A las diez de la mañana del día siguiente, Justin Mallory, conde de Blackmoor, levantó la mirada de la montaña de papeles que tenía ante sí.
– ¿Qué tiene para mí, Randall? -preguntó a su imperturbable mayordomo, que estaba de pie, observándolo, junto a la mesa de caoba-. Espero que no sea más correspondencia.
Randall hizo una reverencia y le presentó una ornamentada bandejita de plata con un sobre lacrado en el centro.
– Un joven ha traído esto, milord. Ha dicho que es urgente y que espera una respuesta.
Justin enarcó las cejas.
– ¿Urgente?
– Sí, milord. Ha dicho que la nota procede de una tal señorita Hayley de Halstead y que va dirigida al señor Justin Mallory. Sí, eso es lo que ha dicho: señor Justin Mallory. -El gesto de desdén de Randall no dejó ninguna duda de lo ofendido que se sentía ante lo que él consideraba un imperdonable error de protocolo.
– ¿Ah, sí? -Justin bajó la mirada y se quedó helado cuando leyó el nombre del destinatario. Reconoció de inmediato la inequívoca inclinación de la letra de Stephen. ¿Por qué le enviaría Stephen un mensaje urgente a través de otra persona? ¿Quién dice que es el remitente?
– Una tal señorita Hayley Albright. De Halstead. Creo que eso está en Kent, milord.
– ¿Y dónde está el mensajero?
Randall frunció sus finos labios.
– Le he dicho a ese patán maleducado que espere en el portal.
– Ya entiendo. Déjeme a solas. Le llamaré en cuanto haya leído la nota.
– Sí, milord. -Randall salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
En cuanto estuvo solo, Justin abrió el sobre y leyó rápidamente su contenido.
Querido Justin,
Mis planes de pasar varios días en mi pabellón de caza han cambiado. Estoy bien, pero quiero que vengas a la casa de los Albright, en Halstead, cuanto antes. Aquí todo el mundo cree que me llamo Stephen Barrettson y que soy tutor. Por favor, tráeme algo de ropa -no la más elegante, por favor-, algo propio de un tutor, y vístete tú también en consonancia. Me gustaría que te identificaras simplemente como Justin Mallory. También te pido que no reveles el contenido de esta carta ni mi paradero a nadie, ni siquiera a Victoria, hasta que hayamos hablado. Te espero esta tarde o, como mucho, mañana. Cuando nos veamos, te lo explicaré todo.
STEPHEN
Justin echó un vistazo a una segunda hoja de papel que contenía indicaciones para llegar a la casa de los Albright. «¿En qué lío se habrá metido Stephen?» Releyó la nota. Tuviera el problema que tuviese, por lo menos Stephen estaba bien, o eso decía. Pero era evidente que había algo que iba mal.
Guardándose la inquietante carta en el bolsillo, Justin se dirigió hacia el vestíbulo y abrió las pesadas y sólidas puertas de roble. Un joven que estaba sentado en el escalón de la entrada miró hacia arriba con expresión expectante.
– ¿Es usted el señor Mallory? -preguntó el joven, levantándose de un salto.
– Sí. Puede decirle a la señorita Albright que me espere para esta tarde. -Sin esperar respuesta, cerró la puerta y se dirigió al piso superior. Tardaría unas tres horas en llegar a Kent. Tenía muchas cosas que hacer antes de partir, incluyendo encontrar una excusa plausible para cancelar la cena con su mujer.
Se detuvo a medio paso.
«¿Qué tipo de ropa llevan los tutores?», se preguntó.
Al llegar a la casa de los Albright, Justin desmontó mientras su mirada curiosa inspeccionaba los alrededores. La casa, de considerable tamaño, se encontraba en un claro de bosque en medio de un vergel, rodeada de hayedos. Era una estructura laberíntica, cubierta de hiedra, en la que daba la impresión de que los sucesivos dueños habían ido haciendo añadidos de gustos diferentes. El efecto acumulativo era un batiburrillo sorprendentemente agradable a la vista.
La casa en sí misma tenía un aspecto un tanto deteriorado que estaba a un paso de parecer dejado. En el tejado había varias áreas sin tejas por reparar y en la fachada se veían varias contraventanas desvencijadas. Contrariamente, el jardín, muy bien cuidado, contenía una profusión de flores de gran colorido, cuya fragancia impregnaba el aire veraniego. Un espumoso riachuelo discurría junto a los árboles antes de describir una curva, adentrarse en el bosque y desaparecer en la distancia.
Justin llamó a la puerta. Le abrió inmediatamente un hombre gigantesco vestido con ropa de trabajo. El hombre corpulento miró a Justin con ojos entornados y evidente recelo.
– ¡Que me cuelguen del palo mayor y me ondeen al viento! -dijo el gigante con voz grave y ronca, mientras acercaba el rostro al de Justin-. Tengo trabajo que hacer. No me puedo pasar todo el día contestando a la asquerosa puerta. ¿Quién diablos es usted y qué diablos quiere?
Justin retrocedió dos pasos y carraspeó.
– Me llamo Justin Mallory. Creo que me esperan.
– ¿Quién ha llamado a la puerta, Winston? -preguntó una voz femenina que procedía de detrás del gigante. La puerta se abrió de par en par y apareció una mujer.
– Alguien de la compañía de recogida de basuras. Dice que le esperábamos, pero ya tenemos todos los cubos de basura que necesitamos. -El gigante dirigió una mirada fulminante a Justin, como si estuviera decidiendo si se lo comía como aperitivo o se limitaba a aplastarlo contra el suelo.
Sin sentirse especialmente atraído por ninguna de las dos posibilidades, Justin esquivó al poco amigable «mayordomo» y tendió la mano a la joven.
– Soy Justin Mallory.
– Hayley Albright-contestó ella con una cordial sonrisa, al tiempo que estrechaba firmemente la mano de Justin.
Justin sintió un gran alivio al comprobar que la señorita Albright parecía mucho más contenta de verle que el gigante que le había abierto la puerta. Después de mascullar algo ininteligible, el gigante salió de la casa pisando fuerte y se dirigió al jardín.
Justin estudió a la mujer que tenía delante. Era mucho más alta de lo que estaba de moda, pero muy atractiva. También se percató de que lo miraba con una vivida curiosidad.
– Señor Mallory, entre, por favor-dijo ella, guiándolo a un pequeño vestíbulo-. Le estábamos esperando. -Luego, bajando la voz y señalando con la barbilla al hombre que acababa de salir, añadió-: Espero que disculpe a Winston. Tiende a ser un poco sobreprotector.
Justin enarcó las cejas.
– ¿ Ah, sí? No me había percatado.
Hayley lo miró de soslayo y se rió.
– Winston actúa de buena fe, y ya se sabe: «Perro ladrador, poco mordedor.»
– No se puede imaginar lo mucho que me alivia oír eso, señorita Albright.
Ella volvió a reír -su risa era dulce y acogedora- y guió a Justin a través de varias habitaciones espaciosas pero escasamente amuebladas, saliendo luego por unas puertaventanas hasta llegar a una pequeña terraza. Mientras la seguía, Justin no pudo evitar admirar las atractivas curvas de sus caderas, que ni siquiera aquel sencillo vestido marrón podía ocultar. Se preguntó qué papel habría desempeñado la encantadora señorita Albright en el cambio de planes de Stephen.
– El señor Barrettson está allí, en el jardín -dijo ella señalando una figura en la distancia-. Siga este sendero y llegará hasta él. Cuando hayan acabado de hablar, por favor, vengan a buscarme y les serviré un refrigerio. -Hayley dio media vuelta y entró de nuevo en la casa, y Justin bajó rápidamente por el sendero.
– Sí que has tardado en venir -dijo Stephen a modo de saludo, varios minutos después, al ver a Justin. Stephen hizo un esfuerzo por contener la risa cuando observó la expresión de absoluta perplejidad de su cuñado.
– ¿Stephen? ¿Eres realmente tú?
– En carne y hueso -confirmó Stephen-, aunque, con la cara cubierta de barba y la cabeza vendada, apenas me reconozco ni yo mismo. Y todavía no lo has visto todo.
Stephen se puso en pie y contuvo la risa al ver que Justin se quedaba boquiabierto. El cuerpo de Stephen parecía haberse encogido dentro de una enorme camisa cuyas mangas le colgaban muy por debajo de las muñecas. Y arrastraba unos pantalones de montar de varias tallas más que la suya.
– ¡Válgame Dios! -Dijo Justin-. Pero… ¿qué te ha pasado? Te has encogido y consumido hasta los huesos. ¿Te encuentras mal?
– No, por lo menos ya no -dijo Stephen con una tímida sonrisa-. Estas prendas pertenecían al padre de Hayley. Ahora ya sabes por qué te pedí que me trajeras algo de ropa. Al parecer, papá Albright era bastante corpulento.
– ¿Qué quieres decir con que ya no te encuentras mal? ¿Has estado enfermo?
En vez de contestar, Stephen indicó a Justin, haciéndole un gesto con la mano, el sendero que discurría ante ellos.
– Venga, demos un paseo. Tengo mucho que contarte.
– De acuerdo -contestó Justin.
No habían dado ni tres pasos cuando Stephen se sintió minuciosamente examinado.
– Casi no te reconozco con esa barba, Stephen. He de admitir que te da un aire bastante atormentado. Estás imponente. Seguro que las damas de la alta sociedad londinense te encontrarían incluso más irresistible que de costumbre.
Stephen se llevó la mano a la cara y se frotó el rostro hirsuto.
– El único motivo por el que no me he quitado esta horrible barba es que nunca me he afeitado y no quiero desangrarme en el intento. Pero tendré que librarme de ella de alguna forma. Es horrible cómo pica.
Tras una pausa, Justin dijo:
– Seguro que sabes que me corroe la curiosidad. Tu críptica nota no explicaba nada. ¿Qué demonios está sucediendo? Explícamelo todo, hasta el último detalle.
Mientras avanzaban por un sendero flanqueado por árboles que se adentraba en el bosque, Stephen explicó a Justin los acontecimientos de la última semana. Cuando acabó, su amigo lo miró con expresión seria.
– ¡Dios mío, Stephen! Esa joven te ha salvado la vida.
– Sí.
– ¿Y crees que ha sido la segunda vez que intentan matarte?
– Eso parece. Tomé el incidente del mes pasado por un robo, pero ahora no lo veo así.
– ¿Por qué no me lo explicaste?
– No resulté herido y no lo consideré importante.
– ¿Que no fue importante? ¡Por Dios, Stephen! ¿Quién puede querer matarte? ¿Y por qué?
– Me he ganado muchos enemigos a lo largo de mi vida, supongo, pero no sé quién puede querer verme muerto.
– ¿Una amante despechada?
– Lo dudo. Por lo que sé, con mis ex amantes siempre hemos quedado como amigos.
– ¿Y qué me dices de los negocios? ¿Se te ha complicado algún asunto últimamente?
Stephen hizo una pausa antes de responder.
– De hecho, he tenido un problema recientemente.
– ¿Ah sí? ¿Qué problema?
– Me planteé la posibilidad de hacer una inversión considerable en la compañía de transportes navales Lawrence, pero, tras investigar la compañía, me retracté. De todos modos, Marcus Lawrence ya había dado por hecho que yo haría la inversión y había mandado armar tres barcos nuevos.
Justin se mostró sorprendido.
– ¿Encargó el trabajo antes de que hicieras la inversión?
– Sí. Y, por lo que he sabido después, cuando le comuniqué que no quería entrar en el negocio, se quedó con tres barcos a medio construir que no podía pagar. Lo último que oí fue que estaba al borde de la quiebra y posiblemente a punto de ir a la cárcel por impago.
– Si te culpa a ti por su ruina…
– Lo hace -lo interrumpió Stephen-. Me echa a mí todas las culpas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo dijo él mismo.
Justin miró fijamente a Stephen.
– ¿Acaso te ha amenazado?
– Sus palabras dejaron entrever que yo era el causante de su ruina y que me lo haría pagar. Pero, como lo dijo cuando llevaba unas cuantas copas de más, no me lo tomé en serio.
– Interesante -dijo Justin mientras seguían avanzando por el sendero-. Dime, ¿por qué decidiste no invertir en la compañía de Lawrence?
– Descubrí que Lawrence no sólo transportaba prendas textiles en las bodegas de sus barcos de carga.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué transportaba?
A Stephen le invadió una oleada de repugnancia.
– Al parecer, nuestro señor Lawrence traficaba con esclavos blancos -dijo visiblemente disgustado-. Oí que incluso había raptado niños de varios asilos de huérfanos de Londres…
– No me digas más -le interrumpió Justin con una mueca de asco-. ¿Cuándo te echaste atrás?
– Justo dos semanas antes de que atentaran contra mi vida por primera vez.
– Y un hombre que es capaz de traficar con personas tendría pocos escrúpulos para hacer que te maten.
– Exactamente. Informé al magistrado sobre mis averiguaciones y en el juzgado están llevando a cabo su propia investigación.
– ¿Por qué no me lo habías explicado?
Stephen se encogió de hombros.
– No creí realmente que mi vida estuviera en peligro hasta la segunda vez que intentaron matarme. La primera vez no estaba en el mejor barrio de Londres. El ataque podría haber sido contra cualquier indeseable que frecuentara aquella zona, y yo, sencillamente, me habría interpuesto en su camino. Pero este segundo ataque me ha convencido de que mi vida está en grave peligro. Lawrence podría ser perfectamente nuestro hombre.
– Odio sugerirlo -dijo Justin-, pero… ¿te has planteado la posibilidad de que sea alguien de tu familia?
Stephen soltó una amarga carcajada.
– Seguro que no te refieres a mi queridísima familia. ¿Acaso estás sugiriendo que mi padre, el poderoso duque de Moreland, desea verme muerto? Tal vez. Pero no me lo puedo imaginar manchándose las manos de sangre, aunque sólo sea simbólicamente, ni haciendo un esfuerzo para encontrar tiempo, entre sus adúlteras aventuras amorosas, a fin de planificarlo todo. -Stephen hizo una breve pausa-. Y lo mismo digo con respecto a mi madre. Está demasiado ocupada con sus compromisos sociales y citas clandestinas con sus numerosos amantes para enterarse de que existo. Además, si yo muriera, se vería obligada a guardar luto, y ya sabes lo mucho que detesta vestirse de negro. Aunque es cierto que Gregory heredaría mi título si yo estirara la pata, mi querido hermano suele estar demasiado borracho para percatarse siquiera de mi presencia y, mucho menos, para intentar matarme. Y espero que no consideres a Victoria como posible sospechosa. Mi hermana no sólo no ganaría nada con mi muerte, sino que es tu esposa. Espero que la tengas en mejor concepto que eso.
– En realidad, estaba pensando en Gregory -dijo Justin con voz sosegada-. Tu muerte lo convertiría en marqués y heredero de un ducado, aparte de un hombre increíblemente rico.
– Consideré esa posibilidad, pero lo veo improbable. Gregory está demasiado ocupado con su vida disoluta para tener suficiente energía o astucia para planear mi muerte.
– También es avaricioso y egoísta -apuntó Justin-. No hace falta demasiada energía ni astucia para contratar a alguien para que te mate, y es obvio que esos indeseables que te dieron por muerto eran asesinos a sueldo.
Stephen negó con la cabeza.
– Gregory no quiere la responsabilidad de un ducado. Lo único que necesita es dinero, mucho dinero. No sabría qué hacer con las interminables responsabilidades asociadas al título. Además, mi padre le pasa una renta escandalosamente alta para que la despilfarre en sus vicios.
– Pero tu padre se negó a avalarle económicamente en la última ocasión -le recordó Justin-. Gregory se vio obligado a casarse con Melissa para superar sus problemas financieros. Si dilapida toda la fortuna de Melissa, necesitará tener su propia fortuna. Si tu padre vuelve a negarse a responder de las pérdidas de tu hermano, entonces… -La voz de Justin se fue desvaneciendo poco a poco, y Stephen extrajo la inevitable conclusión.
– Entonces Gregory necesitará otra fuente de ingresos -concluyó Stephen-. Ya sé adonde quieres ir a parar, pero sigo sin poderme imaginar…
Justin lo miró fijamente.
– ¿Qué pasa? ¿En qué estás pensando?
– Me atacaron de camino a mi pabellón… Había decidido ir allí aquella misma mañana.
– Sí, ya lo sé. Me explicaste tus planes aquella tarde.
– Muy poca gente conoce la localización de mi pabellón de caza. Como sabes, siempre voy sin ningún tipo de servicio, es un lugar de uso privado donde me refugio cuando quiero estar solo.
– Ya lo sé.
Stephen miró a Justin, perforando con la mirada los ojos de su amigo.
– Le dije adonde iba a alguien más, aparte de ti. Sólo a una persona. Y sólo unas horas antes de ponerme en camino.
– ¿A quién se lo dijiste?
De repente, sintió una punzada de amargura que le escoció como una bofetada y dijo:
– A Gregory. ¡Maldita sea! Mi propio hermano, el muy desgraciado, está intentando matarme.