. -Se acercó más a Stephen y se inclinó hacia delante, de una forma claramente conspiradora-. Tiene tatuajes por todo el cuerpo y los brazos muy peludos y dice las palabras más feas que se pueda imaginar, como «vete al asqueroso infierno», y dice que Grimsley es «una patada en el culo».

Stephen no estaba demasiado seguro de cómo responder ante aquel nuevo dato sobre el folclore familiar. «¡Santo Dios! ¿Son todos los niños tan precoces?», se preguntó. Miró aquellos perfectos y diminutos labios que acababan de decir «vete al asqueroso infierno» y «culo» y notó que se contraían sus propios labios.

– ¿Y quién es Grimsley?

– Es nuestro mayordomo. Le crujen las rodillas cuando se mueve y siempre está perdiendo las gafas. Él y Winston estaban con Hayley cuando ella le rescató. Le trajeron a casa y Hayley le ha estado cuidando desde entonces. Estaba muy grave -dijo con un inequívoco tono de reprimenda-. Estoy contenta de que ahora se encuentre mejor porque así Hayley podrá descansar. Está muy cansada y lleva una semana entera sin venir a mis meriendas. -Callie miró a Stephen con curiosidad-. ¿Le gustaría venir a mi próxima merienda? La señorita Josephine y yo servimos los mejores bollitos de todo Halstead.

Antes de que a Stephen se le ocurriera una respuesta adecuada, la puerta se abrió de par en par y Hayley entró a toda prisa en la habitación.

– ¡Callie! -Arrodillándose delante del sofá, Hayley abrazó a la pequeña y la atrajo hacia sí-. ¿Qué estás haciendo aquí? Te he estado buscando por todas partes.

– Estaba invitando a Stephen a mi próxima merienda.

Hayley se giró hacia la cama con el rostro iluminado por una tierna sonrisa.

– ¿Cómo se encuentra esta mañana, Stephen?

– Mejor. Hambriento.

Estampando un breve beso en los relucientes rizos de Callie, Hayley se liberó de los pegajosos brazos de la pequeña y se acercó a la cama. Puso la palma de la mano en la frente de Stephen y se amplió su sonrisa.

– Ya no tiene fiebre. Me desharé de este bichito y volveré enseguida con su desayuno. Ven conmigo, Callie -instó a la niña dándole un golpecito en la mano-. Las gallinas te están esperando. Te echan terriblemente de menos.

Callie saltó del sofá y dio unos pasos hacia la cama. Se inclinó hacia delante hasta que su boca estuvo a la altura de la oreja de Stephen.

– Las gallinas me echan de menos porque yo no les llamo «asquerosos y malolientes pajarracos», como Winston -le susurró al oído. Se enderezó y asintió, dirigiendo a Stephen una mirada de complicidad. Luego le dio la mano a Hayley y dejó que ésta la guiara fuera de la alcoba.

Cuando se quedó solo, Stephen emitió un suspiro de alivio. ¿Por qué no estaba aquella niña en un jardín de infancia o con su institutriz? La pequeña hablaba sin parar y, aunque habían dejado de palpitarle las sienes, todavía estaba ligeramente mareado. Levantó una mano y se tocó la frente. Sus dedos palparon un vendaje. Desplazando las yemas por su rostro, se tocó una recia barba de varios días. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una semana? No era de extrañar que le hubiera crecido tanto la barba.

Deslizó la mano hacia abajo y se palpó el vendaje de las costillas. Una inspiración profunda le bastó para confirmar que aún le faltaba bastante para estar completamente curado. Cuando probó a mover las piernas, descubrió dos cosas: que le dolían pero las podía mover y que estaba desnudo.

Miró bajo la sábana y frunció el ceño. Alguien le había quitado la ropa y le había lavado. Por alguna razón insondable, un extraño hormigueo recorrió todo su cuerpo cuando se imaginó a Hayley Albright inclinándose sobre su cuerpo desnudo.

La puerta de la alcoba se abrió y entró Hayley con una gran bandeja en las manos. Stephen se arregló apresuradamente la sábana. Un calor desconocido le inundó el rostro.

– Ya estamos aquí-dijo, colocando la bandeja sobre la mesita de noche. Miró a Stephen y arrugó la frente-. ¡Santo Dios! Se le han sonrojado las mejillas. Espero que no le haya vuelto a subir la fiebre -dijo mientras le ponía la mano en la frente.

«¿Sonrojado?», se preguntó Stephen y, acto seguido, dijo más bruscamente de lo que pretendía:

– Estoy bien. Sólo tengo hambre.

– Por supuesto. Y no está caliente. -Hayley lo observó detenidamente durante breves momentos, frunciendo los labios-. Hummm. Le resultará mucho más fácil comer si le incorporo un poco.

Alargando el brazo por delante de Stephen, Hayley cogió dos almohadones del otro lado de la cama.

– Déjeme ayudarle -dijo, incorporándolo con delicadeza y colocándole los almohadones detrás de la espalda-. ¿Qué tal?

Tras superar el mareo inicial, Stephen se encontró considerablemente mejor, aunque se sentía muy débil. Y una inspiración profunda habría estado completamente fuera de lugar.

– Bien. Muchas gracias.

Hayley se sentó en el borde de la cama y cogió de la bandeja un cuenco y una cuchara. Luego cogió con la cuchara un poco de una especie de puré de extraño aspecto.

– ¿Qué es? -preguntó Stephen, aunque no le importaba demasiado. Estaba tan hambriento que se habría comido hasta las sábanas.

Ella le acercó la cuchara a los labios.

– Una especie de porridge. [2]

Aunque a Stephen le resultaba raro que alguien le diera la comida en la boca, no tenía fuerzas para discutir. Abrió la boca obedientemente y tragó.

– ¿Le gusta? -preguntó ella, estudiando la expresión del rostro de Stephen.

– Sí. Es muy bueno. Muy peculiar.

– No me extraña, porque tenemos un cocinero muy peculiar.

– ¿Ah sí? ¿En qué sentido? -preguntó Stephen y luego abrió la boca para recibir la próxima cucharada.

– Pierre es…, bueno, bastante temperamental, digamos que tiene bastante genio. Su sensibilidad gala es fácil de herir.

– Entonces, ¿por qué le contrató?

– Oh, no le hemos contratado. Pierre era el cocinero del barco de mi padre. Cuando mi padre murió, Pierre se instaló en casa y se hizo cargo de la cocina. Pobre de quien ose entrar en sus dominios sin su permiso. Y, si Pierre le da permiso para entrar, ya se puede preparar para «cogtag» cebollas y «pelag» patatas hasta que se le caigan los brazos.

Una sonrisa tiró de las comisuras de la boca de Stephen. Pierre tal vez fuera difícil, pero hacía un porridge condenadamente rico. Y Stephen sabía muy bien lo que era tener problemas con los sirvientes. Su propio cochero se había jubilado el año pasado, y él había tardado meses en encontrar un sustituto adecuado.

Tras vaciar el cuenco, Stephen se empezó a encontrar mucho mejor. Cuando Hayley le ofreció una tostada, él aceptó y le dio un mordisco. Masticando en silencio, analizó detenidamente a la joven que estaba sentada en el borde de la cama.

Era muy bonita. Hermosa, de hecho. Con aquel rostro oval tan cerca, Stephen no pudo evitar fijarse en la nube de pequeñas pecas de color claro que tenía sobre su chata nariz, ni en la textura suave y delicada de su cutis color crema. Sus ojos eran realmente extraordinarios, expresivos, transparentes como el cristal y enmarcados por unas preciosas cejas delicadamente arqueadas. Aquellos ojos de un azul cristalino lo miraban con evidente curiosidad y preocupación.

La mirada de Stephen se detuvo en los labios de Hayley. Eran exactamente como los recordaba. Rosados, carnosos, sensuales; daban ganas de besarlos. De hecho, aquélla era la boca más sensual que Stephen había visto en toda su vida. Tragó saliva y carraspeó.

– Usted y sus lacayos me rescataron -dijo, forzándose a apartar la mirada de la boca de Hayley.

– Sí. ¿Recuerda algo de lo ocurrido?

– Me seguían dos hombres. Recuerdo que corrí con Pericles entre los árboles. Me dispararon e intenté ocultarme en el bosque. -Se tocó cuidadosamente el vendaje de la frente con expresión decepcionada-. Por lo visto, no lo conseguí.

Hayley, visiblemente alarmada, abrió los ojos de par en par y se apretó el estómago con una mano.

– ¡Santo Dios! ¿Salteadores de caminos?

Stephen pensó inmediatamente que el hecho de que ella sospechara que alguien intentaba matarle no era lo que más le convenía en aquel momento. Seguro que lo enviaba de vuelta a Londres si creía que había la más remota probabilidad de que el asesino se presentara en su casa, y él tenía más claro que el agua que no se sentía con fuerzas para emprender el viaje. Además tampoco quería asustarla. Seguro que, fuera quien fuese quien quería verle muerto, no le encontraría allí.

– Salteadores de caminos, por supuesto -contestó él-, intentaron robarme la bolsa del dinero. ¿Lo… consiguieron? -Stephen no llevaba ninguna bolsa con dinero, ya que guardaba una pequeña reserva de fondos en un escondrijo que tenía en su pabellón de caza, pero no podía explicarle aquello a Hayley.

– Me temo que sí, porque no encontramos ninguna bolsa con dinero cuando le rescatamos. Le encontramos en el fondo de un barranco, con medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera de un riachuelo. Estaba inconsciente y sangraba abundantemente.

Stephen percibió claramente la compasión de Hayley en la seriedad de su mirada.

– ¿Cómo me encontraron?

– Vimos a su caballo parado al lado del camino. Tenía varios rasguños, estaba ensillado y sin jinete. No hacía falta ser ningún genio para suponer que había ocurrido algo malo. Lo monté y me guió directamente hasta usted.

Stephen hizo ademán de llevarse la mano a la boca, pero se detuvo a medio camino y miró fijamente a Hayley.

– ¿Acaba de decir que montó a Pericles? -Stephen no se lo podía creer. Pericles no permitía que lo montara nadie más que él. Ninguna otra persona podía dominar a aquel animal tan corpulento.

– ¿Es así como se llama? ¿Pericles?-Después de que Stephen asintiera con la cabeza, ella añadió-: Sabía que tendría un nombre regio. Es un animal fabuloso. Tan tierno y cariñoso.

Stephen la miró fijamente, sin salir de su asombro. Era obvio que no estaban hablando del mismo animal.

Sin interpretar el silencio de Stephen como una muestra de sorpresa, Hayley prosiguió:

– Cuando mi padre estaba vivo, teníamos varios buenos caballos, pero ahora sólo tenemos a Sansón. Es un caballo pío castrado, tan dócil como un corderito, pero fuerte y vigoroso.

– ¿Pericles se dejó montar? Normalmente no permite que lo monte nadie excepto yo.

Ella negó con la cabeza.

– Se me dan muy bien los caballos. Parece como si tuviéramos una afinidad mutua. Su Pericles es muy inteligente. Es obvio que sabía que usted tenía problemas y supo ver que yo podría ayudarle.

– ¿Cómo consiguió montarlo sin una silla de mujer?

A Hayley se le sonrojaron las mejillas y se mordió el labio inferior.

– Yo… bueno… lo monté a horcajadas.

– ¿A horcajadas? -preguntó Stephen. «Seguro que he oído mal.»

Hayley se sonrojó todavía más.

– Por experiencia, sé que las circunstancias extremas a menudo requieren soluciones que se salen de lo corriente.

– Entiendo -dijo Stephen, aunque, de hecho, no entendía nada. Era evidente que Hayley Albright era una mujer que se salía de lo corriente, algo por lo que él debía estar agradecido, puesto que, gracias a eso, había podido salvarle la vida.

– ¿Tiene usted algún familiar o amigo a quien podamos informar sobre su paradero? Estoy segura de que deben de estar muy preocupados por usted.

Stephen tuvo que contenerse la amarga risa que le provocaban las palabras de Hayley. «Muy preocupados. Lo dudo mucho.» Sus padres, el duque y la duquesa de Moreland, no se percatarían de su ausencia a menos que ésta interfiriera con alguno de sus interminables compromisos sociales o aventuras extramatrimoniales. Su hermano, Gregory, era demasiado egoísta, se emborrachaba demasiado a menudo y estaba demasiado metido en sí mismo para preocuparse por el paradero de Stephen. Y la apocada mujer de Gregory, Melissa, parecía tenerle miedo, de modo que era poco probable que lamentara su ausencia.

Solamente su hermana pequeña, Victoria, podría preguntarse por su paradero, pero hasta eso era poco probable, puesto que él y Victoria no tenían ninguna cita programada para la semana anterior.

Pero, fuera quien fuese quien estaba intentando matarlo, era evidente que estaría pensando en él. ¿Pensaría quien había intentado asesinarle que había logrado su objetivo? ¿O ya se había percatado de su fracaso y le estaba buscando?

Sin saber quién quería verle muerto ni por qué, Stephen decidió que tal vez sería mejor no informar sobre su verdadera identidad.

Nadie sabía que «el herido» era el marqués de Glenfield, heredero de un ducado. Ahora estaba seguro en aquel pueblecito alejado de Londres, un tranquilo refugio donde podría recuperarse y decidir qué hacer. Sería un estúpido si no se aprovechara de la situación. Un plan se empezó a fraguar en su mente.

– No tengo familia -dijo, y sintió una punzada de culpabilidad cuando los ojos de Hayley se llenaron inmediatamente de compasión.

– ¡Eso es terrible! ¡Qué triste! -susurró mientras le cogía la mano y se la apretaba suavemente.

Stephen bajó la mirada y miró su mano entre las de Hayley. Las manos de aquella mujer parecían fuertes y capaces, pero también suaves y delicadas. Él notó que le embargaba una indescriptible ternura y se preguntó por qué. Indudablemente porque aquel gesto de cordialidad tan normal era algo completamente desconocido para él.

– Seguro que hay alguien con quien le gustaría ponerse en contacto -dijo ella-. ¿Tal vez otro caballero? ¿Un amigo? ¿O tal vez la persona para quien trabaja?

«¿Trabajar?» Era obvio que ella creía que él era un plebeyo. En circunstancias normales, Stephen se habría tronchado sólo de pensarlo y su ayuda de cámara habría bufado como un gato enrabiado. Pero aquéllas no eran circunstancias normales.

Sopesó rápidamente sus opciones. Aunque no quería que nadie conociera su paradero, necesitaba confiar en alguien, y sólo había una persona que merecía toda su confianza. Su mejor amigo y cuñado: Justin Mallory, conde de Blackmoor.

– De hecho, me gustaría contactar con alguien.

– Excelente. ¿Un amigo?

– Sí, alguien con quien solía trabajar.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó ella, con los ojos brillantes de curiosidad.

– Soy… soy tutor-improvisó rápidamente-. Trabajo para una familia en Londres.

– ¿Tutor? ¡Eso es estupendo! ¿Qué asignaturas imparte?

– Ah, las habituales. Las clásicas.

– ¿Matemáticas? ¿Latín?

– Por supuesto.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Hayley.

Lingua latina? Vero?

A Stephen por poco se le escapa un gruñido. «¡Maldita sea, todas las mujeres saben latín.» Él lo había estudiado, por descontado, pero nunca se le había dado muy bien esa lengua y hacía años que no intentaba hablarla. A la desesperada, conjugó para sus adentros unos cuantos verbos y deseó lo mejor.

Caput tuum saxum immane mittam.

La sonrisa de Hayley dio paso a una expresión de profunda extrañeza.

– ¿Por qué le gustaría tirarme una piedra enorme a la cabeza?

Él intentó no inmutarse. Al parecer, no había dicho: «encantado de conocerla».

– Estoy seguro de que no lo ha entendido bien. -Para distraerla, carraspeó varias veces-. ¿Puedo beber un poco de agua?

– Por supuesto. -Hayley llenó un vaso y se lo dio a Stephen.

Él dio un par de sorbos y le devolvió el vaso.

– Gracias.

– De nada, Stephen. -Se le sonrojaron las mejillas-. En realidad, no debería llamarle Stephen. ¿Cuál es su apellido?

Sin pensar, Stephen contestó:

– Barrett… -Y deseó poder darse a sí mismo una patada en el culo. «Tanta complicación sólo para mantener el anonimato.» Tosió varias veces y añadió-: son. Barrettson.

– Stephen Barrettson… hummm… el nombre Stephen significa «victorioso», y Barrettson algo parecido a «fiero como un oso». -Hayley le dirigió una sonrisa de complicidad-.

Tengo la afición de estudiar el origen y el significado de los nombres. El suyo es un nombre de gran nobleza.

– Para un don nadie… -se apresuró Stephen a añadir.

– Oh, pero usted no es un don nadie. En absoluto, señor Barrettson. No hace falta tener un título nobiliario para ser un hombre noble.

– Desde luego que no -dijo Stephen en voz baja, preguntándose si eran o no imaginaciones suyas que ella había pronunciado las palabras «tener un título nobiliario» con cierta amargura. «Si tiene a la nobleza en mal concepto, menos mal que no le he dicho quién soy»-. Hayley es un nombre poco frecuente. ¿Qué significa? -Para sorpresa de Stephen, a Hayley se le sonrojaron considerablemente las mejillas.

– Significa «del prado de heno».

Stephen no se podía imaginar por qué motivo «del prado de heno» podía hacer que las mejillas de Hayley adquirieran un color tan febril.

Intentó recordar la última vez que había visto sonrojarse a una mujer adulta y se dio cuenta de que no lo había visto nunca. Hasta entonces. Todas las mujeres que conocía eran sofisticadas y finas; mujeres de mundo que antes de sonrojarse se prenderían fuego a sí mismas.

Incapaz de contener su curiosidad, le preguntó:

– ¿Por qué se ha ruborizado?

A Hayley todavía se le subieron más los colores y se mordió el labio inferior mientras se le curvaban las comisuras de los labios en una divertida sonrisa.

– ¿Me he ruborizado?

– Muchísimo. Y también parece divertida. Créame, como si le hubieran contado un buen chiste. Pero… ¿qué tiene «del prado de heno» para que se le suban tanto los colores?

– Tal vez se lo explique cuando se sienta más fuerte. Me sabría fatal escandalizarle o provocarle una conmoción que le haga recaer -contestó Hayley a punto de reírse-. Además, es algo que no puedo contarle hasta que nos conozcamos mejor.

Antes de que él pudiera cuestionar las intrigantes palabras de Hayley, ella cogió una servilleta de lino de la bandeja y se inclinó hacia Stephen.

– Se ha dejado una miguita de pan -le dijo, frotándole el labio inferior con la servilleta.

Stephen la miró fijamente mientras ella le tocaba la boca con la servilleta y le asaltaron toda suerte de pensamientos. El rostro de Hayley estaba sólo a unos centímetros del suyo, sus magníficos ojos fijos en su boca. Las puntas de sus senos le rozaban ligeramente el torso vendado. El contacto duró sólo unos segundos, pero bastó para que Stephen se estremeciera íntimamente. Notó que la sábana se le había tensado en la parte de los genitales y, de repente, lo recordó.

Estaba desnudo.

Para su sorpresa, un rubor de puro azoramiento empezó a subirle por el cuello. Había mantenido relaciones sexuales con multitud de mujeres y, sin embargo, ahí estaba, sonrojándose como un escolar.

– A propósito, ¿pudieron salvar algunas de mis ropas? -preguntó flexionando las rodillas para que ella no se diera cuenta de la forma en que se le había tensado la sábana en la zona de la entrepierna. «¡Justo lo que necesitaba! Que me doliera una parte más del cuerpo. ¡Menuda gracia!»

– Me temo que sus ropas estaban demasiado destrozadas para aprovecharlas, pero tengo un batín, varios pares de pantalones de montar y varias camisas que pertenecían a mi padre que seguro que son de su talla. Si me disculpa un momento, los iré a buscar.

Stephen respiró aliviado cuando Hayley salió de la habitación. «¿Qué diablos me pasa? Debo de haberme dado un golpe condenadamente fuerte en la cabeza para excitarme con un ratón de campo.» Cuando Hayley volvió al cabo de varios minutos con los brazos llenos de ropa, Stephen había recuperado el control.

– ¿Se siente con fuerzas de levantarse? -le preguntó ella-. Tal vez sería mejor que esperara…

– No. Me gustaría estirar un poco las piernas -dijo Stephen con firmeza-. Pero creo que necesitaré un poco de ayuda. ¿Podría enviarme a Grimpy?

Querrá decir a Grimsley. Y me temo que no va a poder ser. Está pescando en el lago con Andrew y Nathan.

– ¿Qué me dice del otro tipo que mencionó su hermana, el que tiene los brazos peludos y el cuerpo lleno de tatuajes?

– Winston. Tampoco está libre ahora. -Hayley estaba de pie junto a la cama, con las manos en las caderas y, por primera vez, Stephen se dio cuenta de cómo iba vestida. Llevaba un vestido marrón liso que nadie podría calificar de elegante o sensual. Pero había algo en su figura que captó la atención de Stephen. Deslizó la mirada por toda su estatura, fijándose en cada curva y recoveco que se insinuaba bajo el vestido: senos enhiestos, esbelta cintura y lo que parecían ser unas piernas sorprendentemente largas. «¿Cómo es posible que no me haya fijado hasta ahora en un cuerpo tan exuberante? Estaba demasiado ocupado mirando fijamente sus ojos. Y su boca.» Para su enfado, su virilidad empezó a aumentar otra vez de volumen.

– No creo que ni Winston ni Grimsley estén de vuelta hasta dentro de varias horas -dijo ella-. Si no quiere esperar, puedo ayudarle yo misma.

Pero, para su mortificación, Stephen no estaba en condiciones de ponerse de pie. «¡Maldita sea! ¿No se da cuenta de que estoy desnudo? ¿No tiene sentido de la decencia?»

– No, gracias, puedo hacerlo solo -dijo en tono cortante.

– ¡Tonterías! Después de pasarse una semana entera acostado, se mareará hasta que consiga recuperar el equilibrio.

Hayley se inclinó hacia delante y asió los antebrazos de Stephen. Cuando éste se resistió a que le ayudara a levantarse, ella lo miró a los ojos. Su mirada reflejaba una ligera irritación.

– ¿Prefiere quedarse en la cama, señor Barrettson?

– Stephen. Llámeme Stephen. Es ridículo que ahora, de repente, empiece ha llamarme señor Barettson -espetó-. Lo único es que, bueno, estoy…

– Está desnudo bajo la sábana. Sí, soy plenamente consciente de ello. -La naturalidad de la respuesta de Hayley todavía incomodó más a Stephen-. Pero, como le he estado curando durante las últimas semanas, no tiene por qué avergonzarse. También cuidé a mi padre durante su enfermedad. Estoy bastante acostumbrada a este tipo de cosas, se lo aseguro. -Hizo una mueca con los labios-. Le prometo no mirar.

Stephen notó que se le estaba calentando la cara. «¿Acaso se está riendo de mí?» La mera idea de imaginarse a aquella mujer viéndolo desnudo le turbaba de una forma que no conseguía entender. Y el hecho de que ella se hubiera percatado de su estado pero pareciera no estar nada impresionada por sus atributos le fastidiaba enormemente. Había infinidad de mujeres en Londres que lo encontraban irresistible. Y, sin embargo, aquella muchachita de pueblo parecía completamente tranquila, mientras que él estaba manifiestamente azorado.

De hecho, cuanto más pensaba en ello, más le irritaba la aparente serenidad de Hayley, y sintió el deseo de hacerle perder la compostura. Si había algo que se le daba bien era hacer perder la compostura a una mujer. Mirándola directamente a los ojos, le preguntó arrastrando la voz, con un seductor susurro:

– Entonces supongo que fue usted quien me desnudó.

Los pómulos de Hayley adquirieron un color casi carmesí y la expresión jovial de su rostro desapareció como una vela que alguien acaba de soplar. Se puso tiesa súbitamente, soltando los brazos de Stephen como si se hubiera quemado con ellos.

– Yo… yo sólo ayudé a Winston y a Grimsley. Pero salí de la habitación en el momento oportuno.

La reacción de azoramiento de Hayley animó considerablemente a Stephen, volviendo a poner sus despeinadas plumas de gallito en su sitio. Podría haberse detenido en ese punto, pero algún demonio interior le instó a continuar. ¿Cuánto podían subirle los colores a Hayley? Esbozando una insinuante sonrisa, le dijo:

– Bueno, puesto que aparentemente no hay nada debajo de esta sábana que usted no haya visto, sugiero que… procedamos.

El rojo de las mejillas de Hayley se intensificó más allá del carmesí, lindando con el escarlata. Tragó saliva visiblemente.

– ¿Que procedamos?

– Sí. ¿Le importa pasarme el batín?

Ella dudó por un momento, pero hizo lo que él le pedía. Sostuvo el batín negro de seda detrás de él y miró hacia otro lado haciendo un gesto tan brusco y exagerado que a él le pareció oír que le crujía el cuello.

Sintiendo que había recuperado el control sobre sí mismo y sobre la situación, Stephen deslizó con cuidado los brazos dentro de las mangas del batín, quejándosele las costillas con cada movimiento. Después de atarse el cinturón alrededor de la cintura, acercó lentamente las piernas al borde de la cama y, apoyándose en los brazos de Hayley, bajó las piernas y se sentó.

Le asaltó un fuerte mareo. Una náusea le atenazó el estómago y, durante un horrible momento, le pareció que se iba a caer. Apretó los dientes e inspiró lentamente, todo lo profundamente que le permitían sus doloridas costillas. Al cabo de varios minutos, cesaron los mareos y las náuseas.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se agarró a los brazos de Hayley y se levantó, temblando constantemente. Sus malditas piernas parecían de mantequilla, y se vio obligado a apoyarse en los hombros de Hayley para seguir en pie. Ella lo rodeó con el brazo por la cintura y lo sujetó hasta que él se sintió lo bastante estable.

Cuando él dejó de tambalearse, ella le preguntó:

– ¿Qué tal?

Stephen la miró y casi vuelve a perder el equilibrio cuando se encontró mirándola directamente a los ojos.

– ¡Dios mío! ¿Cuánto mide?

Ella levantó las cejas. Su azoramiento parecía haber desaparecido.

– Un metro ochenta, aproximadamente. ¿Y usted…? ¿Cuánto mide usted?

– Casi un metro noventa. -Stephen la miró fijamente, boquiabierto. Nunca había visto una mujer tan alta y tan fuerte. Era toda una atleta. Las mujeres de la ciudad con quienes él se relacionaba eran todas bajitas, y también lo eran sus amantes. ¿Quién había oído hablar alguna vez de una mujer que midiese un metro ochenta de estatura? Pero, a pesar de ello y de su ropa nada llamativa, desprendía una delicada elegancia femenina.

– Bueno, es una verdadera delicia encontrar a alguien más alto que yo. No lo son muchos hombres, ¿sabe?

– Sí, me lo puedo imaginar.

Con sus rostros separados por sólo unos centímetros, Stephen vio claramente que, en vez de sentirse ofendida, ella parecía encontrar graciosos sus comentarios.

– Créame. Estoy bastante acostumbrada a mi inusual estatura, pero, aunque puede darme cierto aire desgarbado, de toda la gente, usted es quien más debería alegrarse de que sea tan alta. No podría haber cargado a un hombre corpulento como usted cuesta arriba si hubiera sido bajita. Lo cierto es que mi estatura sólo representa un impedimento en la pista de baile, ya que a menudo saco una cabeza a mis parejas. Puesto que no voy a muchos bailes y raramente me piden para bailar, no es algo que me preocupe demasiado.

Stephen escuchaba las palabras de Hayley sólo a medias, concentrado como estaba en no tropezar con sus propios pies. Se apoyó en los hombros de Hayley y ella lo sujetó con ambas manos por la cintura para ayudarle a sostenerse en pie. El notó la calidez de sus palmas a través del fino batín de seda. Con aquellos labios tan increíblemente carnosos enfrente de él y aquellos seductores y acuosos ojos mirando a los suyos, una repentina oleada de sangre le inundó los genitales. Se soltó de ella tan rápidamente que por poco se cae.

– ¡Cuidado! -Le advirtió cogiéndolo con más fuerza por la cintura-. Apóyese en mí y tal vez logremos dar algunos pasos.

Apretando los dientes, Stephen se apoyó en el hombro de Hayley y dio un paso de prueba. Fueron avanzando, poco a poco, pero al final consiguieron dar una vuelta a la alcoba. Luego ella le ayudó a sentarse en el borde de la cama.

– ¡Uf! Me siento tan débil… -murmuró él, disgustado porque el breve paseo le había dejado agotado.

– Ha estado muy grave. Tiene que darse tiempo para recuperar fuerzas. El médico ha recomendado que no viaje durante unas semanas para que se le acaben de curar las costillas. Nos encantaría que se quedara con nosotros todo el tiempo que necesite. -Cruzó la habitación y se detuvo delante de la puerta-. Intente descansar y vendré a ver cómo está dentro de varias horas. -Luego se volvió para marcharse.

– Hayley.

Ella miró hacia atrás, con expresión de interrogación.

– Gracias por todo lo que ha hecho por mí. Me ha salvado la vida.

Ella esbozó una sonrisa angelical.

– No se merecen. Ha sido un placer. -Y se fue, cerrando la puerta tras de sí.


En Londres, una figura solitaria miraba con ojos entornados por la ventana de una casa de Park Lane. Sus dedos inquietos se cerraron en sendos puños y una oleada de rabia, caliente y rebosante de odio, recorrió sus venas. «¿Dónde diablos te has metido, Stephen? Si has muerto, ¿por qué no está tu cuerpo donde se supone que debería estar? Y, si estás vivo, ¿por qué no has vuelto a casa?» La figura inspiró profundamente varias veces intentando calmarse. «No importa. Si estás muerto, tu cuerpo acabará por aparecer. Y si estás vivo… bueno, pues no será por mucho tiempo.»

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