Afueras de Londres, 1820
Alguien lo estaba siguiendo.
Stephen sintió que el pánico bajaba por su espalda y se instalaba, como una pesada losa, en el estómago. Tiró bruscamente de las riendas para detener en seco a Pericles e inspeccionó los alrededores, tratando de captar cualquier sonido o movimiento.
Estaba tan oscuro que apenas podía distinguir el contorno del bosque que se extendía a ambos lados de la desierta calzada. Una brisa con olor a pino refrescaba el aire de julio, y cerca cantaba un coro de grillos. Nada parecía salir de lo corriente.
Pero estaba en peligro.
Lo sabía.
Un escalofrío de mal presagio recorrió su cuerpo. Allí había alguien. Observándolo. Esperándolo.
«¿Cómo diablos habrán dado conmigo? Estaba seguro de haber salido de Londres sin dejar rastro. -Torció el labio en una mueca de disgusto-. Y todo por querer pasar unos días descansando en mi pabellón de caza privado.» Un crujido de hojas secas interrumpió los pensamientos de Stephen. A sus oídos llegaron voces susurrantes. Un destello blanco iluminó la oscuridad que lo envolvía. El estruendo de un disparo de pistola rasgó el aire.
Un dolor punzante le atenazó el brazo. Emitió un hondo gemido y apretó fuertemente los talones contra los flancos de Pericles para hacerle entrar en el bosque. Corrieron a gran velocidad sorteando árboles mientras sus perseguidores les pisaban los talones. A pesar de todos los esfuerzos de Stephen, los ruidos de los malhechores al rozarse con la vegetación cada vez se oían más cerca.
Apretó fuertemente los dientes intentando soportar el dolor que le irradiaba del hombro y clavó todavía más los talones en los costados de Pericles. «¡Maldita sea! No voy a morir aquí. Sean quienes sean esos indeseables, no se saldrán con la suya. Lo han intentado antes y han fracasado. No lo conseguirán esta noche.»
Mientras corría a toda velocidad por el bosque, Stephen dio gracias a Dios por haber rechazado el ofrecimiento de Justin de acompañarle. Stephen necesitaba estar solo, y su pequeño pabellón de caza, un rústico refugio adonde acudía cuando quería encontrarse libre de obligaciones, gente y responsabilidades, carecía de servicio. Rogó a Dios que pudiera llegar allí. Vivo. Pero, si no lo conseguía, por lo menos su mejor amigo, Justin, no moriría con él.
– ¡Ahí está! ¡Justo enfrente!
La voz ronca procedía justo de detrás de él. Una fina película de sudor envolvió todo el cuerpo de Stephen. El hedor metálico de la sangre -su sangre- le llenó las fosas nasales, y le dio un vuelco el corazón. La sangre manaba, caliente y pegajosa, empapándole la camisa y la chaqueta. Notó que empezaba a marearse y apretó los dientes para luchar contra la debilidad.
«¡Dios, maldita sea! ¡Me niego a morir así!», pensó. Pero, mientras se hacía aquella promesa, Stephen se percató de la gravedad de su situación. Estaba a kilómetros de cualquier lugar donde pedir ayuda. Nadie, salvo Justin, sabía dónde estaba, y Justin no esperaba tener noticias suyas hasta dentro de por lo menos una semana. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien se enterara de que había muerto? ¿Dos semanas? ¿Un mes? ¿Más? ¿Lo encontraría alguien en el bosque? «No, mi única esperaza es escapar de esos indeseables.»
Pero los indeseables estaban a punto de darle caza.
Sonó otro disparo. El impacto derribó a Stephen del caballo. Dio un alarido y cayó al suelo pesadamente, rodando sobre sí mismo por una empinada pendiente. Las rocas cortantes le hirieron la piel. Los pinchos de los arbustos le llenaron el cuerpo de rasguños sin ninguna compasión.
Multitud de imágenes inundaron súbitamente su mente. La mirada gélida e implacable de su padre; la risa sosa de su madre; el borracho de su hermano, Gregory -que ahora heredaría su título-, y la tímida y apocada de la mujer de éste, Melissa; la radiante sonrisa de su hermana Victoria cuando se casó con Justin.
«Tantos reproches. Tantas heridas sin curar.»
Su caída finalizó con un chapoteo de huesos rotos cuando aterrizó sobre un riachuelo de aguas gélidas. Un dolor candente le atravesó de pies a cabeza. Le engulló la oscuridad. «No me puedo mover. ¡Me duele tanto! ¡Dios mío! Qué forma tan asquerosa y estúpida de morir.»
Hayley Albright conducía la calesa a paso uniforme mientras intentaba ignorar su creciente incomodidad. Apretujada entre sus dos sirvientes en un asiento pensado sólo para dos personas, apenas podía inhalar con sus comprimidos pulmones. Cansada y agarrotada, ansiaba con todas sus fuerzas un baño caliente y una cama blanda. «Pero, en lugar de eso, tengo que conformarme con un camino lleno de baches y un asiento duro como una piedra.»
Intentó mover los hombros, pero permanecieron firmemente apretados entre Winston y Grimsley. Dejó escapar un suspiro de resignación. Iban a llegar a casa con horas de retraso. Todo el mundo debía de estar terriblemente preocupado por ellos. Y, si Winston y Grimsley no dejaban de discutir, tendría que estrangularlos con sus propias manos, si es que conseguía liberar los brazos de aquella camisa de fuerza. Hayley había tenido que coger las riendas a fin de separarlos para impedir que llegara la sangre al río.
Una ráfaga blanca en la oscuridad captó la atención de Hayley, alejando sus pensamientos del asesinato y la violencia. Entornó los ojos para aguzar la vista y miró hacia delante, pero no vio nada.
Exceptuando una enorme sombra que acechaba cerca de una arboleda.
El miedo le secó completamente la boca. Tiró de las riendas de Sansón, deteniendo en seco la calesa con un fuerte chirrido. Luego señaló con un dedo tembloroso hacia los árboles y susurró:
– ¿Qué es eso?
Grimsley entornó los ojos y miró hacia la oscuridad.
– ¿Qué? Yo no veo nada, señorita Hayley.
– Eso es porque llevas las malditas gafas encima de la calva, en vez de en tu larga nariz -masculló Winston en tono despectivo-. Póntelas donde deben estar y verás bien, viejo estúpido y mezquino.
Grimsley se enderezó cuanto le permitían sus huesos, que amenazaban quebrarse.
– ¿A quién has llamado viejo estúpido?
– A ti. Y te he llamado viejo estúpido y mezquino. Por lo visto, aparte de viejo estúpido y mezquino, eres sordo.
– Bueno, es difícil oír nada sobre el fondo cacofónico de esa rueda que se supone que has reparado -contestó Grimsley levantando arrogantemente la nariz.
– Por lo menos yo la he reparado. -Winston le devolvió el golpe-. Y he hecho un trabajo condenadamente bueno. ¿Verdad, zeñorita Hayley?
Hayley se mordió la cara interna de una mejilla. Durante los tres años que el ex primer oficial de cubierta de su padre llevaba viviendo con los Albright, Hayley había intentado mejorar la forma de hablar del ex marinero, aunque no siempre con éxito.
– Ha hecho un buen trabajo reparando la rueda, Winston, pero ahora mire hacia aquellos árboles. -Volvió a señalar en la dirección de la sombra que se movía junto a la arboleda. Un escalofrío de pavor le recorrió la columna vertebral-. ¿Quién anda ahí? ¡Dios mío, ruego a Dios que no se trate de una banda de ladrones!
Hayley palpó disimuladamente la falda para asegurarse de que llevaba el ridículo bien sujeto y oculto entre los pliegues del tejido. «¡Santo Dios! Cuando pienso en los riesgos que he corrido, las mentiras que he tenido que decir para conseguir este dinero… No pienso entregárselo a ningún salteador.»
La invadió un profundo sentimiento de culpabilidad. Nadie, incluyendo a Grimsley y a Winston, tenía la menor idea del motivo de aquel viaje a Londres, y a ella le interesaba que las cosas siguieran así. Odiaba tener que mentir y sabía que los secretos llevaban a la falsedad, pero su familia necesitaba el dinero y ella era la única responsable de su seguridad.
Luchando contra el miedo, que iba en aumento, Hayley miró alrededor. Nada parecía fuera de lo corriente. La cálida brisa veraniega jugueteaba con su cabello, y ella se apartó de la cara varios rizos rebeldes. El penetrante olor a pino le hizo cosquillas en la nariz. Los grillos entonaban su ronca canción. Inspiró profundamente para calmarse, y casi se ahoga. La enorme sombra se separó de la arboleda y se les acercó.
Hayley se quedó helada. Su mente le decía: «no te dejes llevar por el pánico», pero su cuerpo se negaba a obedecer. «¿Dios, qué será de mi familia si muero en este camino oscuro y solitario? Tía Olivia a duras penas puede cuidar de sí misma, y mucho menos de mis cuatro hermanos pequeños. ¡Callie sólo tiene seis años! Y Nathan y Andrew también me necesitan, al igual que Pamela.»
La sombra se acercó más y el cuerpo entero de Hayley respiró aliviado. «Un caballo -se dijo-. No es más que un caballo.»
Winston le puso una mano en el hombro.
– No se preocupe, zeñorita Hayley. Si hay algún indeseable ahí fuera, no permitiré que le haga daño. Le prometí a su padre, que en paz descanse, que la protegería de todo mal y lo haré -añadió sacando pecho-. Si hay algún bandido ahí fuera, le romperé el escuálido cuello, le sacaré las tripas con mis propias manos y lo ataré con sus propias vísceras. Le…
Hayley interrumpió la macabra diatriba de Winston con una tos seca.
– Gracias, Winston, pero no creo que haga falta. De hecho, parece ser que nuestro «bandido» no es más que un caballo sin jinete.
Grimsley se rascó la cabeza y se dio cuenta de que llevaba las gafas encima de la calva. Colocándoselas sobre el puente de la nariz, volvió a mirar hacia la oscuridad.
– ¡Vaya! Ahí hay un caballo, parado en medio del camino. ¡Qué raro!
– Lo acaba de decir la zeñorita Hayley, cretino -espetó Winston-. Aunque, la verdad, me sorprende que lo hayas visto antes de que te muerda en ese culo tan huesudo que tienes.
Casi mareada por el alivio, Hayley ahogó una risita y decidió ignorar el lenguaje de Winston. Antes de que ninguno de los dos sirvientes pudiera ayudarla, saltó del asiento de la calesa y se acercó cautelosamente al animal. Era inmenso, pero ella todavía no se había encontrado con ningún caballo que no pudiera seducir. Cuando llegó a su lado, cogió las riendas que colgaban sobre la silla.
– ¡Qué bonito eres! -dijo con dulzura, alargando el brazo para acariciar la aterciopelada nariz del semental-. Eres el caballo más bonito que he visto nunca, y mira que he visto y acariciado caballos en mi vida. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿Quién es tu dueño?
El animal restregó el hocico contra la palma de la mano de Hayley y relinchó. Ella acarició las magníficas y resplandecientes crines del animal para que éste se fuera habituando a su olor.
Cuando el animal empezó a respirar más lentamente, Hayley llamó a los sirvientes sin levantar la voz:
– Grimsley, traiga la lámpara, por favor. Y, Winston, sostenga las riendas mientras exploro al animal.
– Miren aquí -dijo Hayley poco después mientras se agachaba-. Tiene sangre en la pata delantera. -Le palpó la herida con delicadeza. El caballo levantó y bajó bruscamente la cabeza e intentó alejarse, pero Winston lo retuvo.
– ¿Es grave? -preguntó Grimsley, atisbando por encima del hombro de Hayley.
– No, gracias a Dios. Necesita tratamiento, pero no tiene la pata rota. -Se puso en pie y le cogió la lamparita a Grimsley. El caballo tenía varios rasguños en el flanco derecho y la cola llena de hojas y ramitas.
– Parece como si hubiera corrido atropelladamente por el bosque -dijo Hayley pensativa-. Es un hermoso ejemplar y es evidente que está bien cuidado. Los rasguños son recientes y está ensillado, pero no hay ninguna casa en bastantes kilómetros a la redonda. Ha debido de tirar al jinete. -Se volvió hacia la espesura. Mirando en dirección a la oscuridad, se apretó una mano contra el nudo que se le estaba haciendo en la boca del estómago e hizo de tripas corazón para luchar contra el miedo-. Deberíamos buscar al jinete. Podría estar malherido.
Grimsley abrió los ojos de par en par y tragó saliva con dificultad.
– ¿Buscarlo? ¿Aquí? ¿Ahora?
– No, viejo estúpido y enmohecido -contestó Winston con un bufido-. La semana que viene.
Grimsley hizo caso omiso.
– Pero, está muy oscuro, señorita Hayley, y ya vamos con horas de retraso por la reparación de la dichosa rueda. Todo el mundo estará preocupado…
– De modo que no viene de un cuarto de hora -le interrumpió Hayley con sequedad. Sabe Dios que no había nada que deseara más que llegar a casa, pero… ¿cómo iba a irse sabiendo que alguien podía necesitar ayuda? No podía hacerlo. Su conciencia no le dejaría vivir tranquila.
Firmemente decidida, dijo:
– No podemos irnos sin comprobarlo. El hecho de que un animal tan estupendo esté perdido, con una herida en la pata, lleno de rasguños y sin jinete es una clara indicación de que algo malo ha ocurrido. Tal vez alguien necesita ayuda desesperadamente.
– Pero… ¿y si el caballo pertenece a un asesino o a un ladrón? -preguntó Grimsley con voz débil y trémula.
Hayley dio una palmadita en la mano al anciano.
– Lo dudo, Grimsley. Los asesinos y los ladrones no suelen tener caballos tan magníficos, y… ¿a quién esperarían matar o asaltar en un camino tan poco frecuentado?
Grimsley carraspeó.
– ¿A nosotros?
– Bueno, si está herido, no creo que pueda hacernos mucho daño y, si no lo está, nos limitaremos a devolverle su caballo y proseguiremos tranquilamente nuestro camino. -Hayley dirigió una mirada seria y penetrante a sus compañeros de viaje-. Además, después de lo que les pasó a mi madre y a mi padre, los dos saben mejor que nadie que nunca me perdonaría a mí misma abandonar a alguien que está sufriendo.
Winston y Grimsley guardaron silencio y asintieron. Volviendo a centrar su atención en el semental, Hayley acarició el sudoroso cuello del animal.
– ¿Está cerca tu dueño? -le preguntó con ternura-. ¿Está herido?
El caballo piafó y relinchó. Hayley miró a Winston y a Grimsley y añadió:
– Los caballos tienen un gran sentido de la orientación. Veamos si nos guía hasta algún lugar.
Antes de que ninguno de los dos hombres pudiera detenerla, Hayley se levantó la falda, introdujo un pie en el estribo y se dio impulso para subirse a la silla de montar. Fue una suerte que superara en estatura a la mayoría de los hombres, porque el caballo era el más grande que había montado nunca.
– Por favor, vaya a buscar el botiquín a la calesa, Winston. Tenemos que estar preparados. Grimsley, usted encárguese de la lamparita.
Con la naturalidad de un jinete consumado, Hayley apretó ligeramente los talones contra los flancos del animal. El caballo parecía saber muy bien adonde se dirigía y avanzó decidido. Se desplazaron paralelamente al camino durante aproximadamente un kilómetro y medio, luego giraron y se adentraron más en la oscuridad del bosque. Aflojando las riendas, Hayley inspeccionó atentamente el área con la mirada mientras Wínston y Grimsley la seguían sin dejar de discutir.
– ¡Que me arrojen a la cubierta de la toldilla y me dejen en paños menores! -Rezongó Winston-. Acelera el ritmo, viejo saco de huesos. No pienso pararme para darte un empujón en tu lento y cansado culo. Te dejaré aquí hasta que te pudras.
– Puedo seguir el ritmo perfectamente -resopló Grimsley-. Lo que pasa es que llevo zapatos nuevos.
– No quieres rayarte tus preciosos zapatitos, ¿verdad?-dijo Winston en tono despectivo. Dios me libre de los mayordomos viejos y remilgados. Son peores que las nenas.
– Yo era el ayuda de cámara del capitán Albright.
– Ya, ya. Y yo era la mano derecha del capitán, descanse en paz. Dime qué es más importante.
– Un ayuda de cámara, por descontado. -Inspiró por la nariz sonoramente-. Y, por lo menos, yo no huelo a perro muerto.
A Winston se le escapó una risita.
– Ahora sí, viejo Grimmy [1]. ¡Hay que vigilar dónde se pisa cuando uno va siguiendo a un caballo!
Las voces de los sirvientes seguían y seguían, como un disco rayado, pero Hayley las ignoró y se concentró en los alrededores. El bosque estaba más negro que la boca del lobo. Las hojas crujían bajo los cascos del caballo. Cerca ululó una lechuza, y a Hayley casi se le para el corazón. Desde luego, tenía que haberse vuelto loca para embarcarse en semejante aventura. Pero ¿qué otra opción tenía? Cerró los ojos y se imaginó a Nathan o a Andrew, heridos y solos. Sabe Dios lo mucho que a ella le gustaría que en una situación similar alguien echara una mano a sus hermanos. No se podía marchar sabiendo que alguien podía necesitar ayuda, aunque ello supusiera estar a punto de morirse de miedo.
Al cabo de unos minutos, el caballo se detuvo. Relinchando suavemente, pisoteó la tierra y bajó las orejas. Hayley desmontó, le cogió la lamparita a Grimsley y la levantó, iluminando los alrededores con un brillo suave y dorado. Estaban ante una especie de precipicio. Se aproximó hasta el extremo y miró hacia abajo, deslizando la mirada a lo largo de una empinada pendiente rocosa. Más abajo se oía el suave murmullo de un riachuelo.
Grimsley atisbo por encima del hombro de Hayley y restregó repetidamente su zapato contra la hierba.
– ¿Ve algo, señorita Hayley?
– No. Hay una pendiente pronunciada y abajo se oye un riachuelo… -Su voz se fue desvaneciendo poco a poco cuando llegó a sus oídos un grave quejido procedente de más abajo.
– ¿Qué… qué es eso? -susurró Grimsley con voz trémula.
– Sólo es el viento, viejo bobo y malhumorado -contestó Winston en tono cortante.
Hayley se apretó el estómago con la mano y negó con la cabeza.
– No, escuchen.
Otro quejido, casi inaudible pero inconfundible, se elevó desde la oscuridad que se extendía ante ellos.
– Hay alguien ahí abajo -dijo Hayley en tono de mal presagio. Sin pensar ni un momento en sí misma, empezó a bajar por la empinada pendiente. A medio camino, levantó la lamparita, proyectando un haz de luz hacia el riachuelo.
Y entonces lo vio.
Estirado boca abajo, con la parte inferior del cuerpo sumergida en el agua, había un hombre. A Hayley se le escapó un chillido. Medio corrió y medio resbaló por la ladera, ignorando las afiladas rocas y las ramas, que le rasgaron la ropa y se le clavaron en la piel.
– ¡Señorita Hayley! ¿Está bien? -preguntó Grimsley asustado desde arriba.
– Sí, yo estoy bien. Pero aquí abajo hay un hombre herido.
Llegó hasta él al cabo de unos segundos. Sin importarle las gélidas aguas del riachuelo ni el hecho de haberse destrozado los zapatos, Hayley se arrodilló y dio la vuelta al herido con delicadeza.
Tenía el rostro cubierto de suciedad y surcado de rasguños. En la frente tenía una raja de mal aspecto de la que manaba abundantemente la sangre. Su ropa, hecha jirones, estaba cubierta de lodo, hojas y hierba. La chaqueta, de color oscuro, estaba completamente abierta, dejando al descubierto una camisa empapada de sangre.
Hayley le apretó un dedo contra el lado del cuello. Para su alivio, le notó el pulso, un pulso débil e irregular, pero, por lo menos, estaba vivo.
– ¿Está muerto? -gritó Winston en la oscuridad.
– No, pero está malherido. ¡Dese prisa! Traiga el botiquín. -Deslizó los dedos con suavidad, tanteando sobre la cabeza del herido en busca de otras heridas. Cuando le palpó un chichón del tamaño de un huevo en el cogote, él emitió un leve gemido.
El empalagoso olor de la sangre llenaba las fosas nasales de Hayley mientras luchaba contra el impulso de caer presa del pánico. Necesitaba limpiarle las heridas y no estaba dispuesta a desperdiciar los preciosos minutos que Winston y Grimsley tardarían en bajar.
De modo que, en vez de esperarles, se quitó las enaguas, rasgó una tira larga de tejido y la mojó en el frío riachuelo.
Con suma delicadeza, limpió el barro y la sangre del rostro del hombre. A pesar de la poca luz que había y de la suciedad que lo cubría, Hayley se dio cuenta de que aquel hombre era imponente. Lo cierto es que no tenía cara de bandolero.
– ¿Me puede oír, señor? -le preguntó mientras volvía a mojar la tela.
Él permaneció completamente inmóvil, pálido como la muerte bajo la capa de suciedad que cubría su rostro.
– ¿ Cómo está? -preguntó Winston cuando él y Grimsley llegaron hasta Hayley con el botiquín.
– Tiene una herida abierta en la cabeza y otra en la parte superior del brazo. Ambas le sangran profusamente y tienen mal aspecto. -Hayley se inclinó hacia delante y olfateó la chaqueta del herido, que estaba echa jirones-. Pólvora, han debido de dispararle.
A Grimsley se le abrieron los ojos como platos.
– ¿Le han disparado? -Miró inmediatamente alrededor, como si esperara que se materializara una banda de salteadores de caminos empuñando sus pistolas.
Hayley asintió.
– Sí. Afortunadamente las heridas parecen superficiales. Ayúdenme a sacarlo del agua. Tengan cuidado no vayamos a lastimarle todavía más. -Grimsley sostuvo la lamparita mientras Hayley y Winston cogían al hombre por las axilas y lo arrastraban fuera del riachuelo.
Hayley sacó unas tijeras del botiquín y cortó la chaqueta y la camisa del hombre para dejar la herida al descubierto. Mientras Grimsley sostenía la lamparita, ella examinó el brazo del herido. La sangre manaba profusamente de una raja de mal aspecto. Tenía la piel cubierta de tierra y suciedad y surcada por numerosos rasguños y rozaduras. Apretando los dientes, Hayley presionó la herida con los dedos y casi se desmaya del alivio.
– Sólo es una herida superficial. Hay hemorragia, pero no palpo ninguna bala -dijo tras un breve y tenso silencio. Consciente de que necesitarían más vendas de las de emergencia que había en el botiquín, Hayley señaló sus enaguas con un movimiento de cabeza.
– Córtelas en tiras, Grimsley.
Grimsley miró la prenda con los ojos entornados y dijo sofocado:
– ¡Pero son sus enaguas, señorita Hayley!
Hayley inspiró profundamente y contó mentalmente hasta cinco.
– Éstas son circunstancias extremas, Grimsley. Podemos prescindir de los formalismos. Estoy segura de que mi padre haría exactamente lo mismo si estuviera aquí.
A Winston parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.
– ¡El capitán Albright jamás llevó enaguas! Si lo hubiera hecho, la tripulación le habría azotado. ¡Y le habrían tirado a los tiburones!
Hayley volvió a contar mentalmente, esta vez hasta diez.
– Me refiero a que mi padre habría prescindido de los formalismos en estas circunstancias. Habría hecho todo lo necesario para salvar a este hombre. -«Dios, dame paciencia. No me obligues a utilizar la fuerza con estos hombres que tanto aprecio, aunque a veces me saquen de quicio.»
Sin discutir más, Grimsley fue cortando la enagua en tiras y se las fue pasando a Winston, quien, a su vez, las iba mojando en agua y se las iba entregando a Hayley. Ella limpió la herida lo mejor que pudo y luego aplicó presión sobre ella utilizando las vendas limpias de la bolsa de provisiones. No podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre. Temía que cada respiración pudiera ser la última. «No te mueras en mis brazos. Por favor. Déjame salvarte.» Cuando consiguió contener la hemorragia y el chorro de sangre se convirtió, por fin, en un goteo, le vendó el brazo.
Luego se centró en la raja de mal aspecto de la cabeza. Casi había dejado de sangrar. También se la vendó, tras limpiarle la suciedad. Después, le palpó el cuerpo con delicadeza en busca de posibles heridas. Él dejó escapar un grave quejido cuando ella le tocó el torso.
– Rotura o fisura de costillas -comentó Hayley-. Igual que cuando mi padre se cayó de la barandilla del porche en 1811. -Winston y Grimsley asintieron en silencio. Ella prosiguió con el reconocimiento por la larga figura del herido, con manos suaves pero firmes.
– ¿Algo más, señorita Hayley? -preguntó Grimsley.
– Creo que no, aunque siempre existe la posibilidad de que tenga una hemorragia interna. En tal caso, no sobrevivirá a esta noche.
Grimsley inspeccionó con la mirada los desolados alrededores y movió repetidamente la cabeza en gesto de negación.
– ¿Qué vamos a hacer con él?
– Llevarlo a casa y cuidarlo -contestó ella sin dudar ni un momento.
El arrugado rostro de Grimsley palideció visiblemente.
– Pero, señorita Hayley, ¿y si resulta ser un loco o algo parecido? ¿Y si…?
– Su vestimenta… bueno, lo que queda de ella, es fina y elegante. No hay duda de que es un caballero o que trabaja para un caballero. -Cuando Grimsley abrió la boca para hablar, Hayley levantó la mano pidiendo silencio-. Si resulta ser un asesino demente, le golpearemos en la cabeza con una sartén, lo echaremos de casa y lo enviaremos a los tribunales. Mientras tanto, se quedará con nosotros en casa. Llevémoslo ya, antes de que se muera mientras nosotros hablamos.
Grimsley suspiró y miró hacia arriba, donde se encontraba el caballo.
– Sabía que iba a decir eso. Pero ¿cómo vamos a cargarlo ladera arriba?
– Cargándolo, viejo fósil enclenque -gritó Winston junto a la oreja de Grimsley, haciendo estremecer al anciano-. Estoy más fuerte que un toro, ya lo creo que sí. Podría cargar a ese tipo durante treinta kilómetros si fuera necesario. -Se giró hacia Hayley-. Puede contar conmigo, zeñorita Hayley. No soy ningún endeble saco de huesos, como alguien que sabemos los dos. -Entornó los ojos y dirigió a Grimsley una mirada fulminante.
– Muchas gracias a los dos. Grimsley, usted irá primero, guiándonos con la lamparita.
– Yo lo cogeré por los pies, señorita Hayley -dijo Grimsley con dignidad-. Lleve usted la lamparita.
A pesar del cansancio, Hayley esbozó una sonrisa, y el enfado que le acababa de provocar la actitud del anciano se desvaneció por completo.
– Se lo agradezco, Grimsley, pero yo ya me he puesto perdida y usted se orienta mucho mejor que yo. Lleve la lamparita, por favor. -Hayley vio que Winston estaba a punto de hacer un comentario y le dirigió una mirada asesina. Él puso los ojos en blanco y mantuvo la boca cerrada.
– Ahora -prosiguió Hayley-, tenemos que darnos prisa para llevarlo a casa y acostarlo en una cama caliente lo antes posible.
Winston cogió al hombre por las axilas mientras Hayley se peleaba con los pies. «¡Dios, este hombre pesa más que Andrew y Nathan juntos, y eso que mis hermanos no son ningún peso pluma! Hayley pensó que tal vez había evitado herir los sentimientos de Grimsley, pero al día siguiente le dolería la espalda. Por primera vez en su vida, dio gracias a Dios por su estatura y su fuerza tan poco femeninas. Tal vez sacaba una cabeza a la mayoría de los hombres y eso le impedía bailar en pareja con elegancia, pero le permitiría cargar a un hombre pesado montaña arriba.
Resbalaron dos veces mientras ascendían por la pendiente y ambas veces a Hayley se le encogió el corazón cuando el hombre se quejó y odió no poder evitar hacerle daño al trasportarlo. El terreno era accidentado, lleno de rocas y lodo. Hayley tenía la ropa completamente destrozada y las rodillas en carne viva, por los rasguños y rozaduras que se había hecho con los afilados cantos de las rocas, pero en ningún momento pensó en tirar la toalla. De hecho, aquel dolor incluso incrementó su determinación. Si ella estaba sufriendo, aquel hombre estaba sufriendo mucho más.
– ¡Caray, este tipo pesa más de lo que parece! -dijo Winston entre jadeos cuando, por fin, llegaron arriba.
Tras descansar brevemente para recuperar el aliento, llevaron al hombre hasta la calesa mientras Grimsley guiaba al caballo tirando de las riendas. El hombre gimió dos veces más y a Hayley se le volvió a encoger el corazón. Estaban avanzando lentamente, pero, por lo menos, Winston y Grimsley habían dejado de discutir.
Cuando llegaron al vehículo, Hayley dio instrucciones a los dos hombres:
– Lo estiraremos sobre el asiento para que esté lo más cómodo posible. -Una vez hecho esto, Hayley soltó un largo y hondo suspiro de alivio. El herido seguía con vida-. Grimsley, vigile al hombre. Winston, conduzca la calesa. Yo montaré el caballo.
Tardarían otras dos horas en llegar a casa. Montando a horcajadas el imponente caballo, Hayley apretó los talones contra los costados del animal y emprendió la marcha. Mientras avanzaban, oró fervientemente para que el hombre sobreviviera al viaje.
En un oscuro callejón cerca del puerto de Londres, se detuvo un coche de caballos arrastrado por un corriente caballo de alquiler. El único ocupante observó el exterior a través de una rendija que abrió en la cortina mientras se aproximaban dos hombres.
– ¿Está muerto? -preguntó el ocupante del coche de caballos con un leve susurro.
– Por supuesto que está muerto. Le dijimos que nos desharíamos de ese engreído y lo hemos hecho. -Los pequeños y brillantes ojos de Willie, el más alto de los hombres, miraban amenazadoramente.
– ¿Dónde está el cuerpo?
– Boca abajo dentro de un riachuelo, aproximadamente a una hora de Londres -contestó Willie, y luego dio indicaciones exactas de la localización.
– Excelente.
Willie se inclinó y dijo:
– El trabajo ya está hecho, de modo que ahora nos gustaría recibir nuestra paga.
Se abrió ligeramente la cortina y una mano enfundada en un guante negro de piel salió por la ventana y dejó caer una bolsa en la mano abierta de Willie. Sin una palabra más, se cerró la cortina. El chofer recibió una indicación y el coche de caballos desapareció en la oscuridad de la noche.
Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del ocupante del carruaje.
Estaba muerto.
Stephen Alexander Barrett, octavo marqués de Glenfield, por fin, estaba muerto.