Epílogo

Los dolores de parto de Hayley empezaron por la mañana exactamente nueve meses después del día de la boda. Stephen deambulaba nerviosamente sobre la alfombra del despacho privado de su casa londinense intentando concentrarse en algo, cualquier cosa que no fuera el terror malsano que amenazaba con desmontarlo. Miró el reloj de sobremesa y se dio cuenta de que sólo había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado.

Alguien llamó a la puerta, y él la abrió tan bruscamente que casi arranca las bisagras de cuajo. Pamela estaba de pie ante él.

– ¿Ya está? -preguntó Stephen.

Pamela negó con la cabeza con una compasiva sonrisa en los labios.

– Podría durar varias horas más.

Stephen se pasó las manos por el pelo.

– ¿Varias horas más? ¿Es normal que dure tanto?

– Sí. -Pamela lo tomó del brazo y estiró delicadamente de él para sacarlo de la habitación-. ¿Por qué no vienes al salón? Tu madre y tu padre acaban de llegar, y Gregory, Victoria y Justin también están aquí.

Stephen se paró en secó, frenando a Pamela.

– No estoy de humor para dar conversación a nadie.

– Stephen, escúchame, por favor. Hayley está bien. Todo va a ir bien. ¡Mírame a mí! Hace sólo un mes que di a luz y me encuentro estupendamente.

– Pero está tardando tanto…

– De hecho, sólo lleva un par de horas -dijo Pamela riéndose y volviendo a tirar de Stephen-. El tiempo se te pasará mucho más deprisa si te distraes haciendo algo en vez estar aquí de pie, solo y mirando el reloj. -Tiró de él hasta que consiguió que se moviera.

Stephen entró en el salón y olvidó momentáneamente su preocupación ante una visión que le alegró la vista. Callie presidía una mesa llena de tacitas de té instalada en el centro del gran salón. Habían traído sus diminutos muebles de la casa de los Albright, y alguien se las había apañado para conseguir sillitas adicionales para la ocasión. Stephen sospechaba que había sido su padre, pero el duque se negaba en redondo a admitirlo.

Alrededor de la mesita, con sus largos cuerpos hechos un ocho en aquellas diminutas sillitas infantiles, estaban sentados Gregory, Justin, Marshall Wentbridge, Grimsley, Winston y, lo más increíble de todo, el padre de Stephen. Stephen contuvo una carcajada al ver a su indómito padre sentado en una sillita rosa, con las piernas dobladas y las rodillas clavándosele en el pecho, y bebiendo té de una tacita del tamaño de un dedal.

– Te están esperando -dijo Pamela en voz baja, haciendo un gran esfuerzo por parecer seria.

Las expresiones de los semblantes de los hombres sentados a la mesa oscilaban entre el dolor, la sorpresa, la resignación y el horror.

– Odio esas asquerosas sillitas -musitó Stephen.

– Sí-dijo Pamela, con ojos maliciosos-. Ya me lo parecía a mí.

– Ya veo que no voy a obtener ninguna misericordia de tu parte -dijo Stephen en tono jocoso.

– Ni la más mínima.

Conteniendo un suspiro, Stephen se unió al resto de los hombres y se aposentó con cuidado en la sillita que quedaba libre. Callie le dirigió una radiante sonrisa y le ofreció un dedal de té y una pasta, y él supo que había perdido la batalla.

No hacía ni un minuto que Stephen se había sentado a la mesa, cuando un lacayo entró en la habitación.

– El médico me ha pedido que le venga a buscar, milord -dijo el lacayo, intentando poner cara de póquer ante la visión de su señor hecho un ocho en aquella diminuta sillita.

Stephen notó que se quedaba sin riego sanguíneo en la cabeza. Se puso en pie de un salto, nada fácil con una sillita rosa pegada a las nalgas, y dijo con brusquedad:

– Quíteme esta maldita cosa de encima.

El lacayo se apresuró a liberarle. Stephen salió a toda prisa del salón, subió las escaleras corriendo y a punto estuvo de tirar al suelo al médico al cruzarse con él en el pasillo.

– Enhorabuena, milord -dijo el médico con una cordial sonrisa-. La marquesa se ha portado espléndidamente. Ella está bien y su bebé, una niña, perfectamente. -Inclinó la cabeza en la dirección de la alcoba de Hayley-. Le están esperando.

Stephen corrió a toda velocidad por el pasillo y entró en la alcoba; el corazón le latía tan fuerte que pensó que, efectivamente, iba a desmayarse. La visión que le alegró la vista le hizo derretirse por dentro.

Hayley estaba sentada en la cama, con un camisón limpio de algodón. Acunaba en sus brazos un pequeño bultito envuelto en una sábana de color rosa. Levantó la vista, vio a Stephen, y una dulce sonrisa iluminó su rostro.

– Mírala, Stephen. ¿No es preciosa?

Stephen se acercó a la cama. Sintió que le temblaban las piernas. Se arrodilló, tomó la mano de Hayley y le dio un cariñoso beso en la palma.

– ¿Te encuentras bien, cariño? -dijo con un ronco susurro y luego carraspeó.

– Estoy bien -dijo ella con ternura-. Sinceramente, Stephen. Me encuentro perfectamente.

Stephen había oído historias sobre mujeres que habían fallecido en el parto. Muertes largas, angustiosas, tremendamente dolorosas. «¡Dios mío! -se había repetido una y otra vez mientras Hayley estaba dando a luz-. Su misma madre murió al dar a luz a Callie.» Se le helaba la sangre sólo de pensarlo.

– Sinceramente, Hayley, he pasado unos nervios de muerte -admitió él tímidamente.

Hayley le apretó la mano.

– Me encuentro estupendamente. Sólo un poco cansada. Ahora ven y siéntate a mi lado para conocer a tu hija.

– Mi hija -repitió Stephen en tono de reverencia.

Se sentó con sumo cuidado en la cama junto a Hayley y miró dentro de la sábana. En cuanto vio el milagro que era su hija, se enamoró de ella. Su boquita de piñón se abrió en un inmenso bostezo.

– Es tan pequeña. -Alargó un dedo inseguro y le tocó la cara. Su piel era increíblemente suave-. ¡Dios mío, Hayley, es preciosa!

– ¿Estás decepcionado porque no ha sido un niño? Soy consciente de la importancia de un here…

Stephen la hizo callar con un tierno beso.

– ¿Cómo se te ocurre preguntarme algo semejante? Estoy encantado con mi pequeña. Y con su madre. Aceptaré agradecido todas las hijas que quieras darme. Las mimaré hasta la saciedad y dispararé a todo hombre que ose acercarse a ellas. -Su mirada volvió a quedarse prendada del milagro que era su bebé-. Mira qué bonita es. Tendré que alejar a sus pretendientes a bastonazos.

– No durante algunos años -dijo Hayley con una sonrisa que irradiaba serenidad-. ¿Qué nombre le pondremos?

Stephen tocó tiernamente la manita de su hija. La pequeña abrió el puño y apretó fuertemente sus perfectos y minúsculos deditos alrededor del pulgar de su padre. Una oleada del más puro amor le infló el pecho hasta tal punto que casi se le corta la respiración. De repente, se le hizo un nudo en la garganta. «Dios mío, otro ángel.»

– Creo que deberíamos ponerle un nombre que hiciera honor a su madre -dijo él tiernamente.

– ¡Santo Dios! ¿No querrás ponerle Hayley? -dijo ella con una risita-. Y no pienso seguir la tradición de los Albright de poner a los hijos el nombre del lugar donde fueron concebidos. La verdad, no me hace ninguna ilusión que nuestra hijita se llame Carruaje.

Stephen volvió a mirar su dedo apresado por la diminuta mano de la pequeña, ahora dormida, luego levantó la vista y miró a su hermosa esposa. Sintió que se le inflaba el pecho, y le dio un vuelco el corazón del profundo amor que le embargaba.

Una vez repuesto, cerró fuertemente los ojos y besó a Hayley en la frente.

– Quiero ponerle un nombre en honor a su madre -repitió con un emocionado susurro-. Ángela, quiero que se llame Ángela.

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