Capítulo 10

Sabiendo que, tras el escarceo que había tenido con Hayley en el jardín, le resultaría imposible dormir, Stephen se encaminó lentamente hacia la casa y entró en la biblioteca. Encendió la lámpara de aceite, fue directamente hacia la garrafa de brandy y se bebió dos copas en rápida sucesión.

El fuerte licor se filtró por sus venas, relajándole en alguna medida. Aliviado, se sirvió otra copa bien llena y se dejó caer en una de las butacas orejeras que había junto a la chimenea. «¿Qué diablos estoy haciendo?»

Dio otro sorbo al brandy y se dio cuenta, muy a su pesar, de que le temblaban las manos. Estaba sumamente excitado, nervioso y condenadamente incómodo en aquellos pantalones tan estrechos.

Él ya sabía que besar a Hayley sería un error antes de hacerlo, pero por alguna razón insondable no había sido capaz de controlarse. Había algo en aquella mujer, algo que no podía definir, que le atraía como la luz a las mariposas nocturnas. «¡Maldita sea! ¡Esa mujer me ha dejado temblando!»

Dio otro sorbo al brandy, intentando quitarse de la cabeza la imagen de Hayley mientras la estrechaba entre sus brazos. Fracasó estrepitosamente. Era dulce. Increíblemente dulce y sensible. Casi podía oírla suspirando su nombre, sus ojos nublados por la creciente pasión.

Con un gemido, reclinó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos, dejándose embargar completamente por el recuerdo de sus besos. Nunca había besado a una mujer tan alta, y tenía que admitir que había sido una experiencia única. Todas sus curvas se adaptaban a las formas de su cuerpo como las piezas de un puzzle, encajando perfectamente. Si ella no hubiera salido corriendo del jardín, sabe Dios lo que habría ocurrido.

Hayley le excitaba como ninguna otra mujer le había excitado hasta entonces. Cuando le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él, a Stephen estuvieron a punto de fallarle las rodillas.

De dónde había sacado las fuerzas para contenerse de arrancarle la ropa y hundir su virilidad en su acogedora calidez era algo que Stephen no sabría nunca. Conocía a muchos hombres que se dejaban llevar por sus pasiones y tomaban decisiones imprudentes basadas en las necesidades corporales en vez de en la razón. Normalmente Stephen no tenía ese tipo de problemas, pero besar a Hayley había sido, sin lugar a dudas, algo que llevaba el sello de las necesidades corporales.

A pesar de que la cabeza le decía que no la besara, a pesar de que la lógica le gritaba que era una decisión imprudente, había hecho caso omiso de lo que le dictaba la razón. «Y ahora, mira cómo estás, bebiendo brandy a media noche, todavía inquieto e incapaz de conciliar el sueño. Y todo por culpa de una solterona que se ha quedado para vestir santos.» Si los miembros de su club pudieran verle en ese momento, soñando despierto con una inocente muchachita de pueblo, se partirían de risa a su costa.

«Pero no es sólo una muchachita de pueblo que se ha quedado para vestir santos -le interrumpió su voz interior-. Exceptuando a Victoria, ella es la única persona realmente buena que has conocido en toda tu vida. Lo comparte todo con todo el mundo: su familia, sus amigos e incluso los desconocidos, y sin pedir nada a cambio. ¿Qué tipo de persona haría algo así?»

Un ángel.

«Pero mira todos sus defectos.» Su comportamiento, su ropa, su familia… harían rasgarse las vestiduras a las damas de la alta sociedad. Pero, aun así, de algún modo aquella mujer le había calado muy hondo. Y, ¡maldita sea!, aquello no le gustaba lo más mínimo. Y lo que también le preocupaba sobremanera era que Hayley pareciera tan alterada cuando salió corriendo del jardín.

Frustrado, Stephen apuró el brandy y se levantó. Deambuló nerviosamente de un lado a otro. Tenía que afrontar la realidad. La única razón de que se hubiera quedado en la casa de los Albright era que alguien pretendía matarle. Regresaría a Londres dentro de unas semanas y, sin lugar a dudas, no volvería a ver a Hayley nunca más. El tiempo que iba a tener que pasar en el campo debería invertirlo en pensar en la forma de capturar a su asesino, no en besarse con una mujer en el jardín. Pero parecía estar resultándole muy difícil recordar por qué estaba allí. No tenía ningún sentido iniciar ningún tipo de aventura con aquella mujer. Tal vez si ella tuviera más experiencia y supiera coquetear siguiendo sus reglas, se plantearía la posibilidad de pasar aquella estancia forzada en Halstead entre sus brazos.

Pero no tenía ningún interés en seducir a una virginal solterona. Stephen se detuvo y miró hacia abajo, clavando la mirada en su excitación todavía visible y torció el gesto en una expresión de medio arrepentimiento.

Bueno, tenía que admitirlo, deseaba seducirla. Pero no iba a hacerlo. Su vida estaba en Londres, y no había espacio en su mundo para la señorita Hayley Albright ni su pandilla de ruidosos hermanos. Lo único que tenía que hacer era mantenerse lo más alejado posible de ella y controlarse cuando la tuviera cerca. No más besos. Ni uno más. Nunca más. Había permitido que las cosas se le fueran de las manos aquella noche, un error que no se podía repetir. Asintió enérgicamente con la cabeza y se encaminó hacia su alcoba.

Seguro que no le costaba demasiado controlar sus deseos carnales durante un par de semanas. Luego, en cuanto volviera a Londres, se refugiaría en los complacientes brazos de su amante y se olvidaría de aquel deseo enfermizo de poseer a una sencilla chica de campo.

«Ya lo creo. En cuanto sacie mis deseos con mi amante, todos mis pensamientos sobre Hayley se desvanecerán completamente.»

Su voz interior le dijo: «¡Lo dudo mucho!», pero, con grandes esfuerzos, él consiguió ignorarla.


Hayley estaba tumbada en su cama, mirando al techo fijamente, reviviendo la última hora, la hora más maravillosa y más vergonzante de toda su vida. Sus emociones oscilaban constantemente entre la euforia y la vergüenza.

Un escalofrío le recorrió el espinazo al evocar el contacto con la boca de Stephen, el calor de su cuerpo, aquel olor a limpio mezclado con toques picantes y aroma de madera que sólo le pertenecía a él. El calor le inundó las venas y se le concentró en el vientre. Después de vivir veintiséis años sin tener la más remota idea de cómo se sentía el deseo, Stephen se lo había enseñado en cuestión de minutos.

Aquel extraño calor, doloroso y placentero al mismo tiempo… aquel palpitar del corazón… aquel cosquilleo que invadía todos sus sentidos… eso era el deseo. Se llevó las yemas de los dedos a los labios, ligeramente hinchados, y se los palpó.

«¡Santo Cielo! ¿Qué pensará de mí?», se preguntó. Al evocar su desenfrenada reacción a sus besos y a sus caricias, se le encendieron las mejillas. Pero él había abrumado completamente todos sus sentidos. Ella no podría haber contenido aquella reacción tan desinhibida, del mismo modo que no se puede arrancar la luna del cielo.

Jeremy Popplemore nunca le había hecho sentirse de aquel modo, como si toda ella fuera de mantequilla y estuvieran a punto de fallarle las piernas. De hecho, lo que sentía por Stephen hacía palidecer sus sentimientos adolescentes hacia Jeremy, como si nunca hubieran existido.

Mientras Hayley se iba dando cuenta del significado de aquel pensamiento, su corazón se saltó un latido. Sentándose de un salto en el borde de la cama, se apretó las palmas contra sus calientes mejillas, entre horrorizada y consternada por el descubrimiento.

Se estaba enamorando de Stephen Barrettson.

«Enamorarme. ¡Santo Dios! ¿Es eso posible?»

Se dejó caer hacia atrás y se obligó a hacer varias inspiraciones profundas para tranquilizarse. Hacía tiempo que se había quitado de la cabeza la idea de encontrar a un hombre a quien amar y con quien compartir la vida. Había sabido salir adelante sola cuando Jeremy la abandonó y, mirando hacia atrás, no podía culparle por no haber querido hacerse cargo de toda la familia Albright. La responsabilidad, como ella bien sabía, era como para intimidar a cualquiera.

Ella había pasado todos aquellos años entregada en cuerpo y alma a su familia, sus días completamente ocupados en llevar la casa y educar a sus hermanos. Ninguno de los caballeros del pueblo era de su agrado y, de todos modos, ella sabía que era demasiado alta, demasiado normalita y demasiado poco convencional para que ningún hombre se fijara en ella. Con tan poco entre lo que elegir, había apartado de su mente cualquier esperanza de romanticismo y de amor.

Hasta que Stephen Barrettson entró en su vida.

Aquel hombre había ocupado constantemente sus pensamientos desde que lo encontró tendido sobre un riachuelo. Incluso cuando estaba postrado en el lecho, entre convulsiones febriles y cerca de la muerte, Hayley había sentido algo, un indescriptible e inexplicable vínculo que la unía a él.

Cuando al fin se despertó y ella pudo mirarle a los ojos, aquellos preciosos ojos de color verde oscuro, le dio un brinco el corazón. Ahora, después de pasar varios días con él, sus sentimientos se estaban haciendo cada vez más fuertes. Aparte de ser el hombre más imponente desde el punto de vista físico que ella había visto nunca, Stephen tenía algo que la fascinaba.

El hecho de que no tuviera familia le encogía el corazón. Sí, Stephen tenía un aire de tristeza, una vulnerabilidad interior que la atraía como el néctar a las abejas. Deseaba con todas sus fuerzas desterrar aquellas sombras que acechaban tras sus ojos y oscurecían su mirada.

Ella se había dado cuenta de que Stephen a veces se quedaba helado cuando ella lo tocaba, como si las caricias tiernas y afectuosas fueran algo completamente desconocido para él. Le recordaba a la gatita con una pata rota que había recogido cuando era niña. Ella se había desvivido cuidando de aquella pobre y necesitada criatura. La llevó al establo, le curó la pata y la llamó Petunia. Cuidó y alimentó a aquel peludo animalillo con todo su amor, poniendo todo su corazón, su alma y su compasión en la tarea. Petunia, que no tenía amigos y estaba completamente sola en el mundo, se deleitó ante tantas atenciones. A pesar de que alguna vez le bufó y le sacó las uñas, Hayley nunca perdió la paciencia y pronto se hicieron uña y carne. Petunia murió cuando Hayley tenía dieciséis años, y ella se pasó varios días llorando su muerte.

Stephen le recordaba a aquella gatita, herida y desesperadamente necesitada de amor y compasión, aunque él ni siquiera lo supiera.

«Tal vez le pueda curar por dentro, además de por fuera. Tal vez nadie haya sido realmente bueno con él, tal vez nadie le haya querido de verdad.» Su mente se empezó a acelerar. Quizá, si le mostraba a Stephen lo que era el amor de una familia, tal vez querría quedarse a vivir en Halstead.

«Tal vez le acabe importando tanto como él me importa a mí.»

En aquel momento Hayley se dio cuenta de que si Stephen no se quedaba, si se iba dentro de dos semanas como tenía pensado, a ella se le partiría el corazón. ¿Qué probabilidades había de que él también se enamorara de ella y quisiera quedarse? Hayley negó con la cabeza. Un hombre ya la había dejado plantada por las responsabilidades que suponía compartir la vida con ella. Nada había cambiado, ella nunca se plantearía la posibilidad de abandonar a su familia.

Y luego estaba la cuestión de su secreta profesión. ¿Cómo podía siquiera plantearse la posibilidad de iniciar una relación romántica en tales circunstancias? Y, además, no podía hacerse ninguna ilusión en lo que se refiere a su atractivo femenino. Nunca había tenido ninguno.

«No te olvides de cómo te ha besado», le interrumpió su voz interior. Aquel beso. ¿Cómo iba a olvidarlo? Y lo cierto es que, mientras la besaba, Stephen también parecía estar disfrutando. Tal vez no era tan poco atractiva como pensaba. Hayley descartó inmediatamente aquella idea con un gesto de negación. No, categóricamente, los encantos femeninos no eran su fuerte.

¿Llegaría a importarle a Stephen algún día?

Hayley volvió a negar con la cabeza. Las probabilidades no estaban precisamente a su favor.

Pero, independientemente de cuáles fueran sus probabilidades de éxito, ¿acaso no merecía la pena arriesgarse?

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