Capítulo 6

Cuando los dos hombres llegaron a la casa, Hayley sirvió un refrigerio al señor Mallory mientras Stephen se excusaba para cambiarse de ropa.

Mientras servía el té, Hayley estudió disimuladamente al amigo de Stephen y tuvo que admitir para sus adentros que le gustaba lo que veían sus ojos. Justin Mallory no sólo era agradable a la vista, sino que además era cordial y de fácil trato. El pelo, castaño claro, le caía sobre la frente confiriéndole un aire juvenil. Los ojos, color avellana, se le achinaban cuando sonreía. De hecho, era casi tan atractivo como el señor Barrettson. Casi.

– Tenga, señor Mallory -dijo Hayley alargándole un platito y una taza-. ¿Ha disfrutado del paseo por el jardín?

– Muchísimo. Y debo decirle, señorita Albright, que tengo con usted una profunda deuda de gratitud por haber hecho lo que ha hecho por Stephen. Le ha salvado la vida.

Ella intentó quitarse mérito.

– No hice más de lo que habría hecho cualquiera. Fue un gran alivio para mí que el señor Barrettson sobreviviera. Tenía mis dudas al respecto.

– ¿Qué tal están sus heridas?

– Se están curando muy bien. Le he cambiado los vendajes esta mañana. Ha sido una verdadera suerte que no se lesionara ningún órgano interno.

– Desde luego. Dígame, señorita Albright, ¿recuerda el lugar exacto donde encontró a Stephen?

– Por supuesto. -Ella describió la localización con todo detalle mientras el señor Mallory la escuchaba atentamente.

Tras pasarle una bandeja llena de pastelitos, comentó:

– Mallory es un apellido muy interesante. Según la etimología germánica significa «consejero de guerra», pero según la latina «de negro destino».

Justin levantó las cejas.

– ¿Ah, sí? No tenía ni idea. -Una leve sonrisa arqueó sus labios-. Me quedo con la etimología germánica.

Ella le devolvió la sonrisa.

– No me extraña.

– ¿Estudia el origen de los nombres?

– Sí, es una afición que tengo.

– ¿Y qué significa mi nombre de pila? -le preguntó con ojos rebosantes de curiosidad.

– Justin significa «juicioso, sensato».

– ¡Menos mal! Con un apellido que significa «de negro destino», necesitaba recibir buenas noticias.

– Desde luego -asintió Hayley, y los dos se rieron.

– Dígame, señorita Albright -dijo Justin cuando cesó el alborozo-, ¿no sería su padre, por casualidad, el capitán Tripp Albright?

A Hayley le embargó una sensación de satisfacción y sorpresa al mismo tiempo.

– Sí. ¿Conocía usted a mi padre, señor Mallory?

– No, pero oí muchas cosas sobre él. Tengo entendido que era un hombre increíble.

– Ya lo creo -contestó ella a pesar del nudo que se le acababa de hacer en la garganta-. El más increíble. Todos le echamos de menos… terriblemente.

– ¿A quién echan de menos? -preguntó Stephen uniéndose a la conversación-. Seguro que a mí no. Sólo me he ausentado durante un par de minutos.

– Estábamos hablando de mi padre… -empezó a decir Hayley, pero su voz, junto con su sonrisa, se esfumó cuando levantó la vista. Vestido con una camisa de un blanco resplandeciente y pantalones de montar de ante que le iban como anillo al dedo y acentuaban su corpulenta complexión, Stephen le robó el aliento. Ya no parecía un herido, sino que, con aquellos vendajes y aquella barba de una semana que le confería un aire atormentado, le recordaba a un oscuro y peligrosamente atractivo pirata.

Hayley lo repasó de arriba abajo con la mirada varías veces. Durante aquellos segundos, un inquietante hormigueo recorrió todo su cuerpo. «¡Santo Dios! Es imponente», pensó. Cuando, por fin, lo miró a los ojos, vio que él la estaba observando, con una sonrisita divertida en los labios. Notó que le quemaban las mejillas y se forzó a fijarse en la taza de té. «Seguro que está pensando que soy una imbécil rematada, mirándolo como si fuera un manjar y estuviera muerta de hambre.»

Recordando sus obligaciones como anfitriona, abrió la boca para ofrecer a Stephen una taza de té, pero, antes de que pudiera decir una palabra, unos fuertes gritos rasgaron el aire.

– Yo he pescado el pez más grande -proclamó una voz juvenil.

– Pero yo he pescado más peces -respondió otro muchacho indignado.

Los hermanos de Hayley entraron en el campo de visión de Stephen, ambos cubiertos de porquería hasta las cejas, ambos enfadadísimos entre sí. Sin inmutarse ante el aspecto desaliñado de los chicos, Hayley se limitó a inclinarse hacia delante y a susurrar al señor Mallory:

– Mis hermanos, Andrew y Nathan.

Los chicos siguieron discutiendo mientras entraban en el patio.

– «Por lo que veo, eres objeto de aversión universal, y todos debieran sacudirte.» -Andrew escupió la cita de Shakespeare a su hermano menor acompañándola de una mirada fulminante.

– «Ah, no merecéis otro título sino el de sinvergüenza» -gritó Nathan, pretendiendo decir la última palabra.

– «Veo que responderíais bien al azote como si estuvierais a punto de recibirlo» -contraatacó Andrew.

– «¡Señor, me estáis vejando de una manera insoportable!» -replicó Nathan.

– «¡Su cara no vale la pena ni de quemarse al sol!»

– «¡Asqueroso engendro de la naturaleza!»

– ¡Nathan! ¡Andrew! ¡Basta ya!-Hayley se levantó de la silla y se forzó a dirigir una mirada de reprobación a sus hermanos-. No os enseño Shakespeare para que os insultéis mutuamente.

Andrew y Nathan se giraron hacia ella, con los ojos abiertos de par en par en señal de inocencia.

– ¿Ah, no? -le preguntaron al unísono.

– Por supuesto que no.

– Pero ésas son las mejores partes -protestó Andrew-. Nadie sabe insultar tan bien como el bardo.

– De todos modos, ahora no es momento para eso -dijo mientras inclinaba la cabeza en dirección a la mesa-. Tenemos un invitado.

Hayley presentó los chicos al señor Mallory y luego los mandó a sus habitaciones con órdenes estrictas de bañarse y ponerse rompa limpia. Los chicos hicieron lo que su hermana les había mandado murmurando entre dientes.

– Unos chicos con mucha energía -comentó el señor Mallory con una sonrisita.

– No ha visto ni la mitad -dijo Hayley sacudiendo la cabeza y mirando al cielo-. Intentar mantener la paz entre ellos es agotador.

– Parecen dominar la obra de Shakespeare -dijo pensativo el señor Mallory tras tomar un sorbo de té-. ¿Ha sido usted su profesora, señorita Albright?

– Sí. Mi abuelo materno era un erudito. Transmitió parte de sus conocimientos a mi madre, y ella nos instruyó a nosotros. Yo me he limitado a seguir la tradición familiar con mis hermanos. Como durante el verano la escuela del pueblo está cerrada, cada día les doy clase sobre un amplio abanico de materias.

– ¿Como por ejemplo? -preguntó el señor Mallory.

– Bueno, literatura, por supuesto. Y matemáticas, filosofía, mitología, música, astronomía, bellas artes -dirigió una mirada maliciosa al señor Barrettson- y latín, con el que tal vez pueda echar una mano al señor Barrettson. Cada uno de mis hermanos tiene un don especial. Pamela toca muy bien el piano y Andrew es un genio de los números y el cálculo. La pasión de Nathan es la astronomía y tiene su propio telescopio. A Callie le encanta dibujar y pintar con acuarelas. Es bastante buena para su edad.

– ¿Y usted, señorita Albright? -preguntó Stephen, uniéndose a la conversación-. ¿Cuál es su don especial?

– Soy la pacificadora -contestó riéndose-. Supongo que vengo a ser algo parecido a un general del ejército. Mantengo las tropas a raya, doy órdenes, instruyo a mis subordinados y planifico ataques estratégicos.

– Todo un desafío -observó el señor Mallory.

– Desde luego, pero me encanta.

El señor Mallory miró el reloj y se levantó.

– Me temo que debo irme. Tengo un largo camino por delante. -Tomó la mano de Hayley e hizo una reverencia formal-. Muchísimas gracias por su amable hospitalidad, señorita Albright, y por todo lo que ha hecho por Stephen.

Hayley casi se sintió culpable aceptando aquel agradecimiento por cuidar de Stephen. En realidad, había sido un placer.

– No se merecen, señor Mallory. Cuidar del señor Barrettson no ha sido ninguna molestia. Se lo puedo asegurar.

El señor Mallory arqueó las cejas.

– Para serle franco, me sorprende oírlo. Stephen puede ser un poco malhumorado, arrogante y cínico -le susurró con una sonrisa maliciosa-. Pero, en el fondo, es un buen tipo.

Hayley miró a Stephen y esbozó una sonrisa al contemplar la mirada asesina que acababa de dirigir a su amigo.

– El señor Barrettson es un hombre encantador -ratificó Hayley. Se inclinó hacia delante y susurró a Justin al oído, dejándose llevar por el malévolo deseo de ver si provocaba alguna reacción en Stephen-: Y no es malhumorado, arrogante ni cínico. Simplemente, se siente solo.

El señor Mallory dio un paso atrás y la miró fijamente, visiblemente sorprendido por aquellas palabras.

– ¿Solo?

Hayley percibió el peso de la mirada de Stephen y asintió:

– No tiene familia. Está solo en el mundo, como usted bien sabe. Es muy afortunado de tener un buen amigo como usted.

– Desde luego -musitó el señor Mallory-. Debo decirle que es muy amable de su parte dejarle quedarse aquí hasta que se le curen completamente las heridas. Mi casa es… bueno, demasiado pequeña y le resultaría incómoda para una estancia larga.

Hayley intentó quitarse mérito.

– En esta laberíntica casa tenemos espacio de sobra. Estaremos encantados de que el señor Barrettson se quede con nosotros todo el tiempo que necesite. El médico ha recomendado que no monte a caballo en varias semanas para que se le suelden bien las costillas.

Enseñándoles el camino, Hayley acompañó a los dos hombres hasta el establo. El señor Mallory recogió su silla de montar, ensilló a su caballo y volvió a tomar la mano de Hayley y a hacerle una reverencia.

– Por favor, vuelva a visitarnos -le invitó ella con una sonrisa. Luego se encaminó hacia la casa. Cuando se giró para mirarlos, vio a los dos hombres conversando a lo lejos. Stephen tenía una expresión muy seria y ella se preguntó de qué estarían hablando.

– Una mujer que se sale de lo corriente -comentó Justin. Stephen apartó la mirada de la figura que se alejaba por el sendero y miró a su amigo. -Sí, se sale de lo corriente. -Y sumamente inteligente. -Cierto.

– Y bastante encantadora, también -dijo pensativo, mientras colocaba la bota en el estribo.

Sospechando que aquellos comentarios aparentemente inocentes iban con segundas, Stephen dijo con fingido desinterés:

– Supongo que sí.

Justin tomó impulso para subirse a la silla de montar.

– ¿Qué edad crees que debe de tener?

Ahora Stephen sabía que su amigo estaba tramando algo.

– ¿Cómo diablos quieres que sepa cuántos años tiene? -preguntó sin poder disimular su irritación-. ¿Y por qué debería importarme?

– Te ha salvado la vida, Stephen. Debo decir que tu actitud no dista mucho de la grosería.

– Sólo porque tengo la clara impresión de que estás intentando hacer una montaña de nada…

– En absoluto -le interrumpió Justin con voz sosegada-. Me estaba limitando a afirmar lo obvio y a preguntarme qué edad debe de tener esa preciosidad. Estás a la que saltas. Bastante susceptible, de hecho. -Una sonrisa estiró las comisuras de sus labios-. Me preguntó por qué.

– No hace falta ser ninguna lumbrera. Me encuentro mal. Tengo un fuerte dolor de cabeza, me palpitan las costillas y el brazo me duele como un diablo. Estoy entumecido y dolorido y me ha costado sudor y lágrimas vestirme sin la ayuda de Sigfried. ¡Válgame Dios! Desde ahora valoraré como es debido la labor de un ayuda de cámara. A pesar de que estoy convencido de que quedarme aquí es lo mejor que puedo hacer, no puedo decir que me entusiasme la idea de esta estancia temporal obligatoria en una casa llena de adolescentes ruidosos.

– Bueno, es mejor que te vayas acostumbrando al ruido, mi querido amigo. O, si no, enséñales a no hacer ruido. Eres tutor, ¿no?

Stephen fulminó a Justin con la mirada. -Muy gracioso. -Volveré dentro de una semana y te pondré al corriente de lo que pasa en Londres. Si ocurre algo importante antes, adelantaré mi visita o te enviaré a un mensajero.

– Gracias, Justin -dijo Stephen con voz pausada-. Valoro mucho lo que vas a hacer por mí mientras yo estoy aquí sentado rascándome la barriga.

Justin levantó una ceja y ladeó la cabeza mientras dirigía una mirada llena de significado a la casa.

– ¿Es eso lo que piensas hacer? ¿Rascarte la barriga? No sé por qué, pero lo dudo bastante.

– Ya veo que sigues en tus trece -dijo Stephen en tono gélido.

– Sí. Me cae bastante bien esa mujer, Stephen. Supongo que eres consciente de que vas a pasar varias semanas aquí. Sería una verdadera lástima que le robaras el corazón a la señorita Albright y luego le dieras la patada. Aunque te he estado pinchando, creo que sería mejor que la dejaras en paz.

Stephen dirigió una mirada asesina a su amigo.

– ¿Acaso te has vuelto completamente loco? No tengo ninguna intención de seducirla. Aunque le estoy muy agradecido, no es para nada mi tipo. Es demasiado alta, tiene la lengua demasiado larga y es demasiado directa y demasiado poco convencional.

– Por lo que yo he visto, es afectuosa, sencilla, natural, simpática y acogedora. Tu tipo debe de ser una mujer fría, calculadora y moralmente corrupta. -Justin miró a Stephen con seriedad-. Tal vez no me debería preocupar de que le robes el corazón a la señorita Albright. Es mucho más probable que ella te lo robe a ti.

– ¿Y qué más? -murmuró Stephen entre dientes.

– ¿Acaso crees que nadie puede robarte el corazón? Eso es lo que creía yo hasta que conocí a tu hermana. -Justin movió enérgicamente la cabeza de un lado a otro en señal de desconcierto-. Conocer a Victoria fue algo parecido a ser arrollado por una manada de elefantes. -Alargó el brazo y le dio una palmadita a Stephen en el hombro sano-. Hasta la próxima semana, amigo. Buena suerte.

Justin apretó las rodillas contra los flancos de su caballo. Stephen vio cómo su amigo desaparecía camino abajo. Mientas se dirigía a paso lento hacia la casa, recordó las palabras de Hayley. «No es malhumorado, arrogante ni cínico. Simplemente, se siente solo.»

Un sonido de incredulidad salió de su garganta. La señorita Albright tal vez fuera inteligente, pero iba muy desencaminada en el análisis que había hecho sobre él. En todo momento tenía alrededor más gente de la que era capaz de contar. Ayudas de cámara, mayordomos, lacayos y un amplio abanico de miembros del servicio doméstico lo seguían a todas partes.

En sus salidas vespertinas por la ciudad siempre estaba rodeado por montones de gente, independientemente de la función o velada a que asistiera, y los caballeros revoloteaban en torno a él cuando visitaba el club White. A veces hasta le agobiaban los pegajosos brazos de su última conquista. Parecía que siempre había alguien que quería algo de él.

Hasta entonces.

Se detuvo, desconcertado por la idea. Miró alrededor y aspiró la sutil fragancia de las flores. Verdes prados y altos árboles dominaban el paisaje hasta donde le alcanzaba la vista.

Estaba solo. Nadie saludándole humildemente, doblegándose servilmente ante él, deseoso de ganarse el favor del marqués de Glenfield. Los Albright no tenían ni idea de quién era. A sus ojos, no era más que el señor Barrettson, de profesión tutor. Le habían abierto las puertas de su casa con una generosidad a la que no estaba acostumbrado. No tenía ni idea de que pudiera existir aquella amabilidad. Aunque valoraba los lujos que se podía permitir con su fortuna, sospechaba que podría encontrarle el gusto a la libertad temporal y la falta de responsabilidades de que podría disfrutar durante aquella estancia forzada en el campo.

De golpe, le vinieron a la cabeza las palabras de Justin. «Es más fácil que ella te robe a ti el corazón.» Stephen se rió a carcajadas, disfrutando de la libertad de poder hacerlo. «Vaya idea tan absolutamente ridícula.»

Él sabía demasiado bien que las mujeres sólo eran oportunistas, falsas y desleales. Su madre era un típico ejemplo de esa clase de mujeres, criaturas estúpidas y frívolas que tenían aventuras ilícitas y coleccionaban las joyas que les regalaban sus amantes. No, desde luego que no. Ninguna mujer iba a robarle el corazón.

Por muy encantadora, amable e inteligente que fuera.

Y por mucho que sus carnosos y sensuales labios le pidieran a gritos que los besara.

Ninguna.

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